viernes, 1 de diciembre de 2006

CINE - El nacimiento (Nativity story), de Katherine Hardwicke): Con el espíritu de las navidades presentes

A lo largo de su historia, el cine no ha dejado de abrevar en el misterio de lo religioso. Desde los clásicos basados en relatos del Antiguo Testamento, en los que Charlton Heston podía sostener las tablas de la ley con igual firmeza con la que hoy sostiene su carnet de socio del club del rifle, y las recreaciones occidentalizadas Rey de reyes, y Jesús de Nazareth de Zeffirelli, hasta las versiones menos ortodoxas, como La última tentación de Cristo, de Martin Scorsese, o las menos recordadas Jesús de Montreal, del canadiense Denis Arcand, o Yo te saludo, María, de Godard, las voces más disímiles han creído tener algo para decir.
Después de la sangría provocada por La Pasión, el film en donde Mel Gibson no escatimó esfuerzos para recrear lo más crudamente posible el martirio evangélico, dos cosas quedaron claras en el mundo de la industria del cine: a) la violencia explícita puede ir más allá de géneros específicos, como el gore; b) Jesús es un buen negocio. Dos años después de aquel éxito llega El nacimiento, una película que parece haber aprendido aquellas dos lecciones. No es que El nacimiento proponga “otro libro de cocina del buen torturador”, pero no pierde la oportunidad de aprovechar el impacto de abrir con la matanza de los inocentes. Tan cierto como que el bueno de Mel hubiera cortado esta escena de su película por falta de rojo.
El relato regresa un año en el tiempo a la aldea de Nazareth, en donde una María adolescente resiste todavía la llegada de la edad adulta, jugando con otros chicos todo lo que Ana, su madre, se lo permite. Enseguida llegarán la presión impositiva de Herodes, albacea y testaferro del Imperio Romano, las necesidades familiares, la promesa de matrimonio. Luego la anunciación, que traerá consigo un desafío para la fe de los personajes, sobre todo para José; el viaje a Belén, el pesebre. Y finalmente, el niño.
Dentro de un notable elenco multiétnico se destaca el guatemalteco Oscar Isaac, quien logra dar auténtica dimensión humana a un José que se reparte entre su amor por María y el enorme peso de su carga. La joven Keisha Castle Hughes (nominada al Oscar por Jinete de Ballenas), aporta una María sin mucho matiz, excesivamente etérea, para quien parece lo mismo la posibilidad de ser raptada por las legiones romanas que la noticia de su concepción. Buen Trabajo de Ciarán Hinds componiendo un Herodes que es la piel de Judas.
El nacimiento, dirigida por Catherine Hardwicke (A los trece), no se aleja demasiado de la letra impresa, volviéndose muchas veces una estampita corriendo a 24 cuadros por segundo, con una banda de sonido que se encarga de darle al asunto un énfasis que no necesita. No alcanza con eso para aportar una visión cinematográfica novedosa, acerca de una historia tantas veces contada por la tradición cristiana. Claro que no es el objetivo de la película ni cuestionar ni escarbar en esa tradición a la manera de la novela Rey Jesús, del notable escritor inglés Robert Graves, sino más bien aprovechar su tono esperanzador, tan acorde al espíritu de las navidades presentes, en las que creencia y consumo se mezclan y parecen confirmar que: b) Jesús sigue siendo un buen negocio.

(Artículo publicado originalmente en Página 12)

sábado, 14 de octubre de 2006

LIBROS - La Pesquisa, de Juan José Saer: Eterna textualidad

La literatura policial ha recorrido un camino intenso. No muy largo, es verdad, en comparación a los innúmeros senderos abiertos a lo largo de la historia de la literatura. No muy largo pero denso.
Desde las recorridas por los suburbios de París del inspector Dupin (aquel que tanto le debe al legendario Eugene FrançoisVidocq), en busca de algún indicio que le ayude a resolver los horrores de la rue Morgue, o las inesperadas situaciones en las que se encontraba sin quererlo el padre Brown, y que no tan inocentemente terminaba desentramando; a la época en que el policial se vuelve negro, en la omnipresente mirada de un tal Hércules Poirot o en las miles de novelas de oferta, en los exhibidores de los kioscos de revistas, es evidente que el género policial ha conseguido en menos de dos siglos de existencia, generar una tradición sólida y un árbol genealógico envidiable. Edgar Allan Poe, Chesterton, Conan Doyle, Agatha Christie, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, son algunos de los ilustres hacedores de este culto pagano. Entre esas ramas de páginas abundantes es que ha sabido florecer la obra de Juan José Saer, sin dudas uno de los narradores más notables de la segunda mitad del siglo XX en nuestro país. De entre los volúmenes publicados por Saer, La Pesquisa (elegido arbitrariamente como ejemplo) se acerca de manera directa al centro del universo del autor.
La Pesquisa comienza por contar la historia del comisario Morvan, que en la ciudad de París (otra vez; parece que allí el viento suele amontonar malhechores literarios de lo más miserables) es el encargado de llevar adelante la investigación acerca de un múltiple homicida, que ya ha matado a 27 ancianas. Los asesinatos están llenos de detalles macabros, que el narrador no intentará ahorrarnos.
En tanto el relato avanza, el pasado de Morvan va siendo develado: su carácter metódico y obsesivo; el reciente divorcio; el suicidio de su padre, luego de revelarle que su madre, a quien Morvan creía muerta al nacer él, los abandono apenas recuperada del parto, por un oficial de la Gestapo.
La historia, que avanza muy pausada y solidamente a pesar de los retuerzos, resulta ser un relato que Pichón Garay (repetido personaje en la obra de Saer) le narra a Tomatis, su amigo de toda la vida, y a Pinocho Soldi, joven talentoso y promisorio, hijo de familia adinerada del Rosario, a quien Tomatis ha tomado como compañero de charlas. Pichón está de paso, después de muchos años y una familia en París (en donde más), para resolver algunos asuntos familiares del pasado.
Sin embargo, este no es el único interés de estos tres personajes: una copia dactilográfica de una novela inédita y de autor desconocido, ha sido hallada entre los papeles de un íntimo amigo, fallecido hace algún tiempo. Esta novela, cuyo título está tomado de un texto del poeta peruano César Vallejo, gira en torno a la perspectiva que dos soldados, uno joven y el otro viejo, tienen acerca de la guerra de Troya. Para el viejo, que se ha pasado los diez años como custodio de la tienda de Menéalo, la guerra no es más que una sucesión de tumultos a la distancia, y los troyanos, figuras diminutas sobre una muralla, a kilómetros de distancia. En cambio para el joven, recién llegado a Ilión, la guerra resulta el conjunto de los relatos de las hazañas de los héroes, que él viene escuchando desde la niñez en su Grecia natal. Como acertadamente concluye Pichón, uno (el joven) tiene la verdad de la ficción, y el viejo, la verdad de la experiencia. Y si ambas verdades no son idénticas, tampoco necesariamente opuestas.

Y quizá este concepto sea una de las llaves que abra algunas puertas del relato: ¿pueden dos teorías disímiles explicar un mismo crimen sin ser, en verdad, opuestas? Y más todavía, ¿puede este mismo crimen verse desde lo ficcional y desde lo empírico de manera distinta, sin que ninguna de las dos miradas resulte falsa?
Las líneas comienzan a unir algunos puntos dentro de esta pesquisa, que no es una, sino dos, tres o cuatro, de acuerdo a la profundidad que cada lector alcance. Pero son líneas que no se detienen frente a los límites que el texto propone, sino que acaban uniendo puntos más allá de la frontera del relato mismo, en un texto universal: la intertextualidad.
Una intertextualidad que a pesar de ciertos aspectos predecibles,tiene pretensión de infinito, capaz de llegar a los confines mismos de la novela policial, pero también a la mitología helénica, universo de héroes y de símbolos; a la psiquitría, tierra de la observación y las explicaciones; o a la filosofía, cuna de razones y argumentos. Y también a nuestros años de plomo, en los que la mitad de un país desaprecia sin dejar más rastros que la otra mitad, que en el exilio de la distancia o de la ignorancia, prefería no volverse a ver que pasaba. Dos mitades tan idénticas entre sí, que no sería posible distinguir entre la mitad que quedó y la que ya no está; pero que ahora es (lo sabemos) apenas la mitad. Sin más remedio.

(Artículo publicado originalmente en www.informereservado.info/cultura.php)

jueves, 12 de octubre de 2006

CINE – Amigos con dinero (Friends with money), de Nicole Holofcener: Y líbranos de los amigos con dinero

Groucho Marx decía que consideraba a la televisión muy educativa, porque en el momento en que alguien la encendía, él se retiraba a leer. Y si bien son pocos los dueños de una lucidez como la suya, a muchos se nos habrá cruzado una que otra vez alguna idea semejante frente el espectáculo, ora lamentable, ora intrascendente, que la pantalla chica acostumbra a ofrecer. Aunque no siempre tengamos el buen tino de cambiar el control remoto por un libro.

Ahora bien, teniendo la televisión en casa, ¿es necesario pagar una entrada de cine para seguir viendo lo mismo? ¿O es que no gastamos lo suficiente en el abono del cable?

Amigos con dinero nos propone de nuevo la historia de Cenicienta, reformulada esta vez desde el exasperante punto de vista que la clase media norteamericana tiene acerca del mito de volverse rico. Aunque en esta versión del cuento infantil no hay ni glamour, ni verdaderos brillos, y el príncipe, que no es para nada azul, necesita además una buena terapia. Y no es el único.

Olivia es docente. Sin embargo sobrevive trabajando como empleada doméstica por horas, lo cual no debería ser en sí mismo un problema. Sucede que todos en su grupo de amigos han conseguido ser profesionales exitosos en sus carreras, logrando trascender los problemas económicos de la clase media, y hasta pueden permitirse con holgura algunos de los berretines de la gente rica. Dentro de este grupo, Olivia es la única que continua soltera, y por supuesto el resto se debate en el intento de salvarle la vida, siempre que ello no involucre enfrentar los conflictos propios. Ni tener que darle dinero. Para eso están las cenas de beneficencia.

El resto de la película es un retrato realista y aburrido de lo que a esta altura alguna escuela de psicología debería ya haber denominado síndrome neurótico norteamericano: una sucesión de frustraciones, fobias, obsesiones y represiones, para los que no se propone ninguna salida, o al menos ninguna muy inteligente. Como si la intención de los realizadores hubiera sido la de ofrecer un espejo en donde las clases media y media alta urbanas pudiesen encontrar un reflejo de su propia mediocridad, pero al final les hubiera faltado el coraje para darle al retrato las últimas pinceladas feroces y se quedaran en lo meramente anecdótico. Apenas consiguen algunos pocos momentos de buen humor que de todas formas no superan la categoría de lo ya hecho. El intento crítico, si lo hubo, queda invalidado ante el hecho de que la obra y el objeto criticado adolecen de los mismos vicios.

En esa misma línea, el innecesario final feliz le permite finalmente a Olivia mediante un patético Deus ex machina, incorporarse a ese mundo de mediocridad moral y salvación social que su insulsa existencia ansía. Una muestra final de cobardía.

Por último, en un país como el nuestro, en donde según palabras de Borges la amistad es una pasión, resulta imposible no objetar el papel que se le da y la turbia imagen que la película deja al respecto. Pretender que estos seres mezquinos, envidiosos, ajenos a toda solidaridad, realmente se encuentren unidos por la amistad, nos hace repetir aquello de “dios guárdame de mis amigos, que de mis enemigos me cuido solo”.

Películas como Amigos con dinero muestran la enorme brecha de talento que por lo general separa al buen cine de lo meramente industrial, de lo que nunca debió haberse escapado de la televisión, esa moderna caja de Pandora.

LIBROS - Un sueño realizado, de César Aira: Los caminos inesperados

La lengua vive. Es necesario convenir que esta afirmación, aislada de toda circunstancia, puede asimilarse a múltiples contextos. Podría ser el título de una bizarra película de Sci-Fi, un heterodoxo lema político, o hasta una infrecuente acotación subida de tono. Mucho menos prometedora que cualquiera de esas opciones, dicha afirmación refiere a la constante mutación de la lengua en tanto artificio de la comunicación humana, y cuyos cambios están anclados en la evolución (por decir algo) de la comunidad que la utiliza. Las palabras nacen y mueren, se combinan de modos diferentes, cambian o amplían su significado. Son elemento vivo, el torrente que mantiene el latido de ese cuerpo ágil que es la lengua. Como acto dentro de la lengua, la literatura necesariamente se transforma, se modifica en el intento de ir siempre más allá de si misma, aunque dicho cambio no redunde necesariamente en crecimiento. Y de este hecho depende la buena salud tanto de lengua como de literatura.
La diferencia entre los cambios de una u otra, es que en la lengua las modificaciones son por lo general involuntarias, generalmente de tono práctico, relacionadas al uso y lo cotidiano. Por el contrario, en la literatura existe la posibilidad del libre albedrío. Se puede permanecer atado a la seguridad de una estética determinada, lo cual equivale a abandonarse a la confortable resignación de envejecer hasta una muerte por causas naturales. Pero también existe (debe existir) una voluntad de ruptura, de ir más allá o en contra de lo ya hecho y lo ya escrito. Claro que esta elección involucra la posibilidad de la muerte precoz, trágica y dolorosa de la incomprensión. Una muerte artística, claro, pero que algunas veces gusta de coincidir patéticamente con la vida: el estereotipo del artista incomprendido cuya obra es revalorada gracias a la plusvalía inigualable de la muerte física. Un lugar común que no deja de ser una penosa constante en la historia del arte.
Dentro de la literatura argentina, sin llegar a ese extremo de las cosas, hablar de la obra de César Aira es hablar de uno de los intentos más persistentes de resistirse a la seguridad de las estéticas tradicionales, de ir en contra de la muerte. Muchas veces al punto de ser tachados de excéntricos: él y su obra. Como en otros de sus libros, en Un Sueño Realizado el absurdo tiene un lugar de preponderancia. Pero no es el absurdo insignificante de cierto surrealismo (aunque en el arte, todo es significante, me corrijo), sino un recurso estructural dentro de la obra, al igual que el humor, que le permite a Aira desarrollar líneas de sentido que se cruzan en lo inesperado. Y al lector, la posibilidad sin igual de acceder a universos que se rigen por leyes físicas o temporales tan por fuera de lógica, que merece ser agradecida. Así, una carrera entre una moto y un chico en bicicleta puede transformarse en un duelo parejo, que demuestra que la concreción de un sueño no siempre es mejor que el sueño mismo. O un horno a microondas puede transformarse en un preciso instrumento capaz de variar la realidad a niveles moleculares, de modo tal que, al contrario de lo que dictan las Leyes de Murphy, todo lo que pueda salir mal saldrá mejor. Deus ex machina . Aira parece apoyarse en el principio de sorprender al lector, de mantenerlo en la permanente necesidad de estar atento a las situaciones por completo inesperadas que, con solidez y eficiencia, van construyendo diferentes universos que son de los más novedosos y entretenidos de la nueva literatura argentina. 
Un detalle final que ayudará a coprender más y mejor la literatura de César Aira: esta reseña, escrita especificamente para ilustrar su novela Un sueño realizado, tranquilamente puede aplicarse a cualquiera de sus vayasabercuántas novelas publicadas. Algo que los dioses se reservan para sí mismos bajo el nombre de ubicuidad.


(Artículo publicado originalmente en www.informereservado.cultura.php )

martes, 26 de septiembre de 2006

CINE - La marcha de los pingüinos: entre la belleza y el lugar común.

Una larga caravana avanza a través del desierto helado. Vienen a pie, lentamente. Nada los detiene: ni la noche, ni el miedo, ni el cansancio. No los detiene el frío. Los peregrinos desandan el camino que alguna vez antes que ellos, ya han recorrido sus padres en busca de la tierra prometida.

Sin más detalles que esta breve síntesis, este podría ser el argumento de una película épica: Moisés y los suyos saliendo de Egipto; colonos norteamericanos avanzando en la conquista del oeste salvaje; un grupo de cosmonautas perdidos en las llanuras áridas de Fobos o Deimos, las lunas marcianas. Sin embargo ninguna de estas opciones es correcta. Y más aun: los protagonistas ni siquiera son humanos.

La marcha de los pingüinos es el título de este exitoso documental francés, al que la traducción - mal innecesario - le ha hecho perder el encanto del título original (Marche de l´Empereur; literalmente, La marcha del Emperador, en referencia al nombre de esta raza de pingüinos gigantes). Ya veremos que el Mal del Doblaje, provocado por la sobre adaptación de los productos al mercado latino, no es la única de las calamidades que la película debe soportar.

El documental llega precedido por sus blasones y lauros. Desestimada por Francia para ser enviada a la preselección de candidatas a los Oscar, en el rubro Mejor Película en Idioma Extranjero, el film se llevó el premio al mejor documental, impulsado por su distribuidora norteamericana.

Centrada en el retrato del largo y particular ciclo reproductivo del pingüino emperador, La marcha de los pingüinos propone un acercamiento distinto entre la historia que se cuenta y el público. Lejos del esquema del documental tradicional, al que podríamos hasta tildar de positivista, en los cuales las imágenes se presentan como la evidencia en un juicio, y en donde la voz en off ofrece un relato desapasionado de los hechos empíricos, recolectados a partir una seria investigación científica, los creadores de esta película proponen una forma personal de hacer ese mismo camino.

Es cierto que esta realización cumple con principios informativos o pedagógicos, básicos y necesarios en cualquier documental. Sin embargo, hay también una búsqueda estética que va más allá del hecho reiterado de fotografiar bellos o exóticos paisajes. Hay aquí también la intención manifiesta de poner a la belleza como objetivo primordial y por sobre todo, una lectura personal de “lo bello”.

Tal vez suene a exageración (y lo es en realidad), pero en ese sentido este documental puede asociarse estéticamente a aquellos otros dos, El triunfo de la voluntad y Olimpia, que hace más o menos 70 años, la prodigiosa directora alemana Leni Riefensthal realizó por encargo directo de Adolf Hitler, con el objetivo de retratar el esplendor de aquel intento imperial. Más allá de los méritos y de las objeciones que puedan hacerse de uno u otro caso, queda claro que la belleza no habita en el mero retrato del objeto, sino en la visión subjetiva de quien es capaz de hacer una interpretación única.

Y allí está lo más valioso de La marcha de los pingüinos: la concepción del producto como un posible hecho de arte por encima de la mera investigación científica. En la pantalla, un caprichoso bloque de hielo, la vista panorámica del paisaje submarino, o el amontonamiento de miles de pingüinos en medio de una tormenta de nieve, muchas veces se vuelven estructuras gaudianas o las imágenes oníricas de la obra de Max Ernst o de Salvador Dalí.

Por el contrario, a partir de un guión con pretensiones poéticas, el relato en off tiene también una intensión literaria que intenta ser afín a las pautas estéticas que se plantean desde lo visual. Sin embargo, el intento queda opacado simplemente por eso, por quedar en intento, y nunca alcanzar el nivel al que llega el desarrollo visual. Durante toda la primera parte, una voz masculina y otra femenina, todavía son capaces de atraparnos con la representación “teatral” de Don Pingüino y Doña Pingüina, aun sin alcanzar el rango de poesía que uno intuye que los realizadores pretendieron imprimirle al relato. Pero con el nacimiento de los “polluelos”, todo el asunto se desbarranca con intervenciones que parecen sacadas de tarjetas de cumpleaños baratas. Cosas como “¡Oh! Hago mi primer paseo solito” (el pingüinito camina por primera vez, claro), o “Me siento a gusto a tu lado” (cuando está junto a la madre), hacen que se pierda la unidad con el resto del relato, que hasta allí se había mantenido mucho más sobrio, aunque pretencioso.

Más allá de esto, la película es una opción novedosa y entretenida para públicos de todas las edades. Sólo queda desmentir el trascendido malintencionado que indica, no sin dobleces, que La marcha de los pingüinos sea el título de un inminente himno transversal. Como dice el periodista, no creas todo lo que oís.

(Artículo publicado originalmente en www.informereservado.info/cultura.php)

LIBROS - Cómo convertir un buen guión en un guión excelente, por Linda Seger: El arte de buscar un éxito.

Cuándo se piensa y se recorren los caminos del cine, la más moderna de las ramas del arte, muchas veces se pasa muy cerca de las rutas que desde siempre desandan las artes tradicionales.

Es en ese sentido que el célebre director soviético Andrei Tarkovski, dio a uno de sus libros sobre cine el nombre de Esculpir en el tiempo, clasificando al séptimo arte como una versión cuántica de la escultura. Y gran cantidad de películas pueden dejar luego de verlas, la sensación de haber estado no frente a una sucesión de fotogramas, sino en una pinacoteca o recorriendo una exposición de cuadros - tal es el efecto, por ejemplo, de Sueños u otros filmes del japonés Akira Kurosawa.

Sin embargo, es con la literatura con quién el cine ha desarrollado mayores vínculos. Mejor aún, tal vez el cine no sea sino el último de los géneros literarios. Hermano menor del teatro como expresión dramática, el cine es también otra forma de la narración, distinta del cuento, la novela, en el que muchas veces – dependiendo de las inclinaciones o capacidades de cada director – suele colarse hasta la poesía.

El libro Cómo convertir un buen guión en un guión excelente, de la norteamericana Linda Seger, propone un recorrido por la más clara y obvia de las encrucijadas entre los mundos del cine y la literatura: el guión.

Se ha dicho que el guión es cimiento y simiente del cine: no hay película posible si no tenemos uno. También puede arriesgarse que el guión es una primera versión escrita de lo que el gran público recién conocerá en una sala de proyección, y que de él depende, en un alto porcentaje, el éxito de las películas.

Hay una frase del omnipresente Kurosawa que resume con claridad cual es el verdadero valor de este ingrediente fundamental en la receta del cine: de un buen guión puede hacerse hasta una obra maestra; de un guión malo, ni siquiera un buen director puede hacer una buena película.

Lo que este libro propone es un recorrido por el mundo interior de los guiones de cine. Presenta cuáles son las líneas internas que se deben trazar para obtener un guión sólido, para que pueda sostenerse por si mismo; cuáles son las construcciones que consiguen con mayor facilidad acercar sus contenidos al espectador; cuáles los puntos que no pueden pasarse por alto en un análisis serio de su estructura.

Las intenciones y utilidades de Cómo convertir un buen guión en un guión excelente son bastante amplias. Porque, por un lado, tiene mucho de manual para guionistas, una especie de libro de autoayuda para el escritor. Pero también es una excelente oportunidad para que periodistas especializados, cronistas cinematográficos y amantes del cine en general, se familiaricen con los elementos narrativos del cine, con los ritmos y con aquellas estructuras que no pueden obviarse al intentar un acercamiento serio y más o menos profundo a una película cualquiera.

La autora, Linda Seger, se dedica desde hace casi veinticinco años a esa actividad, que en Hollywood se conoce con el nombre de Script Doctor. Literalmente, Doctor de Guiones. Entre sus clientes se cuentan escritores, directores, productores, grandes estudios, y por supuesto guionistas, quienes entregan sus originales para que ella se haga cargo de la biopsia: un estudio integral del guión, en el que se analizan formas, recursos, perfiles de los personajes, giros dramáticos, diálogos, acciones y otros aspectos, con el fin de encontrar los puntos fuertes y débiles de la narración. Y a partir de allí, trabajar en la potencia de los puntos positivos y en el replanteo de las inconsistencias.

Sin dudas, Como convertir un buen guión en un guión excelente es una herramienta indispensable para quienes amen conocer más a fondo, desde adentro o desde afuera, el verdadero mundo del cine.


(Artículo publicado originalmente en revista Informe Reservado)

martes, 19 de septiembre de 2006

LIBROS - Seis paseos por los bosques narrativos, de Umberto Eco: Un tour guiado por los laberintos del sentido.

Salir a dar un paseo: de eso se trata la literatura según la metáfora del prolífico y multifacético Umberto Eco. Seis paseos por los bosques narrativos (cuyo título original en inglés es Six walks in the fictional woods), incluye las seis conferencias que él mismo diera en el marco de las Norton Lectures, en la universidad de Harvard entre los años 1992 y 1993, en las cuales el semiólogo, lingüista y narrador italiano compara las estructuras narrativas con bosques. Y en una operación que tiene mucho de literario, convierte al lector en una especie rara de boy scout, un híbrido entre Caperucita Roja y Allan Quatermain, que unas veces por sendas ya abiertas, y otras, haciendo el propio camino, se interna y deambula esos bosques hasta extraviarse, para salir de allí transformado.
Ampliando el concepto, agrega que existen distintos tipos de bosques y diferentes maneras de recorrerlos. La diferencia entre los bosques vendría dada por la presencia de un autor, y por las diversas intenciones o motivaciones que varían de un autor a otro. Las maneras en que estos bosques pueden ser recorridos, en cambio, dependen de cada lector. Queda claro que Umberto Eco es de quienes adhieren a la teoría según la cual la relación entre autor y lector es la fuerza vital de cualquier texto, y de la literatura, por carácter transitivo.
En tanto que el autor se plantea, al sentarse a escribir, un lector modelo a quien dirigirse, es decir, un determinado e hipotético sujeto como receptor de su obra, cada lector construye, desde la lectura y la interpretación, lo que Eco llama autor modelo, que no es sino el fruto del paseo forestal: la forma en que ha conseguido vincularse con el texto narrado. Estos autores y lectores modelo no suelen coincidir con los lectores y autores empíricos.
Más adelante, en el capítulo titulado "Los bosques posibles", Eco se interna en las diferencias entre los textos de ficción y los textos históricos o reales. Allí aborda el concepto de verdad o realidad dentro de la literatura: en la narrativa de ficción, lo verdadero es todo lo que sucede dentro del relato. De ahí se desprende que la verdad es mucho más fácil de determinar en el ámbito de lo ficcional que dentro de lo que llamamos mundo real. Y arriesga que es mucho más sencillo conocer profundamente a Don Quijote, a Hamlet o, porque no, a Homero Simpson (como a cualquier otro personaje de ficción), que a nuestros propios padres o hijos. Porque en tanto que padres e hijos de todo el mundo insisten en seguir creyendo que es preferible mantener algunos secretos, el Quijote, Hamlet o Simpson –sobre todo Simpson– no pueden evitar revelar, voluntariamente o no, cada una de sus intimidades ante el total de su auditorio. De ellos podemos conocer todo cuanto se ha dicho, porque hasta el último detalle de lo que necesitamos saber de cada uno, ya ha sido escrito.
Un párrafo aparte merece un curioso ejemplo con el que abre el capítulo cinco, y que involucra un estudio acerca del comportamiento de la prensa argentina durante el conflicto bélico de las islas Malvinas. El 31 de Marzo de 1982, el diario Clarín publicó una noticia supuestamente llegada desde Londres, según la cual el Reino Unido había enviado un submarino atómico a aguas argentinas. En Gran Bretaña, mientras que el gobierno británico reaccionó de inmediato, diciendo que no tenían intención de revelar la posición de sus unidades, algunos medios daban la impresión de saber bastante respecto de ese asunto. El 4 de Abril el submarino ya había sido visto cerca de costas argentinas. A partir de allí, una serie de contradicciones entre noticias que anunciaban que ese submarino estaría partiendo de Europa a la cabeza de las fuerzas británicas y supuestos nuevos avistajes, fueron dando mayor magnitud a la presencia de este fantasma.
Casi un mes después, un diario escocés revelaba que, efectivamente, el submarino nunca había salido de Escocia. Una de las moralejas que don Umberto extrae de esta historia, es que con sólo amontonar datos concretos y nombres propios en un marco discursivo determinado, el lector tiende a dar por ciertas tales aseveraciones. El submarino, puesto en los mares del sur por los medios de comunicación, se había vuelto real. Es posible preguntarse quién podría estar interesado en crear ese fantasma, dos días antes del comienzo de aquella guerra, siniestra en más de un sentido. La respuesta, claro, no debe buscarse en este libro.
Umberto Eco, se ha dicho, es en la actualidad uno de los más notables semiólogos y teóricos de la literatura y el lenguaje; sin embargo es conocido popularmente por sus novelas El péndulo de Foucault, Baudolino, y principalmente por El nombre de la Rosa, que tan exitosamente fuera adaptada al cine.

Artículo publicado originalmente en la revista Informe Reservado.

martes, 5 de septiembre de 2006

CINE - Tarnation, de Johnatan Caouette: La desnudez interior


En cine, el género documental es aquel en que el espectáculo que se ofrece es la realidad, o al menos uno de sus posibles perfiles. En contra de tan amplias posibilidades, el documental acostumbra a repetir siempre los mismos tres o cuatro tópicos, a saber: a) la ciencia (historia, física, química, medicina, etc) y sus misterios; b) los animales y su incorregible salvajismo; c) el universo y su aburrido capricho de mantenerse inexplicable; y d) el hombre, sus misteriosos caprichos y su incorregible salvajismo.
A pesar de parecer tan cerca del agotamiento como el resto de los géneros cinematográficos, el documental sigue encontrando la forma de mostrarnos otra vez lo mismo. Igual que el resto de los géneros cinematográficos. En oposición a esto, quién hubiera imaginado hace menos de veinte años, cuando en este país los canales de televisión apenas eran cuatro (o cinco, si había buen clima) y el cable no pasaba de ser una excentricidad futurista, que sería posible concebir un canal cuyo negocio fuera el de transmitir, y antes que eso producir, veinticuatro horas por día de documentales. Sólo en una novela de Asimov.
Lo cierto es que, por si uno solo no fuera suficiente, hoy hay más canales que se alimentan del documental que aquellos canales de televisión de aire, veinte años atrás. Y siempre encuentran la forma, no necesariamente efectiva, de contar otra vez la misma historia. Es cierto, nobleza obliga, que un gran valle de calidad, en forma y contenido, separa al cine documental del 90% de la programación de estos canales. También es cierto que los temas a tratar siguen siendo escasos. Sin embargo una buena idea, o un mejor presupuesto en las manos indicadas, pueden obrar maravillas.
Dentro de la cinematografía documental, Tarnation, de Johnatan Caouette, es un caso extraño. Decididamente enmarcado dentro del tópico "el hombre y su nada original pretensión de mantenerse inexplicable", este documental tiene la intención de ser una biografía de su director. Una autobiografía basada en un amplio registro familiar, fotográfico y fílmico, que Caouette ha conseguido llevar por sus propios medios desde su infancia.
Ya durante la primera media hora larga, en la que se nos introduce en el tortuoso y quasi lisérgico universo familiar de Johnatan, queda claro que esta obra no encaja en las convenciones del género. Con una estética muy cercana a la psicodelia que podemos asociar a las primeras incursiones audiovisuales de Pink Floyd, en las que el recientemente fallecido Syd Barrett tenía mucho que ver, Tarnation puede ser opresiva e intimidante. Y revela en la figura de Johnatan niño, un potencial artístico notable. Claro que se trata de un niño... y alguien ha dicho que la “adultez” es la epidemia que con más eficacia regula la densidad demográfica del arte.
Y algo de eso hay en Tarnation. Porque la mirada que exhibe Johnatan respecto del mundo alucinante y hasta macabro de su infancia, puede ser fascinante para el espectador, pero se resquebraja con la ligereza que, en comparación, adquiere la película a medida que el protagonista crece. Lanzado dentro de una estética decididamente queer, la segunda parte del filme tiende a la liviandad pequeño burguesa y algo narcisista de un joven que no duda en utilizar los traumas de su niñez y los conflictos de su madre o sus abuelos, para desnudarse en público, para transformarse en una especie de exhibicionista psicológico.
Tal vez nada de esto fuera criticable si hubiese sido narrado en un marco de ficción, aunque una vez utilizada la película como elemento exorcista, convirtiéndola para su autor casi en un hecho terapéutico, cabe una pregunta: ¿la historia de Johnatan sigue siendo real; o se ha convertido en otro artificio cinematográfico, en otro hecho de arte? Misterios de una especie que se niega a ser explicada.

(Artículo publicado originalmente en www.informereservado.info/cultura.php)

CINE - Las tortugas también vuelan (Turtles can fly), de Bahman Ghobadi: El día que las vacas vuelen

Las diversas manifestaciones del arte representan verdaderos desafíos que de diferentes modos ponen a prueba al espectador. Desde lo estético, o desde lo ético. Y la co- producción irano- iraquí, Las tortugas también vuelan, es un gran ejemplo en ambos sentidos.
La película comienza en un campamento de refugiados iraquíes, en la frontera con Turquía, algunas semanas antes de que estalle la guerra entre Iraq y Estados Unidos. Su protagonista es Satélite, un adolescente que carga con el rol de proteger a los niños del campamento, y de hacer algunos trabajos para los adultos, entre quienes tiene muy buena reputación. La principal actividad de esos adultos consiste en intentar conseguir noticias acerca de la guerra en los canales extranjeros, casi todos prohibidos para el Islam.
La mayoría de los chicos son huérfanos, y muchos de ellos cargan en sus cuerpos los horrores de la guerra. Satélite se encarga de organizarlos para recuperar minas explosivas que luego venden, o para juntar casquillos de balas de cañón a cambio de pequeñas sumas de dinero. De alguna manera, Satélite les proporciona a sus chicos pequeñas excusas para seguir vivos.
La llegada de tres hermanos huérfanos al campamento, desacomoda la rutina de los chicos del campamento. En el mayor de los hermanos, un chico sin brazos con gran habilidad para recuperar minas y para lanzar certeras predicciones, Satélite ve peligrar su liderazgo. Y en la niña, quien carga todo el día con el hermanito menor, la excusa para un amor tan inocente como verdadero.
El cine ha visto a la guerra desde ángulos muy distintos, y sin embargo parece que no hubiera mostrado nada; que aun en películas que retratan distintos conflictos, diversos escenarios y enemigos, sólo existe una manera única de presentar a la guerra: la forma solapada, leve y circunstancial del cine norteamericano. Y no es que no haya películas de guerra fuera de los Estados Unidos (sin ir más lejos, la industria vernácula ha dado algunos ejemplos de cine bélico), o que nadie haya intentado abordar el tema de un modo más visceral. Pero en casi todos los casos, los filmes de guerra acaban convertidos en relatos de acción o en anécdotas personales, tan detenidas en la realidad que, ya con dificultad, apenas conmueven.
Hoy, la guerra no es más que una de las tantas formas de entretenerse un par de horas en una sala oscura, solo o acompañado. O, menos todavía, un suelto en los noticieros de la noche.
Las tortugas también vuelan es una película de guerra, no hay dudas. Pero su fortaleza no reside en esta cuestión de género, sino en una capacidad poco común para valerse de un lenguaje de símbolos y metáforas, sin que esto actúe como una distracción, ni como una forma de aligerar el retrato hiper realista que rueda y nos azota en primer plano.
Aunque es cierto que a primera impresión puede parecer una película realista y nada más, resulta bastante más que eso. Si sólo fuera realismo lo que Las tortugas también vuelan propone, sería un documental. Y aunque está compuesta por muchas escenas que rozan lo documental, lo notable de la película es que no lo es. Es drama, en el sentido artístico de la acción. Esto es ficción, aunque se hable de la realidad, y se cuestiona, en carne viva, cuál es la frontera inconsciente entre lo real y lo soportable.
Y en ese ser ficción es donde la película se vuelve maravillosa, incluso en el dolor. Porque mientras esa representación de la realidad aparece de forma primaria y superficial, el elemento fantástico se mete como una cuña, abriendo posibilidades que nos permiten ir más allá. Eso se llama poesía: dura, dolorosa, que llega hasta la médula como un alambre al rojo vivo pinchándonos las pupilas.
El manejo escénico de esta película, poco dado a la truculencia, casi antiguo, logra alinearse ética y estéticamente con el aspecto miserable de esos chicos, que vestidos con ropas gastadas y más de veinte años pasadas de moda, no hacen más que recordar que la pena y la pobreza no están tan lejos; que basta andar la noche en las estaciones de Once o Constitución, para encontrar lejos de aquella guerra, el mismo hambre, igual dolor.
Y tal vez desde ese lugar pueda encontrarse un sentido al extraño título de la película (auque el usado en inglés, Turtles can fly, Las tortugas pueden volar, es quizá una versión más eficaz). Es que ese título no es más que una expresión que se permite desalentar toda esperanza de que situaciones como la guerra o la miseria, o cualquier infamia, tengan alguna vez un final. Una desilusión que encaja a la perfección con la escena final, en la que dos de los chicos ven llegar al ejercito norteamericano. Pero ya no como los mensajeros del mundo soñado que los EEUU representan en las fantasías de Satélite, quien dentro del universo de la película representa la nueva generación que inocentemente se abre a Occidente (en ese contexto, es maravillosa la escena en que el chico conecta la televisión y se queda mirando el Fashion TV, mientras los viejos dan vuelta la cara), sino como una plaga que arrasa con el amor, con la propia tierra y en definitiva, con la realidad, y con los sueños y la inocencia de esos chicos que son forzados a convivir con el dolor propio, muy al margen de las prioridades del American Way of Life.
Una expresión muy porteña permite hacer otra analogía con el formidable título de esta película: la guerra (y otras pestes artificiales) van a dejar de existir… el día que las vacas vuelen.
Claro que en Iraq, las vacas no son lo que sobra.


(Reorganización de críticas publicadas originalmente en argenteam.net y revista Tólbac)

LIBROS - Candido, de Voltaire: La sombra del iluminismo

Si alguien que deseara aventurarse en el iluminado laberinto de la literatura francesa, sin experiencia alguna y con repentino interés en la materia, realizara su rito de inicio con Voltarie, ese alguien habrá tomado una excelente decisión. Tan buena como si eligiera para empezar a Victor Hugo; Flaubert, Racine, Balzac, Moliere; Yourcenar, Stendhal, Proust; Baudelaire, Verlaine y Rimbaud. O muchos otros, porque (ya que estamos en el año del Mundial) alcanza la historia de las letras francesas, tan frondosa, para formar varios equipos como este.

Y si entre las obras de Voltaire el título elegido fuera Cándido, tal vez mejor. Esta subjetiva apreciación tiene sus fundamentos.

El texto que hoy puede leerse como una novela, aunque seguramente no fue concebido como tal, cuenta la historia de un joven alemán, presunto sobrino de un barón de Westfalia, a quien llamaban Cándido, por su carácter crédulo e inocente.

Criado junto con los hijos del barón, bajo la sabia tutoría del “iluminado” filósofo Pangloss, recibe la certeza de que el mundo es el mejor de los posibles; que las cosas son como tienen que ser, porque no pueden ser de otra manera, y así todo marcha lo mejor que puede.

Cuando es descubierto detrás de un biombo junto con la baronesita Cunegunda, dando rienda suelta a algunos impulsos adolescentes, Cándido es echado “a patadas” del castillo del barón. Y él no hace más que aceptarlo, con la resignación de que aquello es como debe ser.

Así, su destino lo irá llevando desde su Westfalia natal, por todo el mundo occidental: desde Europa a América del Sur, entrando por Buenos Aires y saliendo por Surinam, y nuevamente a Europa.

A lo largo de sus idas y vueltas, Cándido conocerá un mundo que se empeña en refutar con sus atrocidades, las enseñanzas de su maestro Pangloss. Sin embargo, el insistirá en su intento por hacer encajar teoría y realidad con la persistencia candorosa que le ha dado nombre. Al fin, con la certeza de que vale más vivir la vida que analizarla, Cándido y los suyos terminan trabajando la tierra para vivir, en una pequeña hacienda cerca de Constantinopla. Una metáfora que nos lleva directo al génesis bíblico: parir los hijos con dolor, ganar el pan con el sudor de la frente, es el castigo con el que dios condena a la raza humana a vivir la vida fuera del paraíso.

Voltaire, seudónimo de François-Marie Arouet, fue un notable pensador que realizó importantes aportes tanto a la literatura como a la filosofía. De hecho, Cándido representa una tesis crítica al pensamiento de Leibniz (de moda por aquel entonces), al cual Voltaire reduce con ironía a esa máxima sobre la que Pangloss insiste hasta el final y de la cual Cándido logra desembarazarse a un alto costo.

Por boca del maniqueo Martín, un escritor descreído y desventurado que acompaña a Cándido en su vuelta a Europa, Voltaire parece resumir su filoso pensamiento crítico: si dios creo el mundo con algún fin, este debió ser el de hacernos rabiar.

Y en una época en dónde dios era razón y causa de todo (incluso de legitimar los abusos de poder de muchos gobernantes), Cándido representa con furia, un juicio certero acerca del pensamiento y las costumbres de su época. Una obra fundamental que preanuncia aquella revolución que cambió la historia del mundo.

Voltaire murió en el año 1778, como uno de los hombres más prestigiosos de aquella Francia iluminada, aunque tiranizada y miserable.
(Artículo publicado originalmente en www.informereservado.info/cultura.php)

CINE: Nominado para dejar la Academia ®

Años atrás, era muy común que el gran público esperara con ansiedad la noche de los Oscars ®, porque en ella, decían, se definían cuestiones estéticas inherentes a la actualidad y el progreso del cine, y por qué no, del arte todo.

Hoy en día, hay quien sospecha que la intención de los Premios de la Academia ® no es la de recompensar la excelencia artística, sino la de sugerir a los futuros aspirantes una línea de comportamiento esperable en ellos.

Así, con cada nueva edición de este bendito ritual, entra en vigencia una nueva coordenada que divide lo que es políticamente correcto, de aquello que es subversivo para la industria del cine. Este criterio puede variar en el transcurso de un lapso de tiempo no necesariamente largo, incluso hasta la incoherencia. Veamos…

En Marzo de 2002, hubo el record histórico de dos (2) actores de color (de color negro, claro) nominados en el rubro mejor protagónico masculino. Will Smith por su personificación de un negro convertido al Islam (Muhamad Alí), y Denzel Washington, por interpretar a un policía corrupto (es decir, corrupto además de negro; ¿se entiende, no?). Y como si esa no fuera muestra suficiente de amplitud, ¡uno de ellos hasta se llevó la estatuilla!
[1] En atención a que para ese entonces dos aviones se habían estrellado contra el sueño de la invulnerabilidad norteamericana[2], a que George Bush (h) ya había enviado hacia Iraq a sus Cazafantasmas, y a que el sub grupo islámico es uno de los más conflictivos dentro de la minoría negra en EEUU, podemos coincidir en que estas nominaciones y este premio proponía un mensaje de unidad, claro y definitivo, dirigido al posible enemigo interior: “Incluso los negros, todos somos norteamericanos; y Norteamérica es la tierra de la libertad y las oportunidades, bro”.

Doce meses más tarde, cuando los que dudaban de la buena fe de Jorge Doblevé ya eran un grupo más numeroso, la premiada en el rubro mejor película del año 2002, resultó ser el musical Chicago. El mensaje de la Academia ® había sufrido una pequeña variante, dando un paso más hacia la derecha: “No pienses: ¡CALLATE Y BAILÁ!”.

A cinco años del 9/11 y reelección mediante, los académicos, cada vez más dispuestos a sorprendernos, se descolgaron esta vez con nominaciones de una tendencia tan descarada, que cualquiera puede leer en ellas (sin necesidad de subtítulos), la siguiente consigna: “Ahora que todo es demasiado obvio, mejor nos hacemos los progre, haber si quedamos pegados”.
Y nos encontramos con películas que parecen producidas por una facción anti- republicana. Las nominadas son:

Secreto en la montaña es una historia de amor homosexual entre dos Cow Boys. En principio, era la gran favorita a ganar en este rubro. El dato curioso: no olvidar que Ronald Reagan, ex presidente e ícono republicano, y antecedente lógico del actual gobierno, se hizo famoso como actor interpretando (muy malamente) papeles de vaquero duro.

Capote, o “de cómo un escritor homosexual consigue su mejor libro a partir de métodos de dudosa ética”, no sólo propone enfrentarse a la incomodidad que provocaba en EEUU un personaje tan frívolo y amanerado como Truman, sino que plantea la infantil hipótesis (por lo obvio) de que la sociedad norteamericana está dividida en un sistema de castas infranqueables, no muy alejado del que conocemos en la India.

Crash: Vidas cruzadas, un retrato anacrónico de los conflictos raciales en los EEUU, que hubiera sido realmente valiente en aquellos años en que unos cuantos policías blancos apalearon a Rodney King (1991) y la ciudad de Los Angeles se volvió una hoguera (1992).

Munich es una de esas películas en las que nuestro amigo Esteban Espílber trata de decirnos algo serio (alguien tendría que recordarle que toda película debería intentarlo; pero habiendo visto La Terminal, parece difícil que alguna vez lo entienda). Esta vez se trata de la recreación del asesinato de un grupo de deportistas israelíes a manos de un comando árabe, durante los juegos olímpicos de 1972, y que tal vez pretenda ser una metáfora que alude directamente a la situación actual en el Middle East.

Por último, Buenas noches y buena suerte: un juego de ingenio que busca igualar la paranoia anticomunista que el senador McCarthy desató a mediados de los años ´50, con la actual administración Bush.

Como vemos, cada nominada se mete con alguno de los temas que históricamente han sido una incomodidad y/o motivo de conflictos para los gobiernos republicanos: racismo, homosexualidad, Medio Oriente, censura, persecución política. Sólo faltan Cuba, la inmigración ilegal y estamos todos.

Si la intención de estas nominaciones era ser críticos con el gobierno actual, lo más lógico hubiera sido premiar a Buenas noches y buena suerte, la más directa de las cinco en eso de pegarle al presidente. Si lo importante era promover la integración y un vínculo de mayor tolerancia con una de las minorías más atacadas y escondidas de cualquier sociedad, incluyendo la norteamericana, hubiera sido justo premiar a Secreto en la montaña. Si lo que se quería era llamar la atención sobre el conflicto con el mundo islámico, el premio debió ser para Munich. De las cinco opciones, la menos conflictiva era premiar el alegato antirracista de Vidas Cruzadas. Después de todo, hoy en día hasta los negros se pueden ganar un Oscar ®.

Ahora, si lo importante era destacar a la mejor película del año 2005 como hecho artístico independiente de las cuestiones políticas, tal vez una utopía imposible e innecesaria, tal vez las nominadas debieran haber sido otras. Digo… ¿no?

[1] La expresión “se llevó la estatuilla”, no pretende insinuar que se la llevó como lo haría un ladrón, sino que fue elegido ganador; los miembros de la academia no tuvieron mas remedio que permitir que el susodicho negro se fuera con el premio a su casa. ¡Un negro! Cosas que no pasaban cuando John Wayne o Frank Sinatra estaban vivos.

[2] Casualidades o no, el mismo Denzel (el negro en cuestión) ya había interpretado, cuatro años antes, a un agente FBI involucrado en el caso de una toma de rehenes que también termina mal, en el centro mismo de New York. ¡Wow!

(Artículo publicado originalmente en revista Tólbac)

CINE: ¡Si Shakespeare se levantara!

En el imperdible número de fin de año de la revista Tólbac, esta columna cerraba de forma muy conveniente, con un interrogante que pretendía ser irónico: ¿para cuándo una buena película argentina? Lejos de ser exitoso, y fiel al precepto improbable que jura que “nada es tan bueno que no merezca ser arruinado”, aquél artículo no podía tener un cierre menos feliz.

Si nadie se opone, los invito a entrar en el chiquero de una vez por todas.

Sería una mentira afirmar que las buenas películas nacionales son como Papá Noél, o como la Revolución Productiva del menemismo; sin embargo tampoco podemos confiar en lo que los propios involucrados dicen acerca de nuestras pantallas, la chica y la grande. Suelen leerse por ahí disparates como “nuestros actores son lo mejor que tenemos” o “comparada con otras, la televisión argentina es excelente”.

Mentiras. Aunque no viene al caso, no está de más confirmar que nuestra televisión es una porquería, y en cuanto a los actores que ahí se incuban, el 92% de ellos - un porcentaje estimado más o menos a ojo - debería agradecerle a Alá cada mañana haber nacido absurdamente alineados al patrón de belleza vigente, detalle sin el cual estarían trabajando de repositores en un supermercado chino o redactando memos en un banco, como tanta gente de verás decente. Por no hablar de productores, grotescos remedos de rey Midas, promoviendo incesantes y violentos accesos al vejado recto del arte por unos cuantos denarios, que ya mismo quisiera uno mismo empezar a cobrar.

Pero dejemos que del asunto de la televisión se encarguen la TV Guía o Jorge Rial, y tomemos otro cine como disparador: la industria norteamericana. El objetivo de casi todas sus producciones es el de crear artefactos mediocres, capaces de transformarse en éxitos apelando a la vulgaridad que comparten con el espectador. Y no podemos decir que la industria norteamericana del cine no sea exitosa en ello. Esa es su pretensión y la concretan; lo cual es un ejemplo de coherencia, pero también una lástima, ciertamente: se nos reduce como público a meros consumidores, no más lucidos que un señor que compra un vino en cajita en el mismo supermercado chino en el que debería trabajar ................... (Por favor, complete la línea de puntos escribiendo sobre ella el nombre de su actor de televisión favorito. ¡Aguante la ficción!).

A diferencia del norteamericano, el cine nacional abunda en pretensiones mucho más elevadas que las leyes del mercado, pero que habitualmente, igual que una masturbación, terminan en el inodoro. Poesía trunca, historias subterraneas intrascendentes, metáforas de segundamano. Dicen que nuestro cine ha tenido su época de oro, aunque tan lejana como nuestras ilusiones de ser una gran nación. Tan, tan lejana, que tal vez no es más que otro cuento que alimenta nuestro narcisista ego nacional.

Por otra parte, sería una necedad no reconocer que hay grandes películas argentinas, tanto como injusto hacer un nombre, a riesgo de olvidar cinco. Si hasta hay algunos buenos actores, pero sólo unos pocos, aunque esta escasez no sea un problema sólo de nuestro medio, sino una constante en el mundo del arte dramático (y del arte en general, si se quiere). Y es que si hubiera muchos que son buenos, ¿cuál sería el mérito? Ser generadores de ese contraste es el verdadero aporte de los malos actores y de las malas películas: sabemos que existe algo a lo que se puede definir como "lo bueno", porque hay mucho de aquello otro que siempre es mucho más fácil de identificar, a lo que normalmente etiquetamos como "lo malo", y sólo gracia a ello.

De entre la producción nacional, por nombrar algunas de las más recientes, pueden destacarse El aura y Tiempo de valientes, dos películas que nos tientan a volver a ver cine nacional. Aunque la primera finge más de lo que en realidad oculta y la otra se basa en una formula gastada por Hollywood, y ambas pueden considerarse un buen paso hacia un cine, al menos, más entretenido - que, al fin y al cabo, de eso también se trata el arte, carajo. Quedará para otra oportunidad hacer algún comentario en particular acerca de ellas. Sólo porque ya me aburrio el tema.

(Artículo publicado originalmente en revista Tólbac)

martes, 29 de agosto de 2006

LIBROS - Historia de una amistad prodigiosa

El vigésimo aniversario de la muerte de Jorge Luis Borges es, ante todo, una fecha para celebrar la literatura. No la suya en particular, si no el total de los universos posibles de la literatura, tal es lo que él mismo hubiera preferido, sin dudas, en su avidez de lector insaciable.

Por ello, antes que recaer como el resto del planeta en el ensalzamiento de alguna de sus obras – siempre recomendables, por cierto –, este lector se complace en rescatar a otro escritor; uno a quien Borges prefería y admiraba, por la gran amistad que todavía los une en cada línea de sus libros. Aunque no sólo por ello merezca ser rescatado.

El libro Historia Prodigiosa resulta, sin dudas, una buena medida para conocer la obra de Adolfo Bioy Casares. En los seis relatos que lo conforman encontraremos un compendio de sus virtudes y de los recursos que más han predominado en su obra, una de las más prolíficas y entretenidas de la literatura argentina del siglo XX.

En primer lugar, sobresale la gran capacidad de imaginación de Bioy. Y como ejemplo alcanza el cuento que da nombre al libro, Historia prodigiosa, en el que un aristócrata intelectual, muy afecto a la adoración de viejos dioses paganos por encima de todo monoteísmo, acaba batiéndose a duelo con un enmascarado que resulta ser el mismo diablo, en una noche de carnaval, a causa de una discusión teológica.

O aquel otro, La sierva ajena, en que una mujer es presa de los caprichos de un aventurero alemán que ha sido reducido, de cuerpo completo, por una tribu de pigmeos africanos, y que la tiene más o menos recluida en una quinta del Tigre.

Más allá de su probada calidad literaria y de su amplia inclinación a los argumentos fantásticos, Historia Prodigiosa es prueba también del excelente humor que recorre la obra de Adolfo Bioy Casares. Un humor finísimo, delicado, que de alguna manera lo coloca como eslabón en la cadena de autores que han cultivado el sarcasmo y la ironía, a lo largo del siglo XX: Ambrose Bierce, Saki, Chesterton o el mismo Borges.

Claro que no debemos esperar de él, un humor tal cual se lo concibe en el show del chiste de Tinelli, sino que se trata de un humor que es homogéneo y coherente con la estética refinada que Bioy Casares propone a lo largo de su obra. El chiste entendido, si se quiere, de un modo más cercano a la interpretación que hace Freud en El chiste y su relación con el inconciente: el chiste como manifestación del yo, similar a los lapsus y fallidos, a través de los cuales es posible conocer más de un personaje que lo que el personaje mismo podría decir de si mismo por otros medios. El humor utilizado como un recurso literario completamente lícito y, por cierto, exitoso.

A veinte años del último viaje de don Jorge Luis - el final del largo viaje que termina de igualar su vida con La Odisea y La Eneida; con el Beowulf o La Divina Comedia, algunas de sus lecturas favoritas -, es bueno sobre todo conmemorar esta amistad, para Borges uno de los valores más típicamente argentinos, que nos permite imaginar un Borges pleno, perdido en largas charlas con su amigo del alma, entre pilas y pilas de libros, antes que al Borges silencioso, que no del todo voluntariamente, según palabras del propio Bioy, parte hacia su destino definitivo, bajo el césped prolijo de Ginebra. Una amistad tal, que incluso ha dejado frutos literarios: una obra completa escrita en colaboración, bajo los seudónimos de Bustos Domecq y Suarez Lynch. Un hecho inédito y feliz para la historia literaria argentina.


(Artículo publicado originalmente en www.informereservado.info/cultura.php)