
Silencioso, tímido, oculto (como el cazador entre el centeno), Messi se acerca a la cima dando la impresión de querer estar en otra parte, ahí donde la omnipresente mirada global no pudiera alcanzarlo. Un poco de eso se trata Messi, el chico que siempre llegaba tarde (Y hoy es el primero), libro del periodista argentino radicado en España Leonardo Faccio. Desde sus páginas pretende explicarse el secreto de ese niño-hombre, el de las hazañas captadas desde cada ángulo posible pero cuya vida cotidiana representa un verdadero acto de desaparición. Faccio busca un resquicio en esa oposición entre vida pública y privada, como si ese no-espacio resultara el santo grial para entender el mensaje cifrado que representa el mejor futbolista de los últimos 15 años. Porque sabe que han sido la tragedia, los momentos de oscuridad o la misma muerte los que consagran a los héroes, tal vez por eso el autor del libro intenta crear para Messi una mitología de humanidad, dolor y hasta de cierta sordidez, escarbando los detalles íntimos. El origen humilde; la abuela que lo lleva de la mano a los entrenamientos; un padre trabajando a destajo; los problemas físicos; el desinterés de propios y el apoyo de ajenos; sus aventuras privadas con los amigos de la infancia, a los que no abandona. La marginalidad siempre al acecho.
Pero obsesionado por acabar con el enigma, Faccio rompe sus propias reglas éticas: “Los chats privados entre amigotes jamás deberían publicarse”, escribe después de revelar datos sin ningún valor sobre la vida de dos adolescentes sin absolutamente nada de heroico. A eso en cualquier barrio se le llama abuso y es propio del peor de los periodismos posibles. Más allá de sus bajezas, también tiene alguna cosa buena el libro del Chico que siempre llegaba tarde. Como esa revelación de Fernando Signorini, que fuera entrenador personal de Maradona y de la Selección Argentina, exponiendo el prodigio físico que representa ese nene que tan lentamente va por la vida cuando no tiene una pelota en los pies: “La frecuencia de pasos que tiene [Messi] en la cancha es más alta que la de Maradona. Llevar la pelota tan pegada exige un ritmo altísimo de pasos. No sé cómo lo hace”. El misterio continúa. Pero sin dudas lo mejor que aporta Faccio, y no es poco, es la idea de que tal vez nunca (ni Messi ni nadie) se puede abandonar la infancia, porque jugar al fútbol, dice, es una manera de perpetuarla. Por eso seguimos necesitando héroes que nos deslumbren y tal vez por eso Messi no es más que un nene jugando a ser grande. Como Holden Caulfield pero con la pelota atada al pie, Lionel Messi es el héroe de los chicos que no podemos (no queremos) dejar de ser.
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