Ambientada en 1980 en Buenos Aires, ciudad y provincia, Azor aborda los llamados "años de plomo" desde una perspectiva poco frecuente en las obras de ficción: la de las clases altas. El protagonista es Yvan De Wiel, un banquero suizo de alcurnia, representante de la banca privada, que llega a la Argentina para atender algunos asuntos que su socio Keys dejó inconclusos antes de abandonar repentinamente el país, sin destino conocido. Lo que De Wiel encuentra es una versión decadente de la aristocracia local, atravesada por un miedo que es ajeno al imaginario construido en torno a esa clase social durante la dictadura militar, usualmente asociado a una actitud festiva más que al temor.
No es que lo festivo no esté presente, todo lo contrario. De Wiel se la pasa entre recepciones, idas al hipódromo y excursiones rurales, donde se reúne con sus clientes. Sin embargo, Azor construye con precisión el clima de agobio en el que se vive y que no es ajeno a los poderosos, entre quienes el silencio suele ser la mejor forma de mantenerse a salvo de un horror que la película nunca muestra de forma directa. En su lugar elige poner al protagonista en contacto con una serie de personajes que se presentan como emergentes de esas sombras: un abogado desagradable, un empresario prepotente, un obispo siniestro. Pero también con una mujer de familia patricia, aterrorizada por lo que ocurre o un estanciero con una hija desaparecida, cuyas experiencias los acerca al lugar de las víctimas (aunque la película no los justifica).
Como en la película de Coppola, el misterio se va construyendo en torno a la figura del ausente, sobre cuyo carácter los rumores se apilan para darle forma a la leyenda. Acá Keys representa para De Wiel lo mismo que el coronel Kurtz para el capitán Willard: una figura que tanto lo atrae como lo repele y cuyo misterio de a poco lo va seduciendo, empujándolo a adentrarse en un paisaje cada vez más abismal, peligroso y demencial. Que el protagonista sea extranjero ayuda a crear la atmósfera enrarecida que perciben quienes deben avanzar en un territorio desconocido y hostil, característica que ayuda a fortalecer el paralelo entre Willard y De Wiel. Keys, al que algunos califican como seductor y valiente, pero otros como un pervertido peligroso, se convertirá en una obsesión para el suizo, quien a pesar de su carácter opuesto de a poco comenzará perder ciertos límites, en una transformación que la película realiza sin apuro.
El tramo final representa el definitivo descenso al infierno, donde quedan expuestas algunas de las tramas que justifican tanto miedo y silencio, incluso los de quienes pertenecían a los círculos sociales más altos. Ahí también tiene lugar el último paso en la metamorfosis de De Wiel (la referencia kafkiana es oportuna), de quién nunca se sabrá si, expuesto a la locura, acaba siendo poseído por el espíritu demoníaco de Keys o si, por el contrario, recién ahora revela su verdadera naturaleza. Azor construye su intriga con pericia, sosteniendo el clima opresivo a fuerza de acción dramática, extraordinaria fotografía y una banda sonora sumamente efectiva. La secuencia de cierre, selvática y nocturna, luego de que De Wiel se despide de su último contacto, aparece como una cita en la que el horror de este viaje al corazón de las tinieblas se superpone con el de su versión coppoliana.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Páguna/12.
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