jueves, 30 de junio de 2022

CINE - "Alicia y el alcalde" (Alice et le maier), de Nicolás Parisier: A la política, por el cine

La tarea de convertir al mundo de la política en un ambiente humano parece más cerca del orden de los milagros que una obra posible en la realidad del siglo XXI. Así de desprestigiada se encuentran la gestión pública y sus aspirantes, a quienes el resto de los ciudadanos ven cada vez con mayor recelo y desconfianza. Algo que parece ocurrir no solo en la Argentina, donde hace más de 20 años, con la crisis del 2001, algo se rompió entre el pueblo y sus representantes sin que el vínculo haya terminado de sanar aún. Y así parece ser también en Francia, que en ese mismo período viene enfrentando la mayor crisis política y social del último medio siglo. 

El retrato que el cineasta francés Nicolas Parisier realiza en Alicia y el alcalde, su segunda película, parece confirmarlo. En ella utiliza la relación que se establece entre el alcalde de la ciudad de Lyon, una de las tres más importantes de aquel país, y una profesora de filosofía que de forma kafkiana termina convertida en su principal asesora, para exponer un escenario en el que la política no podría encontrarse más lejos de la realidad.

Ya desde el comienzo la historia desborda absurdo. Alicia dejó un cargo en Oxford para aceptar otro en la administración pública de la ciudad francesa. Sin embargo, al llegar al palacio municipal le informan que dicho puesto ya no existe, pero que, burocracia mediante, han creado otro ad hoc para que ella lo ocupe. La labor que le encargan también resulta inverosímil: pensar ideas para compartirlas con el alcalde. No proyectos ni acciones políticas: solo ideas, en el sentido más filosófico del término. Parisier utiliza el personaje de Alicia como guía para introducir al espectador en ese universo extraño y ajeno, que es presentado como una maquinaria fría y deshumanizada pero aceitada, donde rige el más estricto verticalismo y las acciones no necesariamente tienen sentido. La confusión de Alicia será la del espectador, de la misma manera en que también lo será su gradual comprensión de la particular lógica que motoriza ese territorio, hasta ahora extranjero para ella.

Por su parte, el alcalde se presenta ante su nueva asesora como una persona que ha perdido la libido que lo unía a su vocación. Una crisis que se manifiesta justamente en la dificultad para pensar, para generar ideas que motoricen su acción como líder político. Si dentro del universo de la película Alicia asume un rol activo, una suerte de exploradora en territorio salvaje, la figura del alcalde aparece sensible y vulnerable, aunque oculta detrás de una fachada de eficiencia e iniciativa. Una fragilidad que el funcionario solo se permitirá exponer ante Alicia, quien sin proponérselo irá ganando cada vez más espacio en el círculo de mayor confianza, generando recelos.

Pujas de poder; proyectos que benefician más a sus impulsores económicos que a los ciudadanos; laberintos burocráticos; acciones que parecen carecer de sentido más allá de alimentar una gestión más cercana a lo fantástico que a lo concreto. Parisier realiza un retrato impiadoso, como dándole la razón a los indignados de allá o de acá que solo pueden ver a la política, y no sin razón, como una pantomima cada vez más alejada de las necesidades de la gente. Cualquier parecido con las fiestas de María Antonieta justo antes de la famosa Revolución que tuvo lugar en ese mismo país no es mera coincidencia. 

La idea de un poder desconectado de su base popular sobrevuela toda la película y es puesta en cuestión en las conversaciones que mantienen sus protagonistas. Discusiones sobre la función pública o la crisis ideológica de las tradicionales izquierda y derecha en el mapa político actual, alimentan una trama que por momentos se vuelve demasiado dialéctica. Aún así, de a poco y con paciencia, Parisier consigue encontrar ese lado humano que todavía tiene la política. ¿O será que se trata de otro milagro de la magia del cine puesta en acción?

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

CINE - "Los niños de Dios", de Martín Farina: El escondite de la memoria

Relatos del fin del mundo y el más allá narrados a través del lenguaje amigable de la historieta, pero con dibujos que tienen algo de extraño; dos hermanos jóvenes que hablan entre sí en una mezcla babélica de inglés y español; el cuerpo masculino exhibido como en una lección de anatomía; la atmósfera religiosa desbordando cada escena y el agua, una vez más, como el elemento vital que lo une todo. Los Niños de Dios es uno de los últimos documentales de Martín Farina (el otro es El fulgor, estrenado en salas hace menos de un mes) y en él se ocupa de retratar a una familia con mucho de misterioso, pero cuyos traumas y secretos irán siendo revelados sutilmente y sin apuro en su poco más de una hora de duración.

Tomando como referencia central los relatos familiares, en especial las memorias infantiles de los hermanos Francisco y Sol, con paciencia Farina consigue que los fantasmas del pasado se corporicen en la pantalla. El título de la película entrega una pista clara. Los Niños de Dios era una secta pseudocristiana creada en Estados Unidos en tiempos del Flower Power, cuyo fundador y líder mesiánico, David Berg, utilizó para dar rienda suelta a una serie de perversiones personales que van de la prostitución de sus fieles mujeres al abuso de menores. Su presencia en Argentina derivó en una causa que a comienzos de los ’90 incluyó casi 270 menores cautivos. Pero a pesar de esa referencia inequívoca, Farina no aborda el asunto de forma directa, sino a través de sus sombras y reflejos.

Los Niños de Dios no se detiene en el testimonio y la palabra. Por el contrario, acumula imágenes de la casa donde habita la familia, deteniéndose con particular detalle en la pileta de la casa, en las figuras que el agua dibuja sobre la lona que la cubre o las figuras que trazan las gotas de lluvia al caer. De igual modo el director inserta planos detalle del cuerpo de Francisco al ser auscultado por diferentes especialistas. Las presencias del agua y del cuerpo parecen hablar de balances y desequilibrios: los que se dan entre las fuerzas humanas y las de la naturaleza o aquellos que separan la salud de la enfermedad. Una forma poética de referir a las causas a través de sus efectos.

A pesar de incluir revelaciones tan íntimas como duras, Farina evita cualquier atisbo de efectismo, buscando conectar con la sensibilidad de sus protagonistas, con su mirada positiva a pesar de todo y con la resiliencia de una red familiar a la que el trauma no ha conseguido debilitar. El material de archivo, que muestra las puestas en escena de la secta, le aportan al conjunto una atmósfera de irrealidad al límite de lo psicótico. “Somos sobrevivientes”, le dice Sol a su hermano, dejando en claro que no hay palabras, imágenes o material de archivo capaz de expresar de forma cabal algunos miedos y dolores que se empecinan en mantenerse inefables.  

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

domingo, 5 de junio de 2022

LIBROS - "La misa de los suicidas", de Pablo Forcinito: El terror de la fe

Las historias de regresados, aquellas en las que alguien vuelve de forma inesperada a un lugar que dejó atrás hace mucho, siempre llevan la marca del misterio como distintivo. Su sello se hace presente ya en las primeras páginas de La misa de los suicidas (Editorial Metalúcida), última novela del argentino Pablo Forcinito, donde Gómez, un hombre dado por desaparecido hace mucho tiempo, regresa una noche a un pueblo de provincia durante la celebración del carnaval. El hecho sorprende a todos los vecinos, en especial a tres de ellos, quienes 26 años atrás, siendo aún adolescentes, vieron a Gómez morir ahogado en una ciénaga. Pero este hombre ya no regresa como el borracho vago que todos recuerdan, sino como un sanador cuyos milagros comienzan a extender su fama y acrecentar su oscuro poder. Uno de aquellos chicos que fueron testigos de su muerte, ahora convertido en cura párroco del pueblo, será quien oficie de narrador en este relato que Forcinito construye en la encrucijada siniestra entre el horror y la religión.

A partir de una prosa rica y muy precisa, el autor le da forma a un universo en el que la mitología cristiana (en especial la surgida de la doctrina católica), repleta de presencias diabólicas y referencias al más allá, se encarga de alimentar los miedos y temores recurrentes del mundo moderno. Incluso los de quienes no comparten su fe. No por nada un alto porcentaje de la literatura y el cine de terror se nutren de los fantasmas y demonios imaginados por el cristianismo. En La misa de los suicidas Forcinito maneja esos elementos con maestría para darle forma a un registro muy visual, haciendo que resulte sencillo traducir en imágenes las escenas atroces que componen su relato.  

-Es curioso que el cristianismo, la punta de un ovillo de esperanza al que todavía se aferran 1.300 millones de personas en el mundo, sea también uno de los principales imaginarios que alimentan el terror moderno. ¿Cómo explicar esta dualidad? 

 -Se me viene a la mente Carrie, la novela de Stephen King. En particular la madre de la protagonista, ese personaje ganado por el puritanismo, por una radicalidad cristiana detrás de la cual nunca se sabe bien si está operando la demencia de esta mujer, o si realmente se trata del diablo. A mí me interesa abordar el terror desde ese lugar y creo que ese puede ser el punto intermedio: el horror que habita detrás de esa máscara del cristianismo.  

-¿Pero no hay algo contradictorio entre estas dos líneas de relatos, los de la fe y los del terror, surgiendo del mismo universo? 

-En La misa de los suicidas me interesaba trabajar esta tensión entre el mensaje tradicional del catolicismo, de la vida como un valle de lágrimas, y la propuesta de estas iglesias surgidas del protestantismo en los últimos 40 años, como la Iglesia Universal, que tiene ese eslogan tan contundente: “Pare de sufrir”. Entonces, por un lado tenés al catolicismo, que es la visión más tradicional del cristianismo, diciéndote que uno vino a este mundo para sufrir y que hay que bancársela cristianamente, porque la recompensa va a estar en el más allá. Y por el otro lado están estas otras iglesias que te proponen “parar de sufrir” ahora, que esto no es un valle de lágrimas y que uno también está acá para realizarse. Incluso, si querés, para realizarse económicamente. Ahí es donde se nota la influencia del protestantismo, donde lo económico está integrado a la vida cotidiana y no se tiene esa relación culposa con el dinero, que sí aparece en el catolicismo. Ambas miradas terminan siendo las dos caras de una misma moneda a partir del concepto de la reversibilidad del símbolo, en el que algo tanto puede ser una cosa como su opuesto. Y volvemos a Stephen King, a su novela Misery, donde hay una enfermera que supuestamente viene a sanar al protagonista, pero que lo termina enfermando. 

-La posibilidad de la salvación, pero también de la condena. 

-Exacto. En el cristianismo existe esa tensión y eso es lo que me interesó plasmar en la novela. La idea de que sea el propio diablo el que lleva al protagonista, el padre Gabriel, a iniciarse en el cristianismo y a consagrarse sacerdote. Me interesan esos puntos de quiebre donde las cosas pueden ser para un lado o para el otro.  

-La Iglesia católica es una institución poderosa que en los últimos cinco siglos ha jugado roles muy negativos (ya sea activamente o por omisión) en muchas de las grandes atrocidades ocurridas en el mundo occidental, de la conquista de América y la Inquisición al apoyo a casi todas las dictaduras del siglo XX. Pero en tu novela es al revés: es todo un pueblo el que se alza para ir contra ella. ¿Por qué elegiste que la Iglesia ocupe el lugar de víctima? 

-No la pensé como víctima, sino como una cuestión económica de una feligresía que quiere “parar de sufrir” y termina sometida a este sanador que llega. No lo veo tanto por el lado de la Iglesia como víctima, sino como una consecuencia de los intereses de esa feligresía cooptada por este personaje. Lo que pasa es que ocurren cosas en la novela que tienen que ver con el hecho de que sea el hombre más débil del pueblo quien acaba imponiéndose a él. Y entonces la autoridad espiritual que la iglesia tiene en este pueblo termina siendo reducida por este hombre misterioso que regresa.  

-En un momento el protagonista cita a Santo Tomás para defender la existencia de lo sobrenatural, diciendo que “si de mil relatos sobrenaturales al menos uno es cierto, entonces lo sobrenatural existe”. ¿Por qué la fe necesita crear monstruos para justificar sus creencias? 

-Cuando escribí esa cita de Santo Tomás, el gran intelectual de la Iglesia católica, tenía presente un cuento de Clive Barker.  

-¿El cineasta, el director de Hellraiser? 

-Claro, que también escribe cuentos de terror. Uno de ellos se titula “Los muertos tienen autopistas” y su protagonista es un chanta que dice ser médium y engaña a las personas que desean encontrar un vínculo con sus seres queridos muertos. Y así va embaucando a todo el mundo, hasta que un día llega a una casa donde efectivamente hay un canal en donde se hacen presentes los descarnados.  

-Un poco como el personaje que interpreta Whoopi Goldberg en otra película, Ghost, la sombra del amor. 

-Exactamente. Y en esa mención a Santo Tomás yo tenía esto muy presente, porque este tipo va por las casas engañando. Hasta que un día, de mil lugares a los que va, finalmente llega a uno donde esa conexión con el otro mundo es auténtica y, entonces, la posibilidad de lo sobrenatural también. El autor de El exorcista, William Peter Blatty, por ejemplo, dijo haber presenciado un exorcismo real que lo inspiró a escribir la novela. ¿Y por qué no le vamos a creer que fue así? Salvo que nos haya mentido.  

-Ojo: como estrategia de marketing es inmejorable (risas). 

-El lugar para la duda siempre está, por supuesto. Pero, ¿y si realmente presenció un exorcismo?  

-Ahí volvemos a una cuestión básica de la fe cristiana, aquello de “felices los que creen sin ver”. La fe por lo general prescinde de la mirada y su sostén se ubica más allá de lo sensible. Pero en un mundo regido por la lógica de la ciencia las pruebas para demostrar la existencia de algo deben ser sensibles. 

-Sin embargo la fe no puede ser medida con categorías propias de la física, por ejemplo.  

-Volviendo a la pregunta original, ¿por qué esa fe necesita construir monstruos que la justifiquen, como el diablo? 

-Quizás tenga que ver con la necesidad de imponer un miedo que le permita mostrarse como la salvación. Todas esas presencias de lo demoníaco para tener al pueblo consciente de los horrores del infierno se ven con mucha claridad en el barroco español. Por su parte, desde el punto de vista teológico, el diablo también es una creación de dios, el ángel caído. 

 -Ese relato de la creación del diablo resulta oportuno para justificar al propio dios. Porque ¿qué importancia tendría su poder sin la existencia de uno similar que se le oponga? 

-Ahí tenés el problema que surge de la dualidad entre el bien y el mal y es que si el mal desaparece, todo es bien. Es en ese punto donde filósofos como Leibnitz introducen el concepto de libre albedrío. Porque si dios hubiese hecho de todos los hombres seres buenos hubiera creado autómatas, dice Leibnitz. La posibilidad del libre albedrío es lo que lleva a que el hombre pueda disponer del mal.  

-Pero siempre sabiendo que hay un monstruo esperándolo detrás de esa elección. 

-Sí. Pero también hay otros conceptos, como la idea de que el bien puede soportar ciertos actos que tienen que ver con el mal, en pequeñas dosis, en aquellos casos en los que el fin es un bien mayor.  

-Esa idea está jugada en tu novela ya desde el título, con la mención del suicidio, un acto reprobado por el catolicismo, pero que dentro del universo del libro puede llegar a convertirse en un sacrificio de orden muy cristiano, en el que la muerte de uno se convierte en la salvación de muchos.  

-De hecho, quien lo termina de convencer al padre Gabriel de lo que tiene que hacer, de cuál es el camino a seguir, es este Gómez, el regresado. Y de alguna manera esa es también la salida que encuentra el sacerdote para todo eso que está viviendo, para cortar ese mal que se ha alojado en el pueblo.  

La misa de los suicidas se caracteriza por su facilidad para generar en el lector imágenes casi cinematográficas. ¿Esa búsqueda estuvo presente durante la escritura? 

-No sé si es una búsqueda o si son maneras que uno tiene de escribir. Cuando escribo intento pensar casi como si estuviera viendo una película y si siento que algo puede funcionar en el cine, si funciona desde lo visual, entonces me sirve para lo que quiero contar. Por otra parte, comencé a escribir más narrativa en el momento en que empecé a ver más cine. Películas de directores como George Romero, John Carpenter, David Cronenberg, Mary Lambert, en las que aquello que se cuenta es muy sólido. Estructuras cinematográficas que te forman también como narrador y que, por lo menos a mí, me dieron claridad para pensar después en las historias que quería escribir. Hay en particular un relato de King qué Romero llevó al cine en uno de los cortos que forman parte de la película Creepshow (1982), titulado “La solitaria muerte de Jordy Verrill”, que fue muy importante para mí, porque después de verlo a los 18 años escribí mi primer cuento. Entonces, tal vez no sea casual que lo que escribo tenga también esa dinámica cinematográfica.  

El crecimiento del terror como género en la literatura argentina

-El terror es un género que, tanto en el cine como en la literatura, es considerado una especie de hermano menor al que nadie en la familia se toma en serio, pero que produce relatos muy poderosos y cuyas metáforas reflejan al mundo de una forma muy real. ¿Por qué creés que el terror está comenzando a ser revalorizado como género, al menos en la literatura argentina? 

-En primer lugar te diría que cuando uno habla de la literatura de terror en la Argentina básicamente se está hablando de cuentistas. Horacio Quiroga; Las fuerzas extrañas de Leopoldo Lugones, que también es un libro de cuentos de terror; o Mujica Láinez, que también escribió muy buenos cuentos de terror. Siempre fue difícil encontrar novelas de terror en la literatura argentina. Hasta que en la década de 1990 llegó Charlie Feiling con El mal menor. Feiling era alguien que venía de la academia, pero que mostraba abiertamente su admiración por Stephen King, al punto de considerarlo un autor que debía ser tenido en cuenta. Hay que recordar que en esa época eran muy pocos los que se tomaban a King en serio, salvo los jovencitos que lo leíamos con devoción porque sus libros se integraban a nuestra educación sentimental. Creo que con esa novela Feiling dejó una puerta abierta por la que después empezaron a entrar otros autores. También es cierto que en Argentina se ha escrito mucha mala literatura de terror y que no hubo nadie que tuviera algo para decir, como ocurrió con autores estadounidenses como King, Dean Koontz o Thomas Disch, en cuyas obras está muy integrada la idea del gusto popular por el terror. También pasa que aquello que en algún momento fue despreciado a veces comienza a ser tenido en cuenta más adelante. Y me parece que lo que se está empezando a perder es esa relación culposa que la literatura argentina tenía con el terror como género. 

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.

jueves, 2 de junio de 2022

CINE - "Jurassic World: Dominio", de Colin Trevorrow: Fin de fiesta para los dinosaurios

Cierre de la segunda trilogía basada en el universo creado por Steven Spielberg en 1993 con la revolucionaria Jurassic Park, la película que hizo “revivir” a los dinosaurios, marcando el triunfo de las imágenes generadas por computadora (CGI) en el cine, puede decirse que Jurassic World: Dominio es más de lo mismo. Ni nuevo ni mejor ni más grande, porque no hay en la saga nada que siquiera se haya acercado no solo al impacto que generó la primera película, sino tampoco a la extrordinaria precisión que aquella tenía en términos de relato cinematográfico. En Jurassic Park todo estaba perfecto: la historia, los protagonistas, los chicos, los villanos, la aventura, el humor y, claro, los dinosaurios. Pero habiendo visto el vaso medio vacío, también debe decirse que esta tercera parte de Jurassic World completa el círculo de modo digno, honrando ese legado.

Los protagonistas vuelven a ser el entrenador de dinosaurios Owen Grady y la científica ecologista Claire Dearing, quienes ahora enfrentan a una corporación que, bajo una fachada amigable, busca apoderarse de la tecnología genética usada para revivir dinosaurios para aplicarla a las industrias química y farmacéutica. Quienes hayan vistos cualquiera de los episodios anteriores sabrán que todo lo que pueda salir mal saldrá peor. Chris Pratt y Bryce Dallas Howard vuelven a cubrir sus respectivos roles con eficacia, esta vez acompañados por Laura Dern, Jeff Goldblum y Sam Neil, el recordado trío protagónico de Jurassic Park, que vuelven a reunirse 30 años después para que la despedida sea lo más parecido a una fiesta.

Si bien la película pone en escena un ecologismo for dummies, donde el gran villano es nada menos que una corporación que usa la manipulación genética no solo para obtener beneficios, sino para tiranizar el mercado, el asunto no se percibe como una mera pose, sino que se alinea con una mirada que ya estaba presente en el film original. Incluso el recurso se utiliza con humor, poniendo al frente de esta corporación a una especie de gurú tecnofriendly muy parecido al (excesivamente) venerado Steve Jobs. Y le permite a la película no apartarse de uno de sus ejes, que es la cuestión ética en torno al uso de los avances tecnológicos, que pone en veredas opuestas a lo humanitario y lo económico.

Jurassic World 3 maneja bien las escenas dinámicas, incluyendo una espectacular persecución callejera en La Valeta, capital de Malta, narrada a partir de un buen uso del montaje paralelo y que parece sacada de la saga Bourne. También alcanza picos de alta tensión sin necesidad de tanto despliegue, como la escena donde la protagonista huye de un depredador arrastrándose por la selva. Sin embargo, producto típico del siglo XXI, muchos de estos recursos hacen que la película se pierda en el cúmulo homogéneo de las producciones de gran presupuesto, que, como los dinosaurios de Spielberg, parecen haber sido clonadas más que filmadas. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

CINE - "El Fulgor", de Martín Farina: Los sueños de la carne

Martín Farina no es un documentalista clásico. Sus trabajos se apartan con toda intención de los recursos que son habituales en los exponentes más comerciales del género, buscando acercarse a los objetos y sujetos que aborda desde la percepción y no tanto desde lo dialéctico. Gran observador, Farina no quiere que nadie le cuente una historia en primera persona ni que los testigos le vayan dando forma a partir de la palabra, sino que su cine se vale de las imágenes para construir los relatos. Esa intención se manifiesta de manera cabal en El fulgor, su octavo largometraje incluyendo Taekwondo (2016), su única experiencia con la ficción pura, codirigido junto a Marco Berger. 

La aclaración de “ficción pura” en relación a aquella película tiene que ver con que, justamente a partir de su forma de escoger los recursos para narrar, no son pocas las veces en que sus documentales terminan siendo percibidos como muy cercanos a la ficción. Esa característica también define a El fulgor. A partir de dos personajes masculinos, Farina aborda tanto la vida y el trabajo en el campo, como la relación que ellos tienen con la celebración de los carnavales en la provincia de Entre Ríos. Como un díptico, ambas partes del relato por momentos parecen oponerse, ya sea porque una representa el trabajo y la otra lo festivo (o la realidad y la fantasía), como por la forma en que el director retrata a una y a otra, usando el color para las labores rurales y el blanco y negro para todo lo relacionado al carnaval y su preparación.

Al mismo tiempo, ambos espacios comparten una serie de elementos comunes. Uno de ellos es cierta condición ritual, que tanto se percibe en las labores de la faena como en los preparativos previos al desfile de las comparsas. Lo carnal también está presente en ambos espacios, pero a través de sus diferentes acepciones. De un lado marcado por lo animal, por la tarea física de descuartizar una res para convertirla en alimento. Del otro, por todo aquello que tiene que ver con lo erótico y los aspectos estéticos de los cuerpos. En este caso, los de un grupo de hombres calzándose los ornamentos y accesorios cargados de brillos antes de salir a desfilar. Finalmente, la presencia excluyente de lo masculino que domina tanto las escenas en la hacienda como entre bambalinas.

Esa particular forma del director de retratar la realidad hace que El fulgor se convierta además en una experiencia onírica, potenciada por algunas escenas en las que uno de los protagonistas deambula por el campo o las calles de la ciudad, casi como si se tratara de una presencia sobrenatural. Como en aquel cuento en el que un hombre sueña ser una mariposa, pero al despertar ya no sabe si en realidad no es una mariposa soñando ser un hombre, esa sinergia entre lo real y la ficción atraviesa toda la película, acentuada por el aporte de una sugerente banda sonora. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Pägina/12.