viernes, 30 de abril de 2021

CINE - "Esperando a los bárbaros" (Waiting for the Barbarians), de Ciro Guerra: Una obvia alegoría sobre la barbarie

La historia que eligió Ciro Guerra para su primera película hablada en inglés, Esperando a los bárbaros, no se aleja mucho de los relatos sobre los que este cineasta colombiano trabajó en su filmografía previa. Y está filmada con la misma delicadeza formal que el director mostró en sus cuatro películas anteriores, incluyendo El abrazo de la serpiente, que estuvo entre las nominadas al Oscar en el rubro Mejor Película Extranjera en 2016. Acá vuelven a aparecer muchos de los elementos con los que ya es posible identificar al conjunto de su obra. Desde el inevitable choque cultural que producen las dinámicas de la colonización, hasta esas explosiones de violencia que parecen difíciles de justificar, pero que son parte nuclear de la lógica de la conquista. La misma lógica que se encuentra expresada en el clásico lema sarmientino de Civilización o Barbarie, y que en este caso se hace explícito en el título mismo de la película.

Dicha historia transcurre durante algún momento del siglo XIX en una apacible aldea amurallada, puesto de frontera de un Imperio sin identificar, en un lugar geográfico que bien podría ser una zona desértica del norte africano o de Asia menor. El Magistrado dirige el lugar de manera más laxa que benévola, quizá porque la tranquilidad reinante no le demanda más que eso. Pero una mañana, sin aviso, llega hasta ahí el Coronel Joll, un ser siniestro que sostiene que los pueblos bárbaros que viven más allá de la frontera se preparan para avanzar sobre el Imperio. Al Magistrado, que sabe que eso es imposible, la misión de Joll le causa gracia. Hasta que es testigo de las atroces torturas de las que son víctimas algunos pastores nómades, señalados como bárbaros por el Coronel. 

La ausencia de un nombre propio para identificar a ese Imperio funciona en la película (y en la novela homónima del Nobel sudafricano J.M. Coetzee, también autor del guión) como un dispositivo que permite ir de la parte al todo. Ese todo es la Europa decimonónica y la forma en la que sus Imperios se vincularon a través de la conquista con las culturas para ellos periféricas. Pero además el relato funciona como espejo para América latina, no solo por su condición de víctima de la colonización, sino porque en la figura alegórica de ese Imperio también es posible reconocer la acción represiva de sus distintas dictaduras autóctonas hacia el interior de los pueblos. El personaje del Magistrado representa también un arquetipo repetido en el cine de Guerra: la figura del buen conquistador, que acá es quien media entre el horror y el espectador. Y si bien todo eso es pertinente, el relato adolece de un trazo grueso que es notorio incluso en el desarrollo de personajes unidimensionales, en un universo congelado en el que el bueno es siempre bueno, y el malo muy malo. Por no hablar de la obvia ambigüedad con que el término bárbaro es usado en esta historia. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

jueves, 29 de abril de 2021

CINE - 10° Festival Internacional de Cine Independiente de Cosquín: Cinefilia serrana

Cumplir diez años no es poco para un festival de cine, mucho más si no cuenta con una gran infraestructura económica o apoyos oficiales. Diez ediciones son las que celebra desde hoy el Festival Internacional de Cine Independiente de Cosquín (Ficic). Ya el hecho de que esta décima se realice en un año de pandemia es un motivo de festejo. Es cierto que el formato elegido es el online, pero con la promesa de reprogramar las funciones presenciales en algún momento del segundo semestre. Habrá que ver cómo evoluciona la situación sanitaria, algo que está más allá de las posibilidades de los organizadores e incluso más allá del cine. 

Sin embargo, contra vientos, mareas y virus: hay festival. Y hay una programación, que como cada año, reúne en Cosquín un corpus de títulos y autores que constituye en sí mismo una declaración de principios éticos y estéticos. Pero también un amable desafío para sus espectadores: la bienvenida posibilidad de aventurarse más allá de los límites de la propia comodidad. La misma incluye dos secciones competitivas internacionales –una de largos y otra de cortos—, una competencia de cortos de escuelas de cine, retrospectivas, focos y panoramas. Como se trata de un festival federal, todo eso puede verse hasta el próximo domingo 2 de mayo de forma gratuita en todo el país. Para hacerlo, los espectadores deberán registrarse de una manera simple en la web del festival, www.ficic.com.ar. Y listo. Solo falta que elijan qué ver y hacer click en el botón de play. 

Detrás de la curaduría del Ficic está el crítico y programador Roger Koza, quien además es director artístico del Festival de Cine Documental DocBA, programador de festivales europeos como los de Hamburgo y Viena, la Viennale, y editor de la web conlosojosabiertos.com. Festivales que, a diferencia del Ficic, ordenado por una lógica cercana a lo familiar, cuentan con un aparato institucional que los sostiene y presupuestos acordes a ello. Sin embargo no es tanta la distancia que los separa en términos de programación. “Alguna vez unos críticos de cine muy jóvenes hicieron el chiste de que Cosquín era una suerte de Cosquinale, remitiendo a la Viennale, festival que supo dirigir el inimitable Hans Hurch y hoy a cargo de Eva Sangiorgi, que este año, además, es parte del jurado de la competencia de largos de FICIC 2021”, cuenta Koza en diálogo con Página/12. “Quizás ellos advirtieron un espíritu en común entre dos festivales que están en las antípodas no solo geográficas, sino en cuanto a recursos materiales”, agrega el director del Ficic. 

Koza sostiene que “la libertad, el rigor y el amor por el cine y el mundo no dependen de la cantidad de euros con la que se cuente”, aunque no niega que las condiciones materiales influyen. “Nuestra menesterosidad se siente a la hora de hacer subtítulos, intentar pagar fees y explicarle a los agentes de venta extranjeros las deficiencias estructurales que sufrimos”, dice el programador. “Pero también sucede que cuando no se tiene casi nada, tampoco se tienen compromisos indeseables. Ningún organismo estatal, ninguna escuela ni gobierno nos condiciona”, observa. “Hacemos lo que se nos da la gana, como dice el cineasta Ignacio Agüero. Con esa libertad se eligen películas y se conciben actividades paralelas.”

Algo de lo que dice Koza se hace explícito en la breve pero elocuente composición de sus secciones competitivas. La de largos incluye a las películas argentinas En compañía, de Ada Frontini; Ofrenda, de Juan María Mónaco Cagni; Rio Turbio, de Tatiana Mazú González; Todo lo que se olvida en un instante, de Richard Shpuntoff y Un cuerpo estalló en mil pedazos, de Martín Sappia. A ellas se suman Virar Mar, codirigida por el alemán Philipp Hartmann y el brasileño Danilo Carvalho y Pão e Gente, del paulista Renan Rovida. De la dedicada a cortos participan la finesa Where to Land, de Sawandi Groskind; la coproducción polaca israelí Josefus, de Lucas Aimó; la colombiana Otacustas, de Mercedes Gaviria. Y las locales Diarios del margen. Notas sobre el miedo al fuego y el agua, de Ileana Dell'Unti; Homenaje a la obra de Phillip Henry Gosse, de Pablo Martín Weber; La nobleza del vidrio, de César González; Normandía, de Marcos Rodríguez y Las Credenciales, de Manuel Ferrari.

Sin embargo Viena, Hamburgo, Buenos Aires y Cosquín son lugares que guardan muchas diferencias entre sí, tanto culturales como sociales, comunitarias e incluso discursivas. Diferencias que tal vez impliquen formas distintas de entender el mundo y, por ende, de ver cine. “En mis 15 años de cineclubista en Córdoba enseguida comprendí que el público de San Marcos Sierras no era el de La Cumbre, ni el de Capilla del Monte o Cosquín”, observa Koza. “Si presentaba un film de Marco Bellocchio, que para mí era una comedia, después constataba que la recepción era distinta en cada ciudad”, recuerda el crítico. “En La Cumbre se reían de una cosa, en otro pueblo de otra y a veces ni siquiera reían, porque se había leído la película en clave dramática. Entendí rápido que las diferencias de clase y etarias, como las idiosincrasias y la cultura de cada lugar, eran variables de recepción”, continúa. Koza intenta volcar esa experiencia en su labor: “donde sea que trabaje pienso en estas variables de un modo estratégico, a partir de un doble movimiento dialéctico entre la comodidad de lo conocido y la incomodidad de lo desconocido”.

Como otros festivales, el Ficic se adueña de la palabra independiente que, por repetida, corre el riesgo de volverse insignificante. “El término ‘independiente’ está tan devaluado como el peso argentino”, reconoce Koza con humor. Por eso se encarga de enumerar los conceptos a partir de los cuales el festival usa el término. “Primero, elegimos películas que no fueron realizadas con presupuestos obscenos; Segundo, priorizamos a los cineastas que no comulgan con ciertas poéticas convenientes para la consagración en festivales prestigiosos; tercero, programamos películas que difieren en su sensibilidad del orden perceptivo vigente que aliena y embrutece el contacto sensible con el mundo. Por último, películas que cuestionen las prácticas políticas que perpetúen la vida de derecha, que es el magma simbólico que está en los intersticios de la discusión pública y el horizonte de sentido hegemónico con los que se piensa todo.” 

Para Koza tampoco hay diferencias de criterio a la hora de programar las dos competencias de Ficic. “La duración de una película no es un factor decisivo para su pertinencia estética”, sostiene el director artístico del festival. “Quien filma entendiendo que un cineasta no es un hacedor de imágenes, sino de planos, sabe que el cine es cine al margen de la duración”, reflexiona. “Cuando un mismo cineasta nos prodiga películas como Luz de agua o El piso del viento, el dilema de la duración se evanece. Mis referencias a estas dos películas de Gustavo Fontán son deliberadas. La última es un largo codirigido con Gloria Peirano y es el film de clausura, el primero es un corto extraordinario estrenado en Internet. En otras palabras, el cine se enciende en cada plano.” 

Además de El piso del viento, la película de Fontán y Peirano que tendrá el honor de clausurar el 10° Ficic, el festival tendrá dos films de apertura. Se trata de Esquirlas, documental de Natalia Garayalde, y Mi última aventura, codirigido por Ezequiel Salinas y Ramiro Sonzini. La elección muestra un balance en los criterios inclusivos, uno de los temas que la coyuntura le ha impuesto a espacios competitivos como los festivales de cine. Criterio que, sin embargo, no se replica en las dos competencias. “El equilibrio de género no me es indiferente y, en la medida que puedo, intento que se dé un balance entre cineastas mujeres y hombres”, explica Koza. “Pero primero miro y busco películas”, dice y reconoce que “lo ideal sería verlas sin saber quiénes las filman”. Recuerda que en ediciones se consiguió “mayor igualdad, pero entre lo que vi para esta edición no encontré tantas películas hechas por mujeres que respondieran a los criterios de programación”, reconoce. Pero aclara que considera a eso “algo casual” y que “el próximo año la situación podría ser la inversa”.

Atento a eso, Koza cuenta que intentó “compensar el déficit conformando dos jurados compuestos exclusivamente por mujeres a las que admiro y respeto en lo que se desempeñan”. “Siempre tuve la idea de hacer una edición en la que todas las películas sean de mujeres, pero sin que las mismas estén firmadas, solo para constatar si habría una diferencia esencial en el programa estético de esa edición”, fantasea el crítico. Pero aclara que “la desmasculinización del cine no se juega solo en la paridad de títulos. El problema mayor es la matriz machista del pensamiento estético. Y esa inquietud sí está en el concepto general del festival”. 

La programación del 10° Ficic incluye dos retrospectivas que presentan completas las obras de dos cineastas marginales: Edgardo Castro y Goyo Anchou. Marginales no tanto porque sus trabajos estén en la periferia de la producción cinematográfica (que lo están), sino porque sus películas mismas eligen personajes, retratan escenarios y abordan temas que revelan universos secretos que no son los elegidos ni siquiera por otros directores independientes. Y si bien se trata de directores hombre, sus miradas están lejos de representar la masculinidad o conservadora. “En sus películas hay rastro de todo aquello que otorga respetabilidad y prestigio en la mirada biempensante de los grandes festivales de cine, y no tan grandes también. Ambos filman desde la necesidad y se sienten libres de hacer lo que creen”, sostiene Koza. 

“Anchou conoce bien la historia del cine y la reflexión estética no le es indiferente. Ese conocimiento se puede leer en la perspicacia con la que el montaje trabaja sobre la precariedad material de sus registros”, analiza el crítico. “Castro es muy distinto, porque la intuición y la sensibilidad lo empujan a buscar una poética sin fijarse mucho en si lo que hace se parece a tal cineasta u otro”, puntualiza. Pero remarca que ambos los dos tienen algo que los hermana: “son insumisos hasta la médula y que sus películas refieran y representen otros caminos en los placeres corporales y cuestionen el orden patriarcal suma y mucho, aunque no es de lo único que hablan sus películas. Igual, si hicieran películas sobre estampillas del siglo XX, partículas subatómicas y monjes cistercienses del modo en que lo hacen, también serían parte de la programación. Lo insumiso reside en una posición subjetiva, no solamente lo garantiza la predilección por temas candentes”, concluye Koza. 

La programación del 10° Ficic también incluye un foco internacional dedicado al español Pablo García Canga, la proyección especial de Adiós a la memoria, de Nicolás Prividera, y el preestreno de El nombrador, una película sobre Daniel Toro, de Silvia Majul. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

CINE - "Homúnculo" (Homunculus), de Takashi Shimizu: La poética del delirio

La mente humana solo utiliza el diez por ciento de su potencial y el otro noventa permanece ocioso, a la espera de ser desarrollado. Si esta afirmación formara parte de una evaluación por multiple choice, debería llevar una tilde bien gruesa en el casillero de “falso”. Se trata de un mito moderno, desmentido con insistencia por la neurología, pero que aún así sigue siendo muy citado, sobre todo en el campo de la autoayuda. Esta tesis también ha sabido ser explotada por otros espacios, entre ellos el cine, quien se ha valido de ella para construir argumentos ingeniosos, usados en películas de corte fantástico. Sin límites (Neil Burger, 2011) o Lucy (Luc Besson, 2014) son ejemplos de ello. En ambas, los protagonistas (Bradley Cooper y Scarlett Johansson respectivamente), consiguen activar la totalidad de su capacidad cerebral a partir del uso de drogas sintéticas, convirtiendo al mundo en un espacio tan lúdico como peligroso. En Homúnculo, su último trabajo, el japonés Takashi Shimizu retoma ese asunto, pero lo utiliza como vehículo para ir por un camino distinto.

Aunque se trata de un film fantástico, su imaginario se identifica con la fantasía oriental moderna e incluye recursos que remiten con claridad a la estética del animé y el manga, de donde Shimizu tomó la historia original. Nokoshi, el protagonista, es un homeless que padece amnesia y vive en su pequeño auto, estacionado en una zona céntrica de Tokio. Una noche es abordado por un joven que parece saber de él más que él mismo, quien le ofrece dinero para dejarse practicar una lobotomía. La idea es que esa primitiva intervención quirúrgica disminuirá la presión que el cráneo ejerce sobre el cerebro, activando la parte aletargada. A partir de ahí Nokoshi verá a las personas con aspectos estrafalarios: alguien será una pila de cadenas ambulante y otro un robot; alguno andará por la calle partido en mitades que avanzan tomadas de la mano y otro será completamente plano. Si bien los efectos especiales no son los de una producción de alta gama, Shimizu consigue crear un universo atractivo y, sobre todo, con mucho humor.

Lo que el protagonista ve en el aspecto de la gente son sus homúnculos, aquellos traumas que los dominan y definen como individuos. Aunque el concepto de la persona convertida en signo de su propio síntoma es bastante freudiano (y la película nunca niega esa conexión evidente), Shimizu lo utiliza para sumergir al protagonista, y con él al espectador, en un universo que funciona con reglas que no siempre pueden explicarse a través de la razón. En eso su película se parece a los trabajos de algunos de sus compatriotas, como Yakuza Apocalipse (2015), de Takashi Miike, o Big Man Japan (2007) y, sobre todo, Símbolo (2009), ambas de Hitoshi Matsumoto. Con ellas comparte una gran capacidad para poner en escena complejas estructuras simbólicas, a las que es preferible buscarles un sentido no tanto desde la lógica, sino más bien a través de la poética.

Como suele ocurrir en buena parte de la narrativa oriental contemporánea, Homúnculo atraviesa distintas etapas, cada una dueña de sus propias reglas. Si el comienzo de la película se encuentra anclado en lo fantástico, para luego derivar hacia una comedia cuya receta incluye buenas medidas de absurdo y psicoanálisis al paso, el último tercio se tiñe de melodrama. La inclusión de una subtrama romántica le permite a Shimizu desviar la trayectoria del relato hacia un terreno que tiene tanto de tragedia griega, como de telenovela mexicana. Una combinación en la que es imposible no percibir ciertos rasgos de humor, pero que el cineasta se toma bien en serio. Sin embargo, por ese camino la película pierde un poco de esa opción por el delirio que la hacían una propuesta estimulante. Así, Homúnculo resigna parte de su poética, volviéndose más grave, abrumada por el empeño de encontrarle una salida más convencional a su propio laberinto de sentidos, que hasta ahí construyó sin tanta preocupación.  

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

lunes, 26 de abril de 2021

CINE - Oscar 2021, 93° ceremonia de entrega: Premios que llegan después de la muerte

Este año las candidaturas a los Oscar incluyen un hecho infrecuente: la elección de un actor fallecido en los rubros dramáticos. Se trata de Chadwick Boseman, a quien el reconocimiento póstumo le llegó por su rol en La madre del blues, de George C. Wolfe. Ahí compone un trompetista díscolo que integra la banda de Ma Rainey, pionera del blues. La decisión es tan excepcional, que solo fue merecida antes por otros seis actores, todos varones. El gesto suele combinar el reconocimiento genuino a la labor de los fallecidos, con la intención deliberada de generar un momento de alta tensión emotiva durante la ceremonia de entrega. ¿Pero quiénes son los actores que precedieron a Boseman en esta particular categoría? 

El más reciente, y tal vez por eso el más recordado, es el australiano Heath Ledger, fallecido en enero de 2008, quien un año más tarde no solo fue reconocido con una nominación, sino que además terminó recibiendo el Oscar gracias a su magnética interpretación del Guasón en El caballero de la noche, de Christopher Nolan. Ledger había sido nominado apenas tres años antes como protagonista de la también recordada Secreto en la montaña, dirigida por el taiwanés Ang Lee. Pero Ledger no fue el único de este grupo, tristemente selecto, en llevarse el premio después de muerto.

El británico Peter Finch, que también murió un mes de enero pero de 1977, es recordado por la efectiva elegancia con que solía interpretar a los personajes que le encomendaban. Imposible olvidar sus trabajos en The Trials of Oscar Wilde, donde interpreta al gran escritor irlandés, o el protagónico de Dos amores en conflicto, por el que recibió su primera nominación en 1972. La segunda le llegó poco después de muerto, por el rol principal en la recordada Poder que mata, de Sidney Lumet, clásico del cine ambientado en el universo del periodismo. 

En 1985 otro inglés fue nominado en el rubro de Mejor Actor de Reparto tras su muerte. Se trata de Ralph Richarson, quien recibió su segunda candidatura en esta categoría por su trabajo en Gresystoke, la leyenda de Tarzán, donde interpreta al abuelo noble del hombre mono. Richarson había recibido la primera 35 años antes, por su labor en La heredera, de William Wyler.

La década de 1990 también tuvo su candidato póstumo. Se trata de Massimo Troisi, actor italiano que se volvió inmortal interpretando a Mario, un cartero al que el poeta Pablo Neruda le ayuda a escribir cartas románticas para seducir al amor de su vida, en la emotiva El cartero, de Michael Radford. Por ese papel Troisi fue nominado en el rubro protagónico en 1995. Pero además recibió una segunda candidatura post mortem, ya que también fue uno de los responsables de adaptar El cartero de Neruda, novela del chileno Antonio Skármeta en la que se basa la película, cuyo libreto integró la categoría de Mejor Guión Adaptado. 

Spencer Tracy es una leyenda del Hollywood clásico, recibiendo nueve nominaciones en su carrera, todas como actor protagónico. Tracy ganó el premio dos años consecutivos: en 1938 por Capitanes intrépidos y en 1939 por Con los brazos abiertos, donde interpreta al cura Flanagan, uno de sus personajes icónicos. La última nominación llegó tras la muerte, en 1968, por ¿Sabes quién viene a cenar?, clásico del cine sobre la segregación racial en Estados Unidos, dirigido por Stanley Kramer.

Queda para el final el auténtico mito de los reconocimientos póstumos en Hollywood: James Dean. Muerto de forma trágica en un accidente de autos en 1955, a los 24 años, él es el único de esta lista en recibir dos nominaciones post mortem como actor protagónico. La primera fue en 1956 por Al este del paraíso y la segunda por Gigante, incluida entre los candidatos de 1957. Contrario a lo que podría pensarse, Dean no recibió nominaciones por su trabajo en Rebelde sin causa, el título por el que más se lo recuerda y que también fue estrenado tras su muerte.  

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

CINE - Oscar 2021, 93° ceremonia de entrega: Viejos son los trapos

“Viejos son los trapos”, reza un epigrama muy popular, habitualmente utilizado para ilustrar que nunca se es demasiado grande para proponerse objetivos y hasta para alcanzar aquellas metas a las que el paso del tiempo parece volver imposibles. Y si no hay que preguntarle a Sir Anthony Hopkins, que con su nominación a Mejor Actor Protagónico por su papel en El padre no solo recibía su sexta postulación, sino que, si de ganar esta noche se convertiría en el actor más viejo en alzarse con un Oscar en cualquiera de las cuatro categorías dedicadas a la actuación, proeza que finalmente consiguió. Nada mal para un viejito de con 83 años y 115 días.

De esta manera, Hopkins desplazó por mucho a Henry Fonda, quién desde 1981 ostentaba el título del actor más viejo en ganar una estatuilla como actor protagónico, con 76 años y 317 días, por su trabajo en La laguna dorada. Pero además superaró al canadiense Christopher Plummer, que en 2011 ganó como Mejor Actor de Reparto por su trabajo en Beginners, así se siente el amor, cuando tenía 82 años y 75 días, que hasta ayer lo convertían en el actor más viejo sin distinción de género en recibir un Oscar. 

Curiosamente, ese año Plummer competía contra el sueco Max von Sydow, quien era siete meses mayor que y estaba nominado por el film Tan fuerte y tan cerca. Von Sydow ostentó el record del nominado más longevo durante algunos años, hasta que fue superado por Rober Duvall, quien con 84 años y 10 días fue nominado en 2014 por su papel en El juez. Hasta que en 2018 el propio Plummer volvió a romper todos los calendarios. Fue gracias a su nominación como actor de reparto por su papel del millonario Paul Getty en Todo el dinero del mundo. Cuando se anunció su candidatura, el actor nacido en Toronto tenía 88 años y 41 días. 

Entre las mujeres también hay señoras con muchas pilas. Jessica Tandy es quien recibió el premio a Mejor Actriz con mayor edad. Fue en 1989 por su recordada performance en Conduciendo a Miss Daisy: tenía 80 años y 292 días. Por su parte, a la francesa Emmanuelle Riva le corresponde ser la mayor entre las nominadas en esa misma categoría. Lo consiguió en 2012 gracias a su papel en el drama Amour, de Michael Haneke. Le faltaba un poco más de un mes para cumplir 86 años. Un dato: en esa película Riva interpretaba a una mujer con Alzheimer, la misma enfermedad que padece el personaje de Hopkins en El padre

En el apartado Mejor Actriz de Reparto las recordwoman son Peggy Ashcroft y Gloria Stewart. La primera se llevó su Oscar en 1984 por su trabajo en Pasaje a la India, cuando tenía 77 años y 93 días. La segunda debió conformarse con su nominación de 1997 por interpretar a la viejita inolvidable de Titanic: por entonces tenía apenas 87 años y 221 días.  

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

CINE - Oscar 2021, 93° ceremonia de entrega: Hollywood ama a los directores extranjeros

A lo largo de las últimas diez ediciones de los Premios Oscar, solo un cineasta estadounidense fue premiado como Mejor Director. El extraño mérito le corresponde a Damien Chazelle por el premio recibido en 2017 por el musical La La Land. Chazelle, que por entonces tenía solo 32 años, se convirtió en el director más joven en ganar la categoría. Sin embargo, nada oculta el hecho de que los cineastas extranjeros se han vuelto los favoritos de la Academia de Hollywood. Un dato que quedó confirmado con el premio que esta noche recibió la directora china Chloé Zaho, por su película Nomadland.

En la última década fueron premiados tres cineastas mexicanos, que se repartieron cinco estatuillas al Mejor Director. Alfonso Cuarón y Alejando González Iñárritu ganaron dos cada uno: el primero por Gravity (2014) y Roma (2019); el segundo por Birdman (2015) y El renacido (2016). La restante fue para Guillermo del Toro en 2018, por La forma del agua. A ellos se les suma el británico Tom Hooper, premiado en 2011 por El discurso del Rey; el francés Michel Hazanavicius, que dio el golpe en 2012 con su película muda El artista; el taiwanés Ang Lee, que ganó en 2013 por Una aventura extraordinaria. Y el surcoreano Bong Joon-ho, que el año pasado se alzó con su Oscar por Parasite. Zaho es la nueva incorporación de esta lista

Este año el quinteto de directores nominados incluía a tres nacidos fuera de los Estados Unidos y solo a dos naturales del país del norte. Una de las grandes intrigas de la noche pasaba por saber si la Academia confirmaría su preferencia por los extranjeros (lo hizo), o si finalmente le entregaría el premio de Mejor Director a uno de sus compatriotas. Que por cierto la tenían bien difícil, en vista de que la gran favorita de todo el mundo para quedarse con ese Oscar fue siempre la directora china, cuya película arrasó con cuanto reconocimiento le pusieron delante en la temporada de premios 2021.

Los otros dos extranjeros eran el danés Tomas Vinterberg y la británica Emerald Fennell, candidatos por sus películas Otra ronda y Hermosa venganza, respectivamente. El primero, que finalmente se llevó el Oscar a Mejor Película en Lengua Extranjera, contaba con el aval de un prestigio amasado sobre todo en festivales europeos y el protagónico de su compatriota, el siempre rendidor y popular Mads Mikkelsen. La segunda, con una película desafiante que aborda de manera extrema muchas de las preocupaciones que expresan los movimientos feministas en la actualidad. Hermosa venganza terminó llevándose uno de los premios a Mejor Guión.

David Fincher y Lee Isaac Chung fueron los dos estadounidenses nominados en este apartado y tienen un infrecuente punto en común que nada tiene que ver con lo cinematográfico: ambos son oriundos de la ciudad de Denver, en el estado de Colorado. Más allá de eso, sus trabajos no pueden ser más distintos. Fincher era además el único de los cinco candidatos nominado en ediciones anteriores. Sin embargo todo indicaba que este tampoco sería su año y solo restaba ver cuántas de las diez nominaciones que acumulaba su película Mank acababan convertidas en Oscar. Finalmente fueron solo dos, convirtiendo a Fincher y a Mank en los grandes derrotados de la noche. Incluso Minari, la película de Chung, parecía tener más posibilidades en la previa, al menos en algunas de las categorías principales. De hecho, la actriz surcoreana Youn Yuh-jung terminaó ganado la estatuilla correspondiente al rubro Mejor Actriz de Reparto. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

CINE -Oscar 2021, 93° ceremonia de entrega: Anthony Hopkins, el actor más viejo en ganar un Oscar

El premio al Mejor Actor Protagónico, que la Academia del cine estadounidense acaba de entregar en la 93° ceremonia de los Oscar, excede por mucho el mero reconocimiento para Anthony Hopkins por su labor en el duro, intrincado y lacrimógeno drama El padre, dirigido por el francés Florian Zeller. Es también una ovación más que merecida para una verdadera leyenda viva, una de las pocas que le quedan al cine contemporáneo. Pero sobre todo parece un gesto auto celebratorio de la industria dedicada a fabricar sueños (y en este caso también pesadillas), el cine mismo aclamando a una de sus creaciones más dilectas. Porque así como es mucho lo que Hopkins le dio al cine, de ningún modo es menos de lo que este talentoso -y a veces un poco chanta- actor inglés de casi 84 años recibió del cine. Que entre otras cosas le habilitó la posibilidad de convertirse en el mito que es hoy.

Este segundo Oscar le llega a Hopkins a casi 30 años de haber recibido el primero, aquel que le entregaron en 1992 por el papel que le permitió pasar de ser un actor prestigioso a una verdadera estrella: Hannibal Lecter, el intimidante doctor caníbal de El silencio de los inocentes. Un triunfo que le deja el regalo adicional de convertirse en el actor más viejo en recibir uno de esos hombrecitos dorados, superando a Henry Fonda y a Christopher Plummer, quienes hasta ahora ostentaban ese record en los rubros de actor protagónico y de reparto, respectivamente.

En el medio hubo otras cuatro nominaciones, dos de ellas en la categoría de actor protagónico (Lo que queda del día, en 1994, y Nixon, en 1996) y otras dos como actor de reparto (por Amistad, en 1998, y Los dos papas, el año pasado). Estas seis películas representan una muestra poderosa de su trabajo, pero de ningún modo alcanzan a condensar la real magnitud de la obra de toda su vida como actor. Una trayectoria inabarcable, que en el territorio de la producción audiovisual ya acumula 61 años.

Hopkins debutó en el cine en 1967, cuando tenía 30 años, con un papel menor en una película menor: The White Bus, de Lindsey Anderson. Pero le bastó apenas un año para pasar a las grandes ligas: en 1968 fue coprotagonista de Peter O’Toole y Katherine Hepburn en El león de invierno, de Anthony Harvey. Ya en 1971 se hacía cargo de su primer protagónico en When Eight Bells Toll, donde interpreta a Philip Calvert, un agente secreto muy británico, copiando todo lo posible el ya por entonces muy exitoso modelo de James Bond. En los ‘70 trabajó a las órdenes de directores como Richard Lester, Robert Wise y Richard Attemborough en tres ocasiones. Y los ‘80 empezaron con uno de los roles protagónicos en la extraordinaria y exitosa El hombre elefante, segunda película de David Lynch. Y los ‘90 con Horas desesperadas, dirigida por el entonces casi olvidado Michael Cimino y coprotagonizada por un todavía joven y hermoso Mickey Rourke.

El Oscar por El silencio de los inocentes intensificó su vínculo con el cine, multiplicando sus incursiones en la pantalla grande. Aunque no siempre en proyectos a la altura: alcanza con recordar sus gruesas interpretaciones en las insoportables Leyendas de pasión (1994) o ¿Conoces a Joe Black? (1998), ambas convertidas en éxito de boleterías gracias a la participación de la todavía juvenil estrella Brad Pitt. Pero también tuvo trabajos memorables. Entre ellos se pueden mencionar La mansión Howard (James Ivory, 1992) o el Drácula de Coppola, donde interpreta al doctor Van Helsing, némesis del conde vampiro. Volvió a trabajar con Attemborough en Tierra de sombras (1993) y con Ivory en Picasso (1996), donde personifica al gran pintor malagueño.

Ya en el siglo XXI la cantidad de títulos en su filmografía se acelera, pero también se polariza la calidad de los proyectos en los que elige participar. Eso podría explicar por qué entre su cuarta y quinta nominación pasaron nada menos que 22 años. En el medio interpretó un par de veces más a Lecter, a Alfred Hitchock, al fundador de la cervecería Heineken y a Odín, padre de Thor, entre las varias decenas de personajes que compuso a lo largo de las últimas dos décadas. Sus trabajos como el papa emérito Joseph Ratzinger en Los dos papas y sobre todo su impresionante trabajo en El padre que le valió su segundo Oscar, permiten reencotrarse con una parte de lo mejor de la larga (y mítica) carrera del gran Anthony Hopkins. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

CINE - Oscar 2021, 93° Ceremonia de entrega: Frances McDormand, una tierna de piel dura

Es probable que la joven actriz Frances McDormand no tuviera ni idea del paso enorme que estaba a punto de dar cuando a comienzos de la década de 1980 aceptó protagonizar un policial bastante violento. Era la opera prima que habían escrito e iban a dirigir dos hermanos oriundos de Minneapolis, a quienes no conocía nadie. Claro que ella también era una perfecta desconocida: tenía menos de 25 años, su perfil natural no encajaba con los incómodos estándares de belleza de Hollywood y, sobre todo, era la primera vez que se ponía frente a una cámara de cine. 

Cuando la película se estrenó en 1984 con el título de Simplemente sangre fue un éxito, en la dimensión modesta en que pueden ser exitosas las películas independientes. Aun así, fue como si el mundo se pusiera patas para arriba. Aquellos directores ignotos de golpe se convirtieron en los promisorios hermanos Joel y Ethan Coen. Y aunque Frances seguía lejos de calzar en el molde de una estrella, empezó a ser mirada bien de cerca por los buscadores de talento, que es lo que a ella le sobraba. Hoy, 37 años después de aquel comienzo, McDormand acaba de ganar su tercer Oscar como Mejor Actriz Protagónica por su trabajo en Nomadland. 37 años después, Frances demuestra que le sigue sobrando talento.

Dueña de un perfil infrecuente que la aleja de los papeles glamorosos, McDormand construyó su carrera en base a interpretar a mujeres duras y obstinadas, que no le temen a apretar los dientes o a mostrarlos cuando hace falta. Pero siempre dueñas de una gran ternura que, sin embargo, se empecinan en ocultar. Todas las criaturas que integran su galería de personajes, incluida Fern, la solitaria trotamundos de Nomadland, habitan el mismo universo. Uno que es áspero y no muestra clemencia; en el que todos los días amanecen bajo una luz pesada y opaca que se mete por los ojos como una trompada; y en el que, como el título de una película de sus amigos los Coen, no hay lugar para los débiles. Y tanto Fern, como Mildred en 3 anuncios para un crimen (2017); igual que Marge, la policía de Fargo (1996); o Glory, la obrera metalúrgica de Tierra Fría (2005); o la señora Pell en Mississippi en llamas (1988); e incluso Ellaine, la madre sobreprotectora de Casi famosos (2000): todas viven en ese mundo en el que una mujer no puede descuidarse y debe velar por sí misma y por los suyos.

Su relación con los Coen fue larga y fructífera, participando de casi todas las películas que conforman la etapa inicial de su filmografía. Integró los elencos de Educando a Arizona (1987), De paseo a la muerte (1990), Barton Fink (1991) y Fargo. Tras recibir su primer Oscar por su rol protagónico en esta última, McDormand solo volvió a trabajar con los hermanos un par de veces más: en El hombre que nunca estuvo (2001) y en la comedia de 2008 Quémese después de leer. El quipo volvió a reunirse recientemente para una versión de Macbeth dirigida por Joel Coen, que actualmente se encuentra en post producción. En ella McDormand será, claro, Lady Macbeth, haciendo dupla con Denzel Washington, quien estará a cargo del shakespeareano príncipe escocés.

A partir de los ’90, empujada por su nominación como actriz de reparto por Mississippi en llamas en 1989 y, sobre todo, por el Oscar de Fargo, los servicios de McDormand comenzaron a ser requeridos por directores de renombre, pero también por jóvenes talentos. Trabajó para Ken Loach en Agenda oculta (1990) o para Robert Altman en la coral Ciudad de ángeles. Pero también para el ascendente Sam Raimi, en la oscuramente festiva La fiesta del crimen (1985) y Darkman, el hombre sin rostro (1990). En 2001 una nueva nominación como actriz de reparto, esta vez por Casi famosos, de Cameron Crowe, le da un renovado impulso a su carrera. Trabajó con Jack Nicholson y Diane Keaton en la exitosa Alguien tiene que ceder (2003), de Nancy Meyers y en 2005 llega la tercera nominación por un papel de reparto, por Tierra Fría, de Niki Caro. 

Fue parte el elenco de Amigos con dinero (2006), de Nicole Holfcener; trabajó para el italiano Paolo Sorrentino en Este es mi lugar (2011), y fue parte de blockbusters como Transformers: el lado oscuro de la luna (2011), de Michael Bay y de la animada Madagascar 3, donde le puso la voz a una artera agente francesa de sanidad animal. En 2012 comenzó su colaboración con Wes Anderson, participando de las películas Un reino bajo la luna e Isla de perros (2018), estirando la relación a una tercera película, The French Dispatch, de inminente estreno en la edición 2021 del Festival de Cannes. 

En 2017 McDormand volvió a alcanzar la gloria de los Oscar, llevándose una vez más el de actriz protagónica por su trabajo en Tres anuncios para un crimen, tercera película del británico Martin McDonagh. Su papel de madre abnegada que busca justicia para su hija asesinada se convirtió en todo un símbolo en tiempos de #MeToo y #NiUnaMenos. De eso a este tercer premio Oscar, una vez más por un rol central, hubo poco menos que un suspiro. Con su tercera estatuilla en la repisa, McDormand empieza a meterse en el territorio de lo mítico. Con ella alcanza e incluso supera (al menos en términos estadísticos) a una leyenda como Ingrid Bergman y a un mito viviente como Meryl Streep, que también acumulan tres Oscar cada una, aunque en ambos casos uno corresponde a la categoría de reparto, de trascendencia mucho menor. Además McDormand quedó a solo una estatuilla de Katherine Hepburn, verdadero ícono de la cultura estadounidense, que con cuatro triunfos en la máxima categoría es la intérprete más ganadora en la historia de los premios, sin distinción de sexo. Pero tranquilos, que a McDormand todavía le queda mucho talento por compartir. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

CINE - Oscar 2021, 93° ceremonia de entrega: Curiosidades y números en las categorías de actuación

Las cuatro categorías que reparten premios entre actores y actrices suelen ser las más esperadas en la ceremonia de los Oscar, las populares estatuillas que son marca registrada de la Academia del Cine estadounidense. Y es lógico: son las estrellas las que hacen brillar a Hollywood. Las nominaciones de 2021 esconden varias curiosidades.

De los 20 nominados de este año, 15 enfrentan a la posibilidad de ganar su primera estatuilla, pero solo cuatro han recibido nominaciones previas. El caso más extraordinario es el de Glenn Close, verdadera leyenda contemporánea, que sin embargo nunca recibió un Oscar a pesar de haber sido nominada en siete ocasiones. Tal vez la octava, por su labor de reparto en Hillbilly, una elegía rural, sea la vencida. En cambio, Carey Mulligan y Daniel Kaluuya van por su primera revancha. La británica, que fue nominada en 2010 por Una educación, hoy espera ser reconocida por su rol estelar en Hermosa Venganza. Por su lado, el afroamericano es uno de los favoritos a llevarse el premio de reparto por su trabajo en Judas y el Mesías negro, luego de la nominación que recibió en 2018 por su protagónico en ¡Huye! El caso del inglés Sacha Baron Cohen, que también aspira al Oscar de reparto por El juicio de los 7 de Chicago, es distinto. Su única nominación previa, en 2007, fue por su trabajo como guionista de la comedia Borat, rubro en el que este año vuelve a estar ternado justamente por la secuela de aquella película.

La lista de posibles ganadores de su primer Oscar se completa con los once debutantes. Entre los nominados por papeles protagónicos se encuentran el británico Riz Ahmed, por El sonido del metal; el fallecido Chadwick Boseman, por La madre del blues; y el surcoreano Steven Yeun por Minari. En la misma categoría, pero femenina, aparecen Andra Day, por Los Estados Unidos contra Billie Holiday y la inglesa Vanessa Kirby por Fragmentos de una mujer. El grupo se completa por las nominadas y nominados por roles de reparto: la búlgara María Bakalova por la secuela de Borat; Amanda Seyfried por Mank; la también surcoreana Youn Yuh-jung, por Minari; Leslie Odom Jr por Una noche en Miami; Paul Raci por El sonido del metal y Lakeith Stanfield por Judas y el Mesías negro

Los nominados que aspiran a recibir su segundo Oscar son cuatro, tres de ellos británicos: el legendario Anthony Hopkins, que llega a su sexta nominación y ganó el premio en 1992 por interpretar al doctor Lecter en El silencio de los inocentes; Gary Oldman, que va por la tercera nominación y fue premiado en 2018 por darle vida a Winston Churchill en La hora más oscura; y Olivia Colman, que recibió el suyo en 2019 por representar a la reina Ana de Inglaterra en La favorita. Esta es su segunda nominación. La única estadounidense que va por su segundo Oscar es Viola Davis, quien en 2017 ya ganó uno por su trabajo en Fences, en la última de sus tres nominaciones previas.

Mención aparte merece Frances McDormand, que esta noche podría ganar su tercera estatuilla como actriz protagónica. De lograrlo, alcanzaría y hasta superaría a una leyenda como Ingrid Bergman y a un mito viviente como Meryl Streep, que acumulan tres Oscar cada una, aunque en ambos casos uno corresponde a la categoría de reparto, de trascendencia mucho menor. Además McDormand quedaría a solo uno de Katherine Hepburn, un ícono de la cultura estadounidense, que con cuatro triunfos en la máxima categoría es la intérprete más ganadora en la historia de los premios, sin distinción de sexo. 

Varios de los títulos nominados toman como excusa dramática circunstancias históricas, hecho que deriva en que ocho de los candidatos interpreten a personajes reales. Entre ellos, hay cinco artistas: la actriz Marion Davies (Seyfried); el guionista Herman Mankiewicz (Oldman), y tres músicos (la leyenda del jazz Billie Holiday, interpretada por Day; la precursora del blues Ma Rayney, compuesta por Davis y el cantante de soul Sam Cooke, representado por Odom Jr.). A ellos se suman dos activistas sociales: Abbie Hoffman, interpretado por Baron Cohen, y el joven líder de los Panteras Negras Fred Hampton, compuesto por Kaluuya. Cierra la lista el espía Bill O’Neal, representado por Stanfield. 

Uno de los detalles más notorios de la edición 2021 de los Oscar es la variedad de minorías reflejada en las nominaciones, ya que nueve de los 20 actores pertenecen a etnias que rompen la histórica hegemonía blanca. La minoría mayoritaria es, claro, la negra, representada por Davis, Boseman, Day, Kaluuya, Stanfield y Odom Jr. A estos seis se suman los orientales Yeun y Youn y el británico de ascendencia pakistaní Ahmed. No existe la misma amplitud en materia de diversidad de géneros: el único personaje que le escapa a la lógica binaria es el de Viola Davis. 

 Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

CINE - Oscar 2021, 93° ceremonia de entrega: Actrices y actores favoritos camino al Oscar

Este año hay dos candidatos muy claros a triunfar en las ternas de actor y actriz protagónicos, las más prestigiosas en el rubro de la actuación. La gran aspirante a quedarse con la estatuilla de Mejor Actriz Protagónica es Frances McDormand, por su papel en Nomadland. Favoritismo que no solo se apoya en otro gran trabajo de la interprete estadounidense, sino en el hecho de que tanto la película como su directora, la china Chloé Zaho, también son las principales aspirantes a triunfar en sus categorías. De cumplirse el augurio, McDormand sumaría la friolera de tres Oscar como actriz protagónica en seis nominaciones (las otras tres fueron como actriz de reparto). Sus dos triunfos anteriores llegaron en 1997 y 2018, como consecuencia de sus trabajos en Fargo y Tres anuncios para un crimen. Además, esta noche McDormand podría llevarse el Oscar a la Mejor Película, ya que también es una de las productoras de Nomadland, hecho que la convierte en la primera actriz en recibir una doble nominación de este tipo.

Por el lado de los hombres, quien parece llevar una cómoda delantera es Chadwick Boseman, protagonista de La madre del blues, un favoritismo que se alimenta de factores extra cinematográficos. Es que Boseman murió víctima del cáncer en agosto de 2020, unos meses antes del estreno de la película vía Netflix. A eso se suma que el actor había logrado convertirse en un símbolo para la comunidad negra, gracias a su interpretación del superhéroe Pantera Negra en la película homónima, que de forma inesperada se convirtió en una de las más taquilleras de la historia. Ambos elementos potencian el peso de su actuación, intensa pero decididamente pasada de rosca, convirtiéndolo en el depositario ideal para uno de esos gestos de sensiblería y corrección política que tanto le gustan a la no menos sobreactuada familia de Hollywood.

Aunque hay otras buenas actuaciones en la categoría de Mejor Actor Protagónico, como las del británico Riz Ahmed y su baterista sordo en El sonido del metal; el coreano Steven Yeun en Minari o el siempre efectivo y también británico Gary Oldman en Mank, hay un solo candidato que a priori parece hacerle sombra a Boseman. Se trata del inoxidable Anthony Hopkins (otro británico), que se luce interpretando a un anciano con Alzheimer en ese tour de forcé que es El padre, film capaz de deshidratar a más de un espectador a fuerza de exprimirle las lágrimas. Esta también es la sexta nominación para Hopkins, quien se llevó su único Oscar en la primera de ellas, por El silencio de los inocentes en 1992.

Algo similar ocurre en la categoría femenina con Viola Davis, protagonista de La madre del blues, que parece la única adversaria de peso para McDormand. Su interpretación de Ma Rainey, pionera del blues, es lo mejor que tiene una película signada por excesos de todo tipo. Esta es la cuarta nominación para Davis, quien ya tiene en su casa el Oscar como actriz de reparto que ganó en 2017 por Fences. De las otras tres candidatas, la que parce tener todavía un poco de resto para pelearle a las favoritas es la inglesa Carey Mulligan, por su trabajo en Hermosa venganza; un poco por su desempeño y otro poco por la temática de un film que se atreve a tomar riesgos para poner en escena la agenda feminista. Las últimas candidatas son Andra Ray, por su interpretación de otra prócer de la cultura negra en Los Estados Unidos vs. Billie Holiday, y Vanessa Kirby por Fragmentos de una mujer. Sus candidaturas parecen meramente testimoniales, pero en Hollywood nunca se sabe. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

viernes, 23 de abril de 2021

CINE - "Silk Road: el camino oculto" (Silk Road), de Tiller Russell: Gangsta digital

Perteneciente al subgénero del ciberpolicial (o ciberthriller, si es que cualquiera de estas categorías existe), Silk Road: el camino oculto es el segundo largometraje de ficción del estadounidense Tiller Russell, quien ha dedicado el grueso de su filmografía al documental. Una experiencia que rinde frutos en este trabajo, basado en un artículo periodístico publicado en la revista Rolling Stone sobre el caso de Ross Ulbritch, un joven “idealista y emprendedor” que en 2011 creó Silk Road, un mercado online tipo Amazon, pero dedicado solo a la compraventa de drogas. Claro que estas transacciones se realizaban al margen de la ley. Sin embargo, merced la utilización de códigos encriptados y de criptomonedas, Silk Road permitía no solo que los usuarios mantuvieran el anonimato, sino que al mismo tiempo todo el tráfico fuera blanqueado a través del correo que, desconociendo el contenido de los envíos los distribuía de forma legal.

La película divide su atención entre dos personajes en apariencia opuestos. Por un lado Ulbritch, que es presentado como un joven sociable, inteligente y ultraliberal, seguidor de las ideas del economista Ludwig von Mises, uno de los precursores del anarcocapitalismo (o libertarismo) tan en boga. Su sueño es ayudar a potenciar la libertad del individuo, oprimido por un Estado vigilante. Para él, “cada acción que se da fuera del control gubernamental, fortalece al mercado y debilita al Estado”. Y de eso se trata la plataforma que terminará creando: de permitir que cada uno pueda acceder a lo que se le dé la gana (en este caso drogas), sin que el Estado medie como regulador en la fase económica, pero tampoco como policía. 

Su némesis es el agente de la DEA Rick Bowden quien, luego de algunos excesos trabajando como encubierto, es puesto a disposición del área de delitos informáticos. Analfabeto digital, Bowden se enterará de la existencia de Silk Road y comenzará a avanzar en la investigación de modo tradicional, sin que ninguno de sus superiores le preste mayor atención. Pronto ambos personajes trabarán un impensado vínculo, que irá marcando los giros del guión.

Desde lo formal, Silk Road organiza su relato a imagen y semejanza de la cultura digital, abriendo muchas veces pantallas múltiples que remedan la experiencia de la navegación online. De esta forma, Russell tiene la posibilidad de ir suministrando al espectador la abundante información del caso. La experiencia puede por momentos volverse agobiante, pero esa sensación forma parte del recorrido que la película propone, aunque al mismo tiempo también hace que la narración se vuelva rígida y esquemática. Es un acierto que el director haya decidido presentar de forma más empática al criminal que al policía, porque aunque a veces eso derive en aligerar algunas de sus acciones, termina siendo útil para hacer confluir a ambos personajes en un final que los iguala.

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

jueves, 22 de abril de 2021

CINE - "Saint Maud: salvando almas" (Saint Maud), de Rose Glass: Apoteosis del horror cristiano

El vínculo entre cristianismo y horror se encuentra en el origen mismo de ese culto que durante 2000 años signó el devenir cultural de Occidente. Ritos que incluyen devorar la carne y beber la sangre del líder, la idea del mal encarnado en un ser poderoso, los muertos volviendo a la vida o el relato sanguinario de la Pasión son elementos que evidencian el carácter aterrador que habita en el núcleo de la fe cristiana. Tanto es así, que pocos imaginarios son capaces de provocar tanto miedo como el que despliega su iconografía religiosa, la cual, si se la explota de forma adecuada, es capaz de hacer temblar hasta al más ateo. No son pocas las películas se han nutrido de sus imágenes, ideas, escenas o relatos, a tal punto que el grueso de la producción del cine de terror tiene, en menor o mayor medida, algún tipo de vínculo con él. El caso de Saint Maud: salvando almas, ópera prima de la directora británica Rose Glass, es uno de esos en los que el concepto mismo de la pasión (o purificación a través del sufrimiento físico), las epifanías delirantes y la santería conviven para crear uno de los universos más oscuros que se hayan visto en los últimos años.

Maud es una joven solitaria que se desempeña como enfermera particular, luego de que una tragedia con una paciente la tuviera como protagonista, haciendo que perdiera su trabajo en el hospital. Mujer de fuertes convicciones religiosas, Maud sufre una crisis de fe y solo ve oscuridad a su alrededor. Ahora cuida a Amanda, una bailarina y coreógrafa que atraviesa la última etapa de una enfermedad terminal. Ella también tiene una visión desencantada del mundo, aunque su mirada es más nihilista y nada religiosa. De a poco, el cruce se va convirtiendo en una luz de esperanza para ambas, aunque los motivos sean muy distintos para cada una. Amanda encuentra en su acompañante terapéutica una fuerza de la naturaleza, una criatura de una pureza e inocencia que ella ve con ternura y simpatía. Para Maud, en cambio, representa la posibilidad de poner su vida al servicio del dolor ajeno. 

En su primer largometraje, Glass consigue una de las cosas más difíciles de lograr en el cine: construir un universo a partir de un clima que no duda en afirmarse en la base audiovisual. Un ambiente en el que una fotografía que recuerda la luz mórbida de los cuadros de Vermeer o Rembrandt, se articula de manera precisa con una banda de sonido en la que un paisaje sonoro detallista hasta la obsesión se funde con la música, que logra ser intimidante sin abusar de los lugares comunes del género. Sobre ese lienzo se lucen Morfydd Clark y Jennifer Ehle, las actrices a cargo de interpretar a Maud y a Amanda respectivamente, quienes consiguen hacer de ellas dos presencias dolorosamente vívidas. 

Saint Maud es la puesta en abismo a partir de los recursos del cine de terror de algunas de esas historias de mujeres atormentadas que alimentan el martirologio cristiano. Son muchos los puntos de contacto que es posible establecer entre la protagonista y figuras como la de, por ejemplo, Santa Gemma, una chica que a comienzos del siglo XX decía mantener conversaciones con su ángel de la guarda y recibir mensajes directamente de Cristo, pero también afirmaba ser visitada por el Diablo, quien se encargaba en persona de darle terribles golpizas. Todo ello se repite en la vida de Maud, que además encuentra en la ominosa obra del pintor y poeta William Blake un espejo adecuado para sus tormentos.

La forma cadenciosa con que la acción avanza en la película se opone a la fuerza abrumadora de sus imágenes. El recorrido de la protagonista, por su parte, tiene también un correlato visual que queda claro al promediar el drama, cuando una serie de planos invertidos coinciden con la crisis de fe de la pobre Maud. Una advertencia gráfica que parece sugerir la entrada a otra dimensión, otra forma de interpretar las escenas que siguen. Mención especial para la secuencia final del film, una de las más carnalmente aterradoras que el cine haya imaginado. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

domingo, 18 de abril de 2021

MÚSICA - 5 pares de canciones que se llaman igual, pero no pueden ser más distintas

El nombre es uno de los máximos símbolos de la identidad, aquello por lo cual cada individuo se distingue del resto. Una marca personal, como un cartel que todos llevan colgado alrededor del cuello para decirle a los demás “este soy yo”. En el arte pasa lo mismo: el título define a las obras tanto como su contenido, dando lugar a la eterna cuestión del fondo y de la forma. Hay libros y películas cuyos nombres se repiten, esculturas que fueron bautizadas igual o cuadros que tienen el mismo título y sin embargo nadie los confunde. ¿O acaso alguien cree que el Ecce Homo de Caravaggio y el hoy mucho más célebre Ecce Homo de Borja son lo mismo? 

Pero el territorio artístico que produce más tocayos es el de la música popular. Existen largas listas de canciones que llevan el mismo nombre y sin embargo rara vez ese detalle genera desconcierto. Para probarlo, nada mejor que encontrar cinco pares de canciones cuyos autores las hubieran bautizado igual, pero que resultaran inconfundibles. En este caso, cinco grandes éxitos de la canción pop que tuvieran sus homónimos en los territorios estéticamente opuestos del metal, el punk, el hardcore u otros géneros de la música dura, cuyas diferencias están claras ya desde lo sonoro. 

No parece haber opuestos más extremos que los gigantes del pop ABBA y la legendaria banda Black Flag. No solo desde lo musical, sino incluso en lo político, porque mientras el cuarteto sueco es un ícono de la música como entretenimiento, el salvaje combo californiano se volvió una referencia de la contracultura de los ’80 marcados por el ultraconservador sello reaganiano. A pesar de eso, ambas bandas tienen una canción titulada “Gimme, Gimme, Gimme”. La de los suecos se caracteriza por un moderno uso de sonidos sintetizados (la canción pertenece al álbum Voulez-Vous, de 1979) y las dulces voces de Agneta y Frida, mientras que a la de Black Flag la define el tosco rugido de la distorsión y los gritos furiosos de Henry Rollins, marcas registradas de Demage, emblemático disco debut de la banda en 1981. Sin embargo, las dos canciones cuentan historias de hastío y soledad, que sus protagonistas soportan de diferentes modos. Mirando televisión en modo automático y añorando una compañía en el caso de ABBA; con la desesperación de quien ahoga la angustia con el consumo y no sabe si volarse la cabeza, en el de Black Flag. Parece que la música disco y el punk no estaban tan lejos como a primera vista podría imaginarse. Las apariencias engañan. 

En el fondo tampoco son tan distintos Elton John y Glenn Danzig. A pesar de que el primero pueda ser identificado como un solista refinado y luminoso y el segundo como un tipo sombrío y nihilista, ambos pueden ser considerados auténticas primadonnas, uno en el pop y el otro en el heavy metal más oscuro. Sus canciones “Sacrifice” subrayan las diferencias formales, pero también muestran coincidencias temáticas: en ambos casos, es el amor el que implica el sacrificio al que aluden los títulos. La primera es una balada empalagosa que forma parte del disco de 1989 Sleeping with the past, en la que Sir Elton cuenta la historia de “dos corazones viviendo en mundos separados” en donde el amor es “un malentendido mutuo”. En la otra, editada dentro del disco homónimo de 1996, el motor es un deseo posesivo que pretende tener todo del otro hasta volverlo algo propio, una historia acorde a la estética sadomaso que siempre cultivó el patovica Danzig. 

La noche es el vehículo que une la leyenda del soul Lionel Ritchie, convertido durante los ’80 en megaestrella del pop, con los rockeros Blue Cheer, banda de culto de los ’60, pero de gran influencia en el surgimiento del heavy metal y varios de sus subgéneros. Ambos grabaron canciones tituladas “All night long”. Editada en el disco Can’t slow down de 1983, la de Ritchie es una invitación a unirse en el rito colectivo de la fiesta y la danza, dejando atrás los problemas. Como la de Black Flag, pero con un tono inocente y ligero, la de Ritchie parece proponer una forma distinta de evasión en plena era Reagan. La de los Blue Cheer, en cambio, es una típica oda al amor libre propio de la cultura hippie (la canción se editó como simple en 1969). Ahí el narrador le promete a su chica que va a amarla “hasta que la luna se vuelva negra” y “el sol se vuelva azul”. Psicodelia pura.

En su canción “Ashes to Ashes”, incluida en el disco de 1980 Scary Monsters, David Bowie realiza un relato desencantado y paranoico que contrasta con el clima pop que despliega su melodía. Ahí, entre otras cosas, el emblemático Mayor Tom, héroe de la mucho más popular “Space Oddity” (1969), es acusado de haberse convertido en drogadicto. En cambio, en el tema homónimo de Faith No More no hay ambigüedades: su letra es tan oscura como su música. Cantada en primera persona por la camaleónica voz del extraordinario Mike Patton, acá también se cuenta una historia de desamor que tal vez solo tenga lugar dentro de la cabeza de su protagonista. La canción, que atraviesa los más variados climas y paisajes sonoros, estalla en un estribillo bien eléctrico que eriza la piel. El tema pertenece al notable disco Album of the Year (1997).

“Imitation of life” es el título que eligieron los thrasheros neoyorquinos Anthrax y los héroes el rock independiente REM para sus canciones incluidas en los discos Among the living (1987) y Reveal (1991), respectivamente. A pesar de que una suena como una locomotora fuera de control y la otra es una balada bailable que esconde su melancolía detrás de una alegría ilusoria, ambas hablan justamente de la forma en que las apariencias engañan. Igual que estas canciones bautizadas con el mismo nombre, pero que en el fondo son muy distintas. O no tanto.

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.

viernes, 16 de abril de 2021

CINE - "Yo soy Durán" (I am Durán), de Mat Hodgson: Manos de Piedra, retrato incompleto de un mito

Hay una pregunta que surge incluso antes de sentarse a ver Yo soy Durán, documental que aborda la vida y la carrera deportiva del boxeador panameño Roberto Durán, conocido por el alias elocuente de Manos de Piedra: ¿tiene el cine la facultad de retratar a una leyenda? No se trata solo de si una película es capaz de contar una vida o enumerar los logros de una persona a lo largo de ella, sino de capturar en un relato cinematográfico los ingredientes pasionales, místicos y culturales que se yuxtaponen en el surgimiento de un mito. Más aún en aquellos surgidos del ámbito deportivo, donde todo eso suele estar potenciado por asuntos que rozan lo irracional. No hay que buscar mucho ni ir muy lejos para dar una respuesta afirmativa. Alcanza con recordar el retrato certero y emotivo que el cineasta inglés Asif Kapadia realizó de Diego Maradona en Maradona (2019) o el que antes hizo del brasileño Ayrton Senna en el documental Senna (2010). Es cierto: los títulos no son el fuerte de Kapadia. Pero sus películas son asombrosas. En ellas urde con delicada inteligencia tramas en las que el archivo se monta con la biografía coral haciendo surgir lo esencial: el carácter humano de seres que fueron convertidos en dioses. Algo a lo que el también británico Mat Hodgson no logra acercarse del todo en su retrato de Durán.

Si la película no lo consigue en parte es por una cuestión formal: la intromisión permanente de las cabezas parlantes, cuyo exceso invita a pensar que el director repudia el concepto de voz en off. Pero también por el modo simplista con que la vida del boxeador es puesta en paralelo con la historia de Panamá. Es cierto, como dice el periodista John Dinges, que “los héroes culturales son particularmente importantes en tiempos de disturbios políticos”. Alcanza con pensar en los goles de Maradona a los ingleses poco después de la Guerra de Malvinas. Y también en la figura de Durán, cuyas antológicas peleas con Sugar Ray Leonard coincidieron con la disputa de su país con los Estados Unidos por la soberanía sobre el canal de Panamá. Y si bien Yo soy Durán no solo menciona con acierto ese y otros datos oportunos que vinculan su carrera deportiva con la cronología histórica del país, acaba construyendo con eso un relato algo esquemático.

Nada de lo anterior significa que la película carezca de valor. Por el contrario, Yo soy Durán aporta un caudal de testimonios de primer nivel. Desde sus más grandes rivales, como el propio Leonard o Marvin Hagler, al exdictador panameño Manuel Noriega, pasando por los promotores Don King y Bob Arum o los actores Robert De Niro y Sylvester Stallone. Todas las voces, todas, se rinden ante el mito. Y por supuesto, la del propio Durán, que recuerda en primera persona su intensa vida personal y deportiva, repleta de cumbres y abismos que lo convirtieron en uno de los boxeadores más notables de la historia. Ahí está para probarlo el abundante material de archivo que, en este caso sí, Hodgson maneja muy bien. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

domingo, 11 de abril de 2021

LIBROS y CINE - Pinocho y sus adaptaciones al cine: Variaciones sobre un muñeco de madera

El estreno en salas de una nueva versión del clásico de la literatura infantil Pinocho, dirigida por el italiano Matteo Garrone, puede ser útil para reflexionar acerca de los valores de la obra creada a finales del siglo XIX por Carlo Collodi y el vínculo que la misma estableció con el cine, el joven arte nacido apenas unos años después de que el autor italiano publicara las aventuras de su hoy célebre marioneta animada. Porque fue el cine, con el estreno en 1940 de la versión de Walt Disney, quien se encargó de ampliar la fama del personaje del ámbito europeo a escala global.

La obra de Collodi, editada originalmente en forma de folletín episódico en un periódico infantil llamado Giornale per i Bambini (“diario para chicos”, literalmente), se convirtió en un fenómeno dentro de Italia casi desde la publicación de sus primeros capítulos, en 1881. Tan grande fue el impacto provocado por el personaje, que el autor tuvo que resucitarlo “a pedido del público”, tras haberlo matado en un episodio que hoy es apenas uno de los puntos de giro intermedios dentro de la extensa novela. El episodio de la muerte de Pinocho, que se desarrolla en el capítulo 15 de los 35 que tiene la obra de Collodi, es uno de los más tremendos dentro de una novela llena de momentos en los que la crueldad abunda.

Tan impactante es la escena, que no solo fue expurgada de la canónica versión Disney, sino que ninguna de las adaptaciones posteriores –incluida la de Garrone, mucho más fiel al original— se ha atrevido a reproducirla con todos sus macabros detalles. En dicha escena, el muñeco viviente (que a los efectos narrativos es un niño, algo que es importante no olvidar) es perseguido por los personajes de Zorro y Gato, dos lúmpenes empujados a la marginalidad debido a la extrema pobreza, para robarle cuatro monedas. Debe decirse en este punto que la obra de Collodi funciona como un fresco social que pinta un paisaje muy preciso de las clases bajas en la Italia de su época. Al ser alcanzado por los criminales, Pinocho se mete las monedas en la boca para evitar que se las quiten. Entonces los asaltantes lo apuñalan en los riñones, pero como él es un muñeco de madera las cuchilladas solo consiguen astillarlo un poco. Cansados de luchar, Zorro y Gato deciden ahorcarlo colgándolo de un árbol para hacerle abrir la boca.

La muerte de Pinocho introduce una serie de elementos que remiten a la iconografía cristiana, ausentes en la adaptación de Disney, pero que tanto el film de Garrone como una versión previa, dirigida en 2002 por el también italiano Roberto Benigni (famoso por dirigir y protagonizar La vida es bella en 1997), se encargaron de recuperar de forma parcial. De hecho, toda la escena de la persecución y el asesinato del personaje tiene en el libro no pocas coincidencias con las estaciones del Vía Crucis, incluyendo la lanza en el costado o los dos ladrones. Y hasta las últimas palabras del protagonista antes de morir colgado (“¡Oh, Padre mío! Si estuvieras aquí…”) se asemejan a las de Cristo en la cruz (¡Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?”).

El final del episodio marca también la entrada formal en escena de la famosa Hada Azul que, si bien no es la responsable de animar al muñeco como en la versión de Disney, tendrá mucho que ver con su “resurrección”. Y será además la que baje su cadáver del árbol en el que fue colgado, una acción que dialoga de manera directa con la escena de La Piedad. A tal punto llega el paralelo entre el Hada y la Virgen, ambas vestidas con un manto celeste, que hasta en la película de Disney su aparición remite a un acto de epifanía. Estos y otros símbolos de clara raíz cristiana son recuperados de forma explícita por la espléndida adaptación realizada por Garrone.

En su libro 50 películas que conquistaron el mundo (Paidós), el crítico de cine Leonardo D’Espósito afirma que Disney realiza un cambio fundamental en su adaptación de la obra de Collodi: el de transformar a su protagonista, que pasa de ser un “pícaro amoral” en el original, a “un inocente que debe aprender el sentido del bien y el mal” en la película. Ambos conceptos, el de amoralidad e inocencia, que aparecen como opuestos si se los aplica a un adulto, no lo son tanto en referencia a la niñez. Sin ir más lejos, Sigmund Freud definió a los niños como “perversos polimorfos”, concepto que si bien en el marco de su teoría refiere a una falta de límites en la búsqueda del placer sexual, también puede ser interpretado como la ausencia de un marco moral preciso. Todo niño es, entonces, un amoral, alguien incapaz de discernir entre lo bueno y lo malo. Eso explica por qué, tanto en el libro como en la película de Garrone, Pinocho, que como se dijo no es otra cosa que un chico, no hace más que aprender a mantener el equilibrio sobre el delgado hilo que a veces separa a una cosa de la otra. Recién cuando aprenda a distinguir lo correcto de lo incorrecto recibirá el premio de convertirse en humano.

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.

viernes, 9 de abril de 2021

CINE - "Those that, at a Distance, Resemble Another", de Jessica Sarah Rinland: Aquello que, muy de cerca, se parece a una película

Extraña experiencia cinematográfica resulta el documental Those that, at a Distance, Resemble Another, ópera prima de la directora Jessica Sarah Rinland, en la que retrata el universo de las restauraciones y réplicas de piezas de museo a partir de un dispositivo infrecuente. El mismo incluye escenas e imágenes tomadas durante la labor de los equipos de conservación y restauración de instituciones como el Laboratorio de Arqueología de Manaos, el Museo de Arte de San Pablo, ambos en Brasil; o del Victoria and Albert Museum, el Museo Británico, el Museo de Historia Natural y el Gran Museo de Zoología, todos ellos ubicados en la capital inglesa y dedicados al cuidado y exhibición de piezas de los orígenes más diversos. Sin embargo, ninguna de estas personas aparece en la pantalla más que de forma tangencial, a pesar de que la película realiza un registro detallado de sus labores. En esa decisión se sostiene la película de Rinland no solo en el plano estético, sino también en el terreno de lo ético.

A Those that, at a Distance, Resemble Another no le importa saber quiénes se encargan de restaurar un viejo alajero con incrustaciones de marfil, de imitar antiguas vasijas precolombinas o de recuperar el colmillo de un elefante cazado a finales del siglo XIX, pero que permaneció un siglo sumergido en el océano junto al barco que lo transportaba desde África a Inglaterra. Lo que le interesa a la película es solo su labor, que la cámara registra a través de obstinados primerísimos planos que tienen como protagonistas a cada una de esas piezas y en las que apenas caben las manos de los profesionales que trabajan sobre ellas. Como un chico que intenta descubrir el truco de un mago, la directora no le saca de encima el ojo de la cámara a esas manos que consiguen convertir en nuevo aquello que ya no lo es, o de clonar piezas cuyo valor se encuentra en su carácter único. De ahí viene el sugestivo título de la película, cuya traducción aproximada sería: Aquello que, desde lejos, se parece a otra cosa.

En ese sentido, la película de Rinland logra transformarse en aquello que retrata, en tanto también se convierte en una imitadora, en una profesional de la réplica, consiguiendo que a partir de su particular modo de abordar la acción su film pueda ser visto como un avatar cinematográfico de la curiosidad. Y es que el dispositivo diseñado por la directora captura en esencia la forma en que trabaja la curiosidad, concentrándose en aquello que la obsesiona mientras se olvida por un rato del resto del universo. Un efecto que se cimenta en el uso permanente de esos primerísimos planos en los que los objetos intervenidos recuperan la juventud que el tiempo les había arrebatado. En ese minimalismo obsesivo la película puede volverse fascinante, pero también reiterativa y algo mecánica. Son los riesgos de concentrarse en lo técnico y relegar el factor humano, que a pesar de estar presente (sobre todo a través del sonido) es mantenido en segundo plano. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

jueves, 8 de abril de 2021

CINE - "Pinocho" (Pinocchio), de Matteo Garrone: Magia a la italiana

Desde que se publicó por primera vez en Italia en forma de folletín entre los años 1881 y 1883, la historia de Pinocho, la marioneta de madera que desea convertirse en un chico de verdad, no solo se transformó en una de las obras más populares de la lengua de Dante, sino que se ha vuelto un clásico universal. La creación del florentino Carlo Collodi contiene todos los elementos para ser considerada una manifestación tardía de las fábulas o los cuentos de hadas de la tradición europea. Un protagonista que sufre pero que tiene mucho por aprender; animales parlantes que encarnan reconocibles arquetipos humanos; un recorrido dramático que no teme sumar detalles oscuros en pos de conmocionar; y una lección moral que es casi una amenaza: o se la acepta y se la cumple, o se está condenado a una vida de infelicidad. 

Pero Pinocho es también un relato de aventuras que abunda en situaciones de comedia disparatadas. No extraña que Walt Disney lo haya elegido para su segundo largo, estrenado en 1940, en tanto son esos mismos detalles los que hoy definen su clásico universo. Sobre la novela de Collodi volvió en 2019 el cineasta italiano Matteo Garrone, y aunque tal vez pueda pensarse su elección como un intento de “reitalianizar” esta historia de la que Hollywood se apropió, quedarse ahí sería menospreciar el trabajo del director.

Por empezar, la adaptación de Garrone no es animada, sino que está rodada con actores en vivo, decisión que implica mucho más que una mera cuestión técnica. Porque así como el dibujo animado representa una versión estilizada y simplificada de lo real, la Pinocho de Disney también aligera la carga dramática del original, evitándole a los chicos las escenas más truculentas imaginadas por Collodi. Garrone le restituye ese peso al cuento, algo que por otra parte ya había hecho el director y actor Roberto Benigni en su adaptación de 2002, realizada justo después del éxito global de La vida es bella (1997). A diferencia de aquella, cuya estética kitsch y sobrecargada (no solo en lo estético sino por el tono humorístico que caracteriza a Benigni, quien acá interpreta a Geppetto) se asentaba en los elementos de comedia de la novela, Garrone destaca y potencia el carácter de retrato social presente en la obra de Collodi, pero que en la mayoría de las versiones queda oculto detrás del mucho más visible perfil de fantasía.

Como el de Collodi, el Pinocho de Garrone es un retrato de las clases obreras y bajas en la Italia del siglo XIX, en el que Geppetto es un pobre carpintero muerto de hambre; el Gato y el Zorro dos desocupados famélicos que tratan de resolver sus problemas engañando, robando y que no dudan en matar si es necesario; una justicia que castiga al justo y premia al delincuente. Y, sobre todo, pinta un retrato reconocible de una infancia criada en la calle y expuesta a no pocos abusos por parte de los adultos. En ese sentido, no hay diferencias de fondo entre esta nueva Pinocho y la Crónica de un niño solo de Leonardo Favio. Incluso el entorno italiano ayuda a ver los reflejos mutuos que surgen entre la película de Garrone y aquel retrato de los suburbios porteños, realizado a finales de los años ‘60. En ese terreno, Garrone vuelve a aprovechar su capacidad para registrar de un modo vívido el pulso de lo popular (incluyendo las alusiones a la simbología cristiana), capacidad que ya había demostrado en algunos de sus trabajos anteriores como Gomorra o la reciente Dogman.

Pero la decisión de abordar al cuento infantil con mayor realismo no implica que Garrone abjure de la fantasía. Al contrario, esos detalles están bien presentes y son resueltos por el cineasta de modo notable, a través de una fotografía delicada y recurriendo a un diseño de arte que minimiza todo lo posible la inevitable presencia de lo digital. Ahí están sus nominaciones a los Oscar 2021 en los rubros de maquillaje y vestuario para confirmarlo. En ese terreno, su Pinocho tiene tanto de la estética de la Comedia del Arte italiana, como de las viejas (y mejores) películas de Terry Gilliam. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

viernes, 2 de abril de 2021

CINE - "Corre" (Run), de Aneesh Chaganty: Madre e hija contrarreloj

Producida y estrenada originalmente el año pasado en la plataforma Hulu, no disponible en el país, Corre es el segundo trabajo del cineasta estadounidense Aneesh Chaganty y uno de las primeras estrenos que ofrece Netflix en abril. La película llega precedida por la expectativa que generó el film anterior de Chaganty, Buscando… (2018), thriller narrado en tiempo real en el que un padre debe encontrar a su hija desaparecida a través de los rastros digitales que ella dejó en los diferentes dispositivos electrónicos que comparten y en las redes sociales. Ambos trabajos comparten no solo el género del suspenso, sino el hecho de colocar en primer plano al vínculo que une a padres e hijos, aunque las intenciones de ambas historias son bien diferentes.

Las primeras escenas tienen lugar algunos lustros antes del presente en el que transcurrirá el relato y sirven no solo para definir un contexto, sino sobre todo un drama. Diane es una madre soltera cuya pequeña hija Chloe nace sin vida, pero a la que los médicos consiguen reanimar, aunque no parecen dispuestos a darle un diagnóstico alentador. Chaganty no duda en su abierta intención de causar impacto y lo consigue: sin ser truculentas, las escenas no se privan de mostrar el pequeño cuerpo que pelea por su vida ni la desesperación que agobia a su madre. La secuencia se corta en seco para mostrar una placa negra sobre la cual, con discretas letras blancas, se enumeran una serie de enfermedades. Son las que aquejarán a Chloe durante el resto de su vida: arritmia cardíaca, parálisis, diabetes y asma.

El salto al presente muestra a Chloe como una adolescente que ha aprendido a luchar contra los obstáculos de su propio cuerpo, llegando hasta el final de la secundaria estudiando sola en casa, al cuidado de la orgullosa Diane. Pero ahora se propone un nuevo desafío: entrar a la Universidad, donde deberá manejarse sola, ya sin una figura protectora. La película no se demora mucho en este clima idílico, propio del relato de autoayuda, sino que enseguida introduce un elemento siniestro, cuando Chole comienza a sospechar que su madre le oculta algo. La película se plantea problemas y toma decisiones a gran velocidad, sin que eso derive en cuestiones resueltas a las apuradas ni mucho menos. Por el contrario, una de las virtudes de Corre es el timming con el construye cada situación, para rematarlas con efectivos puntos de quiebre.

Así como en el padre de Buscando… corría contrarreloj para encontrar a su hija, acá Diane también se debate contra el tiempo. Solo que en este caso su intención no es la de recuperar a una hija, sino que más bien su desesperación consiste en no perderla. Corre aprovecha el clima de géneros como el thriller y el terror para llevar al extremo ese temor de la pérdida que todos los padres, grados más o grados menos, han experimentado alguna vez. Y al mismo tiempo su contraparte: el agobio que pueden llegar a sentir los hijos cuando en ellos surge la necesidad de independizarse para construir con una vida propia. Un juego de dobleces que la película también realiza de forma eficiente.

Chaganty maneja bien el recurso de plantear incógnitas que se resuelven de forma no explícita, pero gráfica, a través de un uso oportuno del montaje. Corre también abunda en referencias a la obra de Stephen King y sus adaptaciones al cine, un aporte simpático, pero que también es usado para señalar en alguna dirección con toda intención. Ahí está la mención al pasar del pueblito ficticio de Derry, Maine, en el que transcurren muchas novelas del popular escritor, o la farmacéutica llamada Kathy Bates, en referencia a la protagonista de Misery (Rob Reiner, 1990). El trabajo de las protagonistas, la increíble Sarah Paulson y la joven Kiera Allen en los roles de madre e hija, aporta el último y fundamental ingrediente de la receta: dos actuaciones potentes y verosímiles. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

jueves, 1 de abril de 2021

CINE - "1982", de Lucas Gallo: Cronología de una guerra perdida

Un día antes de cumplirse el 39° aniversario del inicio de la Guerra de Malvinas, el canal Cinear TV en conjunto con la plataforma Cinear Play realizarán una emisión especial en conmemoración de la fecha. De la misma formará parte el documental 1982, de Lucas Gallo, que aborda el asunto de forma integral y a partir de un material de archivo sumamente específico: el contenido periodístico y otras producciones realizadas por ATC (Argentina Televisora Color), la televisión pública de aquella época, durante los dos meses y medio que duró aquel sinsentido. 

1982 incluye fragmentos e imágenes emitidos por los programas 60 minutos, el noticiero vespertino de la emisora que conducía el infame periodista José Gómez Fuentes, y Las 24 horas de Malvinas, recordada emisión especial que ser realizó durante un día completo con el fin de recaudar fondos para la guerra. A partir de ese material, el film realiza una reconstrucción que acomoda los hechos en estricto orden cronológico, tal como el Estado se los fue presentando a los televidentes/ciudadanos a lo largo de aquellos apenas 74 días.

Gallo no muestra casi nada que no haya sido visto por cualquier argentino adulto durante esos dos meses y medio. Y lo exhibe a partir de un dispositivo de montaje simplísimo, que a pesar de su sencillez termina siendo abrumador, porque revela en apenas una hora y media el deliberado trabajo de ocultamiento y engaño realizado por el Estado. En ese punto resulta interesante comprobar lo limitado de los recursos con los que contaban nuestros soldados, en el evidente contraste con el discurso heroico y triunfalista que el canal oficial hilvanaba en torno a eso. El desfasaje entre imagen y relato llega a rozar el absurdo en algunas de las notas realizadas por el periodista Nicolás Kasanzew, único cronista que permaneció en Malvinas durante toda la guerra. Si algo deja claro la película es cada uno vio en esas transmisiones lo que quiso ver.

Un largo segmento de 1982 está dedicado a resumir lo ocurrido durante el programa las 24 horas de Malvinas, conducido por dos estrellas de la tele de aquellos años: Pinky y Cacho Fontana. Un espectáculo que, sabiendo lo que ocurrió con todo lo recaudado ese día, hoy resulta penoso. Pero las escenas del programa también sirven como prueba fáctica del modo transversal en que la guerra atravesó a la sociedad. No solo porque por la pantalla pasaron las máximas figuras de la época, desde futbolistas como Daniel Pasarella, Osvaldo Ardiles y Diego Maradona (cuya figura también aparece en un poster colgado en el cuartel argentino de las islas, mostrando hasta qué punto el joven jugador ya cargaba con el peso de ser un símbolo patrio); los humoristas Alberto Olmedo y Jorge Porcel, la cantante Susana Rinaldi o la diva Mirtha Legrand. Sino porque también queda clara la forma masiva en que la gente se acercó a colaborar, multiplicando la estafa de la que fueron antes víctimas que cómplices.

No son las únicas imágenes sorprendentes. El coronel Seineldín entrevistado en Malvinas; muestras de apoyo a la Argentina recogidas por móviles en Nueva York y testimonios tomados en las calles de Londres, en los que la gente del común califica como una locura ir a pelear por dos islas perdidas en el sur, ayudan a completar el discurso oficial. Pero hay una escena que termina de mostrar que tan cerca (y tan lejos a la vez) estuvieron los militares argentinos de ganar su batalla por la simpatía del pueblo. Durante la transmisión de un partido de fútbol en cancha de River en el que combinado argentino se enfrentó al de la Unión Soviética, Enrique Macaya Márquez comenta con asombro infrecuente en el sobrio comentarista, que es la primera vez que escucha “una ovación para una banda militar”, la que antes del comienzo del juego interpretó algunas marchas. En esos aplausos televisados se condensa el contradictorio espíritu de una de las grandes tragedias de la historia nacional. 

Artículo publicado originalmente en la seción Espectáculos de Página/12.