miércoles, 25 de enero de 2012

CINE - Peter Capusotto y sus 3 dimensiones, de Pedro Saborido: Humor para describir tu aldea peronista

Muchas veces suelen confundirse los conceptos de lo popular y lo masivo, por lo general para hacer pasar por uno lo que apenas es lo otro. Mientras que lo masivo no es más que un valor estadístico que indica un determinado nivel de consumo (uno muy alto, claro), lo popular es aquello que los pueblos hacen propio por cultura, tradición o afecto. Ninguna de estas categorías incluye de facto a la otra y tanto pueden cumplirse de manera independiente como simultanea. El caso de Diego Capusotto es paradigmático. Su programa de televisión (Peter Capusotto y sus videos) se ha convertido en un auténtico fenómeno popular, al punto de exceder el formato original para multiplicar su éxito a través de redes sociales, libros y ediciones en DVD. Y sus personajes no sólo se han vuelto recurrentes en charlas cotidianas, sino que han propiciado la aparición de ensayos como La sonrisa de mamá es como la de Perón, donde varios intelectuales (Horacio González o María Pía López entre ellos) utilizan estas creaciones para proponer algunas interpretaciones de la realidad y la historia en tiempo presente. Por su parte, la condición masiva puede comprobarse antes en el carácter viral de la circulación de su trabajo a través de internet o la piratería, que en las cuestionables mediciones del rating televisivo. Sin dudas el estreno de la película Peter Capusotto y sus 3 dimensiones suma un nuevo elemento a estas cuestiones y alimenta una bien ganada reputación.
En principio la premisa es sencilla: trasladar a estos personajes de la pantalla chica a la grande, intentando replicar su espíritu anárquico y subversivo dentro de una narración cinematográfica. La apuesta requería de un trabajo nada sencillo de adaptación, ya que la sucesión de sketchs, tan propia del formato televisivo, no necesariamente deviene en una película. La excusa para hilvanar las diferentes situaciones es el relato realizado por Violencia Rivas, uno de los personajes icónicos de la factoría integrada por Diego Capusotto junto a su guionista y director Pedro Saborido, quien con la excusa de escribir una carta a sus hijas, comenzará a lanzar sus diatribas contra el mundo del entretenimiento. Empezando por el cine en 3D, artilugio comercial del que también se supone intenta servirse la propia película. A partir de allí y como ocurre con el programa que le da origen, el relato intercalará una serie de situaciones protagonizadas por personajes también clásicos como Bombita Rodríguez, el Palito Ortega montonero; el cantante de pop nazi Micky Vainilla; o Jesús de Laferrere, el mesías rolinga del conurbano. Y también algunas oportunas creaciones nuevas, como el Jefe de Gobierno de ciudad del Orto, evidente alter ego de Mauricio Macri.
Claro que no todo lo que se proyecta en una pantalla panorámica es cine sólo por eso. De hecho, Peter Capusotto y sus 3 dimensiones sigue estando mucho más cerca de ser televisión magnificada y en eso se parece a títulos como los que integran la saga Jackass, con quienes comparte ese carácter fragmentado. Sin embargo eso no alcanza para ocultar el hecho de que esta creación conjunta de Capusotto y Saborido contiene verdaderas joyas de la comedia argentina, que representan los puntos más altos del género realizado en el país en muchísimo tiempo. Todo el segmento de Bombita Rodríguez, con una excelente versión digital del general Perón y la idea de exportar el peronismo a los Estados Unidos, es sencillamente magistral. No sólo por lo que tiene de cómico sino por la relectura en clave grotesca de algunos de los episodios más traumáticos de la historia reciente. “La del absurdo y el grotesco son dos poderosas tradiciones de la vida cultural argentina”, señala Claudio Rinesi en el prólogo de La sonrisa de mamá es como la de Perón, libro recién mencionado, y con eso no hace otra cosa que colocar al trabajo de Capusotto en una línea histórica que lo liga al trabajo de, por ejemplo, Armando Discépolo. Un mérito real y nada menor.
Pero así como otros de sus microrelatos mantienen este gran nivel de humor (el de los tres amigos del chat; el “spot” de las pastas de mamá, o algunas intervenciones de los mencionados Micky Vainilla y Violencia Rivas), otros aportan poca sustancia. El largo episodio de Jesús de Laferrere o la secuencia del roquero Pomelo nunca explotan y en el caso de este último, cuya aparición se realiza sobre los títulos finales, se parece mucho a una despedida para un personaje posiblemente agotado. Puesto todo en la balanza, no caben dudas: lo bueno, por muy bueno, bien vale el efecto colateral de los momentos menos logrados del trabajo de dos hombres que supieron entender al humor como un vehículo para la expresión popular.


Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.

martes, 24 de enero de 2012

LIBROS - Los cuatro millones (The four Millions), de O'Henry: Humor para un retrato social

Durante el período victoriano, a finales del siglo XIX y comienzos del XX, surgió dentro de la literatura una generación de escritores que a pesar de sus diferentes nacionalidades y raíces estéticas, compartieron un carácter marcadamente humorístico en el desarrollo de sus obras. Escritores como Arkady Averchenko en Rusia, Allphonse Allais en Francia, Ambrose Bierce o Mark Twain en los Estados Unidos, o autores de la talla de Oscar Wilde, Bernard Shaw, Saki o Chesterton en las isla británicas, desarrollaron una literatura que, a veces de manera despreocupada, a veces comprometida, contaba con el humor como elemento común. Un humor irónico, ácido y burlón que en todos ellos ha servido de elemento conductor para retratar de manera certera y generalmente cruel, las frívolas costumbres de aquella época. O´Henry, seudónimo de William Sydney Porter, comparte con ellos este rasgo.
Nacido en 1862, O´Henry es un prócer de la literatura de los Estados Unidos. Es considerado además, junto con Edgar Allan Poe, uno de los padres del cuento de aquel país y precursor directo de otros notables cuentistas norteamericanos del siglo XX, como William Faulkner, Jerome Salinger o Raymond Carver. Los cuatro millones es una de las más famosas recopilaciones de sus mejores cuentos.
Ya desde el título, este libro aporta algunos indicios acerca de la literatura de O´Henry: es que aquellos cuatro millones son los habitantes de la ciudad de Nueva York, a finales del siglo XIX. Y es en ese terreno, el de los albores de las grandes ciudades modernas -principalmente esa Nueva York- y el de las nacientes masas de población urbana, en donde O´Henry cosecha sus personajes y sus historias.
Dueño de un humor corrosivo y cargado de ironía, sus relatos se caracterizan por los finales con giros inesperados, que gustan tomar al lector por sorpresa. A tal punto es suyo este recurso, que cuando algún otro escritor todavía lo utiliza, en los círculos literarios de los Estados Unidos es común hablar de un final "A la O´Henry".
En el libro titulado La risa, el filósofo francés Henri Bergson afirmaba que precisamente la risa es una de las características esenciales del ser humano que lo distinguen del mundo animal. En consonancia con esta idea, Umberto Eco, reputado escritor y semiólogo italiano, habla de Homo Ludens (el hombre que juega) y de Homo Ridens (el hombre que ríe) en su libro Entre mentira e ironía, y afirma que el humor es una herramienta humana para conjurar los miedos, que en el fondo es siempre uno y único: el miedo a la muerte. De mucho de esto está conformada la obra de O´Henry.
En el cuento El don de los magos, una joven pareja de esposos decide, cada uno por su cuenta y en secreto, hacer un gran sacrificio durante el día de Nochebuena en pos de la felicidad del otro, sin saber el destino acabará invalidando sus esfuerzos mutuamente. En los últimos párrafos del cuento, O´Henry se encarga de que lo dos secretos se revelen para volver a ambos protagonistas igualmente desencantados. Algo similar ocurre con los personajes del cuento Un sacrificio por amor.
En otro de su cuentos, es un perro amarillo quien relata de modo sumario, con detalles y pormenores, las diferentes humillaciones cotidianas a las que es sometido por una mujer gorda, en su vida en un departamento de ciudad. Caricias sofocantes y exageradas, conversaciones absurdas, un moño en la cola y el denigrante nombre de Lovey (Amorcito), son algunas de las miserias que debe tolerar. Más humano que muchos, el perro sabe que no está sólo en su sufrimiento: el esmirriado marido de la señora gorda también está allí; lavando platos, escuchando su conversación infinita e imparable; otro animal de compañía que todavía no sabe que también es otra víctima.
El Perro amarillo sueña con despertar a su amo a un nuevo estado de conciencia, en la que ambos, con una visión más clara de la realidad, puedan olvidar esa vida de sometimiento y, quien sabe, tal vez hasta conseguir un mejor nombre que Lovey.
Así, el perro amarillo es uno más en la multitud urbana y proletaria de los personajes en las historias de O´Henry, que entre la comedia y la amargura, se revela con ingenio y humor frente a la realidad chata, y descubre que la dignidad puede encontrarse en un nombre tan verdadero como vulgar, como por ejemplo: Pete. Ingenio y Humor: las mismas herramientas con las que O´Henry, perro amarillo de la literatura, ha construido su obra.

Artículo publicado originalmente en el portal electrónico Informe Reservado.

jueves, 12 de enero de 2012

DISCOS - Velvet Underground contra Apple Inc: The fight for the banana


La noticia es seria: “La banda neoyorquina Velvet Underground inició acciones legales para evitar que la banana diseñada por Andy Warhol para ilustrar la portada de su primer álbum sea usada para productos de Apple, como fundas y mochilas para iPads y iPhones.” Eso es lo que dice el cable, la noticia fría. Sin embargo hay detalles que no pueden dejar de comentarse y preguntas que deben ser hechas. En caliente.
En primer lugar, ¿por qué Apple Inc., que es la empresa fundada por Steve Jobs y cuyo logotipo es una manzanita multicolor, querría apoderarse de la Banana que Lou Reed y los suyos reclaman en exclusividad? Y luego, ¿qué tendrá la Banana de Warhol para ser tan preciada? Que la famosa ilustración venga acompañada con la frase “Pélala despacio y verás”, aporta más dudas que certezas.
Pero el propio Lou Reed tiene una explicación para todo este embrollo: él dice que la Banana de Warhol se encuentra tan identificada con ellos (la Velvet Underground), que de algún modo se ha vuelto parte de la banda. O la banda parte de ella, podría pensarse, aunque en los juegos de palabras, a diferencia de lo que ocurre en matemática, el orden de los factores puede alterar notablemente el producto.
Lo cierto es que Apple Inc. quiere adueñarse del plátano más famoso a como dé lugar, para vender más iPods, iPads y iChots. Con el agravante de que todo el asunto se haría
con el consentimiento de la Fundación Warhol. La cosa se pone peor si se tiene en cuenta que la empresita de Jobs ya tiene antecedentes en eso de arrancarle frutas al árbol del vecino, sobre todo si el vecino es rockero. Basta recordar que Apple Corps. es la compañía discográfica fundada por los Beatles en 1968 para editar su propio material (cuyo logo era una manzanita verde), y que ambas Apples mantuvieron varios enfrentamientos legales a partir de esa “coincidencia” en los nombres e intereses de las empresas, que siempre acabaron con Jobs y su ejército de nerds con la cola entre las patas.
Es evidente que Apple Inc. tiene un problema con las frutas, aunque si se lo piensa mejor, lo que tiene es un problema con los límites. No hace falta decir que Apple y Jobs (igual que Bill Gates y Microsoft) han sido siempre fervorosos defensores de los derechos de autor, las regalías y el software de códigos cerrados, y que nunca han dudado en hacer valer tales potestades cuando es a su favor. Pero parece que cuando es al revés siempre acaban perdiendo el juicio.
Lo más notable es que este señor, Steve Jobs, se haya convertido de la noche a la mañana (aunque hay que aclarar que se trata de la noche a la mañana en que se murió, un dato no menor) en el nuevo gurú de la buena onda, apoyado en un discurso cargado de diatribas como “¡Hazlo!” “¡No te detengas!” “¡El mundo puede ser tuyo!”, más propias de Claudio María Domínguez que del hombre que no se privó de sacarle el jugo hasta al último de los tornillos de sus productos. Pero entonces, ¿está mal inventarse un currito y ser exitoso con él? Uno debería aquí responder que no, aunque no sin reservas. El problema es cuando uno, no conforme con ser exitoso vendiendo manzanas, pretende además echar mano de la Banana ajena.
Desde aquí nos solidarizamos con la causa de Lou Reed y los suyos, que es en definitiva la causa del rock, sin caer en la necedad de negar que de este lado también hay un negocio, pero que nos cae más simpático, porque nos hace sentir uno más y no uno menos. Por eso decimos: la Banana es nuestra y no se negocia. ¿O sí?


Columna publicada originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.

miércoles, 11 de enero de 2012

CINE - Los Muppets (The Muppets), de James Bobin: ¿Hombre o Muppet? Esa es la cuestión

Hacer reír no es cualquier cosa. Más aun, la risa es quizá la más humana de las cosas. Cualquiera sabe que hay más de una especie animal que llora, pero ninguna que realmente ría; bueno, tal vez los simios de algún documental sí puedan, aunque nunca sabremos si tales monos son reales o sólo se trata de una nueva changa de Andy Serkis. Ahora bien, el hecho de que sólo las personas tengamos el don de la risa es tan cierto como que no hace falta ser humano para hacer reír. Y hasta es posible que algunos paneles de goma espuma recubiertos de accesorios diversos, sean más efectivos a la hora de causar gracia que varios mamotretos de carne y hueso. Por eso, porque consigue hacer reír de forma legítima y franca, la película de Los Muppets es un regreso con gloria de la troupe de marionetas de esponja, creada por el titiritero Jim Henson en los años 70. Y aunque ese es un gran mérito, hay mucho más.
Siempre da miedo cuando el cine se propone un rescate de las características que tiene esta reaparición de los Muppets, porque no caben dudas de que lo más importante es el negocio que lo sostiene. No hace falta decir que cuando Disney compró la licencia de los personajes en 2004, todo lo demás era cuestión de tiempo. Con todas las desconfianzas que ello implica. Porque, con el cariño que se le puede tener al recuerdo de estos muñecos que alegraron tantas infancias y adolescencias, es sabido que Disney es tan capaz de las más luminosas genialidades como de los despropósitos más prescindibles, y el miedo de acabar odiando a René, Piggy y el oso Figaredo cruzó la imaginación de muchos. Por fortuna, se ha dicho, Disney ha conseguido en los últimos años trabajos exitosos que exceden el límite de lo meramente infantil. Basta recordar de manera nada gratuita esa magnífica comedia que es Encantada (2007), que confirmó a Amy Adams como gran comediante y Chica Disney. Como aquella, que con un notable timming se permitía hacer leña de los clichés de las películas de princesas, Los Muppets pertenece a esa familia en donde el sarcasmo y la auto conciencia paródica son los rasgos más destacados.
Que la historia sea sencilla en este caso no es un demérito: lo simple y bien contado es un logro tanto o más notable que otros, más complejos sólo en apariencia. Walter es un Muppet, pero forma parte de una familia común y ha crecido junto a su inseparable hermano Gary. Sin embargo decir que ha crecido es sólo eso, un decir: mientras Gary se ha convertido en un hombre atrapado en el enorme cuerpo del actor Jason Segel, él sigue siendo el mismo muñequito de siempre. Consciente de las diferencias, como si encontrara mayor familiaridad en el espacio ilusorio de la televisión que en su propia casa (aunque no hace falta ser muñeco para pasar por eso en la infancia), Walter se vuelve fanático de los Muppets. Por eso cuando Gary planea un viaje a Los Ángeles con su prometida Mary (sí: Amy Adams), no puede no invitar a su esponjoso hermano para que pueda conocer el hogar de sus héroes. Pero el tiempo ha pasado y el parque de los Muppets es casi un baldío. Perdido por perdido, Walter consigue entrar sin ser visto a la vieja oficina clausurada de la rana René… perdón: Kermit (por alguna razón, de seguro comercial, se ha prescindido del uso de los nombres locales de los personajes para privilegiar los originales: una decisión invasiva y arbitraria que le quita puntos a este regreso). Allí escucha una conversación que no debía ser oída. Un magnate petrolero (Chris Cooper, efectivo como siempre) acaba de comprar el predio con la excusa de repararlo, pero su verdadero propósito es explotar una veta de crudo hallada bajo las instalaciones. Apoyado por su hermano y su cuñada, Walter tratará de contactar a René (bueno: Kermit) para que vuelva a reunir al equipo y salvar el parque.
Llena de canciones y coreografías ingeniosas, que tanto explotan el recurso del absurdo como la complicidad con la platea, no sería raro encontrar alguna de ellas en la lista de nominadas a los Oscar. Otra virtud de Los Muppets reside en aprovechar la gran paleta de humores que siempre tuvieron sus personajes, de lo más infantil a lo descabellado. Mérito del guión imaginado por el propio Jason Segel en compañía de Nichollas Stoller. Pero más aun del propio Segel como protagonista; de la gran elección de Chris Cooper como villano, y de la notable Amy Adams, que ya merece ser mencionada como heredera del trono que hace años dejó vacante Julie Andrews. Por no hablar de los muñecos: la veleidosa Piggy; Animal, el baterista salvaje; el oso Fozzie (aka. Figaredo); los viejos malhumorados y, claro, Kermit la rana, a quien nadie debería dejar de llamar René.


Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos y Cultura de Página/12.

domingo, 8 de enero de 2012

LA COLUMNA TORCIDA - Juanita de los labios rojos

Uno hace cualquier cosa por los hijos, pero a veces el salario es ingrato. Hace no mucho decidimos regalarle a Serena, que ya ha pasado los 15, un bonito pintalabios bien rojo. Era de la mejor marca y estaba en liquidación: qué mejor oportunidad para quedar bien con esa hija adolescente a la que uno ya no sabe cómo decirle que la ama, igual que siempre. Una de las formas, algo trivial, es regalarle un buen lápiz labial (bueno, pero de oferta); otra es dejar que ella te pinte los labios. Nada divierte más a los chicos que darse cuenta que, lejos de la rigidez de la ley, sobre los márgenes, hay límites flexibles cuya ruptura es capaz de provocar un gran placer. Empujar al propio padre más allá de la frontera del ridículo es uno. Por eso me dejé pintar los labios por ella, esta y muchas veces.
Pero el sabor de la transgresión, por módica que esta fuera, provoca en los niños (pequeños perversos) un estado de excitación como de hienas ante un cadáver y no contenta con travestirme, la nena también quiso sacarme fotos. Así es la hípermodernidad: todo evento, hasta el más insignificante, debe quedar registrado en algún tipo de soporte transmisible. Un concepto peligroso que lentamente se ha ido naturalizando: todo bicho que camina hoy va a parar a Facebook o a YouTube (o a una columna del diario). No es necesario decir que ella se salió con la suya, en parte porque uno también disfruta de ofrecerse a ellos como objeto degradable.
Después almorzamos y al rato tuve que salir a buscar a
Dante –hijo menor– que estaba en clase de teatro. El clima era un agobio y la sola idea de hacer casi 20 cuadras en bicicleta, de ida y de vuelta, demasiada carga. Hice el recorrido en piloto automático, sin reparar ni en los autos y vecinos que fui cruzando, ni en el saludo de los verduleros de la esquina, inusualmente cálido como el aire estancado de la tarde. Dante salió puntual de la mano de su maestra de teatro y, desfigurado de incredulidad, me preguntó a los gritos frente a todas las madres de sus compañeritos: “¡Papá… ¿tenés los labios pintados?!” Ahí recobré, de golpe, toda la memoria y, créanme, mi explicación no fue nada convincente.
En casa, Serena se reía con su madre.



Foto: Serena Cinelli García


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Columna publicada en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.

viernes, 6 de enero de 2012

CINE - Cine catástrofe y el fin del mundo: ¡Vamos que se acaba!

Si algo hay que reconocerle a Roland Emmerich, nacido en Alemania pero uno de los nombres más destacados del cine industrial norteamericano, es su capacidad para repensar la catástrofe. No sólo eso: él es el responsable de que todos en el mundo conozcamos el dato (más o menos) certero de que este año que recién comienza nos traerá, una vez más, el fin del mundo. Él es el director de la película 2012, famosa justamente por tomar libremente una predicción del tradicional calendario maya, para reescribir el mito de anticipación por excelencia, en el cuál es un especialista: el Apocalipsis. Emmerich cuenta en su filmografía con títulos como El día después de mañana o Día de la Independencia, donde el planeta llega al borde de su extinción a partir del cambio climático en la primera, o una invasión alienígena en la otra. Sin embargo el mito del fin del mundo ha sido puesto en pantalla en infinidad de versiones previas.
Los norteamericanos crearon el cine catástrofe como género. Puede decirse que se estableció con fuerza en la década del 70, con películas como Aeropuerto (1970) y sus secuelas Aeropuerto 75, Aeropuerto 77 y Aeropuerto 79 (todas ellas parodiadas por la genial ¿Y… dónde está el piloto?, de 1980, dirigida por Jim Abrahams y los hermanos Zucker); La aventura del Poseidón (1972); o Infierno en la torre y Terremoto, ambas de 1974. Aunque estas películas narran tragedias masivas circunscriptas a espacios limitados, como un avión, un barco o un edificio, todas están poseídas por el espíritu del fin del mundo. Porque, para la lógica norteamericana (y occidental en gran medida), cualquier eventualidad que amenace el reinado de la tecnología humana es, sin dudas, un pequeño final del mundo. Al menos en los términos en que ellos conciben al mundo. Con la llegada del Sida en los 80, el fin del mundo se volvió viral, tendencia que el pánico terrorista magnificó en las últimas dos décadas. El final de la reciente El Planeta de los Simios: (R) Evolución o 12 monos, de Terry Gilliam, proponen algo de eso, más allá de la coincidencia zoológica.
Pero la última versión disponible de un Fin del Mundo cinematográfico es la que realizó el descarriado danés Lars von Trier. El creador de títulos como Contra viento y marea, Dogville o Bailarina en la oscuridad, se despachó el año pasado con Melancholia, presentada en la competencia oficial del último Festival de Cannes. Dividida en mitades que tienen como protagonista a dos hermanas, la película cuenta en su primera parte la frustrada boda de la menor de ellas (Kirtsen Dunst), donde el universo familiar completo se desmorona con la violencia (a veces subterránea, a veces explicita) que caracteriza a muchos de los trabajos del director. La segunda mitad sigue a la hermana mayor (Charlotte Gainsbourg), que hace malabares a gran escala para sostener a la menor, que tras las fallidas nupcias entra en una crisis psicológica. Eso sin descuidar a su marido y su hijo, ni la trayectoria de un inmenso planeta, llamado con el excesivo nombre de Melancolía, cuya órbita estelar amenaza con hacerlo chocar contra la Tierra. Desmedida, megalómana y New Age, Melancholia es manipuladoramente bella y narrativamente truculenta. El trabajo de un hombre que parece vivir cada hora como si el fin del mundo se le viniera encima y quisiera vengarse de los que vamos lo más tranquilos a ver sus películas.


Artículo publicado en la sección cultura de Tiempo Argentino, como parte del informe "Guía para enfrentar el fin del mundo", escrito por Ivana Romero. Ver nota completa >>ACA<<

miércoles, 4 de enero de 2012

CINE - Misión imposible, El protocolo fantasma (Mission: Impossible - Ghost protocol), de Brad Bird: Montaña rusa sin cinturón

Esta cuarta entrega de la teléfila saga de Misión Imposible, es el tipo de película que habla con bastante claridad de una de las ideas hegemónicas (palabra abusada pero, en este caso, oportuna) acerca de cómo se concibe el hacer cine en la actualidad. Según esta idea, la hipertrofia es lo importante: más grande, más caro, más moderno. Y más copias: si bien no es un récord, ni mucho menos, MI4 sale al ruedo con 125 copias, fiel al estilo de las majors de aplastar espectadores y competencia con un único golpe. Claro que esta enumeración, hecha al principio del texto, puede predisponer al lector a pensar que se la hace en sentido negativo, pero lo cierto es que, más allá de la técnica de asfixia que representa tal cantidad de copias, la cosa no es necesariamente así. De hecho la grandilocuencia es lo más destacado que el film dirigido por Brad Bird, famoso por haber realizado un par de los buenos títulos de Pixar (aunque no los mejores), tiene para ofrecer.
El argumento, rutinario desde lo narrativo, no agrega demasiado a la saga, aunque tenga la inteligencia inicial de amagar con un enfrentamiento anacrónico entre los EEUU y Rusia, para desviar muy rápidamente hacia las más en boga conspiraciones globales. Lo que no ha cambiado, desde James Bond hasta acá, es el terror nuclear como miedo supremo para asustar a los paranoicos del mundo. La película arranca con una espectacular escena de escape por parte de uno de los agentes de la IMF (en castellano, Fuerza de Misiones Imposibles, o algo así), corriendo y saltando por los techos de una estación ferroviaria en Budapest, muy parecida a Retiro. Pero el agente al fin es eliminado por una hermosa asesina rubia, que se lleva el maletín en cuestión (siempre hay uno dando vueltas en la película). El agente morirá al rato en brazos de una compañera enamorada. La escena condensa en pocos minutos la estructura que luego replicará la película completa: secuencias de acción sin aliento a las que sólo las muertes -que son varias- o las partes sentimentales, que no faltan, les permiten detenerse a tomar aire. A ese comienzo le sucede el rescate del agente Ethan Hunt (Tom Cruise), preso en una cárcel del este europeo por matar a unos croatas implicados en el asesinato de su esposa, y la posterior asignación de una nueva Misión Imposible.
Un punto favorable de la película es el equilibrio del elenco. Al histórico Cruise, la estrella, se le suma la atlética Paula Patton; el comediante británico Simon Pegg, que aquí como partenaire rinde mucho más que como protagonista en la mayoría de sus películas, y el gran Jeremy Renner, todos ellos integrantes del equipo de Hunt. En el papel del villano aparece Michael Nyqvist, actor sueco que interpretó al protagonista de la trilogía Millennium original, basada en las exitosas novelas de su compatriota Stieg Larsson. Su personaje, un político psicópata que cree que la guerra atómica es un paso inevitable y necesario en la cadena evolutiva del ser humano, apenas es desarrollado y tiene muy pocos minutos en pantalla. Una lástima, porque su cara encaja en el papel a la perfección y la película deja ir la oportunidad. El relato no sé detiene: el equipo fracasa en una misión para robar información sobre los códigos de lanzamientos del arsenal nuclear ruso en el mismísimo Kremlin, la organización pasa a la clandestinidad y así los héroes devienen perseguidos. Enseguida, una nueva misión para salvar al mundo y recuperar el honor perdido.
MI4 es una película que se ve con todo el cuerpo, tan eficaces son las coreografías y el desarrollo de sus inventivas escenas de acción. El vértigo, la adrenalina y la tensión son reales y se trasladan al espectador con eficiencia. Incluso el humor, trabajo que recae sobre todo en Pegg, funciona bastante bien. Sin embargo, al terminar la proyección queda la sensación bastante concreta de que semejante arsenal desplegado no es sino otro de los trucos de la IMF, un plan de evasión destinado a distraer a la platea, para que nadie note que la historia que se desarrolla soterrada entre tanta ampulosidad digital, es sumamente convencional, con pocas sorpresas verdaderas más allá de lo efectista y que, además, ya ha sido contada demasiadas veces. Una vez más hacer mucho ruido, aunque el ruido sea agradable, no alcanza para ocultar la escasez de nueces.


Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.

martes, 3 de enero de 2012

CINE - Lo mejor de 2011: Los elegidos de Fipresci

La filial argentina de la Federación Internacional de la Prensa Cinematográfica (FIPRESCI) acaba de anunciar las candidatas a sus premios en las categorías Mejor Película Argentina y Mejor Película Extranjera estrenadas en el país durante el año 2011.

La películas que resultaron nominadas a MEJOR PELICULA ARGENTINA (por orden alfabético) son:


De caravana, la película dirigida por Rosendo Ruíz, emergente de lo que ahora se conoce como Nuevo Cine Cordobés, estrenada con gran éxito de público, sobre todo en el interior del país.












El estudiante, de Santiago Mitre. El enorme éxito del cine independiente nacional, ámpliamente reconocida por la prensa y el público; un film político por dónde se lo mire.












Las acacias, de Pablo Giorgelli. El film nacional más premiado a nivel internacional, incluyendo la prestigiosa Cámara de Oro con la que el festival de Cannes reconoce a la mejor ópera prima.










Los labios, de Santiago Loza e Iván Fund. Un relato que navega entre el naturalismo y la poesía con igual intensidad. La muestra de que se puede hacer cine político desde las víceras.











Los Marziano. Cuando la comedia se viste de oscuro y tiene sabor a limón, no puede ser otra cosa que este último trabajo de la directora Ana Katz.












Las nominadas a MEJOR PELICULA EXTRANJERA (por orden alfabético) son:


Aquel Martes después de navidad, de Radu Muntean
(Rumania / 2010). Último exponente llegado al país del siempre intimista y ya crecido Nuevo Cine Rumano.












Copia conforme, de Abbas Kiarostami (Francia, Italia y Bélgica / 2010). El buen último e inquietante trabajo del famoso director iraní, con el notable trabajo de la francesa Juliette Binoche











El hombre que podía recordar sus vidas pasadas, de Apitchapong Weerasethakul (Tailandia, Francia y otros / 2010). La película ganadora de la Palma de Oro en el festival de Cannes del año 2010. Poesía sobrenatural, humor místico y una reescritura moderna de la mitología tailandesa, en una pintura cinematográfica de perfecta armonía.

La vida útil, de Federico Veiroj (Uruguay, España / 2010). Sutil romance entre realidad y fantasía (y la intrusión de un mundo en el otro), con el cine como hilo conductor y metáfora, más la sorprendente labor protagónica del crítico de cine uruguayo Jorge Jelinek.






Morir como un hombre, de Joao Pedro Rodrigues(Portugal / 2010). Perfecto melodrama musical, que narra la historia de un travesti que intenta borrar su pasado como hombre. Una sutil mirada que desde la perspectiva de la identidad sexual, habla de todas las identidades posibles.









Para ver las nominaciones del año pasado, hacer click sobre >>
2010<<.

La filial argentina de FIPRESCI está integrada por:

Diego Batlle, Horacio Bernades, Diego Brodersen, Gustavo J. Castagna, Juan Pablo Cinelli, Flavia de la Fuente, Leonardo M. D'Esposito, Paula Félix-Didier, Juan Manuel Domínguez, Hernán Ferreirós, Mariano Kairuz, Roger Alan Koza, Diego Lerer, Leandro Listorti, Fernando López, Luciano Monteagudo, Gustavo Noriega, Paulo Pécora, Miguel Peirotti, Martín Pérez, Javier Porta Fouz, Quintín, Eduardo A. Russo, Hugo Salas, Josefina Sartora, Pablo O. Scholz, Pablo Suárez, Diego Trerotola y Sergio Wolf.

domingo, 1 de enero de 2012

LIBROS - Messi, el chico que siempre llegaba tarde, de Leonardo Faccio: El héroe de la inocencia sin fin

El mundo necesita héroes, las pruebas están a la vista. Desde el renacimiento en 3D de los superhéroes Pop creados cien años antes, pasando por los que la literatura acumuló de Héctor y Aquiles a Holden Caulfield, o los que la cultura popular ha parido en épocas más recientes, la humanidad lleva toda su historia demostrando que no puede vivir sin ellos. En las últimas décadas han sido el cine, el rock y los deportes masivos los que se han encargado de alimentar ese panteón que antes obtenía su materia prima de los mitos, las leyendas y los libros. James Dean, Lennon, Marilyn, Muhamad Alí o el Diego son algunos de los dioses de ese olimpo que, en plena era ciberespacial, necesita de actualizaciones permanentes. Y tal vez porque la cultura de consumo ha sabido aprovecharse de la condición humana, cada año se imponen por la fuerza del mercado nuevos héroes descartables, que se pierden en la memoria después del inevitable minuto 15. Sólo de vez en cuando surge alguien que de verdad representa los anhelos de las grandes masas, a veces sin siquiera desearlo. El caso de Lionel Messi es paradigmático.
Silencioso, tímido, oculto (como el cazador entre el centeno), Messi se acerca a la cima dando la impresión de querer estar en otra parte, ahí donde la omnipresente mirada global no pudiera alcanzarlo. Un poco de eso se trata Messi, el chico que siempre llegaba tarde (Y hoy es el primero), libro del periodista argentino radicado en España Leonardo Faccio. Desde sus páginas pretende explicarse el secreto de ese niño-hombre, el de las hazañas captadas desde cada ángulo posible pero cuya vida cotidiana representa un verdadero acto de desaparición. Faccio busca un resquicio en esa oposición entre vida pública y privada, como si ese no-espacio resultara el santo grial para entender el mensaje cifrado que representa el mejor futbolista de los últimos 15 años. Porque sabe que han sido la tragedia, los momentos de oscuridad o la misma muerte los que consagran a los héroes, tal vez por eso el autor del libro intenta crear para Messi una mitología de humanidad, dolor y hasta de cierta sordidez, escarbando los detalles íntimos. El origen humilde; la abuela que lo lleva de la mano a los entrenamientos; un padre trabajando a destajo; los problemas físicos; el desinterés de propios y el apoyo de ajenos; sus aventuras privadas con los amigos de la infancia, a los que no abandona. La marginalidad siempre al acecho.
Pero obsesionado por acabar con el enigma, Faccio rompe sus propias reglas éticas: “Los chats privados entre amigotes jamás deberían publicarse”, escribe después de revelar datos sin ningún valor sobre la vida de dos adolescentes sin absolutamente nada de heroico. A eso en cualquier barrio se le llama abuso y es propio del peor de los periodismos posibles. Más allá de sus bajezas, también tiene alguna cosa buena el libro del Chico que siempre llegaba tarde. Como esa revelación de Fernando Signorini, que fuera entrenador personal de Maradona y de la Selección Argentina, exponiendo el prodigio físico que representa ese nene que tan lentamente va por la vida cuando no tiene una pelota en los pies: “La frecuencia de pasos que tiene [Messi] en la cancha es más alta que la de Maradona. Llevar la pelota tan pegada exige un ritmo altísimo de pasos. No sé cómo lo hace”. El misterio continúa. Pero sin dudas lo mejor que aporta Faccio, y no es poco, es la idea de que tal vez nunca (ni Messi ni nadie) se puede abandonar la infancia, porque jugar al fútbol, dice, es una manera de perpetuarla. Por eso seguimos necesitando héroes que nos deslumbren y tal vez por eso Messi no es más que un nene jugando a ser grande. Como Holden Caulfield pero con la pelota atada al pie, Lionel Messi es el héroe de los chicos que no podemos (no queremos) dejar de ser.