jueves, 31 de marzo de 2022

CINE - "Cangrejo negro" (Svart Krabba), de Adam Berg: Una de guerra a la antigua

Si se tiene en cuenta que la popularidad de las películas bélicas ya no es lo que era, por ejemplo, en las décadas de 1950 o 60, no deja de resultar una oscura coincidencia que Netflix estrene una de ellas casi al mismo tiempo que Rusia invadió el territorio ucraniano. Se trata de la película sueca Cangrejo negro, que imagina una guerra civil en suelo nórdico en un futuro muy próximo. Y si bien la de Ucrania no es una guerra intestina, también es cierto que para quienes la ven desde Buenos Aires, donde existe la tradición a veces cariñosa y otras despectiva de llamar gallegos a todos los españoles, chino a cualquiera que tenga los ojos rasgados o ruso a cada persona que proviene del este de Europa (o de Israel), la lucha entre ucranianos y rusos no deja de ser percibida con algo de fraticida. Bajo ese tipo de horror se enmarca el comienzo de Cangrejo negro, que a pesar de no dar mayores precisiones acerca de cuáles son los motivos que originaron el conflicto ni cuáles las facciones que se enfrentan, consigue imprimirle a las primeras escenas, y sin recurrir a golpes bajos, esa atmósfera de atrocidad y espanto que en su tiempo tuvieron las guerras balcánicas.

Pasada la secuencia inicial, donde un grupo de soldados le arrebata a una madre su hija adolescente, el film adopta una estética posapocalíptica, propia de cierto cine de ciencia ficción, que ancla al relato en otra parte. De hecho, Cangrejo negro abunda en referencias directas o indirectas a algunos clásicos de dicho género, como Blade Runner o Fuga de Los Ángeles (y al cine de John Carpenter en general). Desde la banda sonora, de abierto aire ochentoso, hasta la premisa que dará pie a la acción, son varios los elementos que dejan en claro cuáles fueron las referencias sobre las que se trabajó para darle a la película su forma cinematográfica. 

A partir de ahí la protagonista, aquella madre del comienzo, interpretada por la actriz sueca Noomi Rapace, se convierte en una soldado a quien, cuando parece que se disponía ser dada de baja, le asignan una nueva y final misión. Su bando está por ser derrotado y la única forma de revertir ese proceso es llevar unas capsulas hasta una base aliada. El problema es que la única forma de llegar es atravesando en patines el mar helado y eso es lo que hará un pequeño escuadrón. Que, sí, recuerda lejanamente a aquellos rejuntados entre heroicos y dementes de títulos como Doce del patíbulo, El botín de los valientes o, bastante más acá, Bastardos sin gloria, pero sin las dosis de humor que aquellas solían tener. Ese disparador con algo de absurdo es aprovechado con efectividad en Cangrejo negro, consiguiendo crear tensión, suspenso y algunas secuencias adrenalínicas. También es cierto que ciertas cuestiones son resueltas demasiado rápido y algunos personajes despachados sin mucha gloria, pero eso no le impide a la película cumplir con su misión. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

CINE - "Borom Taxi", de Andrés Guerberoff: Retrato fuera del espejo

Retrato de la creciente comunidad negra en la Argentina, Borom Taxi resulta revelador no solo de las particularidades, miedos y esperanzas de un número cada vez más grande de migrantes llegados desde África, sobre todo de Senegal, sino de cómo el país es percibido a través de esos ojos, vírgenes de argentinidad. Es decir: permite conocer más de estos nuevos vecinos, que por lo general terminan vendiendo relojes, cadenitas, anillos y anteojos en las veredas más transitadas de algunos barrios de Buenos Aires o del conurbano. Pero también ofrece un reflejo desconocido de la idiosincrasia local, uno que ilustra acerca de algunos defectos y virtudes que, por demasiado familiares, habitualmente son pasados por alto.

Como cualquier odisea, Borom Taxi tiene un protagonista, encargado de llevar al espectador de la mano a través de un viaje lleno de desafíos. Es Mountakha, un senegalés que antes de radicarse en la ciudad capital pasó por Córdoba, siempre dedicado al negocio de la venta ambulante. Una ocupación que, como se verá, no realizan porque les guste especialmente, sino porque la imposibilidad de conseguir un trabajo mejor. A veces la cámara sigue a Mountakha por las calles del Once, donde vive y trabaja, y da la sensación de que el protagonista nunca se detiene, como si siempre avanzara, sin nunca permitirse el lujo de quedarse quieto. Como si no pudiera parar, siempre en busca de trabajo, para cumplir con la obligación de mandarle plata a la familia que ha quedado en su patria.

En uno de esos recorridos, el montaje empalma las calles de Once con las de Senegal, consiguiendo una extraordinaria continuidad a través de esos enormes mercados a cielo abierto donde todo se vende y se compra, y los chicos juegan a la pelota en la calle. Son los detalles los que distinguen una realidad de otra. El color de las calles, de la ropa, de la piel. Una cabra en un patio, por allá; los agentes de la Policía de la Ciudad parados en las esquinas, siempre dispuestos a decomisar la mercadería de los vendedores –en especial si son negros—, por acá.

Resulta significativa una conversación telefónica entre Mountakha y su esposa, él en Buenos Aires y ella en Senegal. El protagonista le cuenta a la mujer que acá la verdura que comen los blancos es siempre fresca. “Los blancos tiran todo”, le explica. “Si una banana está manchada, si un tomate se pasa un poco, lo tiran”, sigue. “¿Viste esas manzanas que le encantan a mi mamá? Bueno: acá las tiran a la calle”, dice, incrédulo, y en sus palabras esta Argentina quebrada se parece a un cuento obsceno, alguno de Bocaccio o una película de Marco Ferreri. Ahí Borom Taxi adquiere forma especular, donde el reflejo propio en ese relato extranjero produce una vergüenza que está lejos de resultar ajena. Pero la película no se queda en eso, sino que ilustra de una manera más amplia y generosa el vínculo que los nuevos migrantes generan con esta tierra, acostumbrada a recibirlos. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

domingo, 27 de marzo de 2022

LIBROS: "Atlas de micronaciones" y "Las islas imposibles": Viajes fantásticos, territorios improbables y la vieja tradición de los relatos de aventuras

Desde que las personas descubrieron el arte de contar historias, aquellas que refieren a viajeros intrépidos aventurándose en tierras inhóspitas se encuentran entre las más populares. De la travesía de Ulises de regreso a Ítaca en adelante, el tema se ha vuelto recurrente y, sin embargo, está lejos de agotarse. Su atractivo reside menos en la hazaña del héroe capaz de superar las pruebas a las que el recorrido lo enfrenta, que en el exotismo de esas comarcas siempre al filo de la realidad. Algo que no solo ocurre con la ficción: las aventuras de Marco Polo en su camino de ida y vuelta al Lejano Oriente se cuentan entre los relatos de viajes más épicos jamás narrados. Recientemente, dos sellos editoriales con mucho de aventureros publicaron dos libros que por caminos distintos remiten a esta tradición.

Se trata de Las islas imposibles (Serie Gong), del español Daniel Villamediana, y del Atlas de micronaciones (Godot), del italiano Graziano Graziani, y mientras uno recorre territorios que se creían reales pero eran ilusorios, el otro trabaja con espacios reales que parecen obra de la imaginación. El primero reescribe el primer viaje de Cristóbal Colón con destino a América, inventando un itinerario en el que el navegante genovés realiza una serie de paradas intermedias en tierras legendarias. El segundo es un compendio que describe al detalle una constelación de pequeños “estados” cuyas historias parecen creaciones literarias. Extremos de un mismo universo, ambos cumplen con la premisa de llevar al lector a territorios ajenos que solo aparecen en aquellos mapas en los que lo real se superpone con lo fantástico.

Dividido en 11 capítulos que agrupan reinos y repúblicas en categorías como “Acciones de protesta”, “Barrios liberados” o simplemente “Distopías”, el Atlas de Graziani rescata las historias de un puñado de territorios no siempre diminutos que en algún momento y por motivos a veces inverosímiles aspiraron o reivindican su independencia. En ocasiones estos arrebatos de libertad tienen como plataforma un territorio concreto, pero otras se trata de espacios menos tangibles, incluso virtuales. El libro acumula más de 50 casos, entre los que es difícil destacar a uno por encima de los demás, ya que todos producen asombro. Pero, puestos a elegir, en especial resultan curiosos los vinculados a experiencias artísticas. 

Garbage Patch State es un estado federal que reúne a una serie de islas gigantes de residuos plásticos ubicadas en los océanos Pacífico, Atlántico e Índico, cuya superficie conjunta casi iguala a la de Rusia. La declaración de su independencia en 2013 fue un gesto simbólico realizado con apoyo de la Unesco, como forma de evidenciar la contaminación marina. Por su parte, el Principado de Ladonia consiste en una serie de esculturas realizadas en los ’90 por el sueco Lars Vilks, enormes estructuras de leña y piedras levantadas de manera precaria dentro de un parque nacional. Ante la amenaza de ser removidas por el estado sueco, ya que fueron realizadas sin permiso, Vilks optó por declarar la independencia de sus obras, acuñar su propia moneda y entregar pasaportes, llegando a “declararle la guerra” a Suecia, Estados Unidos y San Marino. En cambio el Reino de Redonda es una isla diminuta e inhabitable ubicada en el Caribe que, se dice, fue descubierta por Colón. En el siglo XIX fueron varios los que reclamaron su propiedad. En la década de 1960, una de esas líneas sucesorias decidió entregarle la ciudadanía de Redonda solo a escritores y artistas, quienes desde entonces gobiernan el reino. Su actual monarca es el escritor español Javier Marías.

A diferencia del auténtico, que en uno de sus viajes pasó frente a las costas de Redonda y siguió de largo, el Colón de Las islas imposibles es una invención. El protagonista del libro es un traductor joven y agraciado, un judío converso a quien el almirante salva de ir a prisión por seducir a la hija de un noble, para sumarlo a su expedición en calidad de intérprete. Escrita en un falso español antiguo inventado para la ocasión y con un sentido del humor ácido, el autor imagina situaciones inverosímiles para darle forma a un relato de aventuras en toda regla. Villamediana se aparta de los hitos conocidos de aquella empresa, para concentrarse en los misteriosos 70 días en altamar que median entre la salida del Puerto de Palos y la llegada a costas americanas. No faltan en sus páginas ni criaturas monstruosas ni civilizaciones perdidas ni territorios míticos, que Colón y los suyos atraviesan no necesariamente con valor, pero con la proa siempre apuntando al oeste. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de página/12. 

jueves, 24 de marzo de 2022

CINE - "Azor", de Andreas Fontana: El horror... el horror

Cuando a mediados de los años ’70 Francis Ford Coppola adaptó El corazón de las tinieblas, una de las novelas del Joseph Conrad, al contexto de la Guerra de Vietnam, no tenía forma de imaginar que esa obra, o más aún, su propia película, también podrían servir para contar la historia de una dictadura que, por esos mismos años, comenzaba a destruir lo que quedaba de un país en el extremo opuesto del continente americano. Y aunque ni la novela ni Apocalypse Now figuran como fuente de inspiración de Azor, ópera prima del director suizo formado en Buenos Aires Andreas Fontana, de algún modo sus recorridos no dejan de resultar análogos.

Ambientada en 1980 en Buenos Aires, ciudad y provincia, Azor aborda los llamados "años de plomo" desde una perspectiva poco frecuente en las obras de ficción: la de las clases altas. El protagonista es Yvan De Wiel, un banquero suizo de alcurnia, representante de la banca privada, que llega a la Argentina para atender algunos asuntos que su socio Keys dejó inconclusos antes de abandonar repentinamente el país, sin destino conocido. Lo que De Wiel encuentra es una versión decadente de la aristocracia local, atravesada por un miedo que es ajeno al imaginario construido en torno a esa clase social durante la dictadura militar, usualmente asociado a una actitud festiva más que al temor.

No es que lo festivo no esté presente, todo lo contrario. De Wiel se la pasa entre recepciones, idas al hipódromo y excursiones rurales, donde se reúne con sus clientes. Sin embargo, Azor construye con precisión el clima de agobio en el que se vive y que no es ajeno a los poderosos, entre quienes el silencio suele ser la mejor forma de mantenerse a salvo de un horror que la película nunca muestra de forma directa. En su lugar elige poner al protagonista en contacto con una serie de personajes que se presentan como emergentes de esas sombras: un abogado desagradable, un empresario prepotente, un obispo siniestro. Pero también con una mujer de familia patricia, aterrorizada por lo que ocurre o un estanciero con una hija desaparecida, cuyas experiencias los acerca al lugar de las víctimas (aunque la película no los justifica).

Como en la película de Coppola, el misterio se va construyendo en torno a la figura del ausente, sobre cuyo carácter los rumores se apilan para darle forma a la leyenda. Acá Keys representa para De Wiel lo mismo que el coronel Kurtz para el capitán Willard: una figura que tanto lo atrae como lo repele y cuyo misterio de a poco lo va seduciendo, empujándolo a adentrarse en un paisaje cada vez más abismal, peligroso y demencial. Que el protagonista sea extranjero ayuda a crear la atmósfera enrarecida que perciben quienes deben avanzar en un territorio desconocido y hostil, característica que ayuda a fortalecer el paralelo entre Willard y De Wiel. Keys, al que algunos califican como seductor y valiente, pero otros como un pervertido peligroso, se convertirá en una obsesión para el suizo, quien a pesar de su carácter opuesto de a poco comenzará perder ciertos límites, en una transformación que la película realiza sin apuro.

El tramo final representa el definitivo descenso al infierno, donde quedan expuestas algunas de las tramas que justifican tanto miedo y silencio, incluso los de quienes pertenecían a los círculos sociales más altos. Ahí también tiene lugar el último paso en la metamorfosis de De Wiel (la referencia kafkiana es oportuna), de quién nunca se sabrá si, expuesto a la locura, acaba siendo poseído por el espíritu demoníaco de Keys o si, por el contrario, recién ahora revela su verdadera naturaleza. Azor construye su intriga con pericia, sosteniendo el clima opresivo a fuerza de acción dramática, extraordinaria fotografía y una banda sonora sumamente efectiva. La secuencia de cierre, selvática y nocturna, luego de que De Wiel se despide de su último contacto, aparece como una cita en la que el horror de este viaje al corazón de las tinieblas se superpone con el de su versión coppoliana.  

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Páguna/12.

CINE - "Los ojos de Tammy Faye"(The Eyes of Tammy Faye), de Michael Showalter: El negocio de la fe

En pleno auge de la participación de las iglesias evangélicas en la vida política sudamericana –en especial en Brasil, donde sus fieles colaboraron en el triunfo de Jair Bolsonaro en las últimas presidenciales—, desde Hollywood llega Los ojos de Tammy Faye, biopic basada en la figura de Tammy Faye Bakker. Ella y su marido Jim fueron pioneros en el terreno de los predicadores televisivos. No los primeros, pero si los que convirtieron a los programas evangelistas en auténticos shows que ayudaron a multiplicar sus audiencias de forma exponencial (y con ellos las ganancias de este tipo de cultos). Los Bakker son además precursores del modelo de la pareja de pastores que tuvo incluso versiones locales, como la del pastor Giménez y su esposa Irma, famosos en la Argentina menemista de los ’90. Y pertenecen a la generación seminal de predicadores mediáticos como Pat Robertson, hoy verdadero magnate de los medios e inicialmente mentor del matrimonio, o el célebre Jimmy Swaggart, cuya historia de ascenso y caída tiene algunos puntos de contacto con la de los Bakker.

 La mención del rol político de este tipo de organizaciones de raíz religiosa es una de las líneas que desarrolla Los ojos de Tammy Faye, dirigida por Michael Showalter, que pertenece al subgénero de las películas que aprovechan el retrato de una figura pública para crear una postal de un determinado período de la historia estadounidense. Y Showalter, que hasta ahora había dirigido cuatro comedias románticas (la más conocida de ellas es Un amor inseparable, estrenada acá en 2018), utiliza su experiencia para contar la surrealista vida de los Bakker. Que arranca un poco en el tono del género en el cuál se especializa, para girar de a poco hacia la zona del drama y, por qué no, también de la tragedia.

El relato aborda el origen pobre de la protagonista, su temprana devoción religiosa –que en las clases bajas de toda América suele estar asociada a este tipo de cultos—,el inicio del vínculo con Jim Bakker, su crecimiento, apogeo y ocaso. Un arco temporal de 40 años, que va de la pujante posguerra en los ’50 al triunfo neoliberal en los ’90, y de cuyo desarrollo la vida de Tammy Faye es una metáfora oportuna. Showalter toma como modelo los últimos trabajos de Adam McKay, otro cineasta que comenzó haciendo comedias para luego meterse con ácidos retratos de la sociedad de su país, como La gran apuesta (2015) o El vicepresidente: Más allá del poder (2018). Como una fábula, un poco a la manera de Forrest Gump, la figura de Tammy Faye es usada como vehículo para atravesar las diversas contingencias históricas. La diferencia es que ella, interpretada por Jessica Chastain, nominada como Mejor Actriz en los próximos Oscar, está lejos de la simpleza del personaje de Tom Hanks y en el camino irá perdiendo la inocencia. Quizá por eso el título hace referencia a sus ojos y a la caída del velo simbólico del sueño americano que los cubre. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de página/12. 

jueves, 17 de marzo de 2022

CINE - "Fresh", de Mimi Cave: Mujeres como objetos de consumo

Ya es un lugar común afirmar que la corrección política se ha convertido en una carga que, en la mayoría de los casos, termina por aplastar las aspiraciones cinematográficas de un número cada vez más grande de películas. Una imposición que surge de la necesidad de expresar determinadas convicciones, pero cuya presencia, por impericia o candidez, se convierte en un atentado de los relatos contra sí mismos. Nada de eso ocurre en Fresh, ópera prima de la directora norteamericana Mimi Cave, que a pesar de contener todos (todos) los elementos para ser leída como una película radicalmente feminista y antipatriarcal –porque lo es—, también consigue ir más allá del discurso aleccionador a partir de la decisión de llevarse todo por delante. Incluido el público. 

De entrada queda claro que en Fresh el punto de vista femenino será el encargado de proyectar la perspectiva del mundo. La primera secuencia presenta a Noa, la protagonista, una chica de unos 30 años sin pareja que aún conserva la ilusión de dar con “la persona indicada”, yendo a cenar con un desconocido en un encuentro arreglado a través de una app para conocer gente. La vieja cita a ciegas, en su versión digital. Sin embargo, sus expectativas son bajas y ya antes de llegar tiene indicios claros de que la experiencia tal vez sea una pérdida de tiempo que podría evitarse. Profecía autocumplida, el tipo resulta un imbécil escondido detrás de una actitud cordial que lo hace todavía más odioso. Que el encuentro recuerde a una de las citas fallidas que Meg Ryan tenía en Cuando Harry conoció a Sally no es casual: toda la primera media hora de la película está construida usando el molde de la comedia romántica. Aunque, como en la escena mencionada, las luces de alarma están encendidas desde el comienzo y el globo de las esperanzas de Noa terminará reventando de la peor forma. 

A partir de ahí Fresh pondrá en escena una pesadilla femenina, pero a través de un giro que muchos agradecerán no sea revelado en esta página. Básicamente, partiendo del guion escrito por Mauryn Kahn, otra mujer, Cave lleva al extremo la desigual relación de poder entre hombres y mujeres, usando como hilo conductor el mecanismo por el cual ellas son convertidas en meros objetos de consumo. Para ilustrar esa forma perversa (pero habitual) del vínculo entre los sexos, la película utiliza con ingenio y timming una caja de herramientas que incluyen el humor negro, el suspenso, la ironía o la violencia. E incluso el gore, elemento del que nunca abusa, sino al cuál recurre en momentos puntuales, siempre justificados por el drama. De hecho, Cave también recurre con pericia al fuera de campo, ya sea sugiriendo de forma eficaz o mostrando las consecuencias de algunos actos, pero ocultando la acción que les dio origen. Por esa vía consigue articular algunos de los momentos más incómodos.

Cave maneja bien la instancia de convertir a ese esbozo de comedia romántica en una pieza de horror en solo un par de escenas, consiguiendo que ambas partes se articulen de forma homogénea y sin resignar nunca el tono elegido para contar la historia. Para que eso funcione es vital el rol que juegan los protagonistas, la británica Daisy Edgar-Jones y el rumano criado en Nueva York Sebastian Stan. Ella, en su segundo papel en el cine y su primer protagónico, consigue hacer de Noa una mujer total, en cuyo interior conviven en armonía la fragilidad y la fortaleza, y la inocencia con la astucia. Por su parte, Stan logra dotar a su personaje de ternura y encanto cuando el guión se lo demanda, para convertirse sin escalas en un digno representante de la extensa galería de psicópatas del cine. Todo esto compone un universo que alcanza su clímax en una secuencia que lleva al extremo aquello que Quentin Tarantino había puesto en pantalla en el extraordinario final de A prueba de muerte. Solo que acá las que se cobran la deuda no son un grupo de mujeres superpoderosas, si no, a la manera de Freaks, de Tod Browning, las víctimas que cargan en su cuerpo con las marcas que les deja el hombre. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de página/12. 

CINE - "Los tipos malos" (The Bad Guys), de Pierre Perifel: Animales de terror sobreadaptados

Un poco en la línea de lo que Shrek hizo hace más de 20 años, Los tipos malos vuelve a tomar algunos personajes clásicos para retorcer sus características esenciales y construir una nueva historia a partir de ahí. Solo que en este caso el asunto no se limita al imaginario de los cuentos de hadas, aunque la figura del lobo feroz ocupa acá el rol protagónico, sino que sus referencias pertenecen sobre todo a lo que podría llamarse cine de terror zoológico. Es que los tipos malos del título no son más que una banda de delincuentes, integrada por aquellos animales que han sido largamente demonizados por cierto cine de terror, lo que los convierte en el enemigo público número 1. Como ya se adelantó, Señor Lobo es quien está al frente del grupo, al cual lidera con elegancia y encanto irresistible, como si se tratara de una nueva versión de Danny Ocean, personaje que Frank Sinatra y George Clooney interpretaron en el original y el remake de Ocean’s Eleven (1960 y 2001), referencias evidentes de la película. 

El equipo se completa con Señor Tiburón, Señor Serpiente, Señora Tarántula y Señor Piraña, cuatro tipos y tipas malas que remiten a películas que, por lo general, llevan por título los nombres del animal al cual el relato convertirá en amenaza para la vida humana. Al igual que ocurre con Lobo, cada miembro del equipo posee una especialidad delictiva y una personalidad característica. A veces estas coinciden con las del animal en cuestión; otras se construyen por oposición y por la vía del absurdo. De esa forma, Tarántula es una especialista en cibercrímenes, aquellos que se tejen “en la red”, mientras que Tiburón se especializa en disfraces, siendo capaz de esconder su inocultable figura detrás del maquillaje. Piraña es un matón, pura fuerza bruta a pesar de su tamaño, casi un calco del Demonio de Tasmania de la Warner, pero con acento latino. Mientras que Serpiente, astuto y de mal temperamento, es el mejor amigo de Lobo, su mano derecha a pesar de carecer por completo de manos, detalle que no le impide ser el mejor abriendo cajas fuertes.

Las conexiones con el género de las heist movies (o películas de atracos) son notorias. De hecho, la escena inicial, en la que Lobo y Serpiente conversan acerca de trivialidades en un bar, es una de esas referencias. El diálogo, ingenioso y veloz, recuerda inevitablemente a los de las películas de Quentin Tarantino, en especial al comienzo de Perros de la calle o a las escenas en el bar de Pulp Fiction. Y sobre ese camino marcha con obediencia Los tipos malos, hasta que a mitad de la película algo ocurre que torcerá el relato hacia un lugar distinto. Cuando el grupo planea dar el golpe maestro, algo, o más bien todo, sale mal y finalmente son capturados. Pero en ese momento, el astuto Lobo improvisa un speech motivacional, argumentando que su maldad no es natural, sino fruto de la falta de oportunidades a la que los ha empujado el hecho de ser víctimas de los prejuicios y los estereotipos malvados que la tradición les impuso.

Con inocencia, el giro representa un alegato en contra de ciertos tipos de discriminación (en especial de aquel que popularmente se conoce como “portación de cara”). Un gesto valioso de frente a un auditorio que en su mayoría serán niños. Sin embargo, la decisión podría haber resultado letal si la película se hubiera conformado con habitar la superficie del mensaje. Al contrario, a partir de ahí Los tipos malos propone una vuelta de tuerca que, a su manera, resulta modestamente cinéfila. Porque aquel alegato de Lobo es escuchado por el Profesor Mermelada, un cobayo que es una celebridad debido a su carácter bondadoso y empático. Y como en Mi bella dama, el filántropo se propone convertir a aquel quinteto de delincuentes en auténticas personas de bien. Así, Los tipos malos realiza un ejercicio que por vía de la comedia vuelve a oponer (de manera modesta, claro) las filosofías de Hobbes y Rousseau, en la disputa por establecer si la bondad o la maldad es lo que define el fondo de la naturaleza humana. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de página/12. 

martes, 15 de marzo de 2022

CINE y TELEVISIÓN - Murió Arturo Bonín: Un actor de carácter y convicciones

A los 78 años de edad, murió este martes por la tarde el actor argentino Arturo Bonín. La noticia fue confirmada por medio de un comunicado tan simple como emotivo, que difundieron a través de las redes sociales su esposa, Susana Cart, y sus hijos Julieta y Mariano: “Con profunda tristeza comunicamos el fallecimiento de Arturo Bonín quien amó su profesión de actor y director y ha tenido el privilegio de vincularse y compartir hermosos momentos con tantas personas que lo quieren y respetan”. Interprete versátil, Bonín arrastraba un cáncer de pulmón que lo mantuvo internado en los días previos, sin que los especialistas tuvieran ya nada por hacer.

De rasgos amables, apenas endurecidos por un bigote tupido, muy de moda en aquella época, Bonín recién llegó a la televisión en 1978, a los 35 años, participando en 3 de los 16 capítulos de la serie La mujer frente al amor, donde compartió elenco con Nora Massi, Gerardo Romano, Oscar Ferreiro y Silvia Merlino, entre otros. Su desembarco en el cine se dio un año más tarde, en 1979, cuando interpretó un rol muy secundario en la comedia Las muñecas que hacen ¡PUM!, dirigida y escrita por Gerardo Sofovich, con Julio De Grazia y Javier Portales al frente de la habitual troupe de actores sofovicheanos. Pero su rostro se volvería sumamente popular durante la década siguiente, en la que su presencia en ambas pantallas le otorgó un rápido reconocimiento. 

En los ’80, Bonín formaría parte de algunas de las producciones más vistas tanto en cine como en televisión. En la pantalla grande se destaca su paso por las típicas comedias picarescas que solían producir los hermanos Hugo y Gerardo Sofovich o Hugo Moser. En esa lista se encuentran títulos como La noche viene movida, Los hijos de López, Locos por la música o Departamento compartido, protagonizada por Alberto Olmedo, Tato Bores y Graciela Alfano, todas estrenadas en 1980. Ese mismo año participó en seis series y telenovelas, que lo metieron de lleno en el comedor y el corazón de todas las familias argentinas. Entre ellas Romina (con Dora Baret y Amelia Bence); Entre la vereda y el cielo (con Rita Terranova); El secreto de Ana Clara, también con Terranova, Enrique Liporace y Juan Manuel Tenuta; Bianca, con Baret, Víctor Hugo Vieyra y Mirta Busnelli; Aquí llegan los Manfredi, otra vez junto a Busnelli, Nelly Lainez y Gilda Lousek; y Agustina, nuevamente con Baret, Bence y Luisa Vehil.

 Pero su carrera en la actuación comenzó más de 20 años antes y en el teatro, que en aquella época todavía era el primer amor de casi todos los actores y actrices. Bonín empezó a formarse en la actuación cuando aún cursaba el secundario en una escuela industrial de Floresta. Por entonces, un amigo lo invitó a sumarse a unas clases de teatro y él aceptó, ilusionado con la promesa de conocer chicas. En algún momento, el propio Bonín reconoció con humor que las chicas nunca llegaron, pero que el teatro se le metió en el cuerpo para siempre. Y lo que en aquel momento era una actividad para pasar el rato se fue convirtiendo en un sueño. Recién a mediados de los años ’70 dejaría una larga lista de trabajos “formales” para apostarle un pleno a su ilusión de ser actor. Fue así que se unió a la troupe teatral Grupo del Centro, donde compartía equipo con colegas como Villanueva Cosse y Juan Manuel Tenuta. Junto a ellos, en 1975 llevaron a escena una versión de la obra Esperando la carroza, del uruguayo Jacobo Langsner, estrenada originalmente en Montevideo, 1962. Pero el teatro no solo le dejó a Bonín un oficio, sino que además le regaló una familia: es que de aquel grupo de teatro también era parte Susana Cart, quien pocos años más tarde se convertiría en su pareja para toda la vida.

Volviendo a los años ’80, la carrera de Bonín en cine y televisión continuó creciendo, protagonizando junto a Graciela Borges Los pasajeros del Jardín (1982), adaptación de una novela de Silvina Bullrich con dirección de Alejandro Doria. O formando parte de éxitos de la taquilla popular como El Manosanta está cargado, donde Olmedo estiraba el suceso de su recordado personaje televisivo. Con el final de la dictadura, Bonín participó de proyectos que desde el cine buscaban convertirse en espejo de la etapa más trágica de la Argentina, permitiendo que su amor por la actuación se fundiera con su compromiso político. Entre esos trabajos se pueden mencionar Espérame mucho (Juan José Jusid, 1983); Contar hasta diez (Oscar Barney Finn, 1985); Bairoletto (1985), donde interpreta al bandido anarquista Bautista Bairoletto; o Los dueños del silencio (Carlos Lemos, 1987). Pero tal vez la más recordada de todas ellas sea Asesinato en el Senado de la Nación (Jusid, 1984), en la que se puso en la piel del joven senador Enzo Bordabehére, quien murió asesinado en 1935 dentro del recinto parlamentario, cuando usó su propio cuerpo como escudo para proteger al también senador Lisandro de la Torre, en un atentado que tenía como blanco a este último.

Por aquellos mismos años, el actor se convirtió en anfitrión televisivo, conduciendo Yo fui testigo, uno de los programas políticos emblemáticos de aquella década de la recuperación democrática. El programa, mezcla de investigación periodística con reconstrucción ficcional, emitía un episodio por semana, en el que se abordaban distintos hechos o personajes de la historia argentina. Estuvo en el aire entre 1986 y 1989, comenzando en el viejo Canal 13 antes de ser privatizado, para pasar a Canal 2 luego de que varias figuras de cuestionable pedigrí, como el almirante Isaac Rojas o el general Juan Carlos Onganía, pidieran que el programa fuera levantado. A lo largo de sus cuatro temporadas, en las que Bonín oficiaba de narrador y presentador, Yo fui testigo puso en pantalla episodios dedicados a figuras como José López Rega, Ernesto “Che” Guevara, Eva Perón o el boxeador José María Gatica.

Pero si hay un trabajo de esa época que se destaca en la filmografía de Bonín, ese es su rol protagónico en la película Otra historia de amor (Américo Ortíz Zárate, 1986). En ella interpreta a Raúl, un empresario, hombre casado y con hijos, quien es abordado por Jorge, un empleado nuevo, que le confiesa su deseo de acostarse con él. Aunque al principio Raúl rechaza a Jorge, pronto acabará cediendo a la curiosidad y, sobre todo, ante un nuevo deseo que comienza a reconocer, creciendo dentro de él. Junto a la película Adiós, Roberto (Enrique Dawi, 1985), protagonizada por Víctor Laplace y Carlos Andrés Calvo, Otra historia de amor son las primeras películas estrenadas tras el final de la dictadura en abordar con un interés genuino algunos temas vinculados a las problemáticas de la comunidad LGBT+. Como solía ocurrir en aquellos años, en los que la sociedad aún miraba a homosexuales y lesbianas con verdadero horror moral, películas como esas jugaron un papel fundamental en la construcción de espacios y derechos que hoy se dan por sentados, pero que hace 40 años atrás representaban auténticos tabúes culturales. 

Ya sin su bigote característico, pero habiéndose ganado un prestigio de actor de carácter y gran versatilidad, la carrera de Bonín continuó avanzando a velocidad crucero durante las décadas siguientes. Si bien en el cine nunca volvió a formar parte de grandes éxitos, participó de otras casi 25 películas, entre las que se destacan la épica bélica Iluminados por el fuego (Tristán Bauer, 2005), la comedia Casi leyendas (Gabriel Nesci, 2017), o el film de terror Al tercer día (Daniel de la Vega, 2021). En televisión participó de novelas y series de alto perfil y gran repercusión, como Regalo del cielo (1991); Nueve lunas (1994); Verdad consecuencia (1996); Muñeca brava (1998); Rebelde Way (2002); La niñera (2004); Los Roldán (2004); Todos contra Juan (2010) y hasta hace muy poco la controvertida tira de canal 13, La 1-5/18, que relata de forma (muy) libre la vida en un barrio vulnerable de Buenos Aires.

En sus 60 años de trayectoria, Bonín participó en más de 40 programas de televisión, 50 películas y 60 obras teatrales, entre las que se cuentan su frecuente presencia en distintas ediciones de Teatro por la Identidad, a través de las que dio su apoyo manifiesto a la labor de Abuelas y Madres de Plaza de Mayo. Números y decisiones éticas que ilustran una carrera destacada y dan cuenta de una visibilidad que muy pocos actores han tenido y que harán que su ausencia sea tan triste como notoria. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Pägina/12.

domingo, 13 de marzo de 2022

LIBROS - "Thatcher", de Carolina Cobelo: El romance entre la Dama de Hierro que se autopercibe hombre y el Cowboy senil

A nada de cumplirse 40 años de la Guerra de Malvinas, una escritora publicó una novela que tiene la protagonista menos pensada: Margaret Thatcher. La Dama de Hierro, la infame primera ministra británica que, a contramano de todo, no dudó en gastarse el presupuesto que le negaba a las políticas sociales para recuperar dos islitas perdidas en el Atlántico sur, al mismo tiempo que, sin proponérselo, aplastaba las fantasías mesiánicas de una de las dictaduras más sanguinarias del siglo XX. Así, Thatcher, se titula la segunda novela de Carolina Cobelo, publicada por la editorial Metalúcida. Sin embargo, aunque su autora es argentina, no hay en el libro rastros de Malvinas ni ningún gesto patriotero asoma entre sus páginas. Porque la novela se trata de otra cosa y el escenario que Cobelo elige para ambientarla es muy específico. “1986. El temor rojo se esparcía por toda la orbe. El virus marxiano podía infectar a cualquiera y pervertirlo con el elixir del colectivismo, de la abolición de la propiedad privada o de cualquier otro tipo de depravación. El mal era irreversible.” Desde el primer párrafo queda claro de qué se trata la cosa: Thatcher es una novela de intrigas, un thriller político ambientado en la Guerra Fría. Pero la cosa no es tan simple

En la novela de Cobelo Margaret se autopercibe hombre, está enamorada del presidente de los Estados Unidos, Ronald Reagan, y sueña con acabar con el zurdaje para hacer del mundo un lugar mejor. Al mismo tiempo, la primera dama Nancy Reagan es una agente de la KGB, entrenada desde niña en técnicas sexuales de sometimiento, y la joven actriz Jodie Foster una agente encubierta de la CIA. Todo esto suena absurdo y lo es: Cobelo consigue darle forma a un pastiche encantador, donde Reagan es un viejo senil que intenta crear un ejército de drogadictos y proletarios desahuciados, su esposa Nancy practica unas fellatios que son mejores que el pentotal y Maggie putea en perfecto lunfardo, produciendo en el lector impensados estados de éxtasis. Para muestra, un botón: “Querido Ron: La resaca me tiene de culo caído. No puedo separarme del inodoro aún, y eso que son las cuatro de la tarde y tuve reunión de gabinete. Me cagaba encima, Ron, y estos que me hacían todo tipo de preguntas, y yo no sabía cómo hacer para que se vayan, para que me dejen ir a cagar. Yo no estoy para cosechar aplausos, les dije, mientras fruncía el culo con fuerza de idiota. Se cierran las minas y punto. Yo solo quería irme a cagar. Pero me salían al cruce, que las huelgas esto y aquello. Me limpiaría el ojete con toda esa manga de inútiles, ¡qué digo!, ¡a toda el África le limpiaría el ojete, Ron!”

El trabajo que la autora realiza en Thatcher se percibe rocambolesco, kitsch, a veces burdo, haciendo que, a partir del lenguaje elegido, por momentos se parezca más a la mala traducción de una novela pulp que a la literatura “prestigiosa”. Lejos de constituir insalvables defectos de nacimiento, todo eso es fruto de una operación literaria que Cobelo realiza sin concesiones: una apuesta deliberada por los géneros populares. De esa forma, en Thatcher construye una literatura bastarda, en cuyo mestizaje se percibe el ADN de las expresiones artísticas más impuras. Desde el ya mencionado pulp al cine porno de los ’70, cuando Garganta profunda y Emanuelle conquistaban el mundo, y de las series de televisión de los años ’80 dobladas al español neutro a, claro, las películas de acción que en esa misma década abonaban a la construcción del monstruo comunista. Un cosmos cinematográfico que incluye desde grandes épicas como Rocky IV, hasta lúdicos despropósitos como Amanecer rojo, de John Milius, donde el ejército sandinista invade Estados Unidos. De todo eso se nutre Cobelo, sin vergüenza, para crear un universo fuera de control, en el que la Dama de Hierro anda por ahí sacada, chupando whisky, pidiendo que le traigan putas y exigiendo a los gritos que le soben bien la chota. Una belleza.

Refrescante como un licuado en la pileta de un hotel cinco estrellas, Thatcher se lee con ganas y sin culpas, contando las páginas a la espera de que esa versión procaz de la primera ministra aparezca en escena, con su boca sucia como una letrina, vociferando barbaridades con un charme que la vuelve irresistible. De hecho, Cobelo debería recibir un Oscar, un Nobel, el Pulitzer a la Mejor Puteadora de las Letras Argentinas. ¿O acaso alguien conoce a muchos escritores que hayan sido capaces de usar en una obra literaria la retahíla de vulgaridades que la autora pone en boca de la protagonista, sin lesionar la calidad de su trabajo? Al contrario, cada vez que Maggie entra en acción el libro crece, se desborda y a puteada limpia conquista el alma de los lectores dispuestos a dejarse seducir por el ingenio de Cobelo. 

Nada de lo anterior convierte a su trabajo en un experimento estéril, donde la búsqueda del sinsentido es el único y anémico objetivo. En las antípodas de eso, la autora consigue una relectura oportuna de una época de gran complejidad política, usando el humor como metal conductor por el que corren de la mano y a gran velocidad las corrientes de la parodia y la crítica social. Pero siempre en equilibrio, sin que una ahogue a la otra, evitando que la solemnidad de lo políticamente correcto interfiera con la voluntad manifiesta de crear un universo paralelo que nunca le teme al ridículo. Bajo esa máscara, lejos de ser inocua, la novela funciona como un espejo cuya superficie deforme expone en toda su ineptitud a la nueva ola de fobia anticomunista que en la actualidad, sin inocencia alguna, ciertos sectores utilizan para descalificar cualquier atisbo de política social o inclusiva. El mayor acierto de Cobelo radica en mantener esa operación reflexiva en segundo plano, siempre escondida tras una fachada guiñolesca.

Debe aclararse también que, lejos de ser una obra huérfana, Thatcher encuentra un linaje dentro de la literatura argentina y hasta tiene parientes dispersos por el territorio mayor de las letras latinoamericanas. En la meticulosa impureza de la prosa de Cobelo se reconocen rastros de César Aira, en especial de los finales de sus novelas, en los que el pringlense radicado en Flores acostumbra a quebrar los relatos para perderse en lo aireano. O del gran J. Rodolfo Wilcock, el escritor argentino que mejor manejó la farsa y el absurdo (aunque escribiera en italiano), como lo confirman, por ejemplo, sus novelas El templo etrusco o Los dos indios alegres, y que comparte con Cobelo el placer de bautizar a sus personajes con nombres desconcertantes, como Pochoclo Case, Veleta Parkinson o Tito el Charco. El parentesco es más evidente en la forma festiva con que Leandro Avalos Blacha desarticuló y rearticuló géneros considerados menores, como el terror o la ciencia ficción. Pero también se podría encontrar afinidad con autores igual de inclasificables, como el uruguayo Mario Levrero o el casi olvidado cubano Virgilio Piñera. Es posible que Cobelo no tenga a ninguno de ellos como influencia, sin embargo se vuelve imposible no vincular sus obras. No tanto por la existencia de rasgos en común, que los hay, sino por su deliberada intención de no tenerlos con nadie más. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Pägina/12.

jueves, 10 de marzo de 2022

CINE - "Mi hijo" (My Son), de Christian Carion: Una ética para la justicia por mano propia

Así como un curso de agua se acomoda a los accidentes geográficos que enfrenta en su recorrido, del mismo modo la historia de Mi hijo, sexta película del francés Christian Carion, va alterando su forma y su tono a medida que el guión interpone en su desarrollo distintos giros, avances o contramarchas. Es cierto que esos cambios no se producen abruptamente: se trata más bien de una corriente sinuosa que arrastra al espectador en su deriva, aunque no sin algunos sobresaltos oportunos. Remake del trabajo anterior de Carion e idéntico título (Mon garçon en el original francés de 2017; My Son en esta oportunidad), la película está ambientada en algún lugar de los agrestes Highlands escoceses durante el invierno. Ahí, una pareja de padres separados enfrenta la misteriosa desaparición de su hijo durante un campamento infantil. En ambos, la culpa ya comenzó a hacer su trabajo de demolición: en ella, por haber mandado al chico a esa excursión de la que no quería participar; en él, debido a la distancia que le impone un trabajo en el extranjero, que lo ha convertido en un padre ausente.

Mi hijo comienza como un drama oscuro, aunque algunas secuencias imponen una atmósfera policial. En esa primera etapa, regida por las emociones, la expareja intenta apoyarse mutuamente para sobrellevar la angustia que los ha vuelto a reunir, pero no podrán evitar que las viejas heridas comiencen a supurar en forma de reproches cada vez menos velados. Un primer sacudón ocurre cuando la policía revela la posibilidad de un secuestro planificado, en el que el niño no sería una víctima azarosa. Ahí la película confirma que el punto de vista será el del padre, algo que ya había sugerido la secuencia inicial, que sin inocencia cita al famoso travelling aéreo de El resplandor (Stanley Kubrick, 1980). Como en aquella, aunque con mayores justificaciones, acá también el padre comienza a perder la razón y agrede brutalmente a la nueva pareja de su ex, que ha ocupado el vacante rol paterno, a quien acusa de estar involucrado en el secuestro. Cuando parece que la película asumirá ese rumbo, el curso narrativo vuelve a torcerse para el lado del thriller y la intriga política.

Pero no por mucho tiempo. Enseguida la cosa se encamina hacia el subgénero de justicia por mano propia, aprovechando el tono sombrío que aportan los días cortos y lluviosos del invierno escocés. Ahí Carion mezcla aciertos y resbalones. Entre estos últimos se puede mencionar algunos cabos sueltos y, sobre todo, el papel deslucido que le otorga a la mujer, relegando a la madre a un rol secundario que carga con una torpeza más propia de las películas del siglo XX que del cine contemporáneo. Más estimulante resulta el final, en el que se permite una mirada inusual acerca del accionar del protagonista. Porque, sin dejar de mirar de forma empática sus decisiones, Mi hijo se aparta del tono celebratorio de otros exponentes del género y se atreve a poner en escena un inédito giro ético. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Pägina/12.

CINE - "Las noches son de los monstruos", de Sebastián Perillo: Desventajas del discurso explícito

Un hombre que transporta ganado durante la noche se queda sin combustible en medio del campo. Cuando baja, linterna en mano, a revisar el motor, la camioneta comienza a sacudirse y los animales se agitan con desesperación. Solo al regresar la calma el chofer se atreve a ir a ver qué pasó y encuentra el acoplado roto, manchado de sangre, y una res que agoniza tirada en el camino. A su alrededor, solo la noche. Apostando por un tono que nace en la encrucijada entre el fantástico y el terror, y un prolijo trabajo estético, Las noches son de los monstruos, de Sebastián Perillo, usa al cine de género como alegoría. Esta vez, de las dificultades que Sol, una adolescente, enfrenta cuando su madre se muda con su nueva pareja a un pueblo de provincia. La adaptación al nuevo entorno, la incomodidad de convivir con un desconocido, la negativa de su madre a tener en cuenta su punto de vista, las agresiones de algunas de sus nuevas compañeras de escuela y la amenaza latente de un puma rondando el pueblo, le dan forma a un coctel emotivo que vuelve a la chica muy vulnerable.

A pesar de los méritos técnicos y de la buena labor del elenco, tanto de sus primeras figuras como Jazmín Stuart, Esteban Lamothe y Gustavo Garzón, como del reparto de secundarios y de su protagonista, Luciana Grasso, la película de a poco comienza a mostrar inconsistencias. Para empezar, la atmósfera de terror sobrenatural que alimentaba la escena inicial arriba descripta se va esfumando de a poco, sin ninguna referencia ni explicación al respecto. En su lugar, comienza a instalarse una tensión surgida de un combo que reúne diversos miedos vinculados a lo social, que irá cercando a Sol a partir de diferentes formas de violencia. De ese modo, la chica será víctima y testigo de una serie de abusos que van de lo privado a lo público y que el cuerpo social asimila con indiferencia, dejándola sola.

En ese contexto, el guion introduce un elemento fantástico que, de un modo similar a lo que ocurría en Carrie, clásico de Brian De Palma basado en la novela de Stephen King, se convertirá en la fuerza que Sol necesita para enfrentar y traspasar la violencia que la encierra. Sin embargo, a medida que el relato avanza, aquella tensión que la película construyó en su primera mitad comienza a perder fuerza camino al desenlace, en tanto el origen y la presencia de ese elemento que viene a impartir justicia (real y poética) se va volviendo cada vez más arbitrario. De igual modo, las transformaciones que operan en algunos de los personajes tampoco resultan convincentes y parecen más una operación discursiva que el producto de un desarrollo dramático. Así, la metáfora se va volviendo cada vez más obvia, con todas sus flechas apuntando al manual de lo políticamente correcto. El asunto no sería un problema si Las noches son de los monstruos consiguiera llegar a esas mismas conclusiones a través de la acción y el drama, sin necesidad de mensajes explícitos.

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Pägina/12.

jueves, 3 de marzo de 2022

CINE - "Como el cielo después de llover", de Mercedes Gaviria Jaramillo: El espejo del padre

Exponente modélico del cine del yo, Como el cielo después de llover es la ópera prima de la hasta ahora sonidista colombiana Mercedes Gaviria Jaramillo. Se trata de un documental que propone un recorrido autobiográfico a partir de la combinación de material proveniente del archivo familiar, con otro producido especialmente para la película. A partir de ese montaje, la directora indaga en la dinámica de su propia familia, en la naturaleza que la une a sus padres y a su hermano, y la forma en que esos vínculos han ido moldeando no solo una mirada del mundo, sino una forma de estar en él. La idea no es nueva y el cine argentino reciente abunda en muy buenos exponentes del género. 

Sin embargo, a pesar de que cada nuevo título vuelve a la propuesta cada vez menos novedosa, se trata de un molde que permite darle forma a relatos que consiguen despertar la curiosidad de ciertos espectadores, aquellos interesados en ser testigos de esa especie de strip tease emocional que proponen sus recorridos. Para que ello ocurra es necesario que sus responsables manejen con pericia los elementos que lo constituyen, permitiendo el ejercicio de ir de lo particular a lo general. Cuando lo logran, sus trabajos adquieren la capacidad de convertirse en espejos de múltiples caras, en donde cada quién puede encontrar destellos de su propia historia, de su propia mitología familiar.

Algo de eso funciona bien en Como el cielo después de llover y parte del éxito se encuentra en los textos que Gaviria Jaramillo escribió para la película. A partir de estos, narrados en off por ella misma, la directora consigue articular con eficacia aquel material del archivo familiar con otro, grabado durante el rodaje de la película La mujer del animal (2016), cuarto largometraje del cineasta colombiano Víctor Gaviria, padre de Mercedes. Dichos textos le van dando forma a un relato en estado de pregunta permanente, que pone en evidencia el principal motor de este tipo de películas: la necesidad profunda de encontrar respuestas esenciales. Preguntas muchas veces retóricas, en tanto se supone que el recorrido mismo que la película traza incluye sus respuestas. La contraparte está dada por la aparición de nuevas preguntas, que terminan convirtiendo a la experiencia en una cinta de Moebius cinematográfica.

La directora usa el material de archivo, una colección de VHS familiares grabados por Víctor, para profundizar en el vínculo con su padre, de quién hereda el oficio del cine. Pero también para descubrir la figura de Marcela, su madre, de quien recibe un legado cuya profundidad irá descubriendo junto al espectador: el destino de ser mujer. Esa epifanía se hace evidente en las escenas grabadas durante el rodaje de la película de su padre, basada en la historia real de una mujer sometida por un hombre extremadamente violento. Ahí, Gaviria Jaramillo se percata del carácter paradójico que representa el hecho de que las escenas de una violación sea filmada por un equipo de rodaje integrado solo por hombres y expresa su incomodidad ante eso.

Otra revelación interesante surge del vínculo con su hermano menor, que en algún momento se revela como víctima de la pulsión de Víctor y Mercedes por capturar en video cada momento de intimidad familiar, convirtiendo a la vida misma en una puesta en escena. “Nos culpaba a los dos de recurrir al gesto violento de filmar al otro”, dice la directora acerca del reclamo de su hermano, exponiendo el atentado a la naturalidad que siempre supone la presencia de una cámara. Detalles como ese invierten el recorrido de la película, que en lugar de retratar el camino de la directora hacia la salida del laberinto familiar, la muestran girando siempre alrededor del centro. Recién al final, una lúcida y emotiva enumeración le permiten a Gaviria Jaramillo salir de su propia trampa de la única manera posible: por arriba, usando la oportuna escalera de la poesía. 

 Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Pägina/12.

CINE - "Voces doradas" (Golden Voices), de Evgeny Ruman: Las voces del cine

Ambientada en 1990, Voces doradas no solo es un retrato de Víctor y Raya, dos actores de doblaje rusos de origen judío que tras la caída de la Unión Soviética emigran a Israel, sino también un fresco de época y una mirada ingenua (aunque no superficial) sobre cuestiones centrales de lo humano, como la identidad, el deseo o la felicidad. Con la comedia como vehículo que le permite abordar esas cuestiones con una pose de liviandad que no es tal, este quinto trabajo del director bielorruso/israelí Evgeny Ruman acompaña a sus personajes en un momento de crisis. Sin embargo, lo hace sin convertir a la incertidumbre en drama ni a la duda en tragedia. Por el contrario, elige transformar la angustia de empezar de cero en una serie de situaciones clave, ante las cuales deberán tomar decisiones que cambiarán el punto de vista desde el cual se miran a sí mismos en relación con el mundo.

Pero esa transformación no ocurrirá de forma inocua y la película no les niega a los protagonistas la posibilidad de atravesar su propio dolor ante cuestiones como el desarraigo, la desaparición de la realidad tal como la conocían y la imposibilidad de continuar con su oficio. Porque la caída de la Unión Soviética no solo los ha dejado sin patria y en un mundo cuya lógica no terminan de aprender, sino también sin trabajo. Es que Víctor y Maya eran estrellas del doblaje en su extinto país, los que pusieron sus voces para que las películas extranjeras pudieran ser vistas en territorio soviético. Un talento que en su nueva patria, donde se habla un idioma que apenas conocen, ya no les sirve de nada. Ambos pasaron la barrera de los 60 años y esa confrontación con el vacío los afecta, en especial a Víctor, para quien el vínculo con el cine es la vida misma. En cambio Maya, más pragmática, pronto consigue trabajo poniendo su voz al servicio de una empresa de llamadas eróticas, que no solo resulta una labor redituable, sino una que realiza con gusto.

Voces doradas expone con eficacia la fragilidad de sus personajes y para ello cuenta con la expresiva elocuencia de la pareja protagónica, integrada por Mariya Belinka y Vladimir Friedman. Ella, dueña de una belleza no exenta de grotesco, es capaz de expresar una delicadeza que no le impide ser la mitad fuerte de la pareja. Él, cuyas expresiones impávidas recuerdan a un Marty Feldman sin estrabismo, es un hombre dispuesto a cualquier cosa con tal de cumplir con el rol de “macho proveedor”, pero que en el fondo sigue siendo un chico inocente para quien el cine es un paraíso donde toda felicidad es posible. Cándidamente cinéfila y aunque no pueda evitar repetir algunas fórmulas del género, Voces doradas no se priva de expresar una ética cinematográfica y lo hace con claridad, con la inocencia mencionada al comienzo de este texto como camino y la ternura como principal fortaleza. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Pägina/12.