jueves, 30 de septiembre de 2021

CINE - "Sin tiempo para morir" (No Time to Die), de Cary Fukunaga: Hasta nunca, señor Bond

Tras dos años de posposiciones obligadas por la pandemia, llega a las salas Sin tiempo para morir, nueva película de James Bond, la número 25 nada menos, que además representa la última en el que el emblemático agente secreto será encarnado por Daniel Craig. Una despedida que representa el fin de una era para el personaje. El mérito no es poco, porque eso es algo que no ocurrió con todos los actores que interpretaron a 007 en el pasado. 

La marca que el actor inglés le deja a la saga es profunda y aunque su legado de 5 películas nunca estará a la altura del que dejaron Sean Connery (6 películas) y Roger Moore (7) -ambos fallecidos-, quizá le alcance para pelear el tercer puesto cabeza a cabeza con el irlandés Pierce Brosnan (4), ambos bien lejos de la fallida incursión de Timothy Dalton a finales de los ’80 (2) o la ambigua experiencia que representa la única película que interpretó el australiano George Lazenby, Al servicio secreto de Su Majestad (1969). Curiosamente, el guión de Sin tiempo para morir tiene algunos puntos de contacto con aquella, por el modo en que algunos de los hechos que le dan forma a esta historia impactan en el personaje. 

Sin embargo, debe decirse que si Craig consigue ganarse un lugar respetable dentro del linaje Bond en gran medida es gracias a esta última película. Y es que hasta ahora el balance de su paso por la saga estaba bastante equilibrado entre aciertos y pifies, además de arrastrar la pesada carga de haber cambiado el perfil del personaje, haciéndolo más rudo y menos refinado que todas las versiones anteriores. Un detalle que fue tomado como una afrenta imperdonable por parte de algunos fanáticos, pero que para otros representó un aggiornamiento necesario. 

Por un lado, Sin tiempo para morir no retrocede en lo que respecta a la adaptación del personaje a las reglas del cine de acción del siglo XXI, convirtiendo a quien alguna vez fuera un dandy en los cuerpos de Connery, Moore y Brosnan, en una figurita de acción más bien convencional. Acá el Bond de Craig vuelve a realizar escenas acrobáticas, a participar de asaltos tipo comando y a usar técnicas de combate cuerpo a cuerpo que lo acercan más al prototipo del boina verde que al agente seductor de tiempos idos. Pero también recupera el humor, marca registrada del personaje en el cine, sumando una buena cantidad de diálogos ácidos y citas autorreferenciales que, por fin, logran entroncar al 007 de Craig dentro de la mejor tradición del espía creado por el escritor Ian Flemming, pero convertido en uno de los más grandes íconos de la historia del cine por el productor Albert Broccoli.

Las secuencias iniciales son suficientes para apreciar la buena labor que realizó el director Cary Joji Fukunaga en su acercamiento al universo Bond. En la primera, utiliza una serie de planos en los que aprovechan toda la profundidad del campo y el montaje para presentar al villano de turno, interpretado con solvencia por Rami Malek, quien llega a través de la nieve hasta una cabaña apartada para vengarse del hombre que asesinó a su familia, matándole a la esposa y a la hija. El desenlace de la escena se convierte además en el mito de origen de Madelaine, la mujer con la que Bond se vinculó en la película anterior, Spectre (2015), y que sigue con él en esta. Al menos al comienzo, porque la acción deriva en una persecución espectacular de la que el espía responsabiliza a la mujer, marcando un quiebre. La secuencia de títulos completa un inmejorable primer acto.

Sin tiempo para morir también se atreve a llevar a 007 a través de picos emotivos por los que (casi) no había transitado antes. Por un lado recupera la figura del agente de la CIA Félix Leiter, personaje clásico de la saga, aquí convertido en algo así como el Patroclo de Bond, con todo lo que implica. Pero además coloca al protagonista en una situación emocional inédita, que si bien lo vuelve más vulnerable, también lo provee de una potente excusa no solo para volverse aún más implacable, sino para, por fin, ponerle un precio a su propia vida. Una gran despedida. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Pägina/12.

CINE - "El prófugo", de Natalia Meta: En la tierra de las pesadillas

Si hubiera que buscarle un universo de pertenencia a El prófugo, segundo trabajo de la cineasta Natalia Meta que tuvo su estreno en la competencia oficial de la última Berlinale, tal vez el más apropiado sería el de las pesadillas. Porque no es el terror y tampoco el género fantástico (aunque elementos de ambos orígenes aparecen con claridad) lo que define la atmósfera de esta película, sino la particular claustrofobia que producen los malos sueños. Esos que fuerzan al soñador a permanecer encerrado en su propia angustia, sin salida a la vista. Y no solo porque las pesadillas de Inés, la protagonista, son un elemento fundamental dentro de la diégesis, manifestándose ya en las primeras escenas, sino porque esa sensación, cruza de vértigo y agobio, es trasladada con éxito al auditorio.

La película misma comienza de modo pesadillesco. La escena inicial transcurre dentro de la cabina de un estudio de grabación: es que Inés es cantante lírica, pero se gana la vida como artista de doblaje. Parada frente a una pantalla que reproduce un film de terror sádico de origen oriental, ella debe interpretar los jadeos, gritos y súplicas de una mujer que está siendo agredida en lo que parece ser una sesión de sadomasoquismo. La proyección se multiplica, arrojando sus reflejos sobre el rostro de la protagonista y en el cristal que detrás de ella separa al estudio de la sala de control. Lo mismo ocurre con los sonidos, con la voz de Inés pisando la banda sonora original. Esas duplicidades desencajadas no son casuales: su presencia es una primera pista que el guión le brinda al espectador.

Las secuencias inmediatas pondrán de manifiesto que tales desdoblamientos también operan sobre el plano de lo real. El vínculo tenso que Inés mantiene con Leopoldo, su pareja, un tipo controlador y absorbente, será el catalizador a través del cual la realidad será atravesada por una dimensión ajena, cuya primera manifestación llegará, claro, de la mano de una pesadilla. La pareja está en un avión, a punto de irse de vacaciones. Inés está asustada por el inminente despegue y él intenta calmarla, pero su insistencia la pone más nerviosa. Finalmente acepta tomar un calmante. Durante la noche la azafata se acerca a ella y le sugiere que ese hombre, Leopoldo, no le conviene y se ofrece a matarlo. Aterrada, Inés forcejea con la mujer y se despierta, sobresaltada, revelando que se trataba de una pesadilla. Lo que no queda claro es cuándo comenzó.

El prófugo irá acumulando escenas que dejan claro el estado de tensión por el que atraviesa Inés, interpretada con su habitual potencia por Érica Rivas. Una tragedia terminará de sacudir la vida de la protagonista y a partir de ahí el relato se irá poniendo cada vez más espeso y extraño. La llegada de una madre casi tan invasiva como Leopoldo; la aparición de problemas en la modulación de la voz, que es su herramienta de trabajo; el cruce con un hombre que encarna todo lo bueno que el otro no tiene; y una mujer que, casi como una médium, le informa a Inés que hay una presencia que se le ha metido dentro y a la que solo podrá sacar durante el sueño.

El trabajo con lo onírico no es una novedad en la breve filmografía de Meta como directora. De hecho era un elemento estético muy presente en su película anterior, la sorprendente Muerte en Buenos Aires (2014), un policial ambientado en la década de 1980. Para generarlo, la directora no solo se sirve de los recursos visuales, sino que utiliza todo el arco sonoro para generar una sensación de extravío que va consumiendo por igual a la protagonista y al espectador. Trabajada con un nivel de detalle que bordea lo obsesivo, la banda sonora parece efectivamente alimentarse de los peores sueños. A pesar de todo lo anterior, El prófugo también recurre al humor, manejándolo con precisión y un timing notable. Pero siempre poniéndolo a disposición de ese clima enrarecido, nunca como una forma de aligerar el estado de alerta permanente que atraviesa al oscuro relato.

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

domingo, 26 de septiembre de 2021

LIBROS - "Lo que nos toca", conversaciones de Carmen Castillo con Diego Tatián y Alejandro Cozza: Memoria en palabras

A pesar de que en un primer momento su formato se percibe novedoso, el libro Lo que nos toca (Caballo Negro Editora) es un libro clásico. O al menos lo es su intención: la construcción de un legado. En sus páginas se reproducen las dos charlas que la cineasta chilena Carmen Castillo mantuvo en octubre de 2019 con el filósofo Diego Tatián y el crítico de cine Alejandro Cozza, ambos cordobeses, en la capital de la provincia mediterránea. A modo de preámbulo, el libro reproduce además el intenso intercambio de correos que Castillo y Tatián mantuvieron previamente, ella desde París, él en Córdoba. Ahí, cineasta y filósofo se expresan mutua admiración y deciden canalizar esa energía en un encuentro concreto. La publicación de Lo que nos toca no es otra cosa que el intento de hacer que aquellas dos charlas cordobesas, surgidas de esa correspondencia, trasciendan su naturaleza efímera para convertirse en otro grano de arena en la construcción de la memoria colectiva. Es esa intención, la misma que empujó a Gutemberg a inventar la imprenta (y con ella los libros), la que lo convierte en un texto de raíz clásica

En sus primeras 40 páginas, Lo que nos toca funciona como una novela epistolar, género al que se suele vincular más con el siglo XVIII que con el XXI. Como en aquellas, que tienen su exponente más popular en Las relaciones peligrosas, del francés Choderlos de Laclos, la correspondencia entre Castillo y Tatián va construyendo un relato que con cada réplica va ganando en espesor y afecto. Igual que la novela de Laclos, acá también la primera de las cartas (en este caso un correo electrónico) está fechada en agosto, aunque aquí apenas son necesarios un par de meses para consolidar el vínculo entre los protagonistas. Ese detalle puede ser visto como un argumento a favor de los medios de comunicación de la era digital: ¿cuánto hubiera demorado en construirse este mismo relato si las 24 cartas que intercambian Tatián y Castillo entre Córdoba y París, hubieran dependido de los medios disponibles en 1782, el año de publicación de Las relaciones peligrosas

Claro que la relación que surge entre Castillo y Tatián no tiene nada de peligrosa. Se trata en todo caso del inicio de una amistad que no necesita el ancla de la presencia física para existir, sino que echa sus raíces en una comunión a la que, en principio y más por comodidad que por convicción, se podría definir como intelectual. Pero que, poniéndose metafísico, más bien parece anidar en lo intangible, en una dimensión espiritual que puede adivinarse a través de las grietas que va abriendo el fluir de las palabras. No se trata de dos desconocidos cuyos caminos se han cruzado por azar. Por el contrario, el inesperado encuentro entre ambos parece confirmar la existencia del destino.

No es extraño, dada la naturaleza del vínculo, que Tatián decida comenzar su charla con Castillo citando un poema de Claudia Masin, titulado “La corteza”. En sus versos, la poeta chaqueña afirma que “es posible entrar en la infancia de otra persona” de la misma forma en que “entra la raíz de un árbol en la raíz de otro”, “troncos diferentes creciendo en un suelo común, en una misma dirección”. Dice Masin que de esta forma “se puede entrar (…) no en un cuerpo, sino en la memoria de ese cuerpo”. Ahí está la clave que Tatián elige para explicar esta fulminante amistad con Castillo: en las raíces entrelazadas de sus memorias, construidas por separado pero creciendo en un mismo suelo y en la misma dirección, haciendo surgir las mismas preguntas que, ahora sí, juntos, quizá puedan empezar a responder. De eso se trata esa conversación pública que ahora mantienen en el mundo real, solo dos meses después de haber comenzado en el universo virtual.

Castillo fue parte de la militancia juvenil durante el gobierno de Salvador Allende, fue herida por las fuerzas represivas de la dictadura pinochetista y debió exiliarse en 1974. Elementos que atraviesan y definen su obra cinematográfica, desarrollada íntegramente en el terreno documental, con películas como La Flaca Alejandra (1994), Calle Santa Fe (2007) o La Embajada (2019). En ellas se manifiesta la búsqueda de Castillo por reconstruir el pasado, ya no desde una militancia dogmática, sino desde una mirada interrogativa. Tatián considera que la potencia que motoriza a las películas de Castillo se encuentra en la capacidad de la cineasta de mantener vigentes aquellas “preguntas que es necesario no dejar morir”. Un cine como pregunta constante, como camino para ir detrás de respuestas quizá imposibles. 

Su búsqueda se vuelve especialmente significativa en el marco de la sociedad chilena, que ha transitado la salida de su dictadura sin realizar nunca un proceso oficial de memoria sobre aquellos años. “Tal vez para trabajar con la memoria no se necesita tener buena memoria. Pienso que a veces es necesario olvidar y lo que uno va a reencontrar no es tal cual era, pero es una composición que ayuda a vivir”, dice Castillo en una de las charlas con Tatián y Cozza. En la primera de ellas, la cuestión de la memoria se vuelve el centro inevitable y la necesidad de recordar, de volver a configurar el pasado en tiempo presente, pero mirando al futuro, se vuelve urgente. En la segunda, Cozza ayuda a trazar un recorrido para ver de qué forma esas cuestiones van jalonando la filmografía de Castillo. En ambos casos, Lo que nos toca cumple con su cometido: transportar al lector hasta una charla de la que no participó, pero que ahora, lectura mediante, también es propia. 

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.

jueves, 23 de septiembre de 2021

CINE - "Undine", de Christian Petzold: El encanto de una fábula bien contada

Un hombre y una mujer están sentados en un bar, la situación es incómoda. Ella mira a ninguna parte, como si buscara algo en su interior, mientras él la mira con pena, sin saber bien qué hacer. Johannes acaba de dejar a Undine y ambos lucen afectados. En ese momento él recibe un llamado que decide no atender y ella pregunta si era la otra. Johannes se levanta para irse y Undine le recuerda que prometió amarla para siempre: está dolida y solo le sale el reproche. De golpe los papeles se invierten. Ya sin lágrimas, Undine le avisa que si la deja tendrá que matarlo. Johannes se sienta otra vez, humillado. Ella le explica que ahora tiene que ir a trabajar, pero que él se va a quedar ahí sentado, esperando, y que cuando vuelva va a decirle que aún la ama. Ahora es Undine la que mira a los ojos y Johannes el que baja la mirada. Ella se va. Él se queda.

Extraño: ese es el adjetivo que mejor define al relato de Undine, noveno largometraje de Christian Petzold. Una extrañeza que el cineasta alemán va introduciendo en la película de forma dosificada, sin romper nunca la cáscara realista que la cubre, pero sin esconderla nunca. Como los buenos magos, acá el truco está hecho a la vista del auditorio, lo cual no quiere decir que todos los misterios que se plantean vayan a ser resueltos durante el desarrollo de la historia. 

A contramano de lo que pudiera pensarse a partir de aquella primera secuencia, en la que la violencia acaba ocupando el centro del drama, Undine es una película de amor. Un amor intenso, único, más grande que la vida y, por eso mismo, capaz de llegar al extremo. Alguno dirá, y tendrá razón, que no es amor aquello que se consigue bajo amenaza. No lo es, claro que no. Pero eso en este caso tiene una explicación sencilla: la verdadera historia de amor de Undine, película y protagonista, todavía está por empezar. Y cuando lo haga, será de un modo no menos extraño.

Undine regresa al bar después de su trabajo como guía en un museo urbanístico de la ciudad de Berlín, pero no encontrará a Johannes. En su lugar conocerá a Christoph, un buzo industrial que se presenta de forma tan torpe como inusual y, por accidente, ambos terminarán empapados por el agua de una enorme pecera que se rompe de forma casi sobrenatural. Mojados y en el suelo, ahí es donde el verdadero amor se revelará ante Undine. Pero Petzold lo hará avanzar a partir de situaciones siempre vinculadas con el agua, que de a poco irán abonando la aparición de un elemento fantástico de raíz folclórica: en la mitología del norte de Europa, Ondina (o Undine) es una joven que tras sufrir por amor fue convertida en una ninfa acuática. El cineasta logra conectar eso con el origen de Berlín, cuyo nombre proviene del eslavo y significa “pantano”.

banda de sonido resulta particularmente potente, usando una musicalización muy marcada, basada en piezas de piano que subrayan la atmósfera melancólica, pero que el director suele interrumpir de manera abrupta a caballo del montaje. A pesar de su radicalidad, el recurso fluye de forma natural, haciendo que sus quiebres, nunca obvios, vayan alimentando una creciente sensación de ruptura, que se hace más tangible a medida que la narración avanza. 

Por medio del montaje Petzold también entrega algunos hallazgos interesantes en el terreno visual. Ahí se destaca el inspirado fundido que reúne el plano detalle de una maqueta con el edificio real que esta representa. El truco, utilizado para que Undine imagine a Johannes esperando sentado en la mesa del bar del comienzo, funde realidad y representación, en lo que parece ser una nota al pie sobre el cine mismo, sus formas y el modo en que funciona en la mirada del espectador esa ilusión de estar viendo la vida misma en una pantalla. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

CINE - "Los años más bellos de una vida", de Claude Lelouch: Lo mejor es el recuerdo

El estreno de Los años más bellos de una vida , la 49° película de la filmografía de Claude Lelouch (que no es la última), demanda volver hasta los años ’60, sobre la que tal vez sea su obra magna. Se trata de Un hombre y una mujer (1966), una de esos títulos míticos que abundan en el cine francés de esa época. Los motivos sobran. La inolvidable historia de amor entre dos jóvenes viudos, él corredor de carreras y ella guionista, que Lelouch registró con la potencia realista y emotiva que caracterizaba a la nouvelle vague. La química de su extraordinaria pareja protagónica, integrada por Jean-Louis Trintignant y Anouk Aimeé. Las cuatro nominaciones a los Oscar: ganó en las categorías de Película Extranjera y Guión Original, mientras que Lelouch y Aimeé se quedaron con las ganas en las de Director y Actriz Protagónica. Y, claro, la melodía compuesta por Francis Lai, una de las más reconocibles de la historia del cine.

Tan potente resultó la fórmula, que 20 años después Lelouch volvió sobre ella en Un hombre y una mujer: Segunda parte (1986), donde la guionista convertida en productora vuelve a buscar al piloto para filmar una película basada en aquel romance trunco. En 2019, el francés reincidió por tercera vez, para contar el ocaso de los protagonistas, a quienes el paso del tiempo les ha sumado dramas, pero que no ha conseguido borrar la marca que en ellos dejó ese vínculo. De eso se trata Los años más bellos de una vida , en la que el hombre ahora está internado en un geriátrico, padece un incipiente Alzheimer y solo recuerda con claridad a aquella mujer. Sin embargo, la película peca de nostálgica, exhibiendo una candidez que no le hace honor al original. La necesidad de recurrir de manera excesiva a intercalar material de la película de 1966 revela el escaso peso dramático de la nueva historia, que se limita a reproducir lo que otros dramas sobre la tercera edad ya han puesto en escena con insistencia. Como le ocurre a sus personajes, es justamente ese material intercalado el que confirma que los años más bellos de esta saga también son los que ya pasaron.

La inesperada trilogía de Lelouch busca articular en el tiempo el devenir de una historia de amor de la misma forma en que Richard Linklater lo hizo en la saga que comienza en 1995 con Antes del amanecer. Pero lo hace de forma menos orgánica, como si se tratara de capas que se acumulan una sobre otras antes que como eslabones lógicos de una cadena. A diferencia de la de Linklater, cuyos capítulos están separados por períodos de nueve años (que volverán a cumplirse en 2022, ya que la última, Antes de la medianoche, es de 2013, aunque no hay anuncios de una cuarta parte), la prolongación de los tres títulos de Lelouch se presenta más bien azarosa, a pesar de que las referencias internas entre ellas son claras. Como si el regreso sobre ese universo fuera más una necesidad (o un capricho) de su creador, que la consecuencia lógica de una continuidad narrativa. Incluso, tensando un poco la cosa, hasta se podría calificar a Los años más bellos de una vida como una película de explotación. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

domingo, 19 de septiembre de 2021

LIBROS - “Estados alterados” (Blatt & Ríos): Fogwill, la encarnación literaria del desquiciado ser argentino

Durante los 40 años que van desde su primer libro de 1979 hasta su muerte, ocurrida en 2010, Fogwill, el publicitario que dejó de llamarse Rodolfo y Enrique para volverse escritor, fue la piedra en el zapato de la literatura argentina. No solo por lo que sus propios textos representan, siempre buscando el límite para inevitablemente ir más allá, sino por la acidez con la que observó de forma crítica la producción de colegas y afines. Suerte de contracara de Ricardo Piglia, cuyo trabajo sobre el canon literario argentino es casi tan importante como su obra, Fogwill se apropió de un rol más impiadoso y aprovechando su calidad de outsider, de aquel que llega desde afuera para juzgar sin misericordia a los de adentro, se paseó por los cenáculos como un ángel exterminador, con la lengua más filosa que la espada de Damocles. Sin embargo, nadie se deje engañar: a 11 años de su desaparición no son pocos los que lo recuerdan con cariño y respeto reverencial. Él estaría encantado.

Como suele ocurrir con los muertos, en especial si se trata de escritores, el paso ese cambio de estado no siempre representa el fin de la existencia. Y mucho menos el final de su obra, sino una invitación a que los editores afilen su ingenio en busca de posibles publicaciones póstumas para engrosar sus catálogos. Y Fogwill no es la excepción a esa regla de oro de la industria editorial moderna. Alfaguara, sello que atesora el grueso de su trabajo, lanzó tres libros desde entonces: La gran ventana de los sueños (2013, donde él mismo narra sueños y fantasías) y las novelas Nuestro modo de vida (2014) y La introducción (2016). Mansalva hizo lo suyo con Diálogos en el campo enemigo (2016), transcripción de una charla que el escritor mantuvo en 1997 con Horacio González, María Pía López, Christian Ferrer y Eduardo Rinesi. Por último, en coincidencia con el décimo aniversario de su muerte, Blatt & Ríos editó Memoria romana, libro que incluye diez cuentos y una novela breve que permanecían sin publicar.

De la mano de esta misma casa editora llega Estados alterados, volumen que rescata la versión más política de Fogwill. Y quizá también la más salvaje. El mismo recoge una serie de textos que el autor escribió para la segunda encarnación de la revista El porteño, que su editor Gabriel Levinas había vuelto a lanzar en 2000, pero que como un parto a la inversa acabó desapareciendo nueve meses después. Es difícil resumir de qué tratan esos textos, en los que Fogwill aborda temas de la compleja realidad de la Argentina de fin de siglo, pero de forma arborescente, derivativa y siempre de modo desquiciado. Fogwilliano. Dichos artículos también marcaron su regreso a la colaboración periodística, género del cual el escritor había abjurado 10 años antes, por abominable, según cuenta Silvia Schwarzböck en el oportuno prólogo que completa la edición.

En Estados alterados Fogwill encadena temas como si se tratara casi de un ejercicio de escritura automática. Así pasa de esbozar una breve (pero ácida y lúcida) versión de la historia española, a defender a María Elena Walsh o relativizar el valor de cierto giro en el cancionero de Mercedes Sosa. Al mismo tiempo que defiende la versión del Himno Nacional de Charly y despacha en apenas un párrafo el arribismo lírico de los aún populares Tres Tenores. No se salvan ni Nietzsche, ni Heidegger ni Lacan, porque para Fogwill no existían los intocables. Salvo, a veces, Borges.

Los artículos que se encadenan en este volumen, delgado pero contundente, retoman una idea que su autor ya había desarrollado en la primera etapa de El Porteño, en los años ‘80. En ellos sostiene que, lejos de haber sido derrotados, los impulsores del llamado Proceso de Reorganización Nacional eran en realidad los vencedores silenciosos y que el retorno a la democracia no era más que una secuela, una segunda parte de ese proceso que utilizarían para blanquear los beneficios de aquella victoria conseguida (paradójicamente) por izquierda. Ya en el año 2000 estaba claro que los triunfadores habían vuelto a mostrar la cara sin vergüenza durante la década menemista y Fogwill confirmaba con amargo orgullo que su teoría ochentosa no era incorrecta. Los textos de Estados alterados abundan además en insistentes referencias a “turcos”, "cristianos" y “judíos”, arquetipos detrás de los cuales el autor siempre oculta segundas intenciones. No menos notable resulta la particular y llamativa obsesión que Fogwill manifiesta con la mierda, materia (fecal) que parecería ser el líquido amniótico en el que se gesta día a día, año tras año, la historia argentina. 

Simulando escribir sobre literatura (a veces lo hace), Fogwill rejunta temas, cita, menciona, desvirtúa, relativiza, saca conclusiones, se excede y en raras ocasiones retrocede, como si la suya fuera la prosa de un psicótico, uno de esos que llenan cuadernos apretando sus delirios con letra abigarrada y sin respetar renglones. Un recurso formal que no tiene nada de inocente: tal vez ese era el único modo de abordar la realidad de una república que, como la canción de Celeste Carballo, también se estaba volviendo “cada día más loca”. Ese lanzarse a la realidad de forma desaforada es, justamente, lo que hace de Estados alterados el libro perfecto para ser leído en septiembre de 2021, una semana después de las PASO. Como un espejo atroz, sus páginas devuelven la imagen de ese estado (alterado) que nos regala una nueva crisis, otra, que vuelve a dejar en evidencia esa insania social que los argentinos nos hemos acostumbrado a reconocer como “lo normal”. 

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.

jueves, 16 de septiembre de 2021

CINE - "Los voyeristas" (The Voyeurs), de Michael Mohan: ¿Quién mira a quien?

El travelling avanza con suavidad sobre una calle hacia la ochava, donde hay un local de lencería. Atraviesa la vidriera del negocio, en cuyo fondo las cortinas entreabiertas de un probador revelan el cuerpo de una mujer en ropa interior viéndose al espejo. La chica nota la intrusión y mirando a cámara cierra las cortinas con gesto ofendido. Enseguida, una versión empalagosa del clásico de Billy Idol “Eyes without a Face” suena en la secuencia de títulos de Los voyeristas, sobre una sucesión de planos detalle de iris, pupilas, escleróticas, párpados y pestañas. La intensión es evidente: dejar bien claro que no solo la mirada, sino los ojos de quienes miran serán muy importantes en el desarrollo de esta película. Y sobre todo, que nadie está libre de ceder a la tentación de andar por ahí espiando la vida de los otros. En especial usted, el espectador.

Lo que propone Los voyeristas, dirigida por Michael Mohan, es un juego de miradas encadenadas que se sabe dónde empieza pero no dónde termina. El primer eslabón les corresponde a Pippa y Tom, que acaban de mudarse para comenzar la experiencia de vivir en pareja. La película los presenta con la candidez propia de la juventud, seguros de que estar condenados a un destino de felicidad eterna. La primera noche, mientras cenan a oscuras, descubren que pueden ver todo lo que pasa en el departamento de enfrente, cuya superficie vidriada les ofrece el imprevisto show de la vida real. Allá, otra pareja de jóvenes que parecen sacados de una publicidad tienen sexo, mientras los protagonistas se preguntan si está bien quedarse mirando. Aunque al principio Tom parece el más interesado, será Pippa la que un día aparezca con un par de binoculares y ellos también terminarán haciendo el amor mientras espían. 

Intrigados por la vida ajena, Pippa y Tom se cuelan en una fiesta de disfraces para instalar un micrófono y así poder oír además de ver. Y lo que descubren es que no todo lo que brilla es oro. Al mismo tiempo, la hermosa vecina visita la óptica donde trabaja Pippa para hacerse un par de anteojos y la invita a tomar un café. Pippa cree que es una buena oportunidad para revelarle a ella los secretos que su marido le oculta. Con referencias obvias a Doble de cuerpo, de Brian De Palma (y de ahí a La ventana indiscreta, de Alfred Hitchcock), Los voyeristas también es un relato lleno de dobleces. Un laberinto de espejos donde cuesta distinguir la imagen real de su reflejo. Como en la película de De Palma, acá también el erotismo y el deseo forman parte de la ecuación, haciendo que los paralelos se vuelvan más evidentes. Sin embargo, el giro que toma Los voyeristas en su último tercio resulta más inverosímil que inesperado, haciendo que el dilema de la película, más moralista que moral, se corra de la simple curiosidad hacia un asunto bien distinto, tan cuestionable como tirado de los pelos. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

CINE - "Escape Room 2: Reto mortal" (Escape Room: Tournament of Champions), de Adam Robitel: Soluciones mágicas

Síntoma de los tiempos, el final de Escape Room: Sin salida (Adam Robitel, 2019), dejaba bien abierta la posibilidad de una secuela y así se lo señaló desde estas mismas páginas el día de su estreno. Dos años después, la obvia profecía se cumple con la llegada a las limitadas salas locales de una segunda parte: Escape Room 2: Reto mortal, también dirigida por Robitel, cuyo título original no hace referencia a ningún “reto mortal”, sino a un Tournament of Champions (torneo de campeones). La película de 2019 contaba la historia de un grupo de seis personas que eran invitados a participar de un escape room, un juego de ingenio en el que los jugadores son encerrados en un salón y deben encontrar dentro las pistas que les permitan salir de él. El asunto es que acá el juego se pasaba de claro a oscuro en el momento en que los participantes descubrían que se trataba de una trampa real, en la que si no eran capaces de resolver el enigma acabarían muertos, dejando un único sobreviviente: el ganador. 

Con similitudes a la saga de El juego del miedo, pero en una versión más lúdica que explícita (aunque no exenta de morbo y sadismo), la película terminaba con una pareja de jugadores salvando sus vidas y revelando una oscura empresa de apuestas clandestinas detrás del juego. El comienzo de esta segunda parte reúne a los sobrevivientes dispuestos a desenmascarar a esta organización y a sus responsables. Por supuesto, los dos jóvenes volverán a ser víctimas de un poder en las sombras que está más allá de su capacidad. Y una vez más acabarán encerrados con otras cuatro personas en una serie de trampas mortales de las que deberán escapar. En este caso se trata de un grupo compuesto por aquellos que alguna vez consiguieron “ganar” sus juegos, los sobrevivientes, y de ahí viene la ronda de campeones que menciona el título original.

Escape Room: Reto mortal bien podría ser una remake de su predecesora, en tanto las situaciones que enfrentan los protagonistas son prácticamente las mismas. Lo único que cambia es la ambientación de los salones-trampa de los que deben escapar: en estos espacios mortales la película vuelve a poner en juego todo su ingenio. Esta vez se trata de un vagón de tren electrificado, un banco con un sistema de seguridad láser, una playa de arena movediza, un callejón donde llueve ácido y un baño sauna muy caliente. Si bien las situaciones se vuelven entretenidas a fuerza de tensión, no es menos cierto que, a diferencia de un buen policial, la resolución de cada enigma excluye casi por completo al espectador. Con pistas que casi nunca están a la vista y solo se aparecen como revelaciones ante los protagonistas, Escape Room pierde la oportunidad de convertirse también en un desafío para quienes pagaron la entrada. Y una vez más, todo queda servido para que la cosa termine en trilogía.  

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Pägina/12.

jueves, 9 de septiembre de 2021

CINE - "Cazadores de trufas (The Truffle Hunters), de Michael Dweck y Gregory Kershaw: El perfume imposible

¿Cómo es el olor de una trufa, esos hongos que crecen bajo tierra y por los que sus consumidores pueden llegar a pagar el equivalente al valor de un diamante de un quilate? ¿Cuál es el sabor de esa gema comestible, que tiene su propio mercado ilegal, con sus traficantes, dealers y todo? Imposible saberlo viendo Cazadores de trufas, de los estadounidenses Michael Dweck y Gregory Kershaw, documental que retrata el universo que gira en torno al comercio de este producto en Italia, en cuyos bosques crece la variedad más cara de todas: la codiciada trufa blanca (o tuber magnatum), que puede alcanzar precios de hasta 6.000 euros por kilo. Con lo cual es muy probable que esta película represente lo más próximo que estarán de contemplar de cerca a este privativo manjar la mayoría de los espectadores, incluyendo al que redacta estas líneas con resignación.

Cazadores de trufas está construida a partir de dos ejes claros y potentes, uno en el orden narrativo y el otro en el terreno formal. El primero tiene que ver con el retrato que los directores hacen de los buscadores de trufas, un grupo de viejos del Piamonte, en el norte italiano, que dedican sus vidas a rastrearlas y cosecharlas. Aunque el verbo cosechar no es el más representativo para la tarea que realizan estos hombres, cuya actividad tiene más puntos de contacto con la minería que con la agricultura. Tanto, que incluso podría tratarse de una adaptación libre de aquellos cuentos que Jack London ambientó en Klondike, Alaska, durante la llamada fiebre del oro a fines del siglo XIX. Salvo por el paisaje nevado, porque las trufas solo se recolectan durante el verano y esa exuberancia de la naturaleza en plenitud forma parte del registro de la película.

De hecho, como suele ocurrir con la clase rural del sur europeo, ellos viven en condiciones que se parecen más a las del período decimonónico que al siglo XXI. Con esa característica se relaciona aquel eje formal citado en el párrafo anterior. Dweck y Kershaw realizan un registro de la vida de estos hombres que en el terreno fotográfico alcanza niveles de exquisitez. No solo por la habilidad que demuestran a la hora de colocar la cámara o componer e iluminar cada plano con vocación pictórica, convirtiendo a la película en una verdadera galería de cuadros vivientes. En Cazadores de trufas el tiempo parece haberse detenido y los directores potencian esa sensación haciendo que la vida simple que llevan los personajes, produzca un incómodo contraste con aquellas escenas que muestran el ostentoso mal gusto en torno al comercio de las trufas.

El retrato de esos cuatro viejos, representantes de un mundo en el que las personas heredaban el oficio de sus padres, se sostiene además en el vínculo que cada uno tiene con sus perros. De la habilidad de estos animales para detectar con el olfato la ubicación de las trufas –que a veces están a más de medio metro bajo tierra— depende el éxito de su trabajo. Y ellos les muestran su devota gratitud mimándolos como si fueran sus hijos. La presencia de los perros es, en la mayoría de los casos, lo único que los separa de la soledad más absoluta y la película retrata esa relación amorosa con ternura, calidez e incluso con humor.

Pero si algo revela Cazadores de trufas son los límites del cine, poniendo en evidencia algunas de sus incapacidades flagrantes. Porque si de algo se enorgullece el séptimo arte es de la facultad de recrear el mundo, a partir de un dispositivo técnico regido por las leyes de la puesta en escena. Y si bien puede ser considerado la forma más fiel de retratar la realidad, su carácter incompleto queda expresado en la imposibilidad de responder aquellas dos preguntas del comienzo. Porque aun habiendo visto esta película, donde los personajes se pasan una buena parte de las escenas en éxtasis, cautivados por el perfume de las trufas, el olor y el sabor de esas codiciadas piezas seguirá siendo un misterio para el público.  

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

CINE - "De noche con Kate" (Late Night), de Nisha Ganatra: El pecado de la comodidad

La historia que se cuenta en De noche con Kate, de la canadiense Nisha Ganatra, ya fue abordada en el cine una gran cantidad de veces de manera casi literal. Se trata de la novata/novato que consigue el trabajo soñado, pero la experiencia se convierte en un infierno debido a un jefe/jefa tan talentoso como insoportable, cuya confianza la/el protagonista se debe ganar a la fuerza, mientras aguanta humillaciones, desprecios y malos tratos. En los últimos años este modelo tuvo una versión muy popular en El diablo viste a la moda (2006), con Meryl Streep como la editora pedante de una revista de modas y Anne Hathaway en el rol de la pasante que se la tiene que fumar. O la reciente serie Hacks, en la que Jean Smart compone a una legendaria y egocéntrica comediante de Las Vegas y Hannah Einbinder a una guionista desempleada que acepta trabajar para ella.

De hecho, el recorrido y los personajes del film de Ganatra son casi idénticos al de esta serie, solo que en lugar de los escenarios de la ciudad del pecado, acá la acción transcurre en un estudio de televisión neoyorkino. En este caso, la inglesa Emma Thompson es quién está a cargo del rol de Katherine, otra comediante legendaria, ganadora de toneladas de premios y única mujer en la historia de la tele en conducir un late night, esos shows nocturnos que combinan el humor y los monólogos tipo stand up con entrevistas y música en vivo. Mientras que la actriz y guionista Mindy Kaling (conocida por el papel de Kelly Kapoor en la serie The Office) es quien interpreta a Molly, la nueva guionista.

Cuando Katherine debe incorporar un nuevo integrante a su equipo de libretistas, compuesto únicamente por hombres, decide que ese lugar debe ocuparlo una mujer, solo para demostrar que puede “tolerar” no ser la única. Kaling por su parte interpreta a Molly, una fanática de Katherine que trabaja en una planta química y que se postula para el trabajo, persiguiendo su sueño de hacer humor y trabajar junto a su ídola. La película avanza a paso firme, pero sin desviarse ni un ápice de un camino seguro hecho de situaciones modélicas, diálogos de ingenio moderado, pinceladas de drama intercaladas estratégicamente y, claro, los infaltables ganchos de corrección política que caracterizan al cine del Hollywood contemporáneo.

Como era de esperarse, esa sensación de haber sido narrada sin moverse de la zona de confort acaba convirtiéndose en un lastre tanto para la película como para el espectador. Nada de giros sorpresivos ni ideas novedosas. Al contrario, Katherine y Molly cumplen con todas las paradas previsibles que deben realizar estos dos personajes para construir su vínculo estandarizado. Un arco dramático que incluye el choque inicial, la degradación, la revelación del talento de Molly, la construcción de la confianza, una ruptura momentánea y el happy end de rigor. De noche con Kate adolece del peor defecto que puede tener una comedia: la comodidad. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

domingo, 5 de septiembre de 2021

CULTURA - 40° aniversario de la muerte de Jacques Lacan: La vigencia de un gigante polémico

La figura del psicoanalista francés Jacques Lacan casi no necesita presentación en la Argentina, especialmente en la psicoanalizada Buenos Aires. Al punto que podría decirse que tanto su apellido como el adjetivo derivado del mismo, “lacaniano”, ya forman parte del lunfardo. Considerado uno de los principales desarrolladores de la teoría psicoanalítica luego del propio Sigmund Freud, esta semana se conmemora el 40° aniversario de la muerte de Lacan, ocurrida el 9 de septiembre de 1981. Fecha que tal vez debería pasar a integrar el calendario de efemérides porteñas, debido a la enorme influencia que su sombra ha proyectado (y sigue proyectando) sobre el campo intelectual de la ciudad, generando acólitos y detractores. Tanto, que no es exagerado afirmar que su nombre ha abierto una de las tantas grietas que atraviesan a este país, dividiendo de forma irreconciliable a los lacanianos de todos los que vengan.

El gran aporte que Lacan realizó al psicoanálisis tiene que ver con haber recurrido a otras corrientes de pensamiento y disciplinas para ampliar los límites de la suya. Desde el estructuralismo y la lingüística, a antropología o las matemáticas, el abanico teórico del que se nutrió este pensador fue vasto, haciendo que su trabajo se vuelva tan complejo como fascinante. Para explicar el lugar que Lacan ocupa en el desarrollo de la disciplina, el psicoanalista argentino Luis Chiozza, una de las voces más reconocidas del ancho mundo del psicoanálisis en nuestro país, considera que “luego de Freud y de otros desarrolladores que ha realizado aportes muy importantes, como Melanie Klein, el psicoanálisis tiene dos grandes gigantes que desde lugares diferentes han contribuido al enriquecimiento de la teoría. Uno es el británico Wilfred Bion y el otro es Jacques Lacan”.

Según Chiozza, la diferencia de estos aportes radica en que “el primero lo hizo desde un enfoque metapsicológico, más bien mecanicista en la estructura de pensamiento. En tanto que Lacan enriqueció al psicoanálisis desde una perspectiva basada en la estructura lingüistica”. A pesar de considerar que ambos realizaron aportes significativos que pueden verse como complementarios, Chiozza señala que “Bion y Lacan representaban personalidades opuestas”. En ese aspecto, continúa, “Bion resultaba especialmente simpático, mientras que Lacan ha sido prolífico en actitudes antipáticas”.

Pero, ¿a qué se refiere Chiozza al mencionar ese aspecto antipático? “Lacan era una persona de actitud arrogante y muy despreciativa de la figura, el trabajo y el aporte de otras personalidades dentro del universo del psicoanálisis”, afirma el autor del libro La peste en la colmena (Libros del Zorzal). “Por ejemplo: en sus libros Lacan escribía una página en alemán, otra en ruso, otra en inglés, sin adjuntar ninguna traducción que le facilite la comprensión de tales conceptos a aquellos lectores sin conocimientos de esos idiomas”, indica Chiozza. También recuerda que Lacan era “propenso a conductas extravagantes, como ir a dar clase vestido con una capa violeta”, aunque reconoce que ese sería “un asunto menor al lado de la contribución que ha realizado al psicoanálisis”.

Sin embargo, esos rasgos de personalidad no explican por qué la corriente lacaniana ha calado más hondo que otras en el psicoanálisis vernáculo. “Creo que la diferencia está en que, así como tiene sus cosas antipáticas y es un teórico difícil, al mismo tiempo Lacan ha sido un pensador más seductor”, sostiene Chiozza. Pero al mismo tiempo considera que ese carácter fascinante también puede ser fuente de algunos equívocos en torno a la interpretación de su trabajo. “Me parece que el pensamiento de Bion uno puede llegar a entenderlo con dificultad, pero no puede fingir entenderlo cuando no lo ha hecho. En cambio el de Lacan se presta a que mucha gente utilice su lenguaje y se manifieste de un modo que da la impresión de haberlo entendido, cuando en realidad no lo ha hecho”, afirma Chiozza, tajante. 

Es por ahí que aparecen algunas de las críticas más sólidas que se le han hecho a Lacan y a su teoría. Ya en los años ’70, cuando de la mano de Oscar Massota su figura y su obra comenzaban a crecer en Argentina, en Europa sin embargo empiezan a ser objeto de fuertes revisiones. Una serie de críticos le atribuyen a su trabajo características conservadoras y la debilidad de estar construido a partir de una trama de equívocos, que se vuelve sólida a partir de su complejidad. Algunos llegan a calificar a Lacan como superficial, charlatán o enrevesado. Entre sus detractores más destacados se cuentan sus compatriotas Jacques Derrida, Gilles Deleuze y Félix Guattari, tres críticos enormes para un intelectual gigante. Chiozza coincide en que Lacan “es un pensador oscuro y difícil de seguir”, aunque eso no sería lo peor. “Muchas veces su conducta metodológica dentro del psicoanálisis tampoco ha sido del todo correcta. Piense que Lacan psicoanalizaba a su propio yerno, una práctica muy cuestionable desde el punto de vista moral”, objeta.

Por esa misma época, muchas de las impugnaciones al corpus lacaniano comienzan a extenderse a un grupo de seguidores cada vez más devoto. A ellos se los acusa de haberse convertido en una religión y de tomar al trabajo de su mentor como textos sagrados. “Suele decirse que los lacanianos hablan en lacanés, debido al uso de una jerga muy específica, y esto no se dice ni de los bionianos ni de los kleinianos”, reconoce Chiozza. Y conjetura que el hecho de que “ese carácter sectario sea mucho más notorio entre los seguidores de Lacan” que en otras facciones del psicoanálisis, tal vez “se deba justamente a esa costumbre que tienen de hablar en difícil”, concluye, no sin humor.

 Artículo publicado oiginalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.

jueves, 2 de septiembre de 2021

CINE - "Moacir y yo", de Tomás Lipgot: Una elegía de ternura

La que el cineasta Tomás Lipgot fue construyendo en torno de la figura de Moacir Dos Santos es la más emotiva, sensible y tierna de las sagas del cine argentino, que con el estreno de Moacir y yo llega a su cuarta y última entrega. Esa afirmación no solo se justifica en el extraño encanto que poseía el personaje, un compositor y cantante brasileño al que el director conoció cuando realizaba su ópera prima, Fortalezas (2010), documental sobre personas encerradas en instituciones como cárceles u hospitales psiquiátricos. Por entonces Moacir estaba internado en el Borda debido a la fragilidad de su salud mental y su figura se destacó enseguida entre las de quienes dieron sus testimonios en aquella película. 

Pero si bien es cierto que contar con un gran protagonista es indispensable para hacer una gran película, ese milagro no siempre ocurre. Es por eso que este encantador retrato cinematográfico de Moacir –que incluye a Moacir (2011) y Moacir III (2017), además de los dos títulos ya mencionadas— no hubiera sido posible sin la mirada atenta y cariñosa de Lipgot, para quién el cantante brasileño, fallecido en 2018, era mucho más que el protagonista de sus trabajos. Y aunque eso ya estaba claro en los tres anteriores que compartieron como personaje y director, queda confirmado a partir del material con el que Lipgot construyó Moacir y yo. Una película que es muchas cosas a la vez.

Por un lado, cumple con la función formal de cerrar la construcción del personaje que Lipgot venía realizando en las películas previas, poniéndole punto final a una saga que se fue generando ad hoc en torno al vínculo cada vez más intenso que unió a los dos artistas. Moacir y yo también puede ser vista como una especie de detrás de escena de los tres episodios previos, revelando fragmentos en los que director y personaje aparecen juntos en escena, captados de forma espontánea (a veces no tanto) durante los rodajes compartidos o en filmaciones domésticas. 

Pero si hay algo que identifica a esta de las otras tres películas que Lipgot realizó en torno al cantante es su carácter elegíaco. Moacir y yo es la carta de despedida de un amigo a otro. Un intento de cerrar un duelo y empezar a transitar por un mundo que a partir de ahora estará signado por la ausencia, por los huecos que ha dejado el que se fue en la vida de quienes quedaron. O, por qué no, una declaración de amor escrita con imágenes que buscan anclar la memoria. Un esfuerzo por mantener vivo a Moacir para siempre, convirtiéndolo en inmortal. Que Lipgot se encuentre trabajando en una versión animada de Gilgamesh, el inmortal, historieta de Lucho Olivera y Robin Wood basada en el famoso poema épico sumerio, puede ser visto por lo menos como una agradable coincidencia. 

Con esas imágenes el director rescata momentos de la intimidad que compartió con su amigo, en los que Moacir suele aparecer como un chico que consigue salirse con la suya gracias a su simpatía y en los que siempre termina cantando. Resulta especialmente simpática una escena tomada del rodaje de Moacir III, en la que el protagonista debe colocarse una corona mirando a cámara como quien está frente a un espejo. En off se escuchan las indicaciones con las que Lipgot va orientando la actuación del protagonista. Le pide que se coloque la corona despacio y que contemple su imagen. “¿Y qué le pasa a Moacir cuándo se pone la corona?”, pregunta el cineasta en busca de que su actor exprese alguna emoción particular con sus gestos. En lugar de eso, Moacir empieza a cantar su particular versión del bolero “Inolvidable”, obligando a Lipgot a interrumpir la acción para explicarle con paciencia que no puede cantar todo el tiempo, porque por cada canción que aparezca en la película habría que pagarle a Sadaic. La respuesta de Moacir es cantar otra canción, desarticulando al cineasta como un nene haría con su padre. De esa ternura está hecha Moacir y yo. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

CINE - "Tarará, la historia de Chernobil en Cuba", de Ernesto Fontán: entre el rescate y el panegírico

La ópera prima de Ernesto Fontán, Tarará, la historia de Chernobil en Cuba, resulta valiosa a partir de hacer visible una historia sobre la que no existe mucha información, o bien se encuentra atomizada y dispersa, pero que vale la pena conocer. Que el rescate se haga con testimonios de primera mano, contado por sus protagonistas, hace que el punto de vista del espectador se ubique lo más cerca posible a los hechos referidos, sumando interés. Se trata del rol que desempeñó el régimen cubano en la atención médica de más de 26 mil niños, víctimas de la tragedia ocurrida en 1986 en la planta nuclear emplazada en la ciudad ucraniana de Chernobil, por entonces todavía parte de la hoy desintegrada Unión Soviética.

A mediados de los ’80 la economía soviética estaba en crisis debido al intento de no perder terreno en la carrera armamentista contra los EE.UU, que habían realizado una inversión record en su aparato militar, con la llamada Guerra de las Galaxias. La decisión soviética implicó, entre otras cosas, reducir drásticamente los presupuestos de áreas sociales clave, como los destinados al mantenimiento de sus centrales nucleares (entre ellas Chernobil) y a la salud pública. Por eso cuando se produce el accidente, el sistema sanitario no contaba con los medios mínimos para poder atender las decenas de miles de casos graves, derivados de la alta exposición a la radiación liberada por la explosión del reactor.

A partir de esa tragedia, Fidel Castro crea una unidad sanitaria para brindar a esos chicos la atención necesaria. Dos de ellos, ya adultos, comparten los recuerdos de esos días en un español en el que persiste la marca del acento eslavo. En sus memorias el sufrimiento se mezcla con las sorpresas de encontrarse en una tierra ajena, donde hace frío en lugar de calor, donde las frutas abundan y pueden ir a la playa. La mayoría de estos niños fueron alojados en el barrio de Tarará, zona residencial en las afueras de La Habana, donde están las casas en las que vivían las familias adineradas antes de la Revolución. Ahí también estaban las instalaciones en las que los niños cubanos pasaban sus campamentos de verano.

Esos testimonios resultan lo más rico de Tarará y Fontán los refuerza utilizando abundante e interesante material de archivo para mostrar la vida cotidiana de los chicos ucranianos y la forma en que se fueron adaptando a vivir en la isla. Que por entonces ya atravesaba el llamado Período Especial ante la inminente caída del bloque soviético. Esa riqueza no tiene, sin embargo, un correlato estilístico, limitándose a reproducir la palabra de los testigos frente a cámara. Además, la inclusión de algunos testimonios parece más enfocada en construir un panegírico de la Revolución, antes que aportar datos concretos sobre el tema que Fontán ha elegido con claridad ya desde su título. Un desvío político que, sin llegar a malograr la película, tampoco suma mucho ni en lo cinematográfico ni en lo narrativo. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.