sábado, 26 de febrero de 2022

CINE - "Lamb" (Dyrid), de Valdimar Jóhannsson: Percepciones alteradas por el vínculo

Ópera prima del hasta ahora técnico y especialista en efectos especiales de origen islandés Valdimar Jóhannsson, Lamb es una de las películas más inquietantes y extrañas del año. Aunque se la considera un exponente del llamado folk horror, subgénero del cine de terror cuyo trasfondo se vincula a antiguas leyendas y mitos de la tradición europea, en especial nórdica o germánica, lo cierto es que no se trata estrictamente de una película de terror. Lamb es más bien un relato de tono naturalista, en el que la aparición de un elemento fantástico modifica la forma en la que la realidad retratada es percibida. Ambientada en el entorno rural del interior de Islandia, la película está protagonizada por Ingvar y María, una pareja de granjeros dedicados a la cría de cabras, cuya vida cotidiana se ve alterada por el nacimiento de un cordero al que, por alguna razón que la película tarda 40 minutos en revelar, deciden separar de su madre y criar ellos mismos en la casa.

Con tono pausado y sin ningún apuro, Jóhannsson registra las actividades de la pareja para dar cuenta del modo en que la presencia del cordero va alterando las rutinarias costumbres domésticas. No se trata solo de la especial atención que le brindan al animal, sino de algunos detalles particularmente singulares, como el hecho de que lo acuesten en una cunita que ubican dentro de su propio cuarto, junto a la cama matrimonial. De a poco comienza a hacerse evidente que el cordero ha venido a llenar un vacío en la vida de estos granjeros, sobre quienes el peso de una pérdida de orden traumático se va volviendo más notorio. Casi sin diálogos, con la geografía áspera y el duro clima islandés como telón de fondo, Lamb le va dando forma a un ambiente cada vez más opresivo, que es atravesado por una tensión creciente y que cada tanto se ve sacudido por breves pero significativas explosiones de violencia contenida. 

Lamb puede ser vista como un ensayo acerca de la capacidad de los vínculos y los sentimientos para moldear la percepción, produciendo conductas que exceden lo racional. Así como para una madre no hay hijos más lindos que los propios, hay algo en ese cordero que tal vez solo Ingvar y María pueden percibir y que comienza a modificar sus vidas. La película introduce la figura de Petur, hermano de Ingvar, como representación del sentido común, un avatar de la mirada del propio espectador ante lo extraño. Pero, sobre todo, para mostrar cómo el surgimiento de un vínculo altera la forma en la que lo real es percibido. Mientras maneja con ambigüedad la presencia de lo fantástico, Lamb logra ser perturbadora e incluso angustiante. Sobre el final, sin embargo, Jóhannsson decide que aquello que hasta ahí solo había sido sugerido desde el fuera de campo entre en escena y se vuelva explícito, una decisión que aporta impacto pero recorta sentidos.  

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Pägina/12.

jueves, 24 de febrero de 2022

CINE - "Belfast", de Kenneth Branagh: Una memoria convenientemente embellecida

Las películas en las que los directores reescriben desde la ficción sus memorias de niñez o adolescencia son un clásico en sí mismas. Nombres pesados del cine han cedido a esa tentación cuasi biográfica. Tanto Los 400 golpes, Amarcord o Cinema Paradiso, como las más recientes Roma (Alfonso Cuarón), Fue la mano de Dios (Paolo Sorrentino) y la todavía en cartel Licorice Pizza (Paul Thomas Anderson), conforman un verdadero catálogo de evocaciones. Quien ahora se suma a ese grupo es Kenneth Branagh. Es que al llegar a su largometraje número 20, el cineasta norirlandés quizás sintió que no podía ser menos que sus notorios precursores y también echó mano a sus recuerdos infantiles para escribir y dirigir Belfast, su trabajo previo a Muerte en el Nilo, adaptación de la novela de Agatha Christie que aún puede verse en salas locales.

Como en algunos de los casos anteriores, Branagh utiliza el recurso de filtrar el relato a través de la mirada del protagonista, Buddy, un niño de nueve años, para mirar con asombro una realidad a la que es difícil hacerle frente. No solo por la asimetría de un chico tratando de entender las reglas del mundo, sino por la complejidad de un momento histórico determinado. Acá se trata de los estallidos de violencia que tuvieron lugar en la capital de Irlanda del Norte a fines de la década de 1960, que llevaron al límite un conflicto de raíz religiosa que recién se resolvería tres décadas más tarde. 

Branagh utiliza los títulos iniciales para trazar un retrato colorido de la Belfast actual, presentándola como una ciudad moderna y próspera. La secuencia, de casi dos minutos y que bien podría ser un corto de promoción turística, pone en evidencia un preciosismo calculado que definirá a la película en lo estético. Ese recorrido finaliza frente a una pared con un mural, sobre la cual la cámara se asomará para encontrarse del otro lado con el pasado. A partir de ahí el registro vira al blanco y negro y la decisión permite sospechar algo que Belfast confirmará enseguida: la necesidad manierista del director de mostrarse exquisito en la composición de cada plano y virtuoso a la hora de mover la cámara en torno a la acción. 

Lejos de conseguir que la narración fluya de manera natural, estos recursos a veces se convierten en distracciones, fuegos de artificio que buscan con desesperación llamar la atención sobre la forma. Belfast se vuelve así una película de escaso peso dramático: ligera en sus momentos más densos; empalagosa e incluso banal cuando se propone ser más íntima o emotiva. De ese modo, la tensión de vivir en aquella ciudad sitiada por la violencia, que abruma a los personajes, nunca trasciende la pantalla. Por el contrario, queda encapsulada y reducida dentro de esos cuadros que Branagh construye con precisión metódica, pero que no siempre cumplen con el fin de potenciar el drama y no pocas veces se perciben como arbitrarios y efectistas, meros reflejos de la vanidad. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

viernes, 18 de febrero de 2022

CINE - "Justicieros" (Retfærdighedens ryttere), de Anders Thomas Jensen: Al humor, por el filo

El humor no tiene límites y no hay tema ni situación que no pueda abordarse con él o desde ahí. ¿Seguro? Bueno, Justicieros, quinta película del guionista y cineasta danés Anders Thomas Jensen, parece ser una indagación acerca de aquellos límites que no duda en poner en pantalla algunos momentos realmente incómodos y que de humor, a priori, no tienen nada, pero sin que la película pierda su carácter de comedia. Para hacerlo, el punto de partida son las películas de venganza y justicia por mano propia, uno de los subgéneros del cine de acción más cuestionados, justamente por avanzar sobre el terreno de lo políticamente incorrecto. Es cierto que desde películas seminales como El vengador anónimo (Death Wish, Michael Winner, 1974), que fueron tachadas de fascistas desde el momento en que se estrenaron, hasta, por ejemplo, la saga Búsqueda implacable, protagonizada por Liam Neeson, este tipo de películas han recorrido el largo camino de la autoconciencia. Al mismo tiempo, también el público ha modificado su forma de percibir y pararse ante este tipo de obras, aceptando que no siempre existe una relación políticamente directa entre la realidad y la forma en que esta es reinterpretada por la ficción. 

El comienzo de Justicieros corre por los mismos carriles de otras películas de su tipo. Un soldado destinado en Medio Oriente le avisa a su esposa que no volverá a casa y que seguirá unos meses más en el frente. Decepcionada y aprovechando que el auto se descompuso, ella le propone a su hija adolescente tomarse el día. En el tren se cruzan con un experto en análisis de datos, que acaba de perder su trabajo, quien le cede el asiento a la mujer. Enseguida tiene lugar una explosión dentro de la formación, matando a 11 personas, entre ellas la mujer y el líder de una pandilla que días más tarde debía declarar en un juicio contra sus excompañeros. Aquí se pone en acción un mecanismo que será el que justifique todo (lo bueno y lo malo) que ocurrirá a partir de ahí: el de la cadena de acontecimientos. Dicho razonamiento sostiene que la casualidad no existe, sino que lo que falta es el conocimiento de los datos previos que permitirían brindar una explicación para aquello que parece no tenerla.

A partir de ahí el soldado regresa para estar con su hija y el científico que se salvó comienza, tal vez por deformación profesional, a encontrar indicios que sugieren en realidad se trató de un atentado para matar al testigo incómodo. Como la policía desestima su hipótesis, el tipo recurre a un par de colegas brillantes, uno más aparato que el otro, para hackear distintos sistemas y obtener la información que confirma su teoría. Y con todo eso van a pedirle al soldado que los ayude a investigar las pistas. Pero, siguiendo el razonamiento anterior, cada personaje actuará en línea con la formación que ha recibido (la experiencia previa que los condiciona). Eso acabará produciendo un punto de quiebre en la lógica de los hechos, provocando que estos se disparen hacia una dirección inesperada. En otras palabras: es cierto que los acontecimientos previos permiten trazar hipótesis de continuidad, pero después está el caos.

El guión de Jensen articula con gracia el choque lógico que ocurre entre el modelo racional del científico y el impulso de acción que gobierna al soldado. En el juego de opuestos, recurso clásico de las llamadas buddy movies, se apoyarán los rasgos emotivos que permitirán la aparición de una relación que parecía imposible, en la que cada uno irá encontrando un sostén para sobrellevar sus propias angustias. Este es el elemento distintivo de Justicieros, una película de acción protagonizada por un grupo de personajes frágiles, pero que es en realidad una historia sobre la sanación personal y la reconstrucción de los vínculos rotos. Que para lograrlo Jansen no dude ni un minuto en irse al carajo habla bien de él como guionista y director. Y además está Mads Mikkelsen. ¿Qué más quieren? 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

jueves, 17 de febrero de 2022

CINE - "No va más", de Rafael Filippelli: Abrazar la falla

Un anciano va y viene por su hogar, un departamento amplio. Está solo y no sale nunca. Va de ambiente en ambiente, juega con su gato, se sirve una bebida (y otra, y otras más), busca discos que nunca pone, cocina, se asoma a las ventanas, revuelve los armarios y las bibliotecas, acomoda o desacomoda distintos objetos, se mira al espejo. La tele siempre está prendida, aunque nadie la mira. ¿Qué busca, qué quiere, qué ve? Únicamente camina, camina, camina y, sobre todo, habla: solo, por teléfono, por el portero eléctrico. ¿Con quién? Lee en voz alta cartas, libros, cuadernos de notas viejos, como si necesitara oírse. Sin embargo, como el árbol que cae en el bosque cuando nadie lo ve, si un hombre habla en su casa estando solo, ¿habló en realidad? Será que tal vez hablar equivale a burlar la soledad y entonces el sonido de la propia voz resonando en la casa vacía se convierte para ese hombre en una prueba de vida necesaria y urgente. Hablo, luego existo.

En No va más, su última película, codirigida por Mariana Califano y Hernán Hevia, Rafael Filippelli construye el retrato de un viejo atrapado en un encierro que es muchos encierros. Un hombre que al mismo tiempo se encuentra sometido a la soledad, a la propia vejez, al olvido, pero también a la memoria. Y si bien lo último podría representar una paradoja, la cosa se parece más a un círculo vicioso. “No me acuerdo de nada. Me olvidé de todo. Hace un minuto sabía lo que tenía que hacer, pero ya me olvidé. Hay veces que quisiera darme la cabeza contra la pared, pero no. No me voy a dar la cabeza contra la pared”, es lo primero que dice el hombre. Durante la escena (un plano secuencia de cinco minutos y medio) hace varias de las cosas enumeradas en el párrafo previo. Al final recita, íntegro, el texto del comienzo. Pero ¿es el personaje el que lo repite, víctima de esa memoria débil, o será que la película necesita que la cosa quede clara? No va más plantea interrogantes a los que no siempre se les encontrará una respuesta.

Filippelli propone un juego especular: al ser él mismo quien interpreta al personaje, es posible caer en la tentación de confundir al drama con la realidad y documental con ficción. Pero incluso cuando algunos de sus textos pudieran haberse inspirado en hechos surgidos de la memoria del director, el relato que se articula a partir de ellos pertenece al orden de lo ficticio. Ese juego de espejos –que un par de planos secuencia trasladan de forma brillante a la puesta en escena, valiéndose de los reflejos en cuadros y ventanas— intenta ser usado por Filippelli para abrir el sentido de dichos textos. A pesar de la intención, muchos permanecen opacos y hasta se vuelve arduo hallar la conexión que los une, como si en lugar de hilar un sentido se tratara de los miembros dispersos de un cadáver exquisito. ¿Es uno el que falla en esa búsqueda o el guión se excede al confiar en que el sentido emergerá a pesar de todo? No importa: de todas formas fallar no es deshonroso, Filippelli lo sabe y su personaje lo dice. En voz alta.

Porque la película no solo está atravesada por el tema de la memoria y el olvido. También están presentes la espera, el tiempo (su abundancia o su escasez) y el fracaso como horizonte inevitable. “Existen dos clases de hombres: los fallidos y los desconocidos. En realidad debería decir los fallidos y los que no lo intentaron”, afirma el viejo. Está claro que el director no se coloca en el grupo de los cobardes ni en el de los indecisos: él es de los que “lo intentaron”. No una, muchas veces, y No va más tal vez sea, como su nombre lo indica, el último de sus esfuerzos. Un legado, un ajuste de cuentas, una despedida, un examen de conciencia, todo eso junto. A lo que no se parece es a un mea culpa. Y no está mal: Filippelli defiende su derecho a intentarlo (y con él, su derecho a fallar en ese intento) sin pedir permiso ni perdón. Morir en la suya, en su ley. Entonces no importa si alguna crítica termina diciendo que en el balance final No va más es una película fallida. Lo que vale es que acá están: la película y la crítica. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

domingo, 13 de febrero de 2022

CINE Y LIBROS - Gustavo Fontán: "No es posible hacer una película sin volverte vulnerable"

“Una vez, cuando era niño, me perdí en el centro de Mar del Plata. Iba con mis padres, me distraje mirando algo y me perdí en la multitud. Varios minutos giré sobre mí mismo, buscándolos. Pero fue inútil. No sé cuánto tiempo pasó, pero de pronto me resigné: caminé hasta la pared y me senté en el piso –no en cualquier lado, sino junto a un vagabundo, como buscando protección en su desamparo— y misteriosamente llegó la calma. Años después le recordé el episodio a mi madre. Para mi sorpresa me dijo que nunca había ocurrido, que seguramente lo había soñado. Pasó bastante tiempo hasta que lo acepté y fue por un detalle: la serenidad con que pasé de estar perdido a sentarme junto al vagabundo se volvió incongruente. Seguramente fue un sueño, me digo desde entonces. Pero tal vez no. Y no importa ya la constatación.” Este fragmento de memoria, que acá se reproduce casi textual, pertenece al cineasta y ensayista Gustavo Fontán, y forma parte de su último libro, Maraña (VerPoder Ediciones). En sus páginas, Fontán reúne un conjunto de reflexiones acerca del oficio de hacer cine, de la forma en que la mirada se va moldeando y de qué modo la experiencia forma parte de ese proceso en permanente construcción de ver el mundo.

Como ocurre con aquel relato de infancia, en el que la realidad de la experiencia es independiente de su pertenencia al orden de lo real o al de la ficción, el cine también se vuelve una experiencia real cuando uno, espectador, se apropia de aquello que una película propone. De propiciar ese encuentro se trata ser cineasta para Fontán. Pero “antes que nada hay que aprender a ver”. Ese postulado aparece de forma repetida, siempre bajo diferentes máscaras, a lo largo de Maraña. Porque ese “ver” al que se refiere el director no se limita al mero acto de capturar una imagen con la mirada. Ver es, por supuesto, la experiencia misma de ver, pero también el acto de percibir, de dejarse atravesar por aquello que es visto y, sobre todo, de intentar dar con el lenguaje adecuado para transmitir a los demás esa experiencia sensible. Entonces un sueño (una película) puede ser tan real y afectar nuestra sensibilidad tanto como un hecho físico y concreto.

Además de Maraña, Fontán acaba de estrenar este jueves una nueva película, El piso del viento, que esta vez codirigió con la escritora Gloria Peirano, quien también acaba de publicar un libro, la novela Miramar (Alfaguara). La película transcurre en una habitación vacía, recién construida, por la que desfilan distintos personajes a los que ese espacio les va provocándo distintas sensaciones, trayendo del pasado los recuerdos más inesperados o despertando reacciones que muchas veces también se acercan a lo onírico.

“Nosotros habíamos construido un espacio para convivir, arriba de su casa, en lo que era un altillo que tenía formas muy extrañas, como una ventana triangular”, cuenta Fontán, quien está en pareja con Peirano desde hace unos cuantos años. “Entonces Gloria se preguntó qué pasaría si invitáramos a un grupo de personas, elegidas con mucho cuidado, confiando en su sensibilidad, para filmarlas recorriendo ese espacio que no conocían y a ver a dónde los llevaban sus pensamientos, sus recuerdos o sus emociones. Y que ese espacio aún deshabitado, como un lienzo en blanco, se convirtiera en una especie de teatro donde se reunieran todas esas experiencias, que siempre son incompletas”, agrega el cineasta, con quién Tiempo se juntó para hablar tanto de la película como del libro.

-Rasgadura, cicatriz, inquietud, perderse son algunas de las palabras que elegís en Maraña para describir, de forma traumática, distintas experiencias de la percepción. ¿Exponerse a percibir el mundo te vuelve vulnerable? 

-Me parece que no es posible hacer una película sin volverte vulnerable. Sin que algo de tu emotividad, de tu percepción, quede comprometido y que ese compromiso de alguna manera sea también un reconocimiento de lo incompleto, de lo que uno no sabe, de la posibilidad del fracaso. Todas esas cosas están involucradas en hacer una película. Escribir en el lenguaje audiovisual es reconocer esa imposibilidad de hablar sobre el mundo, que por supuesto es un lugar donde uno se reconoce vulnerable.  

-En alguna parte decís que hacer una película es una indagación del mundo en la que, si se tiene suerte, se ponen de manifiesto una serie de hallazgos. Pero que a veces esos hallazgos no se producen y entonces la película habla de la imposibilidad de acercarse a lo real. ¿En dónde reside esa dificultad para tomar contacto con lo real? 

-Creo que es una imposibilidad de todos frente a la instancia del “decir sobre”. El cine tiene una especie de cuestión dogmática, en la que parece que se sabe cómo se hace una película, toda una cuestión de mandatos muy poderosos, y a mí me parece que la posición al empezar una película debería ser la contraria. Uno no debería saber cuál es el lenguaje para hablar de eso que queremos hablar. Es decir, que cada película nos ponga ante el desafío de encontrar los elementos formales, poéticos, que acerquen con mayor precisión aquello que queremos preguntarnos y que no está en el orden del argumento. Un argumento se cuenta de cualquier manera. Pero lo que está más allá de eso, que se sugiere más que decirse, creo que eso siempre tiene que ver con una indagación del lenguaje. 

-En tus textos todo el tiempo aparecen nombres de otros artistas, de Ignacio Agüero a Juan L. Ortiz, pasando por Héctor Viel Temperley o Jorge Calvetti. ¿Qué influencia tienen las miradas de los otros en el aprendizaje de nuestra propia mirada? 

  -Todos esos nombres, sus películas, sus poesías, produjeron en mí un enorme impacto sensible y me dispararon un montón de preguntas. Son poéticas a las que no las pienso de forma literal en relación a cómo hacer una película, sino que rozan cuestiones que están en los horizontes, porque justamente nos ponen frente a una dificultad. Cuando por ejemplo Calvetti me dice: "vaya a mirar", me revela que efectivamente hacer una película es aprender a mirar. Algo que no se puede enseñar, pero que cuando se aprende es para toda la vida. No es algo que se toma literalmente de otro, sino que son proposiciones de horizontes: de trabajo, de posiciones ideológicas, de formas de encarar una realización.  

-También citás a pescadores o boteros (recuerdo los nombres Godoy o Maldonado) que conociste filmando en el Paraná y cuyas experiencias también te ayudaron a descubrir otros perfiles de la realidad. ¿Hay alguna diferencia entre la mirada de los artistas y las de estas otras personas, igualmente sensibles? 

-No me parece que haya necesariamente una diferencia. Creo que en los artistas y en quienes no lo son puede haber miradas que nos acerquen a esa complejidad de lo real, a esa forma de maravillarse frente a eso. La diferencia está en que quien quiere hacer arte intenta encontrar un lenguaje, hay un pensamiento desplegado. Pero cuando Godoy, este pescador del Paraná, me cuenta de un amigo que se ahogó en un remanso del río y recuerda como el remanso mismo iba sacando y hundiendo el cuerpo. Lo sacaba y lo hundía, lo sacaba y lo hundía. Y eso sin dudas es un relato, ahí también hay ideas, pero que para él son naturales y que tienen que ver con el contacto con determinadas experiencias y el modo de narrarlas.  

-Es casi como la descripción que Antonio Di Benedetto hace del mono muerto en el remolino, en su novela Zama. 

-Tal cual. Algo así. O cuando Héctor Maldonado nos lleva por el Paraná y ve en el río cosas que uno no ve, como los cambios de las corrientes. Hay ahí un saber de lo invisible que es maravilloso, ideas que son poéticas en relación al estar en el mundo, pero que están por fuera de otros saberes y que se alejan de las cuestiones dogmáticas. Un saber vinculado a lo intuitivo.  

-En el libro hay una pregunta que me hizo pensar en la película. “¿Qué sombra, qué espejo, qué habitación vacía resguardan los relatos para nosotros?” La habitación de El piso del viento efectivamente es un espejo en el que los personajes encuentran relatos que siempre hablan de sí mismos. 

  -Nuestra estrategia de rodaje era que las personas invitadas no conocieran el espacio y no les dimos ninguna indicación previa. La idea era que cuando entraran a esa habitación hablaran de lo que recordaran o de lo que pensaran en ese momento. Sabíamos que íbamos a grabar el impacto inicial y después cada uno iba a permanecer ahí un tiempo prolongado. Entonces Gloria hacía algunas preguntas relacionadas a lo que cada uno de ellos iba haciendo aparecer en ese primer impacto. No había preguntas preparadas de antemano. Y luego hubo un gran trabajo desde lo cinematográfico, porque con eso solo no alcanzaba. Hubo mucho trabajo de montaje, de construcción de ese relato. Para nosotros fue muy curioso ver a dónde los llevaba la experiencia y nos hizo surgir preguntas acerca del pasado. ¿Qué se hace con el pasado?  

-En el libro se cuela la pandemia, cuando mencionás que mientras escribís el presidente decreta el comienzo de la cuarentena y te preguntás a dónde nos conducirá esa suspensión del relato de la vida cotidiana. ¿Encontraste respuestas para eso? 

-No tengo respuestas, pero sí impresiones. No sé si cambió algo del mundo real, más bien parece que profundizó su camino feroz. Pero creo que la pandemia provocó impresiones muy fuertes en las sensibilidades. Creo que no somos les mismes y no podemos ser les mismes, porque la experiencia de la fragilidad, del dolor cercano, del reconocimiento del daño que le hacemos al planeta y de la ferocidad con la que la enfermedad nos responde, no puede no afectarnos. A mí me cuesta mucho recomponer la idea de una vida cotidiana más o menos parecida a la que teníamos. Durante dos años di mis clases en la universidad por Zoom: ¿cómo va a ser volver al aula? Todavía no sabemos cuál será la realidad que nos deje la pandemia.  

El piso del viento, una película hecha a cuatro manos

-En El piso del viento hay algo que es novedoso dentro de tu cine, que es la abundancia de las palabras. En tus películas anteriores los personajes suelen ser parcos y están más signados por la acción y por la mirada, mientras que acá son verborrágicos y expansivos. ¿Qué cambió en esta película respecto de otras, además de la presencia de Gloria? 

-Me parece que ese cambio se debe, justamente, a la presencia de Gloria. Porque así como tenemos una sensibilidad afín, nos parecía que la película solo iba a funcionar en el complemento. Decidimos apostar fuertemente a la palabra de los personajes, que está muy presente, y a la palabra de los textos que Gloria escribió para la película y que para ella, como escritora, eran un territorio más natural. Y sobre eso yo podía aportar algo que estuviera en el orden de la percepción, de atender a esos cuerpos y a la luz en ese espacio. Buscamos que la película fuera el complemento de ambas cosas, porque ninguna alcanzaba por sí sola para hacer El piso del viento y que había que amalgamarlas. 

-La película también es una indagación, un intento por descubrir esa sensibilidad en la mirada de los otros. ¿Dirías que esa curiosidad por la percepción ajena, que tanto se manifiesta en la película como en el libro, es una constante que define tu obra? 

-En mi primer corto, un documental sobre el poeta Jacobo Fijman, había una voz en off que se hacía una pregunta: "¿Qué se puede conocer del otro?" Y después decía que a veces hay un momento donde nos acercamos, pero que ese momento siempre es esquivo. Y me parece que esa pregunta tracciona en todas mis películas, aún en las de ficción. Esa posibilidad de entender que detrás del otro siempre hay un mundo maravilloso, complejo, contradictorio, misterioso. Esa idea del misterio, de lo enigmático, nos atrae mucho a Gloria y a mí, porque es un elemento de gran potencia. Aquello que nos acerca pero a la vez nos aleja, un deseo que es al mismo tiempo una imposibilidad, implica una idea narrativa y poética muy fuerte. 

El piso del viento puede verse todos los días en el Cine Gaumont, Av. Rivadavia 1635. 

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.

viernes, 11 de febrero de 2022

CINE - "La luna representa mi corazón", de Juan Martín Hsu: El arte de exponerse

“¿Cómo se dice ‘Steve Jobs’ en castellano?” La pregunta no es el comienzo de un chiste de esos que usan los juegos fonéticos para producir gracia. No: es una de las primeras cosas que se le oye decir a la señora Chen, madre del cineasta Juan Martín Hsu, en el documental La luna representa mi corazón. Aunque no es un chiste, el diálogo que le sigue bien podría ser parte de un sainete. La acción transcurre en 2012: Juan Martín y su hermano Marcelo viajan a Taiwán para visitar a su madre, a quien no ven hace 10 años. Es que ella, tras la crisis de 2001 y luego de vivir más de dos décadas en la Argentina, decidió volver a su país. Cuando uno de sus hijos responde que ‘Steve Jobs’ se dice ‘Steve Jobs’, la señora Chen opina que el nombre del gurú de la informática, por entonces recién fallecido, es muy largo en castellano. “No es castellano, es inglés”, la corrige en off la voz de uno de los chicos, mientras la cámara muestra entre sacudones lo que pasa dentro del taxi que avanza en la noche de Taiwán. “¿Lo dijiste en inglés? En chino se dice distinto: Qiao Bu Si”, aclara la señora Chen antes de su próxima pregunta: “¿En Argentina saben que se murió?”

Es extraño que una película en la que dos hijos van al encuentro de su madre tras una década de separación comience con una charla tan trivial. O, en todo caso, tan extraño como pertinente. Porque si hay un tema que se destaca entre aquellos que forman parte de La luna representa mi corazón, segundo trabajo de Hsu después de La salada (2014), es el silencio. Un silencio que no se limita a encarnar en lo no dicho, sino que se oculta detrás de distintas máscaras. A veces, como en este caso, se manifiesta bajo la forma de su opuesto, en esa verborragia que busca con desesperación llenar la incomodidad del vacío con palabras inocuas. La de la distancia y la del tiempo son otras de esas fachadas que encubren el silencio, detrás de las cuales han crecido el reproche, la duda y el rencor.

Esa incomodidad signa los primeros 20 minutos, que retratan aquel viaje de 2012. Pero por entre las grietas de esos diálogos arborescentes y superficiales, casi de forma psicoanalítica comienzan a filtrarse los fantasmas. El recuerdo de la traumática muerte del padre cuando los hermanos Hsu eran niños o la aparición de fotos recortadas para eliminar a personajes a los que se quiere olvidar, dan pie a pequeñas escenas en las que el silencio comienza a ceder. Sin embargo, será necesario que pasen otros siete años para que, en 2019, los hermanos regresen a visitar a su madre ya con la idea de una película posible en la cabeza de uno de ellos.

La luna representa mi corazón pertenece al linaje de los documentales de indagación familiar, subgénero que ha producido muchas de las mejores películas argentinas de los últimos 10 o 15 años. Desde Papirosen (Gastón Solnicki, 2011) a Esquirlas (Natalia Garayalde, 2020), pasando por El silencio es un cuerpo que cae (Agustina Comedi, 2018), Carta a un padre (Edgardo Cozarinsky, 2013) o la filmografía casi completa de Andrés Di Tella, enfrentarse al desafío de desenredar la maraña familiar como quien se desnuda en público se ha convertido en un potente catalizador para muchos cineastas locales.

Esta película no es la excepción. Hsu no solo hilvana escenas catárticas –algunas surgidas de forma espontánea y otras con una premeditación que no cae en la tentación del artificio—, sino que también logra trazar significativos paralelos entre las historias de dos países que, aun en las antípodas culturales y geográficas, tienen mucho en común. Confiando más en la intuición que en la técnica y sin temor a quedar expuesto, el director usa su oficio de cineasta para reconstruir los puentes quemados entre su madre, su hermano y él, alimentando una emoción que va creciendo conforme la película encuentra su forma. La banda sonora, que incluye logradas versiones en chino de canciones de Fito, Charly, Spinetta y Cerati, es una joya adicional que completa el modesto tesoro.  

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

jueves, 10 de febrero de 2022

CINE - "There Will Be No More Night", de Éléonore Weber: Poética (a pesar) de la guerra

La omnipresencia de la cámara es una característica saliente de la vida en el siglo XXI. Están, literalmente, en todas partes y no hay forma de evitarlas, porque, en términos estadísticos, hay una en la mano de cada persona del mundo, incluidas en sus celulares. Eso sin contar las que integran las redes de seguridad públicas o privadas, las usadas en las distintas ramas de la comunicación, las de las computadoras personales y un largo etc. Pero si tomar conciencia de la posibilidad de estar siendo observado furtivamente por otros durante el 100% de la vida pública puede resultar intimidante, con su documental There Will Be No More Night la cineasta Éléonore Weber convierte esa sensación en aterradora. La directora construye un retrato de la guerra moderna usando solo imágenes tomadas por las cámaras de los helicópteros no tripulados (drones) de los ejércitos de los Estados Unidos y Francia. Si bien trazar un paralelo con el mundo imaginado por George Orwell en su novela 1984 puede sonar a lugar común, el vínculo resulta inevitable: en su película la francesa le confiere a la fantasía orwelliana un realismo vívido y atroz.

“Todo lo que los pilotos ven cuando vuelan es grabado y archivado” y “borrar” esos registros constituye un crimen. El trabajo de Weber empieza revelando ese dato, que la narración en off brinda sobre imágenes de una persecución de autos filmada por una cámara de visión nocturna. Lo que primero sorprende en ellas, teniendo en cuenta que son tomadas desde el aire, es la notable estabilidad de las mismas y la enorme capacidad de aproximación de esos lentes, que permiten distinguir detalles en la ropa de una persona a kilómetros de distancia. Lo siguiente es la textura que define a buena parte de esas imágenes, que muchas veces se ven en negativo. Estas características, que por momentos hace recordar a los registros de las naves espaciales al sobrevolar la superficie lunar, deshumaniza lo que se ve en pantalla, aunque lo que ahí aparece, lo que se destaca y lo que se busca en ellas, son personas.

Una vez superado el impacto que causa lo técnico, es inevitable no caer en la cuenta del carácter de “rodaje sinfín” de ese material, que todos los días es aumentado por el registro de nuevos vuelos que siempre tienen el mismo objetivo: reconocer y eliminar al enemigo. Un enemigo anónimo, encerrado en una película atrapada en un work in progress infinito. Lo que el espectador ve es, entonces, la mirada de “un ojo cuyo párpado nunca se cierra” y que es imposible saber cuándo está encima de uno.

Las imágenes a veces son tediosas, repetitivas, planas: “los pilotos con frecuencia deben sacudirse para asegurarse de no estar soñando”, dice la voz. Otras, la mayoría, colocan compulsivamente al espectador en el lugar de un depredador al acecho que despedaza a su presa a tiros. Que el retrato esté realizado a la distancia, en blanco y negro, en negativo o con cámaras térmicas, no le quita a la muerte ni un gramo de su peso. La idea de que esos cuerpos que recién corrían por la pantalla como hormigas, de golpe se han convertido en fragmentos que ahora se confunden entre las piedras del desierto, puede volverse una obsesión. La misma obsesión, potenciada por mil, puede asaltar en cualquier momento a los pilotos de esas naves, que muchas veces no están seguros de haberle disparado a un terrorista con un fusil en la mano o a un granjero con un rastrillo. 

El texto que acompaña a las imágenes podría ser tranquilamente un cuento. Un relato acerca de la vida de esos hombres que, a pesar de convivir con la muerte, no han logrado volverse inmunes al horror que ellos mismos producen. Pero también llega a ser oscuramente poético. “Ya no habrá más noche, no necesitaremos ni lámparas ni sol. No habrá más distancia y nada será ni lejano ni cercano. No habrá refugio ni recoveco, ni lugar donde esconderse. Solo siluetas sin rostro.” 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

viernes, 4 de febrero de 2022

CINE - "Jesús López", de Maximiliano Schonfeld: La salvación es el otro

En El hijo de Rambow (Garth Jennings, 2007), el protagonista es un nene que vive en un pueblito inglés y que nunca fue al cine, porque su familia es muy religiosa y lo considera un instrumento del mal. Virgen de esa experiencia, el chico debuta como espectador en casa de un amigo viendo Rambo. A partir de ahí, como si estuviera poseído por el espíritu de un Stallone pasado de anfetas, el pibe acepta convertirse en el héroe de una tierna película de acción dirigida por su compañero, interpretando al hijo del traumatizado veterano de Vietnam. En Jesús López, cuarto film de Maximiliano Schonfeld, Abel es un adolescente que acaba de perder a su primo mayor, Jesús, en un accidente de motos. Como todos en el pueblo, Abel admiraba a Jesús por su habilidad en las carreras de autos y a partir de su muerte comienza a pasar más tiempo con sus tíos, que lidian como pueden con la ausencia del hijo. Una noche, la madre de Jesús le presta a Abel la ropa del muerto, una acción que carga con el peso simbólico de un rito de suplantación. Frente al espejo, Abel se prueba las camisas en el cuarto de su primo, donde un póster de Rocky III oficia de imagen religiosa. Como un Cristo anabolizado colgado sobre la cabecera de la cama de Jesús, acá también Stallone parece bendecir el comienzo de un proceso de transfiguración que tendrá tanto de místico como de poético.

Igual que en la película de Jennings, donde por la vía de la comedia aquel niño inocente necesitaba convertirse en otro, “el hijo de Rambo”, para hacerle frente a un mundo que le habían enseñado a temer, Abel también debe atravesar trágicamente un ritual de iniciación bajo la máscara heroica y protectora de su primo mayor. Solo así logrará trascender ese universo en pausa que representa la vida en los pueblos de la Argentina profunda, suerte de limbo en el que los jóvenes como él no necesitan morirse para vagar por ahí como almas en pena. Schonfeld narra su historia con la naturalidad de quien conoce esa vida, porque como sus personajes, el también es nacido y criado en un pueblo así (Crespo, en la provincia de Entre Ríos). Como ocurría en sus películas anteriores, como Germania (2012) o La helada negra (2015), los vínculos vuelven a ser el hilo conductor sobre el cual se articula el relato de Jesús López. Vínculos que son lo suficientemente plásticos como para ser moldeados a gusto, hasta generar un universo que se levanta en la frontera no siempre clara que separa lo real de lo fantástico.

Es por eso que Jesús López puede ser vista como un retrato extraño de la vida pueblerina, pero también como una alegoría acerca de la trascendencia. Creada a imagen y semejanza de las sagas religiosas, en particular de aquella que agrupa la mitología cristiana, el cuarto trabajo de Schonfeld respeta de forma estricta el ciclo de vida, muerte, resurrección/reencarnación y ascenso/descenso. Los nombres de los personajes principales, cargados con el notorio peso de lo bíblico, representan un primer indicio. Zarzas ardientes, el dolor como camino de purificación, tentaciones que es necesario resistir o la transfiguración y el retorno del elegido, también forman parte de una historia que hace un extraordinario uso tanto de lo fotográfico como de lo sonoro, para generar un ambiente nebuloso en el que cualquier cosa es posible y verosímil.

Así como Abel comienza a rondar los rincones que alguna vez habitó el primo para nutrirse de sus reminiscencias, también estos espacios se van poblando de presencias espectrales, a las que Schonfeld corporiza en formas impresionistamente oportunas. El polvo que los autos levantan en los caminos; la bruma anaranjada de las madrugadas en el campo; el humo de los asados, el de los cigarrillos y el de los motores; o las miradas a través de vidrios siempre turbios son algunas formas en las que lo fantasmagórico se expresa en Jesús López. Manifestaciones que plasman en el territorio sagrado de la pantalla la existencia y el cruce de esas realidades paralelas. 

Artículo publicado originalemnte en la sección Espectáculos de Página/12.

jueves, 3 de febrero de 2022

CINE - "Playlist", de Nine Antico: Ácidez y desencanto para ver el mundo con optimismo

Playlist, ópera prima de la francesa Nine Antico, comienza con la expresión de un desengaño. En la primera secuencia, que se regodea en la diversidad que caracteriza a los pasajeros que se amuchan en un vagón de subte, el narrador se lamenta. “De niños creíamos que la vida sería un lugar lleno de amor y de encuentros. Había infinitas opciones. ¿Qué importaban los problemas del futuro, si siempre íbamos a poder hacer el amor?” Lejos de buscar una confirmación de la premisa, la pregunta más bien parece negar de forma retórica aquello que se supone espera convalidar. De hecho, el clima amable y melancólico de la escena se interrumpe de forma abrupta cuando un punga, bien vestido y con buena presencia, le rompe la cara de un cabezazo a otro hombre al que acaba de robarle el celular. En efecto, como concluye el narrador justo antes de que el título de la película aparezca en la pantalla, parece que “al final las cosas no son tan sencillas” como se las imaginan desde la infancia. 

En el último tramo de aquella secuencia la cámara decide quedarse tomando en primer plano el rostro pensativo y distante de una joven, Sophie, quien enfrascada en sus propias cavilaciones queda conmocionada ante la violenta situación que acaba de vivir. Ella se dirige a una entrevista laboral para ocupar el puesto de encargada de prensa en una editorial de novelas gráficas, que espera le sirva para hacer contactos en el mundo del dibujo y la historieta. Es que su sueño es convertirse en dibujante. ¿O sería mejor decir: “uno de sus sueños”? Porque, igual que la gran mayoría de las personas, Sophie también aspira a enamorarse. El problema es que sus vínculos abundan en hombres superficiales, poco sensibles, inmaduros y egocéntricos, confirmando las reservas que un rato antes manifestara el narrador.

Bajo la máscara de la comedia, Playlist se reparte entre la candidez con la que su protagonista se esfuerza por hallar su lugar en el mundo y una mirada ácida que aparece de forma solapada debajo de una apariencia inocente. No tardará en quedar claro que la película no comparte aquella ingenuidad con su protagonista, empeñándose en ver el mundo de manera más sombría. Por supuesto, el choque entre ambas perspectivas se vuelve inevitable, colocando a la chica en no pocas situaciones incómodas que siempre se resuelven con humor. Y, todavía más importante, sin dejar que el personaje quede librado a su suerte en ese mundo en el que priman los desencuentros y donde el amor termina siendo una construcción de ingeniería más compleja de lo que se suele imaginar.

Filmada en un blanco y negro sin nada especial –aunque la decisión es útil para subrayar el tono desencantado con el que Sophie ve la realidad en sus peores momentos—, Playlist tiene la virtud del optimismo. Incluso cuando parece que algunas situaciones no tienen salida y su protagonista deberá aceptar la derrota de resignarse a no alcanzar sus metas. En algún momento al promediar la película, el narrador vuelve a la carga con sus preguntas, confirmando su rol de virtual voz de la conciencia que tanto puede ser la de Sophie como la del espectador. “¿Y si no podemos confiar en lo que sentimos?”, vuelve a interrogar sin esperar respuesta. Sin embargo, la película responde.

Porque, en efecto, las situaciones en las que se mete Sophie tendrán resultados menos desalentadores mientras menos atenta esté ella a forzar un desenlace hecho a la medida de aquellos sueños, que al promediar la película parecen volverse inalcanzables. Por el contrario, todo será más amable cuando la protagonista se libere del imperativo de hacer que el mundo se ajuste a sus deseos y se permita a sí misma el beneficio de dejarse sorprender. Tal vez sea ese el verdadero desengaño al que saludablemente se debe aspirar.  

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.