miércoles, 31 de octubre de 2007

CINE - Encarnación, de Anahí Berneri: Del sexo en soledad

El cine y la literatura son mundos tan próximos que muchas veces consiguen rozarse; incluso puede pensarse al cine como el último de los géneros literarios. Por un lado las letras saben que el celuloide las ha empujado más allá del ejercicio paisajístico o fisonómico: la literatura ya no puede permitirse descripciones como las que sostuvieron la novela decimonónica, el período inmediato anterior a la era del cine. De una novela que abusa de ese recurso hoy se dice que es cinematográfica, sin que en ello vaya un elogio. Por necesidad, la literatura del siglo XX se volvió más esencial, más hermética, y en su evolución el cine tampoco se contentó con el relato explícito ni con el mero retrato, y de a poco comenzó a explorar otras formas de narración. Encarnación, de Anahí Berneri, comparte con otras películas del llamado nuevo cine argentino cierta voluntad críptica que, salvando distancias enormes, puede traer a la memoria del espectador/ lector el espíritu engañosamente cotidiano de algún texto de Raymond Carver. Será porque en la historia de Erni Levier, una actriz de poca monta, una vedette ensombrecida por el tiempo, es menos lo que se podrá saber a través de lo que cuenta el relato, que lo que se intuirá a partir de los silencios, las conversaciones truncas o los fragmentos oídos al pasar. Y quizá en ese carácter fragmentario esté la clave de una película que pide ser reordenada; no porque su linealidad temporal haya sido alterada ni su estructura remita a un complejo artefacto de diseño, sino porque lo central en ella puede ser aquello insinuado de manera repetida, pero nunca dicho.

Erni, o Encarnación, tal es su verdadero nombre, sabe que su momento pasó. Se lo dicen las miradas ajenas, los comentarios furtivos, la falta de propuestas laborales serias, pero también la propia piel, floja, que cubre su cuerpo todavía firme como una sábana cubre un mueble en una casa deshabitada hace tiempo. Sin embargo Erni no sólo no se abandona a esas evidencias aceptadas a medias, sino que intenta re fundarse con más voluntad que éxito: escribe un guión de cine que ella misma protagonizará; sube su propia web, cargada con los desnudos de su juventud; incluso acepta hacer publicidades estrafalarias. En medio de eso, su relación con Jorge (un hombre de su edad, dedicado al negocio inmobiliario) es un oasis que la conecta con un mundo más real, o al menos, de sentimientos y proyectos reales. Ya con síntomas de una crisis inminente, Erni viaja al campo, a su pueblo natal, para la fiesta de quince años de su sobrina Ana. Allá la espera el pasado. Como sucedía en La ciénaga, de Lucrecia Martel -aunque aquí con menos dilaciones y velos-, se intuye en esa Ana adolescente que idolatra a su tía artista, una sexualidad efervescente y contenida pero a la vez vital, auténtica, que contrasta con la simple carnalidad a la que se abandona Erni tal vez por el mandato que su nombre le impone, no pudiendo evitar ser objeto del goce ajeno, incluso a contrapelo de sus propios deseos y sentimientos.

Encarnación, se ha dicho, comparte con La ciénaga o El custodio, de Rodrigo Moreno, una media lengua en el que la palabra no pronunciada tiene más valor que el discurso, un lenguaje compuesto de voces y de silencios que son contrapartes necesarias para deconstruir la historia. Anahí Berneri ha sabido elegir a sus actores y, del humor al morbo, hacerles decir y hacer lo necesario para que esta historia de dinámica serena no se volviese una invitación a la siesta. Silvia Pérez está saludablemente desconocida, atendiendo a que su carrera estuvo siempre más ligada a la picaresca que al cine de autor. A partir de una labor emotiva y aportando matices a un personaje con el que a priori tiene algunos puntos de contacto, consigue transmitir las dudas y la vulnerabilidad de Erni. En lo técnico, a Encarnación se le puede criticar el exceso de cámara en mano (no es el único recurso posible para acentuar el realismo de una escena); y desde lo estético, su marcada vocación festivalera, que por cierto dio buenos frutos en Toronto y San Sebastián, pero que como muchas de las películas del cine nacional reciente, parece olvidar que los jurados no son el único público posible. Si es que eso puede calcularse.

(Artículo publicado originalmente en Página 12)

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