martes, 18 de diciembre de 2007

LIBROS - Seis, de Jim Crace: Cuando la fertilidad es enemiga del deseo.


Existen muchas estrategias a la hora de narrar la vida de un hombre: Seis, novela del inglés Jim Crace, se propone hacerlo desde sus mujeres; más exactamente a partir del relato detallado de los sucesos que indefectiblemente acabaron en cada uno de los seis hijos del protagonista. Porque aunque no lo sepa, Felix carga con una fertilidad irrefutable como una maldición: cada mujer con la que se ha acostado le ha dado al menos un hijo. Él es un actor que se siente incómodo con la realidad -eso incluye su cuerpo-, y todo le resultaría más oportuno si pudiera estar pautado como en un guión, en el que cada personaje se abandonara a las indicaciones de un director omnisciente. La paradoja de obedecer sin dignidad, o ser esclavo de las decisiones tomadas en completa libertad.

A través de los seis capítulos de la novela, Crace hace gala de su gracia para detallar diferencias de género, sobre todo las referidas al deseo y su manifestación. En el hombre aparece como afectado por el síndrome de Korsakov, y así como surge ante el menor estímulo sensible (siquiera es necesario el contacto visual y alcanza con un aroma perdido en una esquina para que el cuerpo despierte), no puede mantenerse más que por un tiempo breve: el que le lleva cruzarse con otra mujer en una calle transitada y mutar en un nuevo deseo. Pero ellas saben que ningún hombre es un observador tan discreto como cree y que más bien es la presa quien acecha al depredador en estos casos. Toda mujer es conciente de que besar a alguien en público equivale a hacer el amor con, al menos, otra docena de tipos. Y no está mal sentirse deseadas.

Escrita con oficio a partir de recursos austeros -aunque sobre el final se perciba un apuro que no se delata en la narración anterior-, Seis parece no buscar otra cosa que entretener, rasgo de honestidad que merece destacarse.


Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura del diario Perfil.

CINE - La brújula dorada (The golden compass), de Chris Weiz: Acerca de Tolkien, Salieri y Danger Four

En el universo de Lyra, una huérfana internada en una escuela de viejo estilo inglés, las almas, llamadas daemonios, no comparten el cuerpo de las personas, sino que con forma de distintos animales caminan a su lado y dialogan con ellas, en una simbiosis total. Lyra está a cargo de su tío, un eminente profesor que regresa de una expedición al Polo Norte -el reino de los osos- con una teoría escandalosa: ese mundo se conecta con otros paralelos a través del polvo (cuya mención es considerada una herejía) y él intentará llegar a ellos. Así ganará el apoyo y la financiación de la escuela, y la enemistad del Magisterio, un buró que casi como el IngSoc de 1984, o una versión victoriana de la santa inquisición, gobierna a partir de la premisa de que ocultar la verdad es lo más conveniente para un pueblo que necesita que le digan todo el tiempo qué es lo mejor. Cuando el tío vuelva a partir obligando a Lyra a sosegar su innata curiosidad en favor de su propia seguridad, una mujer misteriosa e influyente conseguirá que el rector de la escuela le permita llevarse a la niña como asistente personal en un viaje al Norte. Por alguna razón, el rector no podrá negarse, pero en secreto entregará a Lyra una brújula capaz de revelar la verdad oculta a quien sepa usarla. Y entre el público todos saben que ella lo hará.
Desde que El Señor de los Anillos se convirtiera en el éxito previsto, el Fantasy se ha vuelto uno de los géneros de moda en el cine del nuevo milenio, y si algo puede inferirse de esta generación de Salieris de Tolkien, es que nadie ha sabido crear nada nuevo ni ha tenido más imaginación que él para contarlo. Es cierto que con ese criterio hasta se puede decir que la saga de la Tierra Media tampoco es una creación demasiado original -hija legitima de las mitologías germánicas que tanto amaban el profesor J.R.R y C. S. Lewis, autor de Crónicas de Narnia, otra saga literaria traducida al cine con éxito-, pero queda claro que es de allí para abajo en cuanto a calidad y fantasía, y no hacia arriba, que se han edificado estas otras series, con el sobrevaluado Harry Potter a la cabeza, entre otras. En esa misma línea, La brújula dorada peca de la inocente certeza de que alcanza con una joya secreta y virtuosa, con oponer un poder oscuro a la iluminada bondad, con el diseño de una mitología apócrifa pródiga en tribus de gitanos del agua o brujas del aire, o con esfumar la cultura nórdica detrás de símbolos tan básicos como osos polares con borgeanos nombres islandeses, para que el Fantasy se vuelva convincente. La necesidad de explicar algunas de estas particularidades obliga a que la narración abunde en aclaraciones que sobrecargan un relato ya de por sí artificioso, y puede volverse algo enrevesada para los más chicos.
Es verdad que la suma de todo esto, más un impecable trabajo de creación digital de personajes y escenarios, puede entretener a muchos y de hecho lo hace, pero no alcanza para sorprender. La brújula dorada es dentro del género lo que los Danger Four a los Beatles en el rock: quienes elijan verla de seguro no saldrán defraudados (más allá del abrupto final que promete segundas partes), pero tampoco podrán evitar preguntarse si todo esto ya no lo vieron (y leyeron) antes y mejor.

(Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página 12)

jueves, 13 de diciembre de 2007

CINE - La última hora (the 11th hour.), de Nadia Conners y Leila Conners Petersen: La letra con sangre entra


El huracán Katrina ha sido para el sistema social de los Estados Unidos, lo que el ataque al World Trade Center a su sistema político: la pastilla roja que ha volcado in his face una realidad que sólo creían posible en las películas, en la televisión o en el tercer mundo. Sus consecuencias (la peor calamidad natural ocurrida en suelo norteamericano) aun siguen saliendo a flote; no caben dudas de que la ola de documentales concebidos como subgénero del cine catástrofe, es una de ellas. Un síntoma de la repentina conciencia surgida en los sectores más progresistas de la conservadora sociedad norteamericana, que, tarde, vienen a darse cuenta de lo que su cultura del consumo ha generado.
La última hora revisita muchos de los tópicos ya desarrollados por Una verdad incómoda, aquella conferencia documental con la que el ex candidato a presidente Al Gore ha intentado despabilar a sus compatriotas en los últimos años: calentamiento global, contaminación ambiental, brutal incremento de la población, agotamiento de recursos no renovables. La primera diferencia entre ambos documentales está dada por el carácter polifónico de La última hora, que a partir de una multiplicidad de voces consigue dotar al discurso de una agilidad que no tenía el monológico film de Gore, escaso en variantes cinematográficas y más parecido en su forma a un audiovisual escolar que a una película. En La última hora se ha intentado compensar ese inevitable exceso discursivo, con una elocuente batería de imágenes, que muchas veces sirven de apoyo a la andanada de conceptos que desde la pantalla abruman al espectador. Sin embargo, a pesar de lo ilustrativas, abundantes y bien elegidas secuencias, es imposible no terminar aturdido ante la sucesión de cabezas parlantes que, apuradas por salvar al mundo, lanzan más información de la que se puede asimilar en 90 minutos. Dentro de ese maremoto verbal, el trabajo de Leonardo Di Caprio como narrador (además, uno de los guionistas del documental), cumple la función de encauzar el flujo informativo a partir de breves copetes, en los que se plantean interrogantes que de inmediato son abordados por hombres y mujeres de la talla de Stephen Hawkins, Wangari Maathai (Nobel de la paz 2004), o Mikhail Gorbachev, dentro de una larga y heterogénea lista de consultados. En el papel de Troy McClure (o, por qué no, de Gastón Pauls), Di Caprio luce demasiado solemne, mucho menos eficaz que en sus últimos trabajos en ficción, como si la responsabilidad de comunicar malas noticias le hubiera lesionado el don de la naturalidad.
La última hora, de Di Caprio y cía., es un retrato del complejo de culpa de una nación pasmada por el impacto de su propia escupida en la cara: el duro despertar del sueño americano. Y aunque eso la convierta en un valioso acto de contrición, su contenido no deja de ser excesivo y sería imposible de seguir, si no fuera por la inteligencia que demuestran muchos de quienes exponen a cámara sin anestesia.

(Artículo publicado originalmente en el diario Página 12)

jueves, 22 de noviembre de 2007

CINE - Beowulf, de Robert Zemeckis: Chico con juguete nuevo

A Robert Zemeckis, cuyo segundo nombre es Midas, se le ocurrió otra idea: volver a utilizar la fórmula de combinar la animación 3D con el trabajo actoral, como ya había hecho con rédito en El expreso polar. Para eso desempolvó el Beowulf, un poema épico compuesto en el siglo VIII d.C., pero del cual sólo se conserva un único manuscrito tres siglos más joven; se trata del documento más antiguo escrito en lengua inglesa, y por ello tiene el valor de ser el texto fundacional de la cultura anglosajona. El poema recrea las hazañas de un príncipe gauta, una de las tantas tribus germanas diseminadas por las penínsulas de Escandinavia y Jutlandia entre los siglos IV y V d.C., con un estilo que remeda toscamente el de las composiciones homéricas. Al mando de catorce guerreros, el héroe llega a Dinamarca, tierra del rey Hrotgar, para enfrentar a un monstruo devorador de hombres llamado Grendel, contra quien nadie ha podido. Beowulf ofrece a Hrotgar deshacerse de Grendel y el rey promete traducir su gratitud en oro. Sólo con sus puños, el héroe consigue arrancarle un brazo a Grendel y la alegría vuelve a palacio. Pero la paz será breve: se sabe que no hay furia más atroz que la de una madre que defiende a su hijo, y hasta los ogros tienen una.

En Beowulf la incógnita pasaba por saber cuánto respetaría Zeme-ckis esta historia que es puro heroísmo y nobleza, o cómo se las ingeniaría para incorporar algunas subtramas que el original no contempla, pero que son indispensables para que un producto se vuelva masivo. Con astucia, el viejo Bob hace uso de la opción shakespeareana: con trazos gruesos añade amores imposibles, herederos indignos, dramas de alcoba, complejos de culpa y no se priva de convertir al héroe en rey de Dinamarca. Y claro, algo acaba oliendo mal. Porque estas variaciones podrán cerrar para quien desconozca del poema original, pero serán una traición para el avisado, ya que a pesar de respetar los nudos dramáticos de la historia, muchas veces se degrada el espíritu de los personajes, cargándolos de conflictos y dudas que en el poema no tienen. Además abunda en giros vulgares, siempre de tono sexual, que en pos de un realismo costumbrista innecesario desdibujan el carácter mítico del relato. Así, el Beowulf de Zemeckis, de una excelente factura técnica donde no pueden dejar de disfrutarse las escenas de combate, en especial la batalla final, no es novedoso ni muy fiel a su fuente, aunque logra quedar bien parada entre otras buenas versiones anteriores. Fuera de la vulgar adaptación futurista con Christopher Lambert, están la más esquemática y venal del dúo Crichton/ McTiernan, Trece Guerreros, y la sutil Beowulf y Grendel, del islandés Sturla Gunnarsson, con el hoy famoso Gerard this is Sparta Butler como protagonista, en la que el héroe consigue hacer un verdadero camino de transformación, manteniendo a la vez los valores de un poema que cautivó a Borges, Tolkien y C. S. Lewis, entre tantos otros.

(Artículo publicado originalmente en Página 12)

jueves, 15 de noviembre de 2007

LIBROS - Teoría del desamparo, de Orlando Van Bredam: La democracia como cadáver en un baul


Alguna vez se le ha ocurrido imaginar que una mañana se levanta para ir a la oficina, como siempre, y se encuentra con el cadáver de un desconocido en el baúl de su propio auto. Piénselo bien, ¿qué haría? Es verdad: las posibilidades son muchas, absurdas casi todas. Mejor piense en otra cosa.
Como usted no suele salir de Buenos Aires no tiene porque conocer a Orlando Van Bredam, escritor entrerriano dedicado a la docencia, con varios libros publicados y residencia en Formosa. Sin embargo un día Van Bredam obtiene el premio Emecé de novela 2007 por Teoría del desamparo, y usted se entera de que la historia del cuerpo en el baúl es el comienzo de esa novela, en la que se mezclan en dosis más o menos equilibradas el policial con la sátira política, regada de humor negro y no exenta de ironías que propician la crítica social. Ahora sí, piense qué haría: ¿seguiría leyendo?
Sí eligiera continuar, usted se enteraría de que el muerto es un político muy importante y muy corrupto, que ha sido secuestrado días atrás y al que la policía de todo el país busca con prisa. Y vería que el autor utiliza esta figura para cuestionar primero a toda una clase política -la de los feudos provinciales, la de quienes utilizan el poder para causas privadas, y a la que ya se le ha pedido que se vayan todos-, pero también a un sistema cuyo único objeto parece ser el de revalidar sus paradojas cada cuatro años, por consenso popular. La democracia como un cadáver que lleva casi 25 años pudriéndose en los baúles de todo un país.
Al final de Teoría del desamparo, usted no dejará de preguntarse por qué el autor ha elegido narrar la historia en una infrecuente segunda persona y no le será difícil relacionar ese tono declamativo, con el de un profesor que invita a sus pupilos a tomar el lugar del sujeto para comprender los pormenores de una hipótesis determinada, aquí teoría del desamparo. Sin embargo no estará seguro de si eso alcanza a justificar este experimento, en el cual el recurso queda siempre delante de la novela como un vidrio turbio entre el lector y el texto. Más allá de ese elemento de distracción, seguramente usted rescatará el oficio de Van Bredam para hacer de Teoría del desamparo una novela legible a pesar de lo anterior, la sencillez de una narración fluida y alguna que otra observación ingeniosa.

(Artículo publicado originalmente en suplemento cultura del diario Perfil)

CINE - Quiéreme, de Beda Docampo Feijóo: El viaje interior

En cualquiera de los medios que cubren los estrenos cada día jueves, es inevitable que en alguna de las reseñas se aborde el tema de los argumentos repetidos: que esta película recuerda a esa otra, que tal historia no es sino una variación de aquella que ya fue filmada varias veces. Borges solía decir respecto de la literatura -y de paso justificaba su costumbre de retomar el argumento de un cuento en otros, siempre distintos- que ya todo ha sido hecho, y que no puede aspirarse más que a la reescritura. Aunque no se trate de un simple refrito, esa idea sobrevuela todo lo que dura Quiéreme. 
Cuando Pancho recibe una nena como si se tratara de un envío puerta a puerta, no imagina que su fantasía del mundo perfecto acaba de terminar: su pareja con una chica varias décadas menor, un exclusivo restó recién inaugurado, la tranquilidad de un lujoso departamento en Puerto Madero; todo eso pierde cuando se entera que tiene que hacerse cargo de Amparo, la nena. Pero ¿quién es ella? Pues no: no es una hija desconocida que un pasado ya olvidado le planta en el camino. No, pero anda cerca. Amparo es su nieta, hija de una hija que vive en España, a la que Pancho no ve hace más de diez años y a quien le sugirió que lo pensara bien, cuando recién embarazada vino a buscar su consejo de padre. Sucede que Lucía, su hija, está atravesando una crisis por la muerte de su madre y no se siente en condiciones de hacerse cargo de la niña. Movido más por la necesidad de sacarse el problema de encima que por vocación paternal, Pancho viaja a Madrid. Con dificultad, reconstruirá por fragmentos la historia de esa hija casi olvidada, y no tardará en saber que él mismo es una de las piezas centrales del rompecabezas. 
Moviéndose inicialmente en un terreno de comedia dramática, en el que la relación entre el adulto y la niña dará pie a situaciones tiernas que inevitablemente traerán otras películas a la memoria, Quiéreme será también un diario de viaje, una especie de road movie transatlántica, para desembocar en la tragedia de perfil griego y, tal vez por eso, no exenta de justificación freudiana. Como Pancho, Darío Grandinetti es más convincente en este último tramo que en los lapsos de comedia: sin dudas los veinte minutos finales deben estar entre lo mejor de su trabajo en cine. Marrale compone con gracia a un amigo de Pancho, escritor y putañero, y el breve personaje de Brandoni se parece más al militante radical de pocas pulgas de la realidad, que a su eterno personaje de chanta porteño de la ficción. Ariadna Gil cumple como la hosca amiga de Lucía y la niña Valdivieso consigue algunos rescatables momentos de naturalidad. A pesar de las reminiscencias y de un guión que se permite dejar algunas cuerdas sin tensar, Quiéreme, de Beda Docampo Feijóo (guionista de Camila y El último tren), redondea una narración efectiva y sobre todo, cuenta una historia concreta y completa, objetivo que en el cine nacional no necesariamente abunda.
 
(Artículo publicado originalmente en Página 12)

miércoles, 31 de octubre de 2007

CINE - Man to man, de Régis Wargnier: La evolución salvaje


Simple: así se plantea Man to man, una película a la que se puede clasificar como culebrón antropológico, que comienza en África central, en 1870, cuando una pareja de pigmeos es capturada y llevada a Escocia. Allá, tres vehementes hombres de ciencia, los doctores Auchinleck, McBride y Dodd, intentarán probar que los miembros de esa tribu casi desconocida en Europa son nada menos que el eslabón perdido, aquel linaje intermedio entre primates y humanos que mantenía viva a la darwiniana teoría de las especies. Dodd ha sido el responsable de la dramática expedición que trajo los pigmeos a Edimburgo, pero a partir de un contacto cada vez más íntimo con ellos, comenzará a dudar de algunas premisas de su teoría y la confianza con sus colegas se irá debilitando.

Planteada como fábula moral, abundante en estereotipos y moralejas, Man to Man utiliza a sus personajes para mostrar las alternativas posibles en la relación entre hombre y ciencia, muchas veces puesta por encima de las relaciones hombre a hombre. Así, mientras el doctor Dodd descubre que el carácter humano de sus “antropoides” resulta una evidencia que exige que el método sea revisado y corregido, Auchinleck se mostrará salvajemente positivista, y McBride se verá tironeado entre los hechos, la manipulación y su propia cobardía. Un juego de polos que se repelen y atraen, en el que la película deja clara su posición; como en ese paralelismo entre una tribu africana y los toscos highlanders escoceses, que desde culturas que se ignoran mutuamente le endosan a los hombrecitos de la selva similares poderes diabólicos, un recurso más bien superficial, pero que no deja de ser simpático y efectivo a la hora de empujar al espectador a intentar redefinir la palabra salvajismo. Y en esto se va Man to man, una sucesión de recursos casi de telenovela, (sobre)actuaciones esquemáticas para personajes de molde, transformaciones previsibles, mensajes políticamente correctos y golpes más o menos bajos, pero que de todas formas no impiden que la película resulte entretenida. Sin embargo al verla no pueden dejar de extrañarse otras, que retrataron de manera más elaborada, elegante o efectiva un tema tan rico como el choque de culturas antípodas. Sin demora vendrán a la memoria la exquisitez plano por plano de El nuevo mundo, de Terrence Malick, y hasta Greystoke, la leyenda de Tarzán, de Hugh Hudson, en la que Christopher Lambert compusiera tal vez el Tarzán más fiel al original de Burroughs, aunque no el más recordado.

Para Man to man queda la virtud de no haber desaprovechado la belleza de los escenarios elegidos; el oficio de Régis Wargnier para hacer coherentes y sobre todo llevaderas las casi dos horas que dura la película; y el mensaje de igualdad humana, que no por repetido deja de ser valioso, en esta era signada por la exaltación obscena de las diferencias por sobre la coincidencia vital de ser humanos.


(Artículo publicado originalmente en Página 12)

LIBROS - Ferrocarriles argentinos, de Elvio Gandolfo: Bajo el signo de la herencia

El nuevo libro de Elvio Gandolfo no es original. Es más, ni siquiera es nuevo el último libro de Elvio Gandolfo: Ferrocarriles argentinos es apenas la reedición de una antología con diez de sus cuentos. Pero, vamos, a quién le importa la novedad si lo que se ofrece a cambio es una forma del placer difícil de hallar en la lista de los más vendidos de la semana.

Una constante de esta recopilación y tal vez de toda la obra de Gandolfo, es la forma en que cada texto manifiesta con equilibrio la pasión del autor por una gran variedad de géneros -los literarios, pero también el cine o la historieta-, para llegar a partir de ellos siempre más allá del límite que implica lo genérico. Así, en Llano de sol, un cuento cuyo escenario bien pudiera ser el de la ciencia ficción y la historieta fantástica de los años 50, en una Argentina dividida por guerras internas, una vieja central de energía solar en medio del desierto riojano es una excusa para que el abandono libere los fantasmas de un hombre solo, sus miedos y añoranzas, o la demora de ciertos deseos que son, quizá, un último rasgo de su humanidad (o su conciencia). En La yanqui y el polaco se permite utilizar nombres reales, como hiciera con Wells en el cuento Corta amistad en Londres: Susan Sontag y un hombre locuaz de español ferdydurkiano, son los personajes de un relato romántico con visos de erotismo intelectual. Fábula suburbana y lisérgica de ominosa candidez, El terrón disolvente profetiza la escena en que Morpheus le sirve a Neo la pastilla roja, para que el mundo se descubra con la violencia propia de la realidad. El policial se cruza con el costumbrismo en Estrategia, para aparecer de manera más contundente en Un error de Ludueña, mientras El bulto del casino desborda una fantasía netamente borgeana de soñadores y soñados.

Gandolfo es parte de una generación de cuentistas a la que ambiguamente puede reconocerse como la primera post- Borges, o bien la última bajo su influencia viva: su primer libro de relatos, La reina de las nieves, se editó en 1982, aunque él ya venía publicando poesía y trabajando en prosa desde mucho antes. Quienes todavía no conocen su trabajo, en estos Ferrocarriles Argentinos tendrán oportunidad de comprobar que en sus cuentos se continúa la genealogía fértil de la buena literatura fantástica argentina.

(Artículo publicado originalmente en el suplemento de cultura del diario Perfil)

CINE - Encarnación, de Anahí Berneri: Del sexo en soledad

El cine y la literatura son mundos tan próximos que muchas veces consiguen rozarse; incluso puede pensarse al cine como el último de los géneros literarios. Por un lado las letras saben que el celuloide las ha empujado más allá del ejercicio paisajístico o fisonómico: la literatura ya no puede permitirse descripciones como las que sostuvieron la novela decimonónica, el período inmediato anterior a la era del cine. De una novela que abusa de ese recurso hoy se dice que es cinematográfica, sin que en ello vaya un elogio. Por necesidad, la literatura del siglo XX se volvió más esencial, más hermética, y en su evolución el cine tampoco se contentó con el relato explícito ni con el mero retrato, y de a poco comenzó a explorar otras formas de narración. Encarnación, de Anahí Berneri, comparte con otras películas del llamado nuevo cine argentino cierta voluntad críptica que, salvando distancias enormes, puede traer a la memoria del espectador/ lector el espíritu engañosamente cotidiano de algún texto de Raymond Carver. Será porque en la historia de Erni Levier, una actriz de poca monta, una vedette ensombrecida por el tiempo, es menos lo que se podrá saber a través de lo que cuenta el relato, que lo que se intuirá a partir de los silencios, las conversaciones truncas o los fragmentos oídos al pasar. Y quizá en ese carácter fragmentario esté la clave de una película que pide ser reordenada; no porque su linealidad temporal haya sido alterada ni su estructura remita a un complejo artefacto de diseño, sino porque lo central en ella puede ser aquello insinuado de manera repetida, pero nunca dicho.

Erni, o Encarnación, tal es su verdadero nombre, sabe que su momento pasó. Se lo dicen las miradas ajenas, los comentarios furtivos, la falta de propuestas laborales serias, pero también la propia piel, floja, que cubre su cuerpo todavía firme como una sábana cubre un mueble en una casa deshabitada hace tiempo. Sin embargo Erni no sólo no se abandona a esas evidencias aceptadas a medias, sino que intenta re fundarse con más voluntad que éxito: escribe un guión de cine que ella misma protagonizará; sube su propia web, cargada con los desnudos de su juventud; incluso acepta hacer publicidades estrafalarias. En medio de eso, su relación con Jorge (un hombre de su edad, dedicado al negocio inmobiliario) es un oasis que la conecta con un mundo más real, o al menos, de sentimientos y proyectos reales. Ya con síntomas de una crisis inminente, Erni viaja al campo, a su pueblo natal, para la fiesta de quince años de su sobrina Ana. Allá la espera el pasado. Como sucedía en La ciénaga, de Lucrecia Martel -aunque aquí con menos dilaciones y velos-, se intuye en esa Ana adolescente que idolatra a su tía artista, una sexualidad efervescente y contenida pero a la vez vital, auténtica, que contrasta con la simple carnalidad a la que se abandona Erni tal vez por el mandato que su nombre le impone, no pudiendo evitar ser objeto del goce ajeno, incluso a contrapelo de sus propios deseos y sentimientos.

Encarnación, se ha dicho, comparte con La ciénaga o El custodio, de Rodrigo Moreno, una media lengua en el que la palabra no pronunciada tiene más valor que el discurso, un lenguaje compuesto de voces y de silencios que son contrapartes necesarias para deconstruir la historia. Anahí Berneri ha sabido elegir a sus actores y, del humor al morbo, hacerles decir y hacer lo necesario para que esta historia de dinámica serena no se volviese una invitación a la siesta. Silvia Pérez está saludablemente desconocida, atendiendo a que su carrera estuvo siempre más ligada a la picaresca que al cine de autor. A partir de una labor emotiva y aportando matices a un personaje con el que a priori tiene algunos puntos de contacto, consigue transmitir las dudas y la vulnerabilidad de Erni. En lo técnico, a Encarnación se le puede criticar el exceso de cámara en mano (no es el único recurso posible para acentuar el realismo de una escena); y desde lo estético, su marcada vocación festivalera, que por cierto dio buenos frutos en Toronto y San Sebastián, pero que como muchas de las películas del cine nacional reciente, parece olvidar que los jurados no son el único público posible. Si es que eso puede calcularse.

(Artículo publicado originalmente en Página 12)

jueves, 11 de octubre de 2007

CINE - Perseguidos por el pasado (Seraphim falls), de David von Aken: El western metafísico

Solía repetir Borges que ante el olvido de los poetas, Hollywood había recuperado con los westerns el heroísmo del género épico. En ese mismo sentido puede agregarse que así como las epopeyas greco romanas se han convertido con los siglos en folklore de todo occidente, del mismo modo la mitología del Lejano Oeste se ha vuelto universal a partir del cine. 

Perseguidos por el pasado puede considerarse dentro de lo mejor de esa tradición, porque consigue que a partir del enfrentamiento de sus protagonistas -dos hombres que superados por sus miserias dan pie a esta historia-, ese carácter heroico de dimensión sobrehumana se traduzca en un drama real. La película comienza de un modo convencional: Gideon es un hombre solitario que huye por montañas, ríos y desiertos, de la persecución del coronel Carver, quien al mando de cuatro hombres es presa de la obsesión insana de alcanzarlo y no descansará hasta tenerlo de rodillas frente a sí. Poco a poco el relato que por un lado irá reconstruyendo el origen de tanto odio, comenzará a abundar en personajes que van extrañando la historia, a tal punto que sobre el final de la película será difícil distinguir fantasía de realidad; o mejor, esa interesante dualidad permitirá andar los dos caminos de manera complementaria.

Perseguidos por el pasado se toma la molestia de no adelantar los motivo por los cuales Carver (sólido Liam Neeson, impenetrable) persigue con saña a Gideon (un Pierce Brosnan tan atormentado como brutal). Por desgracia, quienes titularon la película en castellano de alguna manera han frustrado esa dilación, abundando tal cual es su costumbre en indicios que el original escamotea, aunque no lleguen al extremo de arruinar la película. Esa mentada persecución, que tendrá como escenario vivo el agreste paisaje norteamericano y a la finalizada guerra de secesión como telón de fondo, se encargará de poner frente a frente, a la manera de Héctor y Aquiles, a dos hombres de valor cada uno con motivos de sobra para legitimar sus papeles de perseguidor y perseguido. La trama ira insinuando sin prisa que tal vez Carver y Gideon no sean más que antagonistas siameses, unidos por un mismo dolor común, dejando la certeza de que toda guerra es fraticida y que en un mundo así, lo dice Carver durante la película, nadie puede proteger a nadie.

Sobre el final, los espacios serán cada vez más agobiantes, y la película se volverá decididamente ambigua, permitiendo la aparición de personajes que bien pueden ser vistos de modo realista, pero que cobran mayor profundidad si se los acepta como metáforas. Así en medio del desierto (espacio mítico propenso a las epifanías), Gideon y Carver tal vez tengan una única oportunidad de vérselas cara a cara con dios y con el diablo en persona. Por todo esto, Perseguidos por el pasado puede ser la excusa ideal para volver al cine a ver una de vaqueros.

(Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página 12)

LIBROS - Con toda intención, de C. E. Feiling: Siempre hay espacio para los buenos argumentos

Si bien puede caerse en la tentación de comenzar a hablar de este libro como de una recopilación de artículos periodísticos, que es lo que se supone que debe creer el lector antes de comenzar con la lectura, al terminar con el último de los textos que lo componen no queda más alternativa que reconocer que lo que atraviesa estas páginas no es otra cosa que literatura en su estado más puro.

Es que estos textos engañosos, originalmente publicados en la mayoría de los principales medios de la ciudad con los que Feiling ha colaborado, como Clarín, La nación, El cronista, y principalmente en el diario Página 12 y en la extinta revista Página 30, de la que fue secretario de redacción, no son otra cosa que un rosario de breves y lúcidos ensayos, a los que como periodista o escritor no se puede más que envidiar. Sanamente, debería aclararse ahora mismo para mantener la corrección política. Pero para que mentir. Estos artículos son envidiables, malamente envidiables. Insanamente envidiables.

C. E. Feiling es y será periodista, escritor, traductor, crítico literario en el sentido más ajustado, docente universitario, y otras decenas de items posibles, y esta antología de sus textos reunidos bajo el título de Con Toda Intención, resulta un intento de volver a colocar al arte en el lugar correcto. Lo que llama la atención es la enorme lucidez con que aborda los temas más variados del espectro artístico, pero desde el dominio de un bagaje teórico abrumador, que le permite trascender los límites del arte para abarcar en sus textos los ámbitos de la cultura y la sociedad por completo. Así, rescatar la empañada figura de José Bianco como uno de los más notables escritores argentinos del siglo pasado, o dejar algunos apuntes acerca de aquella mítica versión de la canción My Way, que hiciera Sid Vicious poco antes de morir a finales de los ´70, implican para Feiling el mismo nivel de compromiso crítico.

Con en este libro, Feiling amerita ser catalogado como lo que en la jerga policial se conoce con el nombre de hábil declarante: alguien que difícilmente se quede sin argumentos en medio de cualquier discusión. Y que no vacila en ser impunemente franco al momento de ejercer su profesión. Así podemos leer varios de sus textos, en los que sin problemas valora a algunos de los libros que le ha tocado en suerte criticar o reseñar, como malos o muy malos; o definir a don Ernesto Sábato como un pésimo escritor. Sin anestesia. Porque incluso (o sobre todo) cuando parece que algunas de sus críticas comienzan a tomar el mismo tono de una agresión de barrabrava, es en esos momentos en los que sus argumentos sólidos no dejan lugar para las dudas.

Como un ejemplo de la claridad de su pensamiento y de la gran capacidad analítica que posee C. E. Feiling, basta con referir un fragmento de un texto escrito por él como prólogo para una antología de relatos de terror (tal vez el género con menos prestigio dentro de la literatura), en el que un razonamiento teórico acerca del género, acaba transformado en una lúcida diatriba sociológica: lo sobrenatural como opuesto de lo sobre- natural, lo que está más allá de aquellos conceptos “naturalistas” para los que es lógico que los blancos sean superiores a los negros o los hombres a las mujeres; lo sobrenatural como sublimación de ciertos miedos sociales a los que a finales del siglo XIX se aludía desde los argumentos de la literatura de horror.

La muerte de C. E. Feiling (Charlie para quienes lo estimaban) en 1997, es otro argumento a favor de las teorías que afirman que frente a la muerte no sirven méritos, ni argumentos, ni razones. Lo cual ciertamente es una lástima.

(Artículo publicado originalmente en http://www.informereservado.net/cultura.php)

CINE - Yo los declaro marido y... Larry, de Dennis Dugan: El actor como género

Adam Sandler está empecinado en convertirse a sí mismo en un género cinematográfico. Para ello tiene su productora, Happy Madison, que además de sus películas financia algunas otras con comediantes como Rob Schneider, David Spade o Dana Carvey, amigos de la época en que formaban parte del Saturday Night Live, famoso programa de la televisión neoyorquina y gran semillero de la comedia norteamericana de los últimos 35 años. Y aunque está claro que no tiene las dotes histriónicas de Jack Black o Jim Carrey -mucho menos la destreza de este último para el humor físico-, ni la facilidad paródica de Mike Myers (tal vez con quien más puntos de contacto tenga sea con Ben Stiller y no por casualidad ambos son de New York), no caben dudas de que es Adam Sandler entre todos ellos quien mejor interpreta el humor del norteamericano medio, quizá porque su estilo remite directamente a las populares comedias televisivas. No hay secretos en el género “Sandler”, y sus ingredientes se pueden enumerar fácilmente: comedia de perfil machista pero políticamente correcta, y con la dosis de ternura y romance necesaria como para que los fanáticos puedan ir al cine con sus novias. Y si de fanáticos se trata, ellos nunca salen defraudados.
Chuck y Larry son dos bomberos de New York muy amigos, aunque muy distintos. Chuck es un mujeriego sin límite, y Larry un viudo con dos chicos y dificultades para rehacer su vida. A partir de un accidente de trabajo, Larry querrá poner a sus hijos como beneficiarios de su seguro de vida, todavía a nombre de su esposa, pero la burocracia se la pondrá difícil. Tanto que le resultaría más fácil casarse otra vez y que su nueva pareja se convierta en el beneficiario de la póliza. Pero Larry no quiere casarse. Sin embargo se le ocurre proponerle a Chuck que simulen una unión civil (un matrimonio gay) para que sea él quien cobre el seguro y se haga cargo de sus hijos llegado el caso. Pero las cosas se complicarán cuando todo el mundo crea que Chuck y Larry son dos auténticos gay, y ellos deban persistir en su farsa para demostrar ante la justicia que no están intentando estafar al estado.
Es cierto que de ninguna de las anteriores comedias de Sandler puede decirse que eran cine de alto vuelo, y Yo los declaro marido y Larry no sólo no es la excepción, sino que a partir del tema elegido se permite recaer en bromas tan viejas como la del jabón en la ducha. Pero eso no alcanza para denostarla. En primer lugar porque en comparación con muchas otras comedias estrenadas recientemente (y en este caso muchas significa demasiadas), esta al menos cumple en su objetivo primario, que es hacer reír. Y en segundo lugar, porque sin tener las habilidades de Carrey, Black o Myers, Adam Sandler se las ingenia para encontrarse personajes y situaciones a su medida. Fuera de eso, y de la banda de sonido ochentosa (otra marca registrada del género Sandler), no se debe esperar ni exigir más a esta película.

(Artículo publicado originalmente en Página 12)

CINE - Juegos prohibidos (Alpha dog), de Nick Cassavetes: El enemigo interior

“Podés decir que se trata de drogas o de armas; de la juventud enajenada o de lo que se te ocurra. Pero en realidad se trata de los padres, se trata de cuidar a los hijos. Vos te ocupás de los tuyos y yo de los míos”. Nick Cassavetes, director y guionista, lo dice todo en las primeras líneas de la película: de eso se trata Juegos Prohibidos. Y quien no este atento a esa premisa, se perderá lo mejor de la película. Porque aunque pueda ser vista como un policial o un thriller, es ante todo una crítica feroz a la Norte América blanca y rica; a su devaluada institución familiar y a una inmoral escala de valores. Por allí desfilarán los vicios y enfermedades de un grupo social sumido en la indiferencia de su propia comodidad, en el sopor de un hedonismo sin conciencia; adolescentes fuera de control cuyas únicas motivaciones son los placeres vividos de manera irresponsable: las drogas, el sexo, la tecnología y la violencia como lenguajes de una conversación de sordos. Detrás, padres que apañan los horrores, débiles y desarticulados, que no consiguen imponer a sus hijos el límite entre lo posible y lo intolerable. O peor aun, padres que en el fondo comparten las aspiraciones a esos mismos placeres automáticos de los que está hecha la peor cara del sueño americano.
Johnny es líder de una bandita de chicos ya no tan chicos y a los que bien se puede calificar de “bastante pelotudos” (el secreto está en la “t”, diría Fontanarrosa). Casi como un juego, él se dedica al negocio de las drogas apoyado por su papá. Con ínfulas de Tony Montana, Johnny maltrata a sus amigos sólo porque los demás se lo festejan, pero como no todos están dispuestos a humillarse, acaba enfrentado a Jake, quien le debe dinero, pero que lejos de posar de pandillero es en verdad peligroso. Una escalada de agresiones mutuas termina con Johnny y sus amigos secuestrando a Zack, hermano menor de Jake. Adolescentes al fin, el rapto acaba convertido en un juego hasta para el propio Zack -el único inocente-, quien accede a quedarse con sus captores creyendo que así ayuda a su hermano. El secuestro se convierte en una fiesta, pero el candor se ira desfigurando de a poco en un despertar brutal. 
A partir del buen uso del suspenso, sobre todo en los tramos finales del film, Cassavetes consigue hacer un juicio crudo de cierta realidad. Pero también cae en un retrato excesivo, abundando en fiestas que son todo felicidad, drogas, alcohol y belleza americana, hasta casi rozar lo apologético, consiguiendo que crítica y objeto criticado acaben algo empastados. Como ya le sucediera en John Q, el director tampoco puede evitar poner la moraleja innecesaria en labios del cordero que marcha manso a la hecatombe, como si dudara de la elocuencia de todo lo anterior y necesitara hacerlo explícito. El elenco cumple bien su parte, destacándose el siempre natural Bruce Willis y el trabajo de los más jóvenes, entre ellos la estrella del pop Justin Timberlake.

(Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y espectáculos de Página 12)

CINE - La historia de un amor (Le heros de la famillie), de Thierry Klifa: La fuerza del pasado

Cuando muere Gabriel/ Gabrielle, un conocido transformista que ha manejado en Niza y por más de 40 años el prestigioso cabaret El Loro Azul, Nicky –un mago donjuan con quien Gabriel compartió su casa por años- debe llamar a Marianne, su propia hija, para decirle que ha muerto su padrino. Pero cuando llama a Nino, su hijo gay, le dice que el que ha muerto es su madrina. Y este será el registro tan de comedia francesa en el que se moverá La historia de un amor, película de Thierry Klifa, que no dudará en internarse en la frondosa y oblicua genealogía de esta “familia” ante todo disfuncional. Es que Garbriel ha protegido con su ala no sólo a Nicky, sino también a Simone. Los tres han sido conocidos durante los ´70 por un show televisivo para chicos, y Gabriel se ha encargado de mantenerlos unidos. Simone es además la madre de Marianne, pero no la de Nino; aunque ella tampoco tardará en aparecer y su llegada no estará exenta de revelaciones. El último adiós a Gabriel los ha reunido y su testamento será una sorpresa: les deja el cabaret y su enorme mansión a sus dos ahijados ante la incredulidad de Nicky y Simone, que de un día para otro se encuentran con que sus hijos venderán aquello que se ha convertido no sólo en su trabajo, sino en símbolo de sus vidas.
Klifa recrea con encanto el ambiente del vodevil y para eso no se priva de exponer las voces de sus actrices, Catherine Deneuve, Géraldine Pailhas y sobre todo Emanuelle Beart, quien sigue desbordando sensualidad a pesar de los excesos quirúrgicos. Ese universo de los night club que la película se encarga de presentar como refinado e ingenuo antes que promiscuo, aparece como determinante de la tensión y desconexión inicial entre los miembros de una familia disuelta, que ante la muerte apelarán y se disputarán lo único que tienen en común: el amor de Gabriel.
Como ha sido costumbre este año en la cartelera porteña, La historia de un amor es otro eslabón de una sólida cadena de comedias que por caminos diversos y con distinto mérito, confirman el buen momento que atraviesa este género en Francia. Como se ha visto hace muy poco en Lo mejor de nuestra vidas (también escrita por Christopher Thompson que además es hijo de su directora, Danièle Thompson), y sobre todo en Mujer de lujo, con Audrey Tautou y ese buen comediante que es Gad Elmaleh, aquí se confirma que no son necesarias ni omnipresentes maquinarias gestuales, ni la repetición ad infinitum de viejas fórmulas para hacer reír, precisamente porque tampoco es necesario robarle al espectador una carcajada barata, cuando se puede compartir con él una sonrisa a partir de situaciones resueltas sólo con lo indispensable, y sin derroche innecesario de recursos. Desde allí y apoyado en un elenco en el que no es posible destacar a uno sin incurrir en el olvido de los demás, Thierry Klifa ha construido esta comedia suave y confortablemente musical.

(Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página 12)

LIBROS - También la luz es un abismo, de Olga Orozco: Desde el fondo de la infancia

La importancia de la mujer en la historia de la poesía argentina es imposible de mensurar. Algunos de los nombres que se juntan bajo este pattern, pueden provocar la ilusión de que la poesía argentina no existe sin ellas: Alfonsina Storni, Silvina Ocampo, Alejandra Pizarnik. La Ocampo, incluso, puede ser considerada uno de los autores más importantes de la literatura argentina, sin importar los géneros, ni el literario nie el sexo. ¿O es que realmente tiene alguna importancia el sexo en las buenas artes? ¿Importa el sexo más allá del acto mismo?
No tan popular como las tres escritoras recién mencionadas, pero no por eso menos fundamental, Olga Orozco, como ellas, es un animal de poesía. Tan importante es la poética en el contexto de su obra, que su producción en prosa se reduce a dos libros de relatos, separados el uno del otro por más de 30 años. Esta distancia entre ellos, sin embargo, no fue un obstáculo para que el ingenio de la escritora encontrara la oportunidad de volver a hacer poesía, por encima de la prosa, sin dejar dudas de su capacidad literaria. Es que si se toman los títulos de ambos libros y se los reúne en un mismo plano textual, pueden obtenerse los dos versos de un breve y sutil poema:
La oscuridad es otro sol
También la luz es un abismo
Justamente También la luz es un abismo, el segundo de ellos, editado en el año 1998, es la muestra perfecta de que, como prosista, Olga Orozco era una excelente poetisa.
A pesar del habitual tono burlón que puede encontrarse en el uso burdo de la frase anterior, en el contexto literario debería sonar a elogio. Y es que tal vez lo más arduo de escribir en prosa sea la dificultad de traducir la belleza esencial que es ineludible en la poesía, a las estructuras prosaicas. Sin embargo, cada uno de los textos que componen este libro no se detienen en la mera narración de una historia, ni en descripciones de carácter o detalles paisajísticos, sino que se deslizan hacia lo más profundo del lenguaje literario, amalgamando poesía y prosa con la eficacia y elegancia que son esperables en el buen autor.
Este libro presenta uno de los temas centrales en la obra de Olga Orozco: la niñez, la puerta iniciática de su universo literario. Es importante detenerse en ella, por que de esto se trata el libro: una excusa para conjurar el fantasma de los deseos, los miedos, la mística y los secretos que ella misma se ha dejado en Toay, su pueblito natal en la provincia de La Pampa. Solía contar Orozco que uno de sus ritos a la hora de escribir, costumbre cercana a la obsesión, era hacerlo sólo junto a tres piedras que ella conservaba especialmente: una del pueblo de su madre, otra del pueblo de su padre; y la tercera, un obsequio que un amor infantil le dejó en Toay, el día que su familia se mudó a Bahía Blanca.
De alguna manera, de esto se trata También la luz es un abismo, del génesis y cosmogonía de su universo poético. Un intento de desentramar, de a poco, palabra por palabra, el tejido de la infancia. Un mundo en donde la vida interior lucha con la contradicción de continuar oculta o manifestarse, como ha conseguido hacerlo con éxito la Orozco, a través de su poesía. Pero sin olvidar que aquel mundo que tan ligeramente se emparenta con el juego, con la felicidad y la nostalgia del tiempo pasado, también es una bolsa vieja y oscura, llena de miedos persistentes y elásticos que insisten en acompañarnos toda la vida. Porque, aun llena de luz, la infancia también es un abismo.
(Artículo publicado originalmente en www.informereservado.net/cultura.php)

CINE - Entre mujeres (In the land of woman), de Jon Kasdan: Cuando la comedia no ríe y el drama no llora

Ya hace tiempo que a Meg Ryan le gustaría escapar de las comedias románticas que engrosaron su cuenta bancaria a partir del éxito de Cuando Harry conoció a Sally. Así como Jim Carrey viene esquivando esas otras que lo fuerzan a un non plus ultra gestual, o como el Tom Hanks devenido actor serio, ella se ha obligado a sí misma al thriller militar en Prueba de vida y Valor bajo fuego, o al desnudo “cuidado” de En carne viva (que acá fue directo al video). Todo con tal de salir de su claustro de amores predestinados. Firme en su propósito, en Entre mujeres Meg prueba con un papel más dramático en una película que de todas formas no se aleja mucho ni de la comedia ni de lo romántico. Pero fuera de su elemento, su figura parece no rendir de la misma manera, ni en la taquilla ni en la pantalla.

Carter es joven, inteligente y tiene condiciones de escritor, aunque las desperdicie en guiones para películas porno soft. Para peor lo deja su novia, una joven actriz en ascenso. En medio de esa crisis personal, Carter decide viajar a una ciudad de provincia para cuidar a su abuela, que desde hace algún tiempo insiste en anunciar su propia muerte. Allí, cree, encontrará el ambiente ideal para darle forma en el papel a una vieja idea que demora desde la secundaria. Y hará amistad con Sarah, una vecina de la abuela con su matrimonio en decadencia, cuestionada por su hija adolescente, y cuyo único interlocutor hasta la llegada de Carter ha sido su otra hija de 10 años. Entre mujeres, Carter acaba en una suerte de escucha terapéutica permanente, pero sin poder evitar involucrarse en los dramas ajenos y convertido en la válvula aliviadora de ese mundo de conflictos femeninos.

El principal inconveniente de Entre mujeres es que los conflictos de cada uno de los personajes son insignificantes en contraste con la realidad, y hacen que el espectador pueda llegar a preguntarse, si es que este retrato es fiel, qué sería de esa clase media alta de Norteamérica si tuviera que enfrentar problemas como los de cualquier mortal, fuera de su burbuja pequeño burguesa. Porque hasta la enfermedad, que aparece como consecuencia lógica de la presión acumulada por Sarah, pasa y se va livianamente como por arte de magia, por el módico precio de algunos vómitos y una rasurada cuyo peso dramático no llega a inquietar, mucho menos a prefigurar una sombra verosímil de la muerte. Entre mujeres, de Jon Kasdan (cuyo padre Lawrence ya dirigió a Meg Ryan junto a Kevin Kline en Quiero decirte que te amo) apenas deja la gratificación de algunos diálogos, una cuidada fotografía y la actuación de Adam Brody, como saldo de un producto correcto pero magro.

(Artículo publicado originalmente en Página 12)

CINE - Next, el vidente, de Lee Tamahori: Violar a Philip Dick

Que Cris Johnson, protagonista de Next, el vidente, sea capaz de ver el futuro, aunque sólo sean los siguientes dos minutos, y utilice ese don para vivir como mago y apostador ocasional, es un inicio que podría ser interesante para una película de acción y ciencia ficción, si no fuera por una importante lista de objeciones, a saber.

 

Que Cris Johnson sea capaz de ver el futuro, aunque sólo sean esos dos minutos, y use el don para sobrevivir en Las Vegas, podría ser un buen comienzo si no fuera porque pasada la primera media hora, la película se enreda a sí misma en una serie de avances y rebobinadas en el tiempo, haciendo que las premisas que al comienzo se dan por constantes (Cris Johnson es capaz de ver sólo dos minutos en el futuro) se transformen en variables sin explicación alguna, hasta resentir la lógica del relato. 
 
Que Cris Johnson sea capaz de ver el futuro y use su don para seducir a la mujer de sus sueños, es un inicio que podría ser interesante. Si no fuera porque los guionistas aseguran que la película se basa en el cuento El hombre dorado, de Phillip K. Dick, cuando en realidad entre ambas historias hay un único punto de contacto: sus protagonistas pueden ver fragmentos del futuro. Decir que la película está basada en ese cuento es hacer un uso deshonesto del nombre del autor, crimen en el que Gary Goldman (principal guionista de Next) es reincidente. Él mismo participó con suertes dispares en la “adaptación” de otros dos cuentos de Dick, utilizados para los guiones de El vengador del futuro y Sentencia previa.
 
Que Cris Johnson sea capaz de ver el futuro sería una idea interesante si no fuera porque, como una premonición o un déjà vu, ya se la ha visto a menudo. O porque esa buena media hora al comienzo de la película cuya mayor virtud parece ser la de no tomarse a sí misma muy en serio –la persecución del FBI para que Cris ayude a desmantelar un grupo terrorista que anda por Los Ángeles con una bomba atómica, o la cómica sucesión de encuentros con la chica soñada, aparentan ser pruebas de ello-, enseguida se diluye en pretensiones de thriller. 
 
Y todos estos peros acaban dando lástima, porque el director Lee Tamahori parece haber olvidado en su Nueva Zelanda natal la capacidad dramática y el talento que demostró en su primera película, la tremenda y un poco melodramática El amor y la furia. Cosas que suelen suceder cuando se abre la puerta grande de la industria y el negocio se impone al autor, aunque ahí está Paul Veerhoveen para desmentirlo. Así, Next, el vidente llega al final habiendo cumplido escuetamente, y en medio de todo eso Nicolas Cage vuelve a demostrar que necesita cambiar de agente y de peluquero.

(Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página 12)

LIBROS - Fuegos, de Marguerite Yourcenar: El mito del amor roto

Los mitos griegos son, sin dudas, una fuente de fantasías constante. ¿Quiénes de los que han recorrido alguna vez esas galerías infinitas de héroes, no desearon y repitieron con la imaginación las historias de sangre, los versos de amor y celos, las hazañas revueltas de eternidad?

De entre las obras de los grandes artistas y pensadores que se cuentan entre los fascinados, el libro Fuegos de la escritora francesa Marguerite Yourcenar se destaca por su originalidad y solidez poética. Una visión del mundo clásico que es reordenada a partir del filtro de la modernidad, sí, pero mucho antes por el desengaño. Así, Fuegos se ofrece en nueve textos líricos de poesía escrita en prosa, en los cuales otros tantos personajes mitológicos le sirven a la autora de metal conductor a través del cual exorcizar un deseo que no ha podido ser depositado en su verdadero objeto. Una especie de vivisección del amor como emoción excluyentemente humana a partir de la propia decepción.

Partiendo de ideales mitológicos, las nueve historias son utilizadas como si se tratara de espejos, para hablarnos de pasiones laberínticas, enredadas e intransitables, en los que la miseria, el despojo, la soledad, el dolor, y otras heridas imposibles de eludir, se asoman a la superficie para transformarse en la voz de esa víctima única, que es siempre la víctima del amor: no hay desgarro más feroz e intransferible que aquel que provoca el amor.

Así, Fedra vuelve a desear - la desesperación - aquello que la moral le niega una y otra vez; el Aquiles oculto entre mujeres sólo siente pasión por aquello que tratan de esconderle; María Magdalena (el único de los personajes elegidos que es ajeno al mundo helénico) elige relegar sus deseos por amor a dios y luego, como un juego de constante sumisión, también acaba por resignar hasta la mujer que es.

En estas historias de rechazo, de destierro, de fidelidades inútiles, historias de amor detenidas por la moral, hay también una conciencia del propio martirio y una necesidad patética de creer que ese dolor ennoblece a la criatura victimizada: “No tengo miedo de los espectros”, leemos un fragmento, “Sólo son terribles los vivos, porque poseen un cuerpo”. A partir de ahí, el amor y la muerte ya no son las caras que adornan los dos lados de la moneda, sino la cabeza de Jano estampada en una moneda de un único lado. Porque en esta nueva conjugación de antagonismos, amor ya no es lo opuesto al odio, o al dolor, o a la muerte, sino que son los elementos de una misma sustancia indisoluble que representa la esencia misma del ser humano. Víctima y victimario bien pueden ser la misma cosa.

Como dato histórico biográfico, se puede agregar que Fuegos es el fruto literario del amor no correspondido de una joven Marguerite, prendada de un hombre que no puede amarla. Nueve figuras de arcilla poética que ella ha modelado de manera catártica en los relatos que le dan forma a esta obra. Por eso Fuegos puede ser visto como el retrato neurótico de una obsesión en nueve pasos sucesivos, que también se transluce en esas frases elocuentes y lúcidas que Marguerite ha tomado de un diario íntimo de la misma época de su desengaño, y que utiliza como marco emotivo para sus exquisitos relatos.

“No hay nada que temer. He tocado fondo. No puedo caer más bajo que tu corazón”.

(Artículo publicado originalmente en http://www.informereservado.net/cultura.php)

CINE - Filmatron, de Pablo Parés: Pinta tu aldea (de negro)

Para hablar de Filmatrón, nueva película de Pablo Parés y Farsa producciones, hay que empezar por hablar de Haedo, especie de barrio oasis al oeste de Buenos Aires, en donde de forma espontánea y con el único combustible de la propia tracción a sangre, se ha generado una de las movidas más ricas y eclécticas de la cultura joven actual. Como muestra elocuente alcanza con mencionar a Árbol, banda fetiche de Gustavo Santaolalla, o a Ale Sergi, quien hace más de 15 años ya tramitaba en el rock el éxito que con Miranda! encontró en el pop. También en Haedo y a mediados de los 90, un grupo de chicos sorprendió con Plaga zombie, una película inspirada en lo primero de Sam Raimi y Peter Jackson, que no tardó en volverse culto. No porque estuviera a la altura de los originales que emulaba, sino porque con pocos recursos, mucho ingenio y autogestión consiguieron, de igual a igual, llamar la atención de su propia generación. Así se consolidó Farsa, la productora responsable de algunos de los video clips más interesantes de los últimos años -ver sino Postal, de Kapanga, o Arrancacorazones de Attaque 77 -, y que con Filmatrón vuelve al cine.
Un grupo de jóvenes liderados por Lucas, un chico amante de las historietas, eligen el cine para revelarse contra un sistema vigilante, que en beneficio de una minoría manipula la realidad desde los medios de difusión. Perseguido por un siniestro grupo policial que se encarga de aplacar todo intento de creatividad, Lucas y sus mundos fantásticos serán el perfecto elemento conductor para combatir esa otra ficción con que el estado aplasta al individuo. Lo aclaran los títulos finales: toda coincidencia con la realidad (o con la novela 1984) fue planeada desde un principio.
Dados los antecedentes de sus creadores, Filmatrón (premio del público en el BAFICI 2007) se presenta a priori como una invitación de interés, y la película cumple en varios aspectos. En primer lugar, porque se ocupa de géneros poco explorados, de vacíos y espacios marginales del cine argentino, y ese valor experimental merece ser reconocido a pesar de algún déficit, como la marcada diferencia entre los actores de mayor experiencia y los otros, o un guión que si bien marcha sobre una idea central clara y apostando a un humor inocente, por momentos peca de elíptico y presenta las situaciones como prendidas con alfileres o sin explicación ni continuidad; aunque es cierto que en una película como Filmatrón, dirigida a un público joven con el que comparte su festivo espíritu amateur, una lógica inestable puede volverse un recurso estético válido. Los rubros técnicos y artísticos que también suman a favor en el balance, más los buenos antecedentes ya enumerados, hacen suponer que el grupo de Farsa está en condiciones de saltar al siguiente nivel, sin que la fórmula del barrio como microcosmos se transforme en capricho o vicio. El objetivo no está tan lejos.

(Artículo publicado originalmente en Página 12)

CINE - La cáscara, de Carlos Ameglio: Patético vacío existencial

A Juan suele salirle todo bien: es director creativo en una agencia de publicidad, y nunca le han faltado las ideas para satisfacer a quienes confían en él para sus campañas. En cambio Pedro, su mano derecha, se siente un inútil, un farsante: sabe que no tiene mucho para aportar, y cree que los demás no tardarán en darse cuenta; entonces se quedará sin trabajo. Cuando la competencia les roba la idea original para la campaña de un antigripal, Juan y Pedro tendrán que encontrar de apuro un plan B para cumplir con el cliente, un laboratorio médico. Juan tiene un par de cosas en mente y a eso se van a dedicar después del fin de semana. Pero hay variables que son incontrolables, como la muerte por ejemplo, que insiste en ser siempre una sorpresa así en la vida como en el cine. Y Juan se muere nomás en un accidente de auto, sin haberle dicho a Pedro ni una palabra de su idea. Pedro, que es ascendido al cargo del finado ahí en el entierro, se queda solo y vacío, y lo único que lo sostiene para no derrumbarse detrás de esa muerte, es la búsqueda de la idea perdida.

Carlos Ameglio, director y guionista de La cáscara, domina la escena en más de un sentido: él mismo ha hecho una carrera exitosa como publicitario y sabe retratar el infierno de la mente en blanco. Sin embargo su dibujo del mundo de la publicidad no es central para el relato sino un punto de partida, la excusa para hablar de la muerte y las relaciones humanas, verdaderos perfiles que se intuyen entre los trazos de esta comedia a la vez agobiante y emotiva, que con buen uso de la ambigüedad permite más de una hipótesis. Y si por un lado parece que Pedro no conseguirá involucrarse nunca con las necesidades y sufrimientos de quienes lo rodean –ni hacer pie en su propio dolor-, también se intuye que en la aceptación del papel de la muerte, un accidente inevitable al final de cada vida, puede estar la clave que le permita encontrar la salida de su propio laberinto. Y ya sin la presión de tener que correr detrás de vidas ajenas, ni la necesidad de satisfacer más deseos que los propios, Pedro quedará reducido sólo a su cáscara. Tal vez así hasta llegue a dar con la idea para la publicidad.

Se ha dicho que las raíces de Ameglio están en la publicidad. A partir de su oficio consigue darle a La cáscara una factura técnica elogiable, acertando en climas adecuados, y una sólida dirección de actores. Además ha sabido rodearse de profesionales que hicieron lo suyo con eficacia, como la fotografía de Juan Lenardi, o Gustavo Casenave, quien consigue aportar ambiente con la música sin convertirla en un subrayado vulgar. Entre las actuaciones se destaca Juan Manuel Alari, que ha logrado con su Pedro el equilibrio perfecto entre la desorientación, el desamparo y la estupidez, con una apatía a la que podría describirse como hendleriana, por los puntos de contacto con varios personajes del también uruguayo Daniel Hendler, a quien este Pedro parece deberle algunas cosas.

(Artículo publicado originalmente en Página 12)

CINE - El niño de barro, de Jorge Algora: La víctima sigue siendo la misma

A fines del siglo XIX, con las grandes ciudades de Europa convertidas en enormes asentamientos de pobreza y enfermedad merced del auge del positivismo industrial, la emigración se volvió una válvula oportuna para que los viejos estados aliviaran su crítica situación. Fue allí que cobró fuerza el mito del paraíso americano. Millones de europeos eligieron cambiar penuria por esperanza, iniciando con su llegada sociedades multiculturales inéditas hasta entonces, en las que orígenes y razas se entrecruzaron hasta forjar nuevas identidades colectivas. Sucedió en los Estados Unidos, en México y Brasil, sin embargo es en la Argentina y sobre todo en Buenos Aires, donde este aluvión se convirtió en uno de los hechos fundacionales de una nación. Pero junto a lo sueños de esos hombres viajaron aquellas miserias, que desde las puertas abiertas de Europa, como peste, también se mudaron aquí. Esa ciudad, en 1912, es el escenario urgente de esta historia.

Mateo tiene 10 años. Es hijo de Estela, una española que se gana la vida como costurera, y desde que fue atacado en una quermese por un desconocido, sufre pesadillas en las que es testigo impotente de las humillaciones a las que son sometidos otros chicos, siempre en el escenario para él aterrador de esa feria que su memoria no puede abandonar. Cuando esas imágenes empiezan a agobiarlo durante la vigilia y los rostros de los chicos abusados se vuelven familiares, Mateo pide ayuda y por medio del policía que es concubino de su madre, consultan al doctor Soria, el forense. Allí se enterarán de que las sesiones de tortura y los muertos que Mateo ve entre sueños son reales. Al principio, con reglamentaria lógica policial, el comisario Petrie se niega a creer que el chico pueda estar ligado a los crímenes a través de sus pesadillas, pero terminará aceptando que tal vez en esa conexión esté la clave para detener al asesino.

El niño de barro, opera prima del español Jorge Algora, cuenta la historia del Petiso Orejudo, triste consecuencia de aquella inmigración desesperada, una de las leyendas negras más terribles de Buenos Aires que extrañamente no había llegado al cine. Dentro de un marco histórico que es central para que la reconstrucción del verdadero protagonista de la película sea lo más justa y completa posible, Algora acierta al inclinarse por la ficción antes que por la exactitud documental, atando la mirada del espectador a las pesadillas del único sobreviviente y velando la figura del mítico criminal. Y aprovecha los detalles no para estigmatizarlo, sino para mostrar que el victimario, en tanto niño, ha sido primero víctima. Aunque tal vez se exceda en símbolos sicoanalíticos demasiado explícitos. Dentro de un elenco de parejas actuaciones, reconforta la de Daniel Freire, cuya estampa encaja perfectamente en el physique du rol del atormentado comisario; Chete Lera, Maribel Verdú y Sergio Boris confirman su oficio; sorprende el pequeño Juan Ciancio, quien con mucho por mejorar compone a Mateo con dignidad. Pero sobre todo impacta Abel Ayala: en su Cayetano revive la esencia del Frankenstein de Boris Karloff, en la escena de la nena y las margaritas; en ambos, ni la inocencia perturbada ni todas sus limitaciones alcanzan para contener esa involuntaria naturaleza de monstruo.

(Artículo publicado originalmente en Página 12)

LIBROS - Los escritores inútiles, de Ermanno Cavazzoni: El inútil arte de volverse escritor


A modo de un manual de autoayuda, o de un curso acelerado a distancia, el libro Los escritores inútiles (Gli scrittori inutili), de Ermanno Cavazzoni, comienza por advertir al lector acerca de la forma correcta de utilizarlo. Le dice a aquellos que deseen convertirse en los escritores del título, que la ejercitación es el arma fundamental para conseguirlo. Una ejercitación basada en la insistencia sobre los siete pecados capitales, aunque con eso no alcance. En esa educación también influirán las familias a las que se pertenece, las escuelas que forman y deforman, las vejaciones que se irán sufriendo; las esperanzas, que sostienen mientras se esfuman; los fantasmas que acosan, el vagabundo que cada uno será, y la demencia, de la que finalmente ninguno se salva.
De la combinación de estos siete elementos y de los siete pecados, surgen los cuarenta y nueve relatos que intentarán mostrar cuáles son los caminos más efectivos para convertirse en escritores y en inútiles. Y como encargado de esta educación, Cavazzoni resulta un guía inmejorable. Porque cada uno de sus relatos es un cachetazo, un castigo que según el humor del lector puede resultar una tortura, o un refresco.
Si se toma como paradigma aquel concepto peronista según el cual no hay para uno mismo nada mejor que otro de la propia especie, y se lo invierte para aplicarlo sobre este libro, es fácil suponer, y confirmar tras la lectura, que no puede haber una mirada más cínica, más cruel y más irónica de la literatura, que la que se ofrece desde adentro. Aquella de la que sólo es capaz un escritor. Y en eso Cavazzoni también es un maestro feroz y despiadado. Un tutor que no se permite dudar de los golpes que significan cada uno de sus relatos en contra del género de los escritores, su propia estirpe, y en contra de sí mismo por carácter sanguíneo.
Es cierto que existen varios niveles de lectura para Los escritores inútiles, como corresponde a toda literatura bien concebida. Porque si lo único bueno que pudiera decirse acerca de este libro es que consiste en una burla efectiva al mundillo de la literatura, no sería gran cosa.
El primer nivel que presentan estos relatos que Cavazzoni va ensartando como un cirujano de cuchilla y chaira, es el de los argumentos ingeniosos. Está aquel en que los escritores son adoptados por esquimales, para ser utilizados como animales de carga y tiro. O el otro, en que un escritor afirma que el nazi fascismo, lejos de haber desaparecido, renace cada verano en ciudades balnearias transformadas en campos de concentración.
Un poco más abajo, entre el texto, está el nivel de los símbolos y las metáforas que no necesitan ser explicadas: donde las escritoras sólo sirven para que escritores machos puedan descargar en ellas sus pulsiones sexuales más salvajes; o la constante reducción de los escritores a perros, capaces toda fidelidad, pero también de la mayor ferocidad o estupidez.
Y más profundo aún, está la poesía, sencilla y auténtica. Ahí es donde dos escritores que salen de su casa para dar la vuelta al mundo, después de andar y andar llegan a una casa extraña. Tras una cena exquisita, servida quién sabe para quién, se acuestan a dormir, para despertar con sorpresa de nuevo en la propia casa. Una metáfora minimalista pero poderosa, que sin duda habla acerca de lo acotado de literatura, en donde tal vez, ya todo ha sido escrito.
Por lejos que uno crea haber llegado.

(Artículo publicado originalmente en www.informereservado.net/cultura.php)