viernes, 15 de julio de 2022

CINE - "The Colour Room", de Claire McCarthy: Heroína se busca

Heroína se busca. Como si se tratara de un anuncio clavado con chinches en una cartelera pública, el cine actual de repente parece ávido de historias protagonizadas por mujeres ejemplares. Una búsqueda que, con perdón de la desconfianza, parece menos preocupada por resolver la creciente y justificada paridad entre géneros en el reparto de roles protagónicos, que por convertir a un movimiento social, el feminismo, en una oportunidad de negocios. The Colour Room, cuarto trabajo de la británica Claire McCarthy, puede ser identificada como parte de esa ola que rescata los casos de mujeres reales, que en contextos históricos aún menos favorables que el actual lucharon para hacer valer sus derechos ante una sociedad ordenada ayer y hoy en torno a lo masculino. La película se suma así a otras, como Las sufragistas (Sarah Gavron, 2015), sobre la lucha por el voto femenino en Inglaterra; Talentos ocultos (Theodore Melfi, 2016), que aborda el trabajo de mujeres negras en la NASA en los años ’50; o Colette (Wash Westmoreland, 2018), donde Keira Knightley interpreta a la conocida escritora. Todas ellas dan cuenta de la tendencia.

The Colour Room aborda un momento puntual en la vida de Clarice Cliff, una joven emprendedora y decidida que consiguió convertirse en una reputada diseñadora y ceramista en la Inglaterra de la década de 1920. Su trabajo diseñando una revolucionaria colección de vajilla de líneas ultra modernas, a tono con lo que vanguardias como el cubismo o el futurismo venían haciendo en el arte, le valió un éxito impensado. No solo por su condición de mujer en un ecosistema dominado por hombres, sino porque consiguió hacerlo en el seno de la sociedad británica, regida por valores tradicionalistas y conservadores incluso en el terreno de la estética. El éxito de Cliff radicó, justamente, en el hecho de convencer a los empresarios de que las mujeres también son sujetos de consumo y que, por lo tanto, apuntar a sus deseos podía ser muy redituable. Cualquier analogía con lo mencionado en el primer párrafo no es, entonces, mera coincidencia.

Si bien pone en escena una reconocible fábula feminista, en la que el empeño de una mujer consigue si no torcer, al menos abrir una brecha en un dominio masculino que recién comenzaba a cuestionarse a sí mismo, The Colour Room no puede evitar recaer en el uso de recursos clásicos del cine romántico. Eso le permite a la película presentarse cubierta con una pátina que la hace parecer menos combativa de lo que su historia es en realidad. En esa decisión, en la que algunos podrán ver un apego al relato histórico, otros tal vez encuentren una concesión, una debilidad. Lo cierto es que, de forma extraña, la película adopta un tono deliberadamente naif para contar de manera conservadora la historia de esta mujer, que se dedicó nada menos que a combatir aquellos valores que la sociedad de su tiempo pretendía hacer pasar por inmutables.

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

jueves, 14 de julio de 2022

CINE - "Elvis", de Baz Luhrmann: ¿Cómo filmar un mito?

¿Cómo filmar un mito? Esa debe haber sido la pregunta que le rompió la cabeza a Baz Luhrmann cuando aceptó el desafío de dirigir una biopic de Elvis Presley, rey del rock and roll, el hombre que revolucionó la cultura universal justo a mitad del siglo XX (y que no vivió para contarlo). Especialista en hacer películas donde la música ocupa un rol protagónico –aunque no siempre se trata de comedias musicales—, el cineasta australiano aparecía como uno de los candidatos naturales para encabezar el proyecto. Entre sus virtudes se encuentran la capacidad para hacer que lo sonoro se convierta en el hilo sobre el cual el drama discurre en sus películas y la particular habilidad para abordar el montaje como quien lee una partitura. Es por eso que en sus trabajos el ritmo narrativo es tan importante, incluso en los menos musicales de ellos, como su adaptación de la novela El gran Gatsby (2013), obra magna del escritor Scott Fitzgerald. Todo eso está presente en Elvis

Sin embargo, la tendencia al manierismo, que convierte a sus películas en ejercicios barrocos signados por la exuberancia estética, aparecía como una incógnita. No es que los excesos (estéticos y de los otros) no formaran parte de la vida y obra de Elvis. Para probarlo están los shows que dio durante sus últimos siete años en Las Vegas, tan recargados como épicos, que coinciden con la etapa en que la depresión lo empujó a abusar de los fármacos y tranquilizantes que colaboraron en su temprana muerte. Pero también está el origen humilde en uno de los barrios más pobres de la ciudad de Tupelo, en el muy sureño estado de Mississippi, donde se nutrió de la cultura negra sobre la que edificó su carrera y donde lo único excesivo eran las carencias. El mismo camino del héroe por el que pasaron, antes y después, tantos ídolos populares de acá y de allá, de Muhammad Alí a Maradona y de Michael Jackson a, por qué no, L-Gante. Luhrmann consigue que su estilo afectado le haga honor a la figura del legendario cantante (interpretado con solvencia por Austin Butler), yendo de un extremo al otro de su vida.

 Organizada en segmentos bien definidos –infancia, surgimiento, éxito, rebelión, aburguesamiento, renacer, decadencia y muerte—, que el director va enhebrando no siempre con la misma fluidez, el recorrido de Elvis cuenta con un narrador que se encarga de guiar al espectador por una historia que es menos laberíntica de lo que el deslumbrante despliegue hace parecer. Y que, ciertamente, es mucho menos compleja de lo que fue en realidad, reduciendo grandes etapas para concentrarse en otras. O acentuando determinadas características para (casi) pasar por alto muchas más. Como la paranoia y la megalomanía del Elvis final, que aparecen muy bien retratadas en, por ejemplo, Elvis & Nixon (Liza Johnson, 2016), donde Michael Shannon realiza una tremenda interpretación del cantante.

Quien guía el relato es Tom Parker, alias el Coronel, representante y hombre de confianza de Elvis, lo cual no hace de él una persona de fiar. A pesar de su mala fama, es su punto de vista el que ordena la acción. Una perspectiva que le permite al director replicar el mecanismo que articuló el vínculo entre ambos personajes en la vida real, haciendo que el Coronel, en la piel de Tom Hanks, trate de enroscarle la víbora al espectador igual que antes hizo con Elvis. Por su parte, aquí el cantante es retratado como una víctima constante de esa hábil manipulación, exculpándolo de la responsabilidad de las que, es evidente, fueron malas decisiones. Todo eso deja claro cuál es la respuesta que Luhrmann encontró para aquella pregunta inicial: la mejor forma de filmar un mito es mantenerlo siempre en el aire, como un prodigio de la naturaleza que debe luchar contra las oscuras fuerzas terrestres que buscan devorar su luz. Por eso la película apenas toca su trágico final, presentándolo casi como una ascensión, un paso a la inmortalidad antes que una muerte. Y está bien.

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

domingo, 10 de julio de 2022

LIBROS - "Cortázar", de Jesús Marchamalo y Marc Torices: Todas las vidas de Julio, ilustradas y en un solo libro

El género biográfico tiene sus reglas y particularidades: debe apegarse a la vida que pretende narrar, ilustrarla con hechos comprobables y, relato al fin, entretener a sus lectores. Aun así, el biógrafo puede hacer suya la libertad de embellecer los hechos sin lesionar la aspiración de ser fiel al original, aventurándose por el camino largo de la imaginación o por el atajo de la metáfora, para llegar al mismo destino, pero haciendo que el recorrido resulte más grato que el de la mera transcripción de anécdotas más o menos notorias. Es lo que parecen haberse propuesto los españoles Marc Torices y Jesús Marchamalo en un libro al que, con elocuente simpleza, decidieron titular con una sola palabra que, a pesar de su soledad, es capaz de abarcar un universo entero: Cortázar.

La sola mención de quien es uno de los mayores escritores de la literatura argentina, autor de al menos media docena de libros fundamentales, es suficiente para justificar los recursos poéticos, muchas veces al filo de lo fantástico, que Torices, dibujante, y Marchamalo, escritor y periodista, escogieron para darle forma a esta particular biografía de Julio Cortázar, que llega a la Argentina a través de editorial Nórdica. El primer detalle que la distingue de otras, que con anterioridad se propusieron dar cuenta de la vida del creador de Rayuela, es el carácter ilustrado que la convierte en una novela gráfica. Y para comenzar eligen narrar una anécdota que es casi una fantasía, toda una declaración de principios.

A partir de la sugerencia de un amigo, Cortázar viaja a una ciudad indeterminada cuya única referencia de ubicación es un punto cardinal: el sur infinito. El amigo le contó de una pensión acogedora a la que se llega avanzando por una calle empedrada, subiendo una escalera, para llegar al fondo de un callejón. Encantado por la descripción, el escritor va en busca de aquel paraíso modesto y una noche cree encontrarlo. Pero al levantarse a la mañana las dudas lo atrapan y piensa que tal vez la calle, la escalera, el callejón no eran los mismos que había descripto su amigo y ha pasado la noche en otro lugar. ¿O será que en realidad todas las pensiones son la misma, aquella a la que su amigo lo envió? Torices y Marchamalo aciertan al colocar a modo de prólogo esta historia de color cortazariano, en la que es imposible no ver destellos de algunos de sus cuentos. La bienvenida no puede ser más acogedora.

Este particular relato de la vida de Cortázar sigue, a partir de ahí, un orden cronológico que respetará (casi) a rajatabla hasta el final. Así recorre la infancia y juventud del escritor enumerando ciudades en una lista que reúne a Bruselas y Zúrich, Buenos Aires y Banfield, y que más tarde se extenderá hasta París, Roma, La Habana. Es que la historia de una persona es también el mapa de los lugares que habitó, aquellos que transitó y amó. Pero además, una biografía que se precie nunca debe olvidarse de mencionar las pasiones que aceleraron el corazón de aquel cuya vida se cuenta. De ese modo, acá también aparecen la afición del escritor por el boxeo, su gusto por el jazz, el amor por los gatos, los viajes y el inagotable placer de la lectura. 

Si bien cumple todos los requisitos que indica el manual del biógrafo estupendo, el libro de Torices y Marchamalo no se conforma con repetir los nombres de las mujeres con las que compartió su vida, los títulos que integran su bibliografía completa, la lista de colegas con los que se vinculó o la suma de sus ideas políticas. Esta versión ilustrada de Cortázar revive no solo al escritor sino también al hombre, a través de un anecdotario en el que lo inesperado y el azar encuentran un lugar de privilegio. Todo a través de dibujos, viñetas, collages, fotografías intervenidas, mapas y otras ilustraciones, sin temor a apropiarse de cualquier recurso estético que resulte oportuno a la hora narrar en imágenes, de la forma más bella y efectiva posible, la vida del autor de Bestiario. Y si algo consigue este pequeño Cortázar ilustrado es el objetivo de contarla como si fuera una novela, un cuento, una historieta o todo eso junto, recordándonos que a veces ficción y realidad no están tan lejos como parece.

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.

viernes, 8 de julio de 2022

CINE - "Manto de gemas", de Natalia López: La raíz de la violencia

El cine mexicano dio un gran salto de reconocimiento en el siglo XXI. Por un lado, con la consolidación del trío Cuarón-Del Toro-Iñárritu, todos ganadores de los premios Oscar más importantes. Por el otro, directores como Alonso Ruizpalacios, Amat Escalante y sobre todo Carlos Reygadas, entre otros, han logrado una presencia permanente en las competencias de los festivales más prestigiosos, como Cannes, Berlín o Venecia. Pero en esta lista hay una ausencia notoria: la de nombres femeninos. Es cierto que hay una nueva generación de cineastas mexicanas comenzando a llamar la atención, pero ninguna de ellas alcanzó los niveles de trascendencia ni los logros competitivos de sus colegas varones. Con el estreno de Manto de gemas, ópera prima de Natalia López, ganadora de un Oso de Plata en la última Berlinale, algo parece haberse modificado.

Es cierto que López nació en Bolivia, pero su carrera dentro del cine es mexicana casi por completo, ya que en su rol previo como montajista ha trabajado en varios títulos de Reygadas y Escalante. Y también es muy mexicano el contenido de su primera película como directora. No solo eso: su propuesta estética, la elección del tema y el modo de abordarlo confirman la gran influencia que en especial estos dos directores han tenido en su forma de narrar y utilizar los recursos cinematográficos. La violencia como tópico; el cruce social y los roces que se producen entre una clase alta muy alta y una clase baja muy baja; la brecha étnica; el poder omnipresente del narco; cierta sordidez en el abordaje del relato; e incluso el aporte de sutiles elementos fantásticos para potenciar el registro naturalista, dan cuenta de su adscripción a ese linaje.

Pero si hay una diferencia notoria entre este trabajo de López y el de sus precursores es el protagonismo femenino excluyente que tienen sus personajes principales. Que son tres. Una mujer de familia burguesa que vuelve a ocupar una casona familiar en el campo, deshabitada desde hace tiempo, mientras asume las consecuencias emocionales de un divorcio reciente. Una mujer del servicio doméstico, que también trabaja para los narcos locales, cuya hija ha desaparecido hace ya un tiempo sin que la policía tenga ninguna pista de su paradero. Y la oficial de policía encargada de investigar el caso, quien también debe lidiar con un hijo adolescente que ha comenzado a mezclarse con los narcos. Todas ellas son, a su manera, mujeres duras que no dudan en hacerle frente a sus problemas y entre quienes se percibe cierta red de empatía.

Esa representación femenina se extiende en una constelación de personajes secundarios que ocupan cada rincón del relato, desde hijas y madres, hasta jefas, vecinas, criminales y víctimas de la más variada índole. Por su lado, lo masculino está formalmente restringido a espacios laterales, aunque mantiene una fuerte incidencia sobre las decisiones que las protagonistas deberán tomar, llegando a forzar cambios en su accionar. Acá los hombres son una fuente de preocupación, un lastre emocional, una parte del problema antes que de la solución. Más una carga que una compañía. Incluso aquellos que ayudan no pueden evitar provocar daño.

Como si se tratara de un paseo por el infierno, López realiza el relato de manera fragmentada, intercambiando el foco de atención entre las tres protagonistas, haciendo que sus problemas también se entrecrucen en una compleja red en la que siempre terminan ocupando el lugar de víctimas. Entre esos fragmentos la directora intercala algunas secuencias pesadillescas que alteran la percepción realista de la historia. Si en el registro de la violencia Manto de gemas se acerca a películas como Los bastardos, de Escalante, en el uso de estos detalles casi fantásticos es imposible no reconocer al Reygadas de Post Tenebras Lux. En el medio, la voluntad expresa de impactar al espectador de forma directa, que se confirma en un plano final al que se puede considerar un exceso.

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

jueves, 7 de julio de 2022

CINE - "El contador de cartas" (The Card Counter), de Paul Schrader: Un eterno dilema moral

Como un matemático empeñado en resolver un teorema imposible, dándole vueltas a los números y las fórmulas como si la vida se le fuera en ello, en sus películas Paul Schrader no puede evitar plantearse una y otra vez acertijos morales que no necesariamente se resolverán en el final. Y tal vez sea por eso que necesita volver siempre al punto de partida, igual que el matemático con sus algoritmos mal resueltos, para empezar de cero, a ver si esta vez le encuentra la solución. El contador de cartas es la última manifestación de esa búsqueda obsesiva que ya había aparecido en trabajos anteriores como  Posibilidad de escape (Light Sleeper, 1992) o en la más reciente First Reformed (2017), no estrenada oficialmente en Argentina, pero que también puede rastrearse en algunos de los guiones que escribió para Martin Scorsese, como la seminal Taxi Driver (1976) o de un modo mucho más evidente en La última tentación de Cristo (1988). En todas ellas lo moral se entrelaza y confunde con distintas versiones de la fe, para dialogar de manera explícita con la realidad de su propio tiempo.

De igual forma, su protagonista podría ser una versión remasterizada del taxista Travis Brickle, del cura agobiado por la culpa de la película de 2017 e incluso del propio Jesús de Nazareth, combinando elementos comunes a todos ellos. Acá se trata de William Tell (sí, Guillermo Tell), un exsoldado que se desempeñó en una de las cárceles que el ejército de Estados Unidos tiene en Medio Oriente. Ahí aprendió y practicó atroces técnicas de interrogatorio, que al salir a la luz a través de fotografías filtradas que los propios soldados tomaban mientras torturaban a los detenidos, terminaron por llevarlo a prisión casi 10 años. Sin embargo, Will no vive su paso por la cárcel como un trauma, sino como una instancia de necesaria expiación y aprendizaje, tanto en el plano moral como en el práctico. Actitud en la que es imposible no reconocer un carácter religioso. 

En esa década de encierro Will tuvo mucho tiempo libre y lo usó para leer y jugar al poker. Así desarrolló la habilidad de contar cartas, técnica en la que a partir de los naipes que se encuentran sobre la mesa se puede reducir estadísticamente la incertidumbre de aquellos que todavía se encuentran en el mazo. Una técnica que los casinos y las casas de juego consideran una forma de fraude. Pero Will no la utiliza para hacerse rico, sino que elige hacerlo modestamente. Para sobrevivir. A pesar de esa sobria forma de reinserción social, el protagonista no está libre de traumas.

La forma en que cubre con sábanas todos los muebles de cada habitación de hotel por la que pasa, convirtiéndolas prácticamente en un claustro monástico, remite por un lado a su necesidad de mantener un ascetismo casto, pero también al intento de reconstruir el ambiente estéril de una celda. La llegada más o menos inesperada de dos personajes a su vida alterará el orden compulsivo que Will le imprime a su existencia, obligándolo a entrar en contacto con sentimientos que aprendió a mantener bajo control. Ambos personajes servirán para que Schrader vuelva a poner a su protagonista en un dilema moral con mucho de cristiano, en el que la inmolación por los otros resulta ser la forma suprema del amor.

Pero para el director y guionista el mundo es un lugar sombrío en el que, de manera murphyana, las fuerzas oscuras se confabulan para hacer que las situaciones decanten hacia la peor de las opciones. Aunque Will parece llevar su pasado en el frente mejor que Travis, como en Taxi Driver la violencia termina siendo el único camino para tratar de darle solución a aquel dilema irresoluble. Con lo cual nada se soluciona, aunque Schrader elija un final romántico e idealista, en el que vuelve a haber un cordero y un sacrificio. A diferencia de, por ejemplo, El secreto de sus ojos, donde el protagonista acaba traicionando su propia ética, Will actúa conociendo las consecuencias de sus actos y se entrega a ellas con estoicismo religioso. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

jueves, 30 de junio de 2022

CINE - "Alicia y el alcalde" (Alice et le maier), de Nicolás Parisier: A la política, por el cine

La tarea de convertir al mundo de la política en un ambiente humano parece más cerca del orden de los milagros que una obra posible en la realidad del siglo XXI. Así de desprestigiada se encuentran la gestión pública y sus aspirantes, a quienes el resto de los ciudadanos ven cada vez con mayor recelo y desconfianza. Algo que parece ocurrir no solo en la Argentina, donde hace más de 20 años, con la crisis del 2001, algo se rompió entre el pueblo y sus representantes sin que el vínculo haya terminado de sanar aún. Y así parece ser también en Francia, que en ese mismo período viene enfrentando la mayor crisis política y social del último medio siglo. 

El retrato que el cineasta francés Nicolas Parisier realiza en Alicia y el alcalde, su segunda película, parece confirmarlo. En ella utiliza la relación que se establece entre el alcalde de la ciudad de Lyon, una de las tres más importantes de aquel país, y una profesora de filosofía que de forma kafkiana termina convertida en su principal asesora, para exponer un escenario en el que la política no podría encontrarse más lejos de la realidad.

Ya desde el comienzo la historia desborda absurdo. Alicia dejó un cargo en Oxford para aceptar otro en la administración pública de la ciudad francesa. Sin embargo, al llegar al palacio municipal le informan que dicho puesto ya no existe, pero que, burocracia mediante, han creado otro ad hoc para que ella lo ocupe. La labor que le encargan también resulta inverosímil: pensar ideas para compartirlas con el alcalde. No proyectos ni acciones políticas: solo ideas, en el sentido más filosófico del término. Parisier utiliza el personaje de Alicia como guía para introducir al espectador en ese universo extraño y ajeno, que es presentado como una maquinaria fría y deshumanizada pero aceitada, donde rige el más estricto verticalismo y las acciones no necesariamente tienen sentido. La confusión de Alicia será la del espectador, de la misma manera en que también lo será su gradual comprensión de la particular lógica que motoriza ese territorio, hasta ahora extranjero para ella.

Por su parte, el alcalde se presenta ante su nueva asesora como una persona que ha perdido la libido que lo unía a su vocación. Una crisis que se manifiesta justamente en la dificultad para pensar, para generar ideas que motoricen su acción como líder político. Si dentro del universo de la película Alicia asume un rol activo, una suerte de exploradora en territorio salvaje, la figura del alcalde aparece sensible y vulnerable, aunque oculta detrás de una fachada de eficiencia e iniciativa. Una fragilidad que el funcionario solo se permitirá exponer ante Alicia, quien sin proponérselo irá ganando cada vez más espacio en el círculo de mayor confianza, generando recelos.

Pujas de poder; proyectos que benefician más a sus impulsores económicos que a los ciudadanos; laberintos burocráticos; acciones que parecen carecer de sentido más allá de alimentar una gestión más cercana a lo fantástico que a lo concreto. Parisier realiza un retrato impiadoso, como dándole la razón a los indignados de allá o de acá que solo pueden ver a la política, y no sin razón, como una pantomima cada vez más alejada de las necesidades de la gente. Cualquier parecido con las fiestas de María Antonieta justo antes de la famosa Revolución que tuvo lugar en ese mismo país no es mera coincidencia. 

La idea de un poder desconectado de su base popular sobrevuela toda la película y es puesta en cuestión en las conversaciones que mantienen sus protagonistas. Discusiones sobre la función pública o la crisis ideológica de las tradicionales izquierda y derecha en el mapa político actual, alimentan una trama que por momentos se vuelve demasiado dialéctica. Aún así, de a poco y con paciencia, Parisier consigue encontrar ese lado humano que todavía tiene la política. ¿O será que se trata de otro milagro de la magia del cine puesta en acción?

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

CINE - "Los niños de Dios", de Martín Farina: El escondite de la memoria

Relatos del fin del mundo y el más allá narrados a través del lenguaje amigable de la historieta, pero con dibujos que tienen algo de extraño; dos hermanos jóvenes que hablan entre sí en una mezcla babélica de inglés y español; el cuerpo masculino exhibido como en una lección de anatomía; la atmósfera religiosa desbordando cada escena y el agua, una vez más, como el elemento vital que lo une todo. Los Niños de Dios es uno de los últimos documentales de Martín Farina (el otro es El fulgor, estrenado en salas hace menos de un mes) y en él se ocupa de retratar a una familia con mucho de misterioso, pero cuyos traumas y secretos irán siendo revelados sutilmente y sin apuro en su poco más de una hora de duración.

Tomando como referencia central los relatos familiares, en especial las memorias infantiles de los hermanos Francisco y Sol, con paciencia Farina consigue que los fantasmas del pasado se corporicen en la pantalla. El título de la película entrega una pista clara. Los Niños de Dios era una secta pseudocristiana creada en Estados Unidos en tiempos del Flower Power, cuyo fundador y líder mesiánico, David Berg, utilizó para dar rienda suelta a una serie de perversiones personales que van de la prostitución de sus fieles mujeres al abuso de menores. Su presencia en Argentina derivó en una causa que a comienzos de los ’90 incluyó casi 270 menores cautivos. Pero a pesar de esa referencia inequívoca, Farina no aborda el asunto de forma directa, sino a través de sus sombras y reflejos.

Los Niños de Dios no se detiene en el testimonio y la palabra. Por el contrario, acumula imágenes de la casa donde habita la familia, deteniéndose con particular detalle en la pileta de la casa, en las figuras que el agua dibuja sobre la lona que la cubre o las figuras que trazan las gotas de lluvia al caer. De igual modo el director inserta planos detalle del cuerpo de Francisco al ser auscultado por diferentes especialistas. Las presencias del agua y del cuerpo parecen hablar de balances y desequilibrios: los que se dan entre las fuerzas humanas y las de la naturaleza o aquellos que separan la salud de la enfermedad. Una forma poética de referir a las causas a través de sus efectos.

A pesar de incluir revelaciones tan íntimas como duras, Farina evita cualquier atisbo de efectismo, buscando conectar con la sensibilidad de sus protagonistas, con su mirada positiva a pesar de todo y con la resiliencia de una red familiar a la que el trauma no ha conseguido debilitar. El material de archivo, que muestra las puestas en escena de la secta, le aportan al conjunto una atmósfera de irrealidad al límite de lo psicótico. “Somos sobrevivientes”, le dice Sol a su hermano, dejando en claro que no hay palabras, imágenes o material de archivo capaz de expresar de forma cabal algunos miedos y dolores que se empecinan en mantenerse inefables.  

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

domingo, 5 de junio de 2022

LIBROS - "La misa de los suicidas", de Pablo Forcinito: El terror de la fe

Las historias de regresados, aquellas en las que alguien vuelve de forma inesperada a un lugar que dejó atrás hace mucho, siempre llevan la marca del misterio como distintivo. Su sello se hace presente ya en las primeras páginas de La misa de los suicidas (Editorial Metalúcida), última novela del argentino Pablo Forcinito, donde Gómez, un hombre dado por desaparecido hace mucho tiempo, regresa una noche a un pueblo de provincia durante la celebración del carnaval. El hecho sorprende a todos los vecinos, en especial a tres de ellos, quienes 26 años atrás, siendo aún adolescentes, vieron a Gómez morir ahogado en una ciénaga. Pero este hombre ya no regresa como el borracho vago que todos recuerdan, sino como un sanador cuyos milagros comienzan a extender su fama y acrecentar su oscuro poder. Uno de aquellos chicos que fueron testigos de su muerte, ahora convertido en cura párroco del pueblo, será quien oficie de narrador en este relato que Forcinito construye en la encrucijada siniestra entre el horror y la religión.

A partir de una prosa rica y muy precisa, el autor le da forma a un universo en el que la mitología cristiana (en especial la surgida de la doctrina católica), repleta de presencias diabólicas y referencias al más allá, se encarga de alimentar los miedos y temores recurrentes del mundo moderno. Incluso los de quienes no comparten su fe. No por nada un alto porcentaje de la literatura y el cine de terror se nutren de los fantasmas y demonios imaginados por el cristianismo. En La misa de los suicidas Forcinito maneja esos elementos con maestría para darle forma a un registro muy visual, haciendo que resulte sencillo traducir en imágenes las escenas atroces que componen su relato.  

-Es curioso que el cristianismo, la punta de un ovillo de esperanza al que todavía se aferran 1.300 millones de personas en el mundo, sea también uno de los principales imaginarios que alimentan el terror moderno. ¿Cómo explicar esta dualidad? 

 -Se me viene a la mente Carrie, la novela de Stephen King. En particular la madre de la protagonista, ese personaje ganado por el puritanismo, por una radicalidad cristiana detrás de la cual nunca se sabe bien si está operando la demencia de esta mujer, o si realmente se trata del diablo. A mí me interesa abordar el terror desde ese lugar y creo que ese puede ser el punto intermedio: el horror que habita detrás de esa máscara del cristianismo.  

-¿Pero no hay algo contradictorio entre estas dos líneas de relatos, los de la fe y los del terror, surgiendo del mismo universo? 

-En La misa de los suicidas me interesaba trabajar esta tensión entre el mensaje tradicional del catolicismo, de la vida como un valle de lágrimas, y la propuesta de estas iglesias surgidas del protestantismo en los últimos 40 años, como la Iglesia Universal, que tiene ese eslogan tan contundente: “Pare de sufrir”. Entonces, por un lado tenés al catolicismo, que es la visión más tradicional del cristianismo, diciéndote que uno vino a este mundo para sufrir y que hay que bancársela cristianamente, porque la recompensa va a estar en el más allá. Y por el otro lado están estas otras iglesias que te proponen “parar de sufrir” ahora, que esto no es un valle de lágrimas y que uno también está acá para realizarse. Incluso, si querés, para realizarse económicamente. Ahí es donde se nota la influencia del protestantismo, donde lo económico está integrado a la vida cotidiana y no se tiene esa relación culposa con el dinero, que sí aparece en el catolicismo. Ambas miradas terminan siendo las dos caras de una misma moneda a partir del concepto de la reversibilidad del símbolo, en el que algo tanto puede ser una cosa como su opuesto. Y volvemos a Stephen King, a su novela Misery, donde hay una enfermera que supuestamente viene a sanar al protagonista, pero que lo termina enfermando. 

-La posibilidad de la salvación, pero también de la condena. 

-Exacto. En el cristianismo existe esa tensión y eso es lo que me interesó plasmar en la novela. La idea de que sea el propio diablo el que lleva al protagonista, el padre Gabriel, a iniciarse en el cristianismo y a consagrarse sacerdote. Me interesan esos puntos de quiebre donde las cosas pueden ser para un lado o para el otro.  

-La Iglesia católica es una institución poderosa que en los últimos cinco siglos ha jugado roles muy negativos (ya sea activamente o por omisión) en muchas de las grandes atrocidades ocurridas en el mundo occidental, de la conquista de América y la Inquisición al apoyo a casi todas las dictaduras del siglo XX. Pero en tu novela es al revés: es todo un pueblo el que se alza para ir contra ella. ¿Por qué elegiste que la Iglesia ocupe el lugar de víctima? 

-No la pensé como víctima, sino como una cuestión económica de una feligresía que quiere “parar de sufrir” y termina sometida a este sanador que llega. No lo veo tanto por el lado de la Iglesia como víctima, sino como una consecuencia de los intereses de esa feligresía cooptada por este personaje. Lo que pasa es que ocurren cosas en la novela que tienen que ver con el hecho de que sea el hombre más débil del pueblo quien acaba imponiéndose a él. Y entonces la autoridad espiritual que la iglesia tiene en este pueblo termina siendo reducida por este hombre misterioso que regresa.  

-En un momento el protagonista cita a Santo Tomás para defender la existencia de lo sobrenatural, diciendo que “si de mil relatos sobrenaturales al menos uno es cierto, entonces lo sobrenatural existe”. ¿Por qué la fe necesita crear monstruos para justificar sus creencias? 

-Cuando escribí esa cita de Santo Tomás, el gran intelectual de la Iglesia católica, tenía presente un cuento de Clive Barker.  

-¿El cineasta, el director de Hellraiser? 

-Claro, que también escribe cuentos de terror. Uno de ellos se titula “Los muertos tienen autopistas” y su protagonista es un chanta que dice ser médium y engaña a las personas que desean encontrar un vínculo con sus seres queridos muertos. Y así va embaucando a todo el mundo, hasta que un día llega a una casa donde efectivamente hay un canal en donde se hacen presentes los descarnados.  

-Un poco como el personaje que interpreta Whoopi Goldberg en otra película, Ghost, la sombra del amor. 

-Exactamente. Y en esa mención a Santo Tomás yo tenía esto muy presente, porque este tipo va por las casas engañando. Hasta que un día, de mil lugares a los que va, finalmente llega a uno donde esa conexión con el otro mundo es auténtica y, entonces, la posibilidad de lo sobrenatural también. El autor de El exorcista, William Peter Blatty, por ejemplo, dijo haber presenciado un exorcismo real que lo inspiró a escribir la novela. ¿Y por qué no le vamos a creer que fue así? Salvo que nos haya mentido.  

-Ojo: como estrategia de marketing es inmejorable (risas). 

-El lugar para la duda siempre está, por supuesto. Pero, ¿y si realmente presenció un exorcismo?  

-Ahí volvemos a una cuestión básica de la fe cristiana, aquello de “felices los que creen sin ver”. La fe por lo general prescinde de la mirada y su sostén se ubica más allá de lo sensible. Pero en un mundo regido por la lógica de la ciencia las pruebas para demostrar la existencia de algo deben ser sensibles. 

-Sin embargo la fe no puede ser medida con categorías propias de la física, por ejemplo.  

-Volviendo a la pregunta original, ¿por qué esa fe necesita construir monstruos que la justifiquen, como el diablo? 

-Quizás tenga que ver con la necesidad de imponer un miedo que le permita mostrarse como la salvación. Todas esas presencias de lo demoníaco para tener al pueblo consciente de los horrores del infierno se ven con mucha claridad en el barroco español. Por su parte, desde el punto de vista teológico, el diablo también es una creación de dios, el ángel caído. 

 -Ese relato de la creación del diablo resulta oportuno para justificar al propio dios. Porque ¿qué importancia tendría su poder sin la existencia de uno similar que se le oponga? 

-Ahí tenés el problema que surge de la dualidad entre el bien y el mal y es que si el mal desaparece, todo es bien. Es en ese punto donde filósofos como Leibnitz introducen el concepto de libre albedrío. Porque si dios hubiese hecho de todos los hombres seres buenos hubiera creado autómatas, dice Leibnitz. La posibilidad del libre albedrío es lo que lleva a que el hombre pueda disponer del mal.  

-Pero siempre sabiendo que hay un monstruo esperándolo detrás de esa elección. 

-Sí. Pero también hay otros conceptos, como la idea de que el bien puede soportar ciertos actos que tienen que ver con el mal, en pequeñas dosis, en aquellos casos en los que el fin es un bien mayor.  

-Esa idea está jugada en tu novela ya desde el título, con la mención del suicidio, un acto reprobado por el catolicismo, pero que dentro del universo del libro puede llegar a convertirse en un sacrificio de orden muy cristiano, en el que la muerte de uno se convierte en la salvación de muchos.  

-De hecho, quien lo termina de convencer al padre Gabriel de lo que tiene que hacer, de cuál es el camino a seguir, es este Gómez, el regresado. Y de alguna manera esa es también la salida que encuentra el sacerdote para todo eso que está viviendo, para cortar ese mal que se ha alojado en el pueblo.  

La misa de los suicidas se caracteriza por su facilidad para generar en el lector imágenes casi cinematográficas. ¿Esa búsqueda estuvo presente durante la escritura? 

-No sé si es una búsqueda o si son maneras que uno tiene de escribir. Cuando escribo intento pensar casi como si estuviera viendo una película y si siento que algo puede funcionar en el cine, si funciona desde lo visual, entonces me sirve para lo que quiero contar. Por otra parte, comencé a escribir más narrativa en el momento en que empecé a ver más cine. Películas de directores como George Romero, John Carpenter, David Cronenberg, Mary Lambert, en las que aquello que se cuenta es muy sólido. Estructuras cinematográficas que te forman también como narrador y que, por lo menos a mí, me dieron claridad para pensar después en las historias que quería escribir. Hay en particular un relato de King qué Romero llevó al cine en uno de los cortos que forman parte de la película Creepshow (1982), titulado “La solitaria muerte de Jordy Verrill”, que fue muy importante para mí, porque después de verlo a los 18 años escribí mi primer cuento. Entonces, tal vez no sea casual que lo que escribo tenga también esa dinámica cinematográfica.  

El crecimiento del terror como género en la literatura argentina

-El terror es un género que, tanto en el cine como en la literatura, es considerado una especie de hermano menor al que nadie en la familia se toma en serio, pero que produce relatos muy poderosos y cuyas metáforas reflejan al mundo de una forma muy real. ¿Por qué creés que el terror está comenzando a ser revalorizado como género, al menos en la literatura argentina? 

-En primer lugar te diría que cuando uno habla de la literatura de terror en la Argentina básicamente se está hablando de cuentistas. Horacio Quiroga; Las fuerzas extrañas de Leopoldo Lugones, que también es un libro de cuentos de terror; o Mujica Láinez, que también escribió muy buenos cuentos de terror. Siempre fue difícil encontrar novelas de terror en la literatura argentina. Hasta que en la década de 1990 llegó Charlie Feiling con El mal menor. Feiling era alguien que venía de la academia, pero que mostraba abiertamente su admiración por Stephen King, al punto de considerarlo un autor que debía ser tenido en cuenta. Hay que recordar que en esa época eran muy pocos los que se tomaban a King en serio, salvo los jovencitos que lo leíamos con devoción porque sus libros se integraban a nuestra educación sentimental. Creo que con esa novela Feiling dejó una puerta abierta por la que después empezaron a entrar otros autores. También es cierto que en Argentina se ha escrito mucha mala literatura de terror y que no hubo nadie que tuviera algo para decir, como ocurrió con autores estadounidenses como King, Dean Koontz o Thomas Disch, en cuyas obras está muy integrada la idea del gusto popular por el terror. También pasa que aquello que en algún momento fue despreciado a veces comienza a ser tenido en cuenta más adelante. Y me parece que lo que se está empezando a perder es esa relación culposa que la literatura argentina tenía con el terror como género. 

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.

jueves, 2 de junio de 2022

CINE - "Jurassic World: Dominio", de Colin Trevorrow: Fin de fiesta para los dinosaurios

Cierre de la segunda trilogía basada en el universo creado por Steven Spielberg en 1993 con la revolucionaria Jurassic Park, la película que hizo “revivir” a los dinosaurios, marcando el triunfo de las imágenes generadas por computadora (CGI) en el cine, puede decirse que Jurassic World: Dominio es más de lo mismo. Ni nuevo ni mejor ni más grande, porque no hay en la saga nada que siquiera se haya acercado no solo al impacto que generó la primera película, sino tampoco a la extrordinaria precisión que aquella tenía en términos de relato cinematográfico. En Jurassic Park todo estaba perfecto: la historia, los protagonistas, los chicos, los villanos, la aventura, el humor y, claro, los dinosaurios. Pero habiendo visto el vaso medio vacío, también debe decirse que esta tercera parte de Jurassic World completa el círculo de modo digno, honrando ese legado.

Los protagonistas vuelven a ser el entrenador de dinosaurios Owen Grady y la científica ecologista Claire Dearing, quienes ahora enfrentan a una corporación que, bajo una fachada amigable, busca apoderarse de la tecnología genética usada para revivir dinosaurios para aplicarla a las industrias química y farmacéutica. Quienes hayan vistos cualquiera de los episodios anteriores sabrán que todo lo que pueda salir mal saldrá peor. Chris Pratt y Bryce Dallas Howard vuelven a cubrir sus respectivos roles con eficacia, esta vez acompañados por Laura Dern, Jeff Goldblum y Sam Neil, el recordado trío protagónico de Jurassic Park, que vuelven a reunirse 30 años después para que la despedida sea lo más parecido a una fiesta.

Si bien la película pone en escena un ecologismo for dummies, donde el gran villano es nada menos que una corporación que usa la manipulación genética no solo para obtener beneficios, sino para tiranizar el mercado, el asunto no se percibe como una mera pose, sino que se alinea con una mirada que ya estaba presente en el film original. Incluso el recurso se utiliza con humor, poniendo al frente de esta corporación a una especie de gurú tecnofriendly muy parecido al (excesivamente) venerado Steve Jobs. Y le permite a la película no apartarse de uno de sus ejes, que es la cuestión ética en torno al uso de los avances tecnológicos, que pone en veredas opuestas a lo humanitario y lo económico.

Jurassic World 3 maneja bien las escenas dinámicas, incluyendo una espectacular persecución callejera en La Valeta, capital de Malta, narrada a partir de un buen uso del montaje paralelo y que parece sacada de la saga Bourne. También alcanza picos de alta tensión sin necesidad de tanto despliegue, como la escena donde la protagonista huye de un depredador arrastrándose por la selva. Sin embargo, producto típico del siglo XXI, muchos de estos recursos hacen que la película se pierda en el cúmulo homogéneo de las producciones de gran presupuesto, que, como los dinosaurios de Spielberg, parecen haber sido clonadas más que filmadas. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

CINE - "El Fulgor", de Martín Farina: Los sueños de la carne

Martín Farina no es un documentalista clásico. Sus trabajos se apartan con toda intención de los recursos que son habituales en los exponentes más comerciales del género, buscando acercarse a los objetos y sujetos que aborda desde la percepción y no tanto desde lo dialéctico. Gran observador, Farina no quiere que nadie le cuente una historia en primera persona ni que los testigos le vayan dando forma a partir de la palabra, sino que su cine se vale de las imágenes para construir los relatos. Esa intención se manifiesta de manera cabal en El fulgor, su octavo largometraje incluyendo Taekwondo (2016), su única experiencia con la ficción pura, codirigido junto a Marco Berger. 

La aclaración de “ficción pura” en relación a aquella película tiene que ver con que, justamente a partir de su forma de escoger los recursos para narrar, no son pocas las veces en que sus documentales terminan siendo percibidos como muy cercanos a la ficción. Esa característica también define a El fulgor. A partir de dos personajes masculinos, Farina aborda tanto la vida y el trabajo en el campo, como la relación que ellos tienen con la celebración de los carnavales en la provincia de Entre Ríos. Como un díptico, ambas partes del relato por momentos parecen oponerse, ya sea porque una representa el trabajo y la otra lo festivo (o la realidad y la fantasía), como por la forma en que el director retrata a una y a otra, usando el color para las labores rurales y el blanco y negro para todo lo relacionado al carnaval y su preparación.

Al mismo tiempo, ambos espacios comparten una serie de elementos comunes. Uno de ellos es cierta condición ritual, que tanto se percibe en las labores de la faena como en los preparativos previos al desfile de las comparsas. Lo carnal también está presente en ambos espacios, pero a través de sus diferentes acepciones. De un lado marcado por lo animal, por la tarea física de descuartizar una res para convertirla en alimento. Del otro, por todo aquello que tiene que ver con lo erótico y los aspectos estéticos de los cuerpos. En este caso, los de un grupo de hombres calzándose los ornamentos y accesorios cargados de brillos antes de salir a desfilar. Finalmente, la presencia excluyente de lo masculino que domina tanto las escenas en la hacienda como entre bambalinas.

Esa particular forma del director de retratar la realidad hace que El fulgor se convierta además en una experiencia onírica, potenciada por algunas escenas en las que uno de los protagonistas deambula por el campo o las calles de la ciudad, casi como si se tratara de una presencia sobrenatural. Como en aquel cuento en el que un hombre sueña ser una mariposa, pero al despertar ya no sabe si en realidad no es una mariposa soñando ser un hombre, esa sinergia entre lo real y la ficción atraviesa toda la película, acentuada por el aporte de una sugerente banda sonora. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Pägina/12.

domingo, 29 de mayo de 2022

LIBROS - "Las aventura del Negro Raúl", de Arturo Lanteri: Historietas para entender la historia

“Viernes, 17 de diciembre (de 1976). Cuento a Borges que en el Times Literary Supplement aparece un dibujo del Negro Raúl, héroe de la historieta de Lanteri, al que se presenta como ‘victim of discrimination’, no como el popular mendigo de Buenos Aires que conocí en mi niñez. Tal vez solo fuera popular en el Barrio Norte, pues me parece que componía el papel de una suerte de bufón de los chicos de la clase alta. A Borges le dijeron que era pendenciero con vigilantes.” El párrafo anterior pertenece al Borges, monumental volumen en el que Bioy Casares retrata a su amigo, el más grande escritor argentino, a través fragmentos recopilados de sus propios diarios personales. En el texto se habla del Negro Raúl, al que se menciona como protagonista de una historieta escrita y dibujada por Arturo Lanteri, Las aventuras del Negro Raúl, publicada de forma periódica por la revista El Hogar en 1916. Sin embargo, Raúl, el negro, fue un personaje real muy popular en Buenos Aires durante la década del Centenario (1910-1920). 

De forma nada inesperada, su figura ha sido eliminada del imaginario sobre el que se construyó la Argentina del siglo XX, como casi todo lo vinculado a la presencia de las personas negras y su cultura. La historieta de Lanteri debe ser considerada, entonces, como un verdadero documento. Como tal también debe entenderse el trabajo de rescate, restauración y reedición realizado por la Biblioteca Nacional, que acaba de publicar Las aventuras del Negro Raúl como primer tomo de la colección Papel de Kiosco, que se dedicará a la reconstrucción histórica de las narrativas gráficas argentinas. Esta nueva edición resulta extraordinaria por su carácter de rescate cultural, poniendo en valor a la que es considerada la primera historieta argentina, mérito que se le otorga atendiendo a dos elementos que la certifican como tal. El de haber sido la primera serie publicada en nuestro país creada por un autor local –lo que convierte a Lanteri en el virtual padre de la historieta argentina—, como así también el hecho de ser la primera de su tipo en la que el protagonista, la ambientación, los argumentos y el tratamiento formal son estrictamente vernáculos.

Para confirmar esa intención documental, el volumen editado por la Biblioteca Nacional acompaña todos los episodios publicados en El Hogar con una serie de textos que, muy oportunamente, contextualizan la obra en cuestión, confiriéndole el valor de un doble rescate. Por un lado, el del autor, a partir de un artículo firmado por José María Gutiérrez que ofrece la primera biografía formal de Lanteri, reivindicando la importancia de su labor y obra dentro de la historieta argentina. Por el otro, un ensayo de la investigadora Paulina Alberto acerca de Raúl Grigera, el extraño personaje real en el que se inspiró Lanteri para crear su historieta, entendiendo su figura como emergente y paradigma de lo que representaba ser negro en la Argentina del Centenario. 

En ese sentido, las tiras de Lanteri, leídas desde el presente, pueden causar asombro, pena e incluso vergüenza por las características de las “aventuras” que el protagonista debe atravesar. Pero difícilmente causen gracia. En sus cuadritos, el Raúl de la ficción se parece mucho al que recuerda Bioy Casares. Un muchacho negro que se presenta a sí mismo como un hombre de la alta sociedad, vestido de etiqueta, con galera, bastón y guantes blancos, pero que en realidad es el blanco de las burlas de los “nenes bien” de Buenos Aires. Como aquel episodio en el que Raúl pasea su desgarbada elegancia por el centro de la ciudad durante las celebraciones del carnaval, convertido en el objeto de las bromas pesadas de todos aquellos con los que se cruza en su camino. Incluyendo chicos, perros y hasta policías.

En ese sentido, las viñetas de Lanteri, con sus textos escritos en verso, están cargadas de cierta crueldad que es fácil emparentar con los limericks del británico Edward Lear o con algunas viñetas del Struwwelpeter, el tradicional cuento infantil alemán escrito por Heinrich Hoffmann. Solo que el origen real del protagonista le confiere a la obra un halo triste que no tenía en su origen. Y es que, lejos de toda gracia, Raúl Grigera acabó internado en el hospital psiquiátrico de Open Door, donde murió olvidado en 1955. Esta es una buena oportunidad para conocer su historia, que también es la del país. 

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.

jueves, 26 de mayo de 2022

CINE - "Diarios de Otsoga", de Maureen Fazendeiro y Miguel Gomes: Efecto Thatcher

Un cartel anuncia el día 22. En un ambiente festivo, tres jóvenes, dos varones y una mujer, bailan de noche en el salón de una casa. Uno de los varones deja el grupo para buscar un trago y al regresar se sorprende al encontrar a los otros dos besándose. Otro cartel: día 21. Los tres jóvenes están acostados dentro de una van y uno de ellos propone hacer una fiesta. Alguien dice que no vendrá nadie. Ella besa en el cuello a uno de ellos. Al otro. Luego, los tres están en un invernadero mirando a unas mariposas salir de sus capullos. Siguiente cartel. Día 20. 6 minutos le bastan a Diarios de Otsoga, de los portugueses Maureen Fazendeiro y Miguel Gomes, para revelar su mecanismo narrativo y el modesto misterio de su título.

Los directores cuentan la historia en reversa, empezando por sus efectos, para recién al final, con todos los elementos expuestos, conocer las causas. Pero a diferencia de la baraja francesa, cuyas figuras se ven iguales al derecho y al revés, acá la percepción del objeto cambia al realizar el ejercicio mental de restaurar su cronología. ¿Efecto Thatcher? Algo así. Gomes ensaya una explicación al promediar la película, cuando los tres actores que interpretan a los jóvenes del comienzo le piden explicaciones. Al invertir la secuencia lógica deja de existir la cuestión de qué es lo que hará cada uno en la escena siguiente. Por lo tanto ya no hay nada que resolver, dando respuestas al espectador antes que a los personajes.

En Diarios de Otsoga ficción y “realidad” se cruzan de forma constante. De modo tal que las escenas de la película propiamente dichas se mezclan con otras del rodaje, en las que los actores dejan sus personajes y actúan de sí mismos, junto a los directores y el equipo técnico, haciendo que por momentos ambos planos se vuelvan indistinguibles. Con una estructura similar a “Nota al pie”, brillante cuento de Rodolfo Walsh, la ficción plena del día 22 le va cediendo espacio a la realidad, que irá acrecentando su presencia conforme se avanza hacia el día 1, el final. El hecho de que la pandemia haga su entrada, complicando el rodaje, le agrega otra capa de complejidad al juego metacinematográfico.

Con la belleza de apariencia simple, pero de difícil factura, que es marca registrada de Gomes, Diarios de Otsoga es un juego de ingenio y a la vez una indagación sobre el oficio y el arte del cine. Un dispositivo que por momentos deja demasiado expuestos los hilos de su inteligencia, revelando su intención reflexiva, como lo muestran un par de escenas demasiado explicativas. Incluso algunas metáforas se vuelven obvias cuando el mecanismo narrativo es revelado. El título es una muestra clara de ello, pero también las mariposas del comienzo, que remiten de forma directa a la idea de una historia convirtiéndose en (o dentro de) otra. Aun así, el film funciona sobre todo gracias al sentido del humor seco y elegante que caracteriza a los trabajos de Gomes, esta vez hecho de a dos.  

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

CINE - "Ligera reparación" (Small Engine Repair), de John Pollono: Distinto rumbo, el mismo destino

Aunque lo que muestran los espejos es una imagen más o menos fiel de la realidad, cuando alguien se mira en ellos lo que ve no es tanto un reflejo real, sino lo que percibe de sí mismo. Una imagen subjetiva alterada por la influencia de las propias inseguridades, deseos e imposibilidades. Da la impresión de que lo mismo ocurre con Ligera reparación, ópera prima como director del guionista y actor John Pollono. Todo parece indicar que la película se percibe como una mirada condenatoria de la idiosincrasia de los Estados Unidos, pero que, tal vez sin notarlo, termina poniendo en escena aquello que en apariencia reprueba. Es decir: la crítica está ahí, bien visible, pero ocurre que las vueltas de tuerca terminan haciéndole dar un giro de 180°, dejándola en el mismo lugar al que se le quería dar la espalda.

La película tiende líneas narrativas cuya confluencia busca dar como resultado un autorretrato más o menos amplio de la sociedad estadounidense. Pero si bien su paisaje abarca distintas clases sociales, no deja de ser una suerte de selfie de la América blanca. Un exconvicto ha criado solo a su hija, con la ayuda de sus dos mejores amigos. La chica ahora está por terminar la secundaria y se dispone a comenzar la universidad que su padre, mecánico de oficio, ha comenzado a pagar con esfuerzo. Ligera reparación traza un retrato convincente de la clase obrera en los Estados Unidos, así como del sueño del ascenso social por medio del esfuerzo, que habitualmente se conoce como sueño americano.

Una pelea en un bar pone distancia entre los amigos, pero meses más tarde el padre de la chica propicia el reencuentro. Comerán, beberán, se drogarán y recordarán los buenos tiempos. Acá también Pollono vuelve a ser eficiente para mostrar a los tres viejos amigos conectando con aquello que los une. La comunicación entre ellos se da a través de los códigos que hasta la generación X eran los habituales en casi cualquier universo masculino: algunas groserías, agresiones amistosas (que no dejan de ser agresiones), mucho grito y testosterona. Pero una sensación incómoda flota durante todo el encuentro y la película no tarda en delatarse.

Ya desde el vínculo entre los protagonistas, la violencia como forma de relacionarse aparece en escena con claridad. En particular el bullying, incluso el que se practica entre amigos, que será el tema que propiciará un golpe de guión, haciendo que todo eso que hasta acá aparecía integrado a la vida cotidiana, pase a ocupar la superficie del relato, llevándolo hasta el filo de un abismo. Eso, combinado con el rol que en la actualidad juegan las redes sociales, permitirá abordar de un modo distinto el tema de la justicia por mano propia, tópico recurrente del cine estadounidense. Pero si bien la película cree asumir un punto de vista más progresista al respecto, lo que hace en realidad es terminar de legitimar una nueva forma de linchamiento.  

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Pägina/12.

domingo, 22 de mayo de 2022

LIBROS y CINE - "Máscaras, machetes y masacres. La historia del slasher", de Roberto Barreiro: Asesinos pop

Las películas de asesinos enmascarados que dejan un tendal usando solo un arma de hoja afilada son un clásico del cine de terror. Sagas como Halloween, Martes 13, Pesadilla o Scream han convertido a sus protagonistas en verdaderos íconos pop, al punto que hoy cualquiera sabe quiénes son Jason Voorhes, Freddy Krueger o Michael Myers. Todos esos (y otros) títulos le fueron dando forma a un universo específico que pronto tuvo nombre propio: slasher. Así se conoce al género que reúne a estos criminales enmascarados, que desde hace casi 45 años aterrorizan a generación tras generación de adolescentes (y no tanto). De ellos se ocupa el libro Máscaras, machetes y masacres. Historia del slasher, escrito por Roberto Barreiro y publicado por Cuarto Menguante, sello dedicado al análisis de distintas vertientes del cine de género y la obra de algunos de sus artistas más reconocidos.

A diferencia de otros títulos de su colección, como los que abordan las filmografías de John Carpenter, George Romero, David Cronemberg o Dario Argento –cuyos objetos, aun siendo amplios y complejos, resultan más fáciles de abarcar en virtud de su especificidad—, Máscaras, machetes y masacres propone un recorrido exhaustivo por el universo slasher. Aunque necesariamente incompleto, debido a la magnitud de la producción que involucra un género tan popular. En eso se parece más a otro libro de la editorial, que se ocupa de analizar las producciones realizadas por los británicos estudios Hammer, responsables de revivir en la década de 1960 a monstruos clásicos como Drácula, el hombre lobo o la criatura de Frankenstein, pero en versiones más crudas y sanguinarias. Sin embargo no debe asumirse que ese carácter incompleto implica falta de rigor o corresponde a una debilidad estructural del trabajo de Barreiro. Por el contrario, a lo largo del libro el autor realiza referencias a más de 200 títulos, 80 de los cuales son analizados de forma más específica y mayor profundidad.

Antes de lanzarse a recorrer ese vasto territorio, Barreiro asume dos tareas previas en busca de entender de qué se trata el slasher. La primera consiste en definir al género, enumerando las características que le confieren su identidad cinematográfica. La segunda es ir en busca de los precursores, aquellos cuyas influencias se fueron sumando hasta que alguien fue capaz de reunir los elementos dispersos para ponerlos por primera vez en su lugar. Algo que ocurrió con el estreno de Halloween, de John Carpenter, en 1978. Un linaje cuya paternidad se remonta hasta Psicosis, una de las obras maestras de Alfred Hitchcock; que tiene como primo al giallo italiano y sus películas de asesinos surgidas de la mente de maestros como Argento, Mario Bava o Lucio Fulci. Y, sobre todo, El loco de la motosierra (1974), de Tob Hooper, el hermano mayor.

El primer capítulo define a su objeto prestándole atención a los detalles que le dan forma. En especial a los asesinos, eje de la narrativa slasher. Por ejemplo, está claro que se trata de asesinos seriales, pero no toda película con un argumento montado alrededor de un asesino serial es un slasher. Por empezar, sus representantes suelen no tener un motivo claro para matar y las películas no se preocupan por ahondar en su psicología: matan por compulsión, de manera mecánica y sin regodearse en el sufrimiento ajeno. El uso de una máscara que oculta su identidad es otro elemento recurrente que vuelve a su accionar más impersonal e injustificado. Además eligen las armas blancas que los obligan a entrar en contacto físico con el otro, generando una intimidad que las armas de fuego les quitarían. Por lo general suelen ser hombres y aunque no discriminan por género a la hora de sumar cadáveres, las mujeres son el blanco más habitual de sus ataques. Pero también lo son quienes acaban derrotando a la bestia, creando un arquetipo tan primordial para el género como el propio asesino: las Final Girls, esas chicas fuertes que por inteligencia y tenacidad son las únicas capaces de llegar con vida hasta los títulos finales. Y, por supuesto, está el uso visceral y gráfico de la violencia. El libro desmenuza en profundidad cada uno de estos y otros aspectos.

Ya con las cosas claras, en los capítulos siguientes el autor se encarga recordar películas olvidadas o de revelar otras que pocos conocen. Una lista interminable de títulos que va desde Cuando llama un extraño (1979) a la saga de Sé lo que hicieron el verano pasado, pasando por Maníaco (1980), Campamento del Terror (1983) o Cutting Class (1989), con un joven Brad Pitt. De esta forma recorre el período seminal, marcado por Halloween y Martes 13, la segunda ola generada por Pesadilla y el renacer autoconsciente que marcó el estreno de la saga Scream a mediados de los ‘90. De esa forma, Máscaras, machetes y masacres se ofrece como una verdadera guía para los amantes no solo del género, sino del cine en general. 

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.

viernes, 20 de mayo de 2022

CINE - "Corsini interpreta a Blomberg y Maciel", de Mariano Llinás: Del humor y la provocación

Mariano Llinás no es de esos artistas que se conforman con dejar que su obra hable por ellos, aunque gracias a películas como La flor o Historias extraordinarias se ha convertido en un nombre ineludible del cine argentino actual. Sobre todo de aquel que se realiza de forma independiente. No: Llinás también habla por sí mismo. Y mucho. Para ello suele valerse de distintas vías. Por un lado está su obra como ensayista y crítico (tal vez él prefiera no quedar asociado a este último oficio, pero acá no estamos para darle el gusto). Algunos de sus textos pueden leerse en la publicación Revista de Cine

Además de eso, Llinás se ha convertido en uno de los polemistas más insistentes de la intelectualidad del cine local, un mundo pequeño pero que se autopercibe inmenso. En esa área el director se ha vuelto un auténtico performer, creando un personaje muy atractivo que tanto puede encantar a unos como enardecer a otros, a través del que sus muy meditadas ideas sobre el cine suelen ser expresadas por medio de espontáneos pasos de comedia no exentos de provocación. Sin embargo, como en el poema “El otro Borges”, es difícil saber dónde termina el Llinás “real” y donde empieza el provocador público. Lo cierto es que diferentes versiones del mismo han sido vistas en muchas de las películas realizadas por El Pampero, la productora que comparte junto a Laura Citarella, Alejo Moguillansky y Agustín Mendilaharzu. Su última aparición se registra en el documental Corsini interpreta a Blomberg y Maciel, su trabajo más reciente.

En él, tres personas se reúnen el 9 de julio de 2021, Día de la Patria, para analizar y volver a grabar algunas de las canciones del disco que le da nombre a la película. Se trata de un álbum grabado en 1929 en el que Ignacio Corsini, uno de los tantos grandes cantores porteños que quedaron a la sombra del mito de Carlos Gardel, aborda un repertorio de temas con música del compositor Enrique Maciel y letras del poeta Héctor Blomberg. La elección de abordar ese disco está motivada por una serie de elementos comunes que atraviesan los textos de Blomberg: todos narran historias de mujeres, transcurren en lugares reconocibles de Buenos Aires y están ambientados durante el gobierno de Juan Manuel de Rosas. Conociendo estos datos, sabiendo que la historia es uno de los tópicos favoritos de Llinás y alertados de la hoy lejana simpatía de su linaje familiar por el bando unitario (que él se ha encargado de nunca ocultar. ¿Por qué lo haría?), solo hace falta sumar 1+1 para tener una idea de cuál es el juego que el cineasta propone esta vez.

Es importante no olvidar eso: Corsini interpreta a Blomberg y Maciel es, como otras producciones de El Pampero, una propuesta lúdica en la que el director, junto a Mendilaharzu y el cantor Pablo Dacal, desmenuzan y reinterpretan esas obras de contenido político (no tan) inesperado. Ese carácter juguetón se manifiesta, por ejemplo, en el recorrido por diferentes barrios y parroquias porteñas que se mencionan en cacniones como “La pulpera de Santa Lucía”, “Los jazmines de San Ignacio”, “La mazorquera de Monserrat” o “El payador de San Telmo”, tratando de filmar desde un auto en movimiento iglesias y lugares que nunca terminan de verse bien. Quizás una metáfora de la dificultad para ver la historia, ese objeto también en perpetuo tránsito frente al cual siempre hay algún obstáculo. 

En el reparto de roles a Llinás le toca, claro, el de un “hater” de Rosas y sus acólitos, a los que califica de “tirano” y “hueleculos”, respectivamente. Por su parte Dacal se ocupa tanto de oponerse a las acotaciones excesivas del Llinás personaje, como de volver a cantar aquellas compociones. Mientras que Mendilaharzu se encarga de jugar por el centro de la cancha, como un cinco que distribuye la pelota. Aunque se trata de un juego, el director se lo toma en serio y recurre a una serie de textos, objetos y dramatizaciones que tienen por objeto no tanto demostrar una “verdad” histórica, sino construir una mirada muy específica que se propone rascar donde a otros les pica. Uno puede tomarse la cosa con el humor que evidentemente tiene y aceptar el juego. La otra posibilidad es dejarse provocar por un experto. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

jueves, 19 de mayo de 2022

CINE - "El fotógrafo y el cartero: El crimern de Cabezas", de Alejandro Hatman: Contra el olvido

Con el estreno de la miniserie Carmel: ¿Quién mató a María Marta?, en la que abordó el complejo asesinato de María Marta García Belsunce, el director Alejandro Hartmann había demostrado gran pericia en el manejo de un archivo inmenso, de un pelotón de testimonios y de una historia con una estructura narrativa muy compleja. Utilizando un dispositivo clásico que combinaba testimonios a cámara y archivos de noticias (audiovisuales, pero también gráficas), y una serie de viñetas intercaladas a lo largo del relato para construir una estética deudora del imaginario del género policial, Hartmann logró revivir de manera convincente la conmoción que provocó uno de los casos que más difusión mediática tuvo en la Argentina del siglo XXI. Casi lo mismo puede decirse de El fotógrafo y el cartero: El crimen de Cabezas, nuevo trabajo de este director, que también acaba de estrenar otro documental (El Nacional, retrato del Colegio Nacional de Buenos Aires) en la última edición de Bafici, hace apenas unas semanas.

En El fotógrafo y el cartero, producida y estrenada por Netflix, Hartmann reconstruye el brutal asesinato de José Luis Cabezas, ocurrido el 25 de enero de 1997 en Pinamar, y sus consecuencias. Es probable que cualquier argentino de más de 35 años sepa bien quién fue este fotógrafo y periodista, que en el momento de su muerte trabajaba para la revista Noticias, por entonces una de las más vendidas de la Argentina, cuyas tapas eran un espacio muy influyente en la política nacional. Recordarán también el nombre de Alfredo Yabrán, dueño de un grupo económico que controlaba todas las importaciones y exportaciones realizadas por el país, además de buena parte del correo interno y el clearing bancario. Un hombre con mucho poder, pero un virtual desconocido hasta que una foto de él, tomada por Cabezas, apareció en la tapa del popular semanario.

Si bien se trata de un documental formalmente clásico, incluso podría decirse que algo cuadrado en la elección y el uso de sus recursos, también es posible reconocer que esas características no representan una limitación, sino una elección. Una que le permite al director presentar la información de manera ordenada y clara. Algo que a partir del resultado final debe ser considerado un mérito, en tanto la cantidad de detalles y múltiples derivaciones que deparó la investigación de aquel crimen resultan abrumadoras. La película consigue abarcar la red completa de los hechos que le dieron forma a aquella historia macabra, vital para comprender y completar el relato histórico de la Argentina de fin de siglo.

En ese sentido, El fotógrafo y el cartero no solo cumple con el objetivo de narrar de manera exhaustiva el asesinato de Cabezas y toda su red de implicaciones. La película consigue también delinear un retrato preciso de la década de 1990, la compleja era menemista. Sobre todo del particular modo en que la política, empezando por el entonces presidente Carlos Menem, se relacionó con distintos espacios del poder económico, pero también de su banalización, convirtiéndose en un escenario más de la farándula nacional.

La confluencia de todas esas líneas en poco más de una hora y media resulta tan esclarecedora como impactante, convirtiendo al documental en un efectivo dispositivo contra el olvido de ciertos hechos ocurridos en aquel período y que, puestos uno al lado del otro, ofrecen la mejor definición de la época. Alguien los menciona en algún momento: el asesinato de María Soledad Morales; los atentados a la embajada de Israel y la Amia; el asesinato del soldado Carrasco; la explosión de la fábrica de armamento de Río Tercero e incluso la muerte de Carlos Jr., hijo del presidente. El asesinato de Cabezas no solo es uno de los crímenes más atroces desde el regreso de la democracia en Argentina, sino también el hecho que marcó el inevitable y trágico final de una época, condenada a terminar mal. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

domingo, 15 de mayo de 2022

LIBROS y CINE - "Escuela nocturna", una nueva novela de Jack Reacher: El secreto de Lee Child

Ser héroe no es para cualquiera. Se necesita una voluntad férrea puesta en acción, la conciencia de un destino manifiesto y vocación mesiánica. Y, claro, la persistencia para ordenar todas esas fuerzas al servicio de valores superiores. El hecho de que sea cada héroe el que determina cuáles son esos valores a los que se aspira le agrega al asunto un adicional de complejidad: el héroe de unos puede ser el villano de otros. Y cada quien elige al que mejor lo representa.

El miembro más reciente de esa familia es Jack Reacher, personaje creado por el escritor Lee Child (seudónimo del inglés James Dover Grant), protagonista de una saga de novelas que se mueven con ingenio y plasticidad entre los géneros de espías, la intriga y el policial, y que se ha convertido en uno de los éxitos literarios más grandes del siglo XXI. Solo la serie de libros de Harry Potter, creación de la también británica J. K. Rowling, han generado más ganancias que las novelas de Child en los últimos 25 años. A pesar de eso, Jack Reacher recién está empezando a ser reconocido en la Argentina, gracias al trabajo realizado por la editorial Blatt Ríos, dueña de los derechos de la obra de Child en español, quienes comenzaron a publicar las novelas protagonizadas por este sagaz y violento expolicía militar estadounidense hace más o menos un lustro. La última de ellas, Escuela nocturna, acaba de llegar a las librerías. El quinto de un total de 25 libros.

Como se adelantó, Jack Reacher es un policía militar retirado que al abandonar la fuerza resuelve darle la espalda a la sociedad. No porque sea un revolucionario ni un activista antisistema, sino porque tomó la decisión de no obedecer el deber ser de la vida moderna: trabajar, casarse, tener hijos, jubilarse, morir. En lugar de eso, Reacher es un vagabundo sin problemas de dinero, que vive austeramente con lo justo y viaja con lo puesto. Aunque difieren en los detalles, el personaje tiene mucho en común con la protagonista de la película Nomadland (Chloé Zhao, 2020), protagonizada por la ganadora del Oscar Frances McDormand. A su modo, ambos aspiran a una vida más libre, lejos de toda institucionalización. Sin embargo, eso no le impide a Reacher mantener un estricto sentido de valores y una arraigada idea de justicia, que no difieren mucho de aquellas que rigen la sociedad que busca dejar atrás.

Child describe a Reacher como un gigante de casi dos metros y 115 kilos dueño de una inteligencia superior y un método de investigación sumamente eficaz. Características que lo vuelven infalible resolviendo misterios, ya que es tan eficiente a la hora de sacar deducciones como de fajar delincuentes de a diez. Pero además posee un sentido del humor afilado que lo hace encantador, capaz de escupir frases ingeniosas con la misma precisión con la que lanza sus golpes. Ninguno de estos elementos funcionaría del modo en que lo hacen sin la habilidad de Child para narrar sin excesos, con una economía de lenguaje infrecuente en la literatura popular que fortalece el valor de cada palabra y manejando estructuras complejas, sin jamás aburrir al lector. ¿Que la nota no cuenta nada de la última novela? Mejor: vayan y descúbranla por las suyas.

El salto obligado a las pantallas 

Por sus características, Jack Reacher estaba “condenado” a convertirse en un héroe de películas de acción más temprano que tarde. Y su primera encarnación no podía haber sido más afortunada, incluso cuando en muchos de sus detalles el personaje en la pantalla negaba y volvía a construir al protagonista a imagen y semejanza de su intérprete. Es que en Jack Reacher, película de 2012, el encargado de ponerle el cuerpo al personaje fue Tom Cruise, figura de acción de carne y hueso por excelencia. 

En las antípodas físicas del que Child describe en los libros, el Reacher de Cruise no solo es 25 centímetros más bajo y debe pesar unos 40 kilos menos, sino que también carece de la acidez y de ese sentido del humor sarcástico de quien se siente invulnerable. En su lugar, le confiere una hiperactividad siempre tensa y lo dota de una furia contenida que encaja perfectamente con las características físicas del actor de la saga Misión: Imposible. Cruise volvió a interpretar a Reacher en Sin regreso (2016), aunque la secuela nunca consigue igualar la intensidad y precisión cinematográfica de la primera. 

Mucho más cerca del espíritu original de la saga se encuentra Reacher, la serie que la plataforma Prime Video incluyó este año entre sus contenidos. El encargado de interpretar al protagonista en sus ocho capítulos es el actor Alan Ritchson, un gigante de puro músculo que parece salido directamente de la imaginación de su creador. Basada en la primera novela de Child, Zona peligrosa (1997, no editada en Argentina), sin ser extraordinaria, la serie le hace honor al personaje y le permite a los fanáticos ilusionarse con volver a ver nuevamente en acción a esa “montaña que camina”, capaz de resolver cualquier misterio. 

 Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.

jueves, 12 de mayo de 2022

CINE - "El arma del engaño", de John Madden: Intriga internacional de manual

Durante la II Guerra Mundial, un grupo de oficiales de alto rango de la marina británica se plantean engañar a los mandos de la Alemania nazi, haciéndoles creer que se proponen desembarcar en Grecia cuando en realidad lo harán en Sicilia. El plan es tirar al mar, cerca de una base enemiga, un cadáver disfrazado de oficial inglés que lleva encadenado un maletín con documentos secretos falsos, esperando que los nazis caigan en la trampa. Cosa que al final ocurre. Puede que los memoriosos del cine recuerden esta sinopsis como la de la película de 1955 El hombre que nunca existió, de Ronald Neame. Y tienen razón. Pero también la tienen quienes, apoyados en la historia, mencionen la “Operación Carne Picada”, un montaje real ejecutado por la inteligencia británica en 1943 que, exactamente así, logró engañar al mismísimo Adolf Hitler, quien retiró el grueso de sus ejércitos de la isla italiana para llevarlos a Grecia, esperando aniquilar aquel intento de las fuerzas aliadas que nunca ocurrió. El mismo asunto es retomado ahora en El arma del engaño, dirigida por John Madden, que vuelve a relatar punto por punto esa misma historia.

Pero así como cada detalle de la “Operación Carne Picada” resulta apasionante, El arma del engaño –cuyo título original es Operation Mincemeat, es decir Operación Carne Picada— fracasa en casi todos sus intentos de generar la tensión que demanda una película de intrigas para cumplir su cometido con eficacia (aunque lo consigue parcialmente en algún tramo). Eso tal vez se deba a que el guión se encapricha en prestarle demasiada atención a una subtrama romántica, que vincula a los dos máximos responsables militares de la maniobra con una de las mujeres del equipo. Y lo que ocurre es que cada secuencia dedicada a narrar los cruces que se dan entre los vértices de ese triángulo, lejos de diversificar el interés terminan funcionando como gotas de lidocaína, adormeciendo al relato cada vez que se dispone a tomar impulso para dar el salto.

El fracaso se apoya en buena medida en la falta de química entre los dos hombres (Collin Firth y Matthew Macfayden) con su coprotagonista (Kelly Macdonald), cuyos deseos nunca terminan de resultar verosímiles, como tampoco los conflictos que de ellos se derivan. El resultado es una frialdad disfrazada de calidez, que la película replica estéticamente a través de una fotografía de intenciones demasiado evidentes. De esa forma, la luz anaranjada predomina en las escenas que trabajan sobre los vínculos, mientras que las tonalidades azul petróleo subrayan la atmósfera noir de los segmentos dedicados a poner en escena lo relacionado con la intriga. Todo muy obvio y lineal. La misma impostación se percibe en la inclusión lateral de la figura de Ian Fleming, creador de James Bond, quien habría sido uno de los padres intelectuales de hacerle tragar al Reich aquella carne podrida, pero que aquí es apenas una figura decorativa. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

viernes, 6 de mayo de 2022

CINE - "El arponero", de Mirko Stopar: Hitler, Perón y Onassis contra Moby Dick

Perteneciente a esa clase de documentales que se ven en estado de duda, preguntándose todo el tiempo acerca de su autenticidad debido a la naturaleza inverosímil de algunos detalles, en El arponero el cineasta argentino Mirko Stopar cuenta la historia de Lars Andersen, un cazador de ballenas que llegó a convertirse en un mito en su Noruega natal. No es para menos. Apodado "El Maldito", Andersen forjó la fama de arponero infalible durante la era dorada de la caza de ballenas, en las tres primeras décadas del siglo XX. Por entonces Noruega se convirtió en una potencia ballenera trasladando su zona de pesca desde el Ártico, donde los grandes cetáceos ya escaseaban, hasta las aguas vírgenes del mar antártico, al sur de América. Ahí, Lars El Maldito llegó a cazar más de 7 mil ballenas.

El arponero utiliza dos recursos principales para contar la historia de su protagonista. Por un lado, una narración en off realizada en idioma noruego, que cuenta la historia de Andersen como si se tratara de una novela. La misma va cambiando su tono conforme avanza. Así, lo que empieza como un relato de aventuras, en el que es posible reconocer muchos y obvios puntos de contacto con Moby Dick, el libro de Hermann Melville, pasa a convertirse en una historia de intriga al promediar, para cerrar a todo drama, casi bordeando la tragedia. Tan efectiva resulta esta narración, que pronto el espectador se ve envuelto por ese espíritu hipnótico que rodea a la tradición del relato oral, antecedente seminal de lo literario. Esta narración, por otra parte, cuenta con el extraordinario apoyo de una serie de imágenes de archivo, algunas de origen documental y otras pertenecientes a películas de ficción del período mudo, que van ilustrando aquello que las palabras hilvanan con encantadora precisión.

Por otra parte, Stopar reúne en Noruega a un grupo de viejos marinos que formaron parte de la última etapa de la industria ballenera, actividad que fue finalmente prohibida en 1967. La mayoría de ellos conocieron a Andersen ya viejo, convertido en leyenda y capitán de modernos buques factoría que, a pesar de la nueva tecnología, no lograban igualar lo producido por las viejas embarcaciones, que a pesar de su precariedad llegaban a cazar más de 30 mil ballenas al año. Ese grupo de antiguos arponeros se encarga de leer el guión de Stopar, para dar su opinión sobre él. La charla entre ellos, intercalada dentro del relato en off, suma imperdibles anécdotas que le aportan a El arponero el valor agregado de la primera persona. Todos recuerdan a Andersen como un hombre duro, pero justo y, sobre todo, con un conocimiento único de los secretos del mar.

A veces estos hombres se cruzan en interesantes digresiones. Como el momento en el que discuten acerca de las diferencias entre el verbo “matar”, usado en el guión, y “cazar”, al que no solo consideran más apropiado para su viejo oficio, sino menos intimidante. ¿Se trata de culpa acumulada en su memoria marinera? ¿Se sentirán responsables de llevar al borde de la extinción a muchas de esas especies? Con prudencia y sin intervenir, Stopar solo muestra lo que ocurre frente a su cámara.

Pero aun cuando las imágenes y las charlas sobre la vida en el mar resultan fascinantes, el texto escrito por el director es el encargado de hacer confluir todo eso y cautivar a los espectadores, como el canto de una sirena. De calidad literaria, el relato aporta unas cuantas imágenes poderosísimas, en las que, a pesar de las anécdotas épicas y las añoranzas, todo aquello tenía mucho de horror. Como cuando afirma que “si las ballenas pudieran gritar, el mar Antártico hubiera sido un infierno”, pero que “por suerte la matanza era silenciosa”. O qué “para hombres como Lars Andersen el infierno no es un lugar, sino un estado interno”. A eso hay que sumarle un poco de nazismo por acá, otro poco de peronismo por allá, unas pizcas de Onassis por otro lado, para convertir a El arponero en una película que es imposible dejar de ver. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

jueves, 5 de mayo de 2022

CINE - "Great Freedom" (Grosse Freiheit), de Sebastian Meise: La deuda incobrable

“Entre el 7 y el 8% de los hombres alemanes son homosexuales. Si la cosa sigue así, nuestra nación se desmoronará por culpa de esa plaga. Quienes practican la homosexualidad privan a Alemania de los hijos que le deben”. La declaración pertenece a Heinrich Himmler, líder de las SS, luego de que otro de los hombres fuertes del régimen, Hans Roehm, fuera ejecutado por orden de Adolf Hitler, acusado de traición y homosexualidad. Eso fue en 1934, un año después de que Hitler asumiera como Canciller, y marcó el comienzo de la persecución abierta de los homosexuales. Aunque sus acciones no se desarrollan durante el nazismo, Great Freedom, película dirigida por el austríaco Sebastian Meise, tiene como eje central de su relato la forma en que aquella persecución se extendió en Alemania durante 25 años después del final de la Segunda Guerra Mundial.

Su primera escena transcurre en Berlín durante 1968, el año de las revoluciones. Hans, el protagonista, es condenado a dos años de prisión tras ser encontrado culpable del delito de sodomía. Encarcelado por homosexual, una práctica legal por entonces habitual en Alemania gracias a la aplicación de la ley conocida como Párrafo 175. La misma indicaba: “un acto sexual innatural cometido entre personas del sexo masculino o de humanos con animales es castigable con reclusión; también puede ser impuesta la pérdida de los derechos civiles”. Aunque el Párrafo 175 fue incorporado en el código penal alemán en 1871, el mismo fue modificado durante el nazismo para que bastara un rumor o la simple sospecha del “delito” para que la justicia pudiera actuar en contra de sus “perpetradores”.

A pesar de la atroz perspectiva de ir a prisión, Hans (interpretado de forma visceral por Franz Rogowski) no parece preocupado. De hecho una vez ahí se reencuentra con Viktor, otro preso, heterosexual, a quien conoce de antes. En el encierro también reconoce a un joven encarcelado por el mismo delito, a quien defiende del acoso de otros reclusos, acción que le depara unos días en la unidad de aislamiento. Será ese espacio de total silencio y oscuridad el dispositivo que la película usará para dar saltos en el tiempo y crear tres ejes temporales, cuyo relato se irá alternando.

Así, la película regresa primero hasta 1945, justo al final de la guerra, cuando Hans entra por primera vez a prisión, donde conoce a Viktor. A pesar del rechazo inicial que este siente por Hans, de a poco se irá apiadando de él, debido al desprecio general al que este es sometido en la penitenciaría. Esa empatía terminará de consolidarse cuando se entere de que Hans estuvo preso en un campo de concentración, donde purgaba una condena de 18 meses por el Párrafo 175. Solo que en lugar de ser liberado, como el resto de los prisioneros de guerra, simplemente fue trasladado a una prisión regular para cumplir con los cuatro meses que le quedan de pena. Otro hecho habitual tras la guerra y una de las grandes deudas del estado alemán. Alcanza con ver Párrafo 175 (2000), gran documental de Rob Epstein y Jeffrey Friedman, para conocer no solo las atrocidades que sufrieron los varones homosexuales durante el nazismo, sino el estigma que se mantuvo sobre ellos hasta la derogación de la ley en 1969 (y más).

Narrada a través de un montaje paralelo que va de 1945 a 1957 y de ahí hasta 1968, Great Freedom le va dando forma primero al relato de una amistad, surgida al calor de una empatía mutua. Un sentimiento que de a poco irá dando lugar a otros, más profundos, que los protagonistas tardarán no solo en reconocer, sino en aceptar. Filmada con esa luz gris que suele caracterizar a los inviernos alemanes, Great Freedom no duda a la hora de darle forma a una historia llena de aristas duras y conmovedoras, sin que eso se convierta nunca en un calvario para el espectador. Pero tampoco lo sobreprotege con eufemismos o falsos pudores. El resultado es una película tan contundente como conmovedora, que a pesar de su oscuridad consigue iluminar la historia de esas víctimas largamente olvidadas. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.