lunes, 30 de abril de 2018

CINE - "Kosice hidroespacial", de Gabriel Saie: Gyula, o el arte porvenir

“El arte es absoluto, pero un absoluto fragmentado que transforma a la civilización. Ahora, con esta cosa de no creer en las utopías, del posmodernismo, el arte es algo inactual. Es atemporal.” Quien lo dice es Gyula Kosice, uno de los artistas visuales argentinos más originales y destacados del siglo XX, al que curiosamente se conoce sino poco, al menos mucho menos de lo que su trabajo merece. La película Kosice hidroespacial, dirigida por Gabriel Saie, se propone avanzar sobre ese desconocimiento en busca de dimensionar la figura del artista de un modo más justo. No es que Kosice y su obra -con la cual ganó entre otros premios el Di Tella en 1962 y mereció una retrospectiva hace pocos años nada menos que en el Centro Pompidou de París- hayan pasado desapercibidos. Sin embargo su nombre sigue resultando un misterio fuera del ambiente del arte. El trabajo de Saie se encarga de dejar clara la paradoja que representa este hombre que nace en 1924 en una ciudad de Hungría que hoy forma parte de Eslovaquia; que se cría como hombre y como artista en la Argentina; que desde Buenos Aires consigue ser reconocido primero en Europa y después en todo el mundo, pero a quien en su propio país todavía no ha descubierto casi nadie.
“Kosice trabajaba con materiales como el agua o como el aire, que a priori son aquellos que un escultor no debería usar nunca, ya que es imposible darles forma. El arte de Kosice parte, entonces, de proponer lo imposible.” La definición le pertenece a Rodrigo Alonso, crítico de arte y curador, quien no solo da cuenta de la insistencia con que este artista vital trabajó con materiales de difícil manipulación como el agua, el aire, la luz o el tiempo, sino que a la vez aporta una definición posible sobre el carácter de ese hombre que se propone “lo imposible”. El mismo Kosice afirma sobre el final de la película que “el artista se adelanta a la ciencia”. Lo dice en referencia a su utópico proyecto conocido como "Ciudad Hidroespacial", pero la idea también puede aplicarse a una especie de ética de la imaginación, según la cual el arte no debería detenerse ante las leyes de lo conocido, sino que su propósito es avanzar sobre el porvenir. Pero no se trata de inventar por inventar. “El artista debe creer en lo creado”, subraya quien hasta su último día de vida (Gyula Kosice falleció el 25 de mayo de 2016) sostuvo a su "Ciudad Hidoespacial" como un proyecto probable al que las nuevas tecnologías "volverán posible".
“No creo más en el futurismo; creo en el porvenir”, dice en una entrevista que forma parte de la película para explicar por qué se considera a sí mismo un porvenirista. “No somos nada predeterminado o estático”, agrega la voz uno de sus discípulos para explicar en qué consiste el arte porvenirista. “De ahí proviene la idea de inventarte la vida, inventarte el futuro. Somos movimiento, cambio. Fluido.” Para Kosice el arte era una intervención en contra de la melancolía no exenta de valores curativos. “El arte, aparte del júbilo, incluye el bienestar. A veces la curación viene con la creación”, se extiende el artista.
Con testimonios de colegas, discípulos, críticos, amigos y hasta de sus propias hijas, la película de Saie registra la doble dimensión de los artistas que casi de forma paradojal se desdoblan entre lo personal/privado y lo artístico/público, dando lugar a un sinfín de contradicciones. Conflictos que el documental no elude abordar. “Para el artista no existe ocuparse de otra cosa. A los artistas solo nos interesan las cosas que nos interesan”, dice pasada la primera mitad de la película. Pero ante la duda de su interlocutor, quien le indica queha sido padre y que además del arte también se ha ocupado de sus hijas, Kosice responde: “yo no hice de la famiia una ocupación, sino que fue una felicidad”. Este fragmento dialoga de forma directa con una de las primeras intervenciones de su hija mayor, en la que define al artista como alguien demasiado ocupado en su trabajo, característica que de algún modo lo volvió “un padre ausente”. Lejos de empañar la figura de Kosice, la revelación lo vuelve humano, enriqueciendo la forma en que se lo puede percibir.
Con habilidad de artesano, Saie consigue que el recorrido de la película no se convierta en una sucesión monocorde de gente hablando a cámara, de obras mostradas una atrás de la otra de forma mecánica o de fragmentos de archivo pegados con intención meramente informativa. El director ensaya una serie de tomas, planos y secuencias que juegan con el agua, la luz y el espacio tratando de traducir al lenguaje cinematográfico lo esencial de la obra de Kosice. Intentando, como dice el propio artista, sostener “la relación armónica entre contenido y continente”.
Dicha preocupación destaca el vínculo evidente que la obra de Kosice comparte con el cine, en tanto que ambos trabajan sobre lo kinético o mejor aún, que buscan capturar para siempre un instante de movimiento. La diferencia es que a través de las películas el cine se convierte en un registro constante e inalterable, en tanto que en las obras de Kosice el movimiento es siempre nuevo, único y distinto. Es decir, mientras que el cine es el registro de un tiempo siempre pasado, en la obra kosiceana el movimiento se proyecta temporalmente desde el presente hacia el futuro. No es casualidad que en algún momento Kosice le diga a uno de sus seguidores que “estamos hechos de tiempo" y que "hay que apurarse a hacer cosas”. De esa verdad parece nutrirse también este Kosice Hidroespacial firmado por Gabriel Saie. 

Artículo publicado originalmente en el portal de noticias www.tiempoar.com.ar

jueves, 26 de abril de 2018

CINE - BAFICI [20], "La flor", de Mariano Llinás: El desafío de pasar en un cine comercial una película de 14 horas

Fueron pocos los que se mostraron sorprendidos cuando el sábado al mediodía un pequeño grupo encabezado por Javier Porta Fouz, director artístico del Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires (Bafici), anunció que la película ganadora de la Competencia Internacional de la edición número 20 era La flor, nuevo y desmesurado trabajo de Mariano Llinás. Y es que en el fondo la noticia era previsible, aunque se tratara de una película de 14 horas de duración que demandó ser dividida en tres partes para poder ser proyectada. Pevisible no sólo por la importancia de la obra de Llinás en el ámbito del cine independiente o por el estrecho vínculo emocional que existe entre él y su productora El Pampero Cine y el festival, sino porque a medida que las proyecciones se fueron sucediendo la película empezó a convertirse en la favorita de un amplio sector del público y la crítica. El premio era, entonces, una consecuencia que para muchos resultaba lógica, una instancia esperada.
Como la película, el premio a La flor tiene varias partes. Una estrictamente cinematográfica, en la que el jurado premia lo que ha considerado como méritos estéticos, sus valores en tanto obra; y otro lado de carácter ideológico y hasta político, en el que lo que se reconoce es mucho más que la película en sí misma, sino una forma de hacer, producir y pensar el cine. Es decir que el jurado no sólo habría decidido premiar a La flor, sino también a su director, a la productora que él integra junto a Agustín Mendilaharzu, Alejo Moguillansky y Laura Citarella, y al particular modo de producción que ellos preconizan. Un premio que no sólo decide destacar a la película por encima de los otros 15 títulos de la Competencia Internacional, sino que entre otras cosas valora lo que esta representa como exponente de una forma de hacer cine opuesta al modelo industrial, o un modo de narrar que no realiza concesiones ni se detiene ante las convenciones de la exhibición comercial.
Justamente a partir de esto último, el triunfo de La flor acabó generando una situación tan paradójica como inesperada. El premio a la Mejor Película de la Competencia Internacional, patrocinado por el Instituto Nacional del Cine y las Artes Audiovisuales (Incaa) y la distribuidora Maco Cine, consiste en la adquisición por valor de cuatro mil dólares de los derechos de la película elegida con el fin de su distribución. Pero además este año la cadena de cines Village se sumó para agregarle al premio una semana de exhibición en dos de sus complejos, incluyendo el de Recoleta, en fecha a coordinar. Teniendo en cuenta las dificultades que el cine argentino suele tener para que los complejos multisala cumplan con la cuota de pantalla, no es difícil imaginarse a los responsables de Village Cines cruzando los dedos para que la de Llinás no resultara la elegida por el jurado o arrancándose los pelos cuando el triunfo se concretó. Para entender el panorama completo es necesario poner la cosa en contexto.
La cuota de pantalla es un compromiso que todos los exhibidores de cine del país deberían cumplir, para asegurarle un espacio al cine argentino en su disputa con el cine extranjero (sobre todo el de los Estados Unidos) por los espacios de exhibición. Se trata de una medida de protección para el cine en tanto industria cultural, pero que los cines, en especial las cadenas de capitales internacionales, cada vez respetan menos. Al motivo para este incumplimiento sistemático se lo debe buscar en las leyes de mercado. Las salas de cine prefieren quitarle el espacio que por ley le corresponde al cine argentino –que salvo contadas excepciones no consigue capturar la atención del público masivo—, para destinarlo a programar más pasadas de las películas que generan mayor demanda y que, por lo tanto, reportarán mayores dividendos a la empresa exhibidora. En su mayoría este grupo está integrado por los llamados “tanques de Hollywood”. Es decir que una hora de proyección de cine norteamericano le reporta muchísima más ganancia a los cines que una hora de cine argentino. Teniendo en cuenta que la película de Llinás dura 14 horas, no hace falta hacer muchos cálculos para entender el problema desde una perspectiva comercial.
Ante esa realidad, el triunfo de La flor deja a Village Cines en una situación incómoda, ya que una película de 14 horas obliga a la empresa a ocupar en ella muchos más recursos de tiempo y espacio que otra de duración estándar y con la perspectiva de ingresos mucho menores. Nótese, por ejemplo, que ese lapso de 14 horas (al que se le debe sumar por lo menos una hora de intervalos obligados) excede incluso la duración de la jornada de proyecciones, que usualmente se extiende entre las 12 del mediodía y la una de la mañana. A favor de la película de Llinás debe decirse que la película anterior del director, Historias extraordinarias, que duraba unas módicas 4 horas, se convirtió hace una década atrás en uno de los éxitos más resonantes del cine independiente argentino, manteniéndose en exhibición durante muchos meses. Claro que el lugar elegido por entonces había sido el espacio de cine del Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (Malba) y no las salas comerciales. De todas formas esa capacidad de convocatoria que Llinás posee sobre cierto sector del público será la tabla de salvación a la que Village Cines deberá abrazarse en busca de convertir en provechosa una situación que, en principio, se abre como una incógnita comercial.
Llinás, que se define a sí mismo como un tipo peleador, es un artista que se siente cómodo en la polémica y La flor parece pensada (también) para eso. El premio sin dudas ha potenciado ese caracter, haciendo que su estreno se convierta además en una nueva y oportuna excusa para discutir problemas del cine argentino que llevan demasiado tiempo sin resolverse. 

Artículo publicado originalmente en el portal de noticias www.tiempoar.com.ar

CINE - "Una ciudad de provincia", de Rodrigo Moreno: La ética de deambular filmando

Siguiendo las reglas del documental de observación, en Una ciudad de provincia el cineasta Rodrigo Moreno realiza un recorrido por la ciudad de Colón, Entre Ríos, a través del cual consigue aprehender una parte esencial de la vida en esas pequeñas urbes que vistas desde Buenos Aires pueden ser percibidas como pueblos grandes, pero que en el contexto demográfico de las provincias trascienden con claridad dicha categoría. Uno de los aciertos de la mirada del director de El custodio y Réimon radica en esa capacidad para detectar y atrapar ese carácter dual del objeto que decidió retratar.
La película trabaja a partir de una serie de viñetas breves que capturan distintos espacios vivos de la ciudad y a través de ellas hace avanzar su registro sobre una línea de tiempo que parece abarcar el espacio de una semana. El relato comienza con un largo plano secuencia que sigue el perfil de la costanera, donde se ve a distintas personas realizar sus rutinas matinales, como hacer ejercicios o caminar hacia destinos que Moreno no se preocupa ni precisa señalar. Enseguida, desde un estudio de radio dos músicos populares le ponen sonido a la mañana. No es difícil imaginar que así es como se viven los lunes temprano en una ciudad como Colón.
Las viñetas pasan como diapositivas animadas y registran diversas rutinas de la ciudad, y al irse montando dan cuenta del pulso del lugar. La crónica de las actividades de dos pescadores de río. Un grupo de chicos se junta a jugar al truco en una panchería al final de la tarde. Las empleadas de un local de souvenirs y artículos tradicionales limpian y montan la vidriera. Un par de perros vagos dan vueltas por el centro y les alcanza con ponerse a ladrar en medio de un cruce de calles para detener el tránsito. Ese recorrido no solo capta distintos momentos cotidianos en Colón, sino que también registra con oído afinado las diferencias sonoras de cada espacio y da cuenta de las diversas máscaras que el lenguaje se va calzando dependiendo del ámbito en que se desarrolla cada escena.
A veces utiliza a un personaje como guía para pasar de un espacio a otro, un nexo para unir momentos que de otro modo bien podrían mantenerse inconexos. Con ese recurso simple el director fortalece la unidad del relato y le propone al espectador una modesta pero bienvenida complicidad. Al mismo tiempo alimenta la sensación de que esas ciudades de provincia son como pequeños Aleph en los que todas las líneas se cruzan y todos se conocen.
Moreno también se permite la libertad de apelar a recursos ligeramente emparentados con géneros como, por ejemplo, la comedia física. Como cuando convierte al patio central de un edifico municipal en el escenario de una coreografía de personas que entran y salen de un sinfín de puertas, y que al cruzarse por las galerías abiertas del lugar obligan a que la cámara vaya saltando de una a otra, cambiando todo el tiempo la dirección de su desplazamiento. Algo parecido ocurre con una sucesión de planos en los que registra la superposición de perros callejeros y motociclistas que tiene lugar sobre las calles de tierra de un barrio de la periferia. La vida cotidiana convertida en una comedia leve a partir de la mirada y el montaje. Lo mismo se puede decir de una secuencia en la que un par de chicas jóvenes, comerciantes, se juntan a chismorrear sobre la vida y las miserias de los otros, mientras vuelven a su casa en ciclomotor y permiten que la película se convierta por un rato en un novelón de pueblo.
Mientras tanto las viñetas se acumulan y marcan el ritmo del relato. Un hombre y una mujer que parecen testigos de Jehová recorren un barrio tocando los timbres de las casas, pero no consiguen que se abra ni una puerta; los jóvenes se juntan frente a una disco y una vez adentro bailan, se miran y se divierten como los de cualquier otra parte del mundo. La decisión de Moreno de darle continuidad a algunas de estas viñetas a lo largo de la película le da al tiempo una dimensión concreta y permiten imaginar el paso de la semana. Eso ocurre al unir la secuencia del entrenamiento del equipo de rugby de la ciudad en la primera mitad de la película, con otra sobre el final en la que se muestra un resumen del partido con el equipo de una población vecina, generando esa sensación de avanzar temporalmente en una dirección determinada y sobre un lapso concreto de tiempo. Y así como parece pasar la vida en Colón, así pasa Una ciudad de provincia, sin sobresaltos, como el espectáculo plácido de la vida yendo hacia ninguna parte. O hacia todas a la vez. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

domingo, 22 de abril de 2018

CINE - BAFICI [20], Entrevista con Sergio Wolf, director de "Esto no es un golpe": El duelo del fantasma y el villano perfecto


No es extraño que, más de 30 años después, casi nadie sepa del todo bien qué es lo que ocurrió en la Argentina durante los cuatro días de la Semana Santa de 1987. Todos recuerdan la figura de Aldo Rico, líder de un grupo de oficiales a los que todavía se recuerda con el nombre de carapintadas, quienes se acuartelaron en Campo de Mayo, poniendo en riesgo la estabilidad de las instituciones democráticas. ¿O será que no fue tan así? También se recuerda el papel del presidente Raúl Alfonsín, quien enfrentó aquella crisis asumiendo las responsabilidades de su cargo, pero que terminó la gesta con un discurso ambiguo en el que muchos vieron cobardía y hasta traición. ¿O eso tampoco fue de esa manera? El documental Esto no es un golpe, dirigido por Sergio Wolf, surge a partir de preguntas como estas. Presentada durante la semana que concluye como parte de la Competencia Argentina del Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires (Bafici), la película contesta algunos de interrogantes, deja otros sin respuesta y, sobre todo, abre otros nuevos con los que cada espectador verá qué hace.
Construida sobre la polaridad de sus dos protagonistas, el presidente y el coronel rebelde, Esto no es un golpe se ve en la necesidad de resolver la ausencia de Alfonsín, engranaje vital del relato. Para ello Wolf diseña una trama de voces muy cercanas al entorno del mandatario, consiguiendo una sensación de polifonía de algún modo recrea la atmósfera pesada de aquel tenso fin de semana largo. Personajes como el vocero presidencial José Ignacio López, el minsitro de defensa Horacio Jaunarena, el edecán Julio Hang, el canciller Dante Caputo, o los referentes del radicalismo Jesús Rodríguez y Leopoldo Moreau, hacen lo posible por ocupar el lugar de la voz irremplazable de Alfonsín. Del otro lado Rico y dos de sus hombres, los exmilitares Pedro Mercado y Guillermo Breide Obeid, tratan de aclarar (aunque a veces oscurecen) las intenciones que los movieron para llevar adelante aquella sublevación.
“Yo no hago documentales sobre temas. Siempre parto de situaciones de tipo narrativo o de personajes. En este caso es el enigma de la reunión de Alfonsín con Rico”, dice Wolf para explicar la semilla de su película. “Sentía que Alfonsín siempre había narrado lo de Semana Santa de un modo muy escueto y que ahí había algo para tratar de ver… Eso fue lo que disparó la película”, completa. De amplia experiencia en el terreno del documental, se trata sin embargo es la primera vez que el cineasta aborda un tema político. “Me interesan mucho los documentales políticos y vivo peleándome con lo que otros documentalistas hacen con la política en sus películas, y me dieron ganas de probar. Así nació el proyecto, a partir de una escena que está fuera de campo, suprimida, ocultada, mal contada, y de la pregunta sobre qué pasó. Por supuesto que Semana Santa marca la Historia de Alfonsín y la de su gobierno…”

-¿Qué tan complejo resulta trabajar con una ausencia de tanto peso, como la de Alfonsín? -Es un problema narrativo, ético. ¿Qué hacer con esa ausencia que es un fantasma que se agiganta a medida que pasa el tiempo y que generaba un desafío? Siempre digo que uno de los problemas de los documentalistas es que hacen sus películas cuando tienen mucho material y no cuando les faltan. Para mí eso es lo más extraordinario que tiene el documental.  
-Pero eso también te enfrenta a la posibilidad de recrear a un personaje que no sea reconocible para otros
-El documental debe ser un género de invención, porque uno nunca tiene todo lo que necesita y de alguna manera tiene que hacerse cargo de eso que no tiene. Y si yo no tengo a Alfonsín, entonces cómo construyo su figura. ¿Qué Alfonsín voy a construir? Entonces, claro, te reclaman que no construiste al verdadero Alfonsín… y no existe la verdad. La verdad es algo que se escapa. Creés que apresás algo que se parece a la verdad, pero yo creo más en la verdad de la representación que en la representación de la verdad. No creo que la verdad pueda ser representada porque es un concepto abstracto.  
-La película tiene dos figuras fuertes. Por un lado ese Alfonsín ausente, fantasmal, y del otro al lado al villano perfecto. Porque cinematográficamente Rico es perfecto.
-Para la película es un problema tener un villano con esa potencia y tener al otro ausente. El montaje tardó siete meses porque nos costó mucho resolver ese tipo de problemas, encontrar el tono, cómo graduar a un personaje como Rico que parece que va a avanzar sobre la película y se la va a comer entera. Pero es cierto que para la película su presencia es una fuerza importante, pero también es un bumerang, porque te la podés pegar. Va y viene. Mucho Rico en la película se come todo, con los efectos éticos, ideológicos y hasta cinematográficos que eso tiene.
-Rico da la impresión de estar aprovechando para seguir construyendo su propia leyenda. Pero el único momento en que deja de jugar al héroe es cuando habla de Alfonsín.
-Porque es al único al que respeta, hasta le cambia el tono de la cara. Creo que ahí, en ese momento, cuando Rico dice que “Alfonsín vino a la boca del lobo, mostrando un profundo coraje”, en esa afirmación hay respeto por el otro hombre. Desde su propia lógica, Rico también ve a Alfonsín como su antagonista perfecto.  
-La película tiene dos locaciones fundamentales, la Casa Rosada y Campo de Mayo, que son los escenarios reales de aquellos días. Y esos espacios también son esenciales cinematográficamente. 
-Para mí los lugares eran claves en esta película. Lugares en los que el cine nunca había entrado, con todo lo que implica contar la historia de esa Semana Santa desde adentro de los cuarteles, por todo lo que esos lugares representan incluso previamente a la dictadura. Necesitaba estar en esos lugares, estar en el balcón, recorrer el camino que hizo Alfosnín. Porque el documental es experiencia: la de los otros que cuentan la historia y la mía en esos mismos lugares. Y hay algo de esa experiencia que tiene que aparecer en la película. Porque la película es esencialmente eso: los lugares y los relatos. Y el archivo, que repone de alguna manera a la figura del pueblo.  
-De alguna manera se trata del tercer protagonista de la historia, un personaje colectivo.
-Exactamente. Y al mismo tiempo da una medida de la decisión final de Alfonsín. De eso que en aquel momento yo y muchos otros de verdad no pudimos entender. Nos fuimos y no entendimos lo que pasó. Y de alguna manera el discurso final de Alfonsín alimenta ese equívoco, porque no cuenta. Evidentemente no podía. En ese sentido el cine llega cuando llega. Tampoco me parece casual, no digo que sea la primera película sobre los 80, pero de alguna manera abre algo: pasamos de los ’70 a los ’80. Los ’80 es una década que no está contada por el cine, a diferencia de los ’90, que sí fue contada por el cine argentino a través de ficciones que dieron cuenta de lo que pasaba socialmente: está contada por Mundo grúa (Pablo Trapero, 1999), por Pizza, birra, faso (Adrián Caetano y Bruno Stagnaro, 1998) y otras.  
-¿Cuál es tu mirada de Alfonsín después de atravesar el camino de hacer esa película?
-Me pregunté durante todo el rodaje quién era Alfonsín. No pienso que el suyo haya sido un gran gobierno, ¿pero qué pasa con esa figura? Y una idea que fue apareciendo a medida que me iba metiendo en el trabajo es la idea del que ve más lejos. Para mí el tema de los Derechos Humanos es fundamental. Alfonsín se pelea por eso con David Ratto, que es quien construye la figura de Alfonsín en campaña, porque él le decía que el tema de los Derechos Humanos en las encuestas no le importaba a nadie, pero Alfonsín era central. Hay algo donde el tipo ve algo que otros no ven. Un tipo que ve. Y para mí cae porque está fuera de tiempo y en ese sentido es que termina pagando el precio.

Un camino a través de la curiosidad

Entre los muchos méritos que se le pueden reconocer a Esto no es un golpe, el documental que Sergio Wolf acaba de presentar en la Competencia Argentina del Bafici, el Festival de Cine Independiente de Buenos Aires del cual él mismo fue director artístico entre los años 2008 y 2012, se encuentra el de la rigurosidad. Porque el espectador confiado tiende a depositar esa clase especial de confianza en los directores que abordan el género, sin embargo no siempre el rigor es una prerrogativa cinematográfica de los documentalistas. Si de algo da cuenta la filmografía de Wolf, rica en el terreno de la no ficción, es del respeto con que aborda cada tema, ya se trate de una aventura entre cazadores de meteoros, el retrato de una legendaria cantante de tangos o los entretelones de un levantamiento militar.
En Esto no es un golpe Wolf no encara el relato de los hechos ocurridos durante la mítica Semana Santa de 1987 intentando dar por buena una tesis que ya se considera probada desde antes de dar comienzo al recorrido. No hace las preguntas conociendo las respuestas, sino que la película surge de una legítima búsqueda personal. Para él, en tanto cineasta, la historia que se apresta a contar es antes que otra cosa un enigma a resolver. Pero nunca esconde su trabajo detrás de presuntas causas superiores ni las enarbola como medio para reafirmar tal o cual ideal. Cada una de sus películas, y esta no es la excepción, constituye una búsqueda personal surgida de la propia necesidad de entender, de saber y de compartir la experiencia de saciar su curiosidad.

sábado, 21 de abril de 2018

CINE - BAFICI [20], Anuncio de premios y balance: Un elogio del riesgo

Y ganó La flor, como venía rumoreándose desde el viernes a la noche, no como consecuencia de una filtración de la deliberación del jurado sino por un comentario general que estaba en el aire y que se fue acrecentando con el correr de los días, luego de las primeras pasadas del largometraje XXL de Mariano Llinás. El premio a la Mejor Película de la Competencia Oficial Internacional de este 20° Bafici que termina hoy a la noche -entregado por un jurado internacional integrado por Bob Byington, Vanesa Fernández Guerra, Curtis Woloschuk, Ana Katz y Matthijs Wouter Knol- le correspondió así al monumental proyecto de 14 horas de duración y cuya exhibición está dividida en tres partes, el regreso a la pantalla del director de Historias extraordinarias luego de nueve años de rodaje. El premio incluye un apoyo en metálico del Incaa y la distribuidora Maco Cine y una semana completa de exhibición en dos complejos del circuito de cines Village (dada la longitud fuera de lo común de su metraje, es probable que los responsables de la cadena estén considerando si era una buena opción sumarse con ese apoyo justamente este año).
Las intérpretes principales de La flor, el grupo de actrices conocido como Piel de Lava que conformar Pilar Gamboa, Elisa Carricajo, Valeria Correay Laura Paredes, se llevó asimismo el galardón a Mejor Actriz, premio colectivo que parece premiar no sólo el talento visible en cámara (cada una de ellas interpreta múltiples papeles) sino el esfuerzo colectivo a lo largo de casi una década de trabajo. En el caso de los varones, el premio a Mejor Actor le correspondió al danés Anders Juul por su papel de un hombre atrapado en una relación de pareja en A Horrible Woman, de Christian Tafdrup. El Premio Especial del Jurado -usualmente, aunque no necesariamente, considerado el segundo en importancia- recayó en el film de animación para adultos Violence Voyager, del cineasta japonés Ujicha, mientras que el de Mejor Director recayó en Tiago Melo, responsable de la notable película brasileña Azougue Nazaré. En un palmarés casi impecable en términos de reconocimiento de lo más arriesgado y/o renovador, el jurado decidió otorgar una mención especial a otro film llegado de Brasil (en coproducción con Francia), As boas maneiras, de Juliana Rojas y Marco Dutra, y una segunda al largometraje coreano A Tiger in Winter, de Lee Kwang-Kuk. Finalmente, el lauro a Mejor Música Original fue para Nilotpal Borah, por las melodías de Village Rockstars, película de origen indio dirigida por Rima Das.
En una muestra de coherencia no premeditada, los miembros del jurado de la Competencia Argentina coincidieron con sus pares de la Internacional al distribuir sus premios atendiendo sobre todo a los riesgos cinematográficos, narrativos y hasta políticos asumidos por las películas que eligieron como ganadoras. Integrado por el crítico estadounidense John Anderson, el cineasta argentino Santiago Giralt, el ruso Evgeny Gusyatinskiy, la portuguesa Susana Santos Rodrigues y la francesa Agnès Wildenstein, (estos últimos programadores de diversos festivales), este jurado distinguió con los premios de Mejor Director a Lola Arias, por Teatro de guerra, y a Las hijas del fuego, de Albertina Carri, como Mejor Película de la competencia. En ambos casos se trata de trabajos que se mueven sobre terrenos deliberadamente híbridos, a las que resulta muy difícil encasillar tanto en términos formales como de género, y que colocan al espectador en un lugar de permanente cuestionamiento respecto de lo que se le muestra en pantalla.
La película de Arias presenta un conjunto de viñetas de apariencia teatral, en las que un grupo de excombatientes argentinos y británicos escenifican una serie de situaciones que van de lo realista a lo onírico, para dar forma a una infrecuente versión de la Guerra de Malvinas. En cuanto a Las hijas del fuego, aunque está lejos de ser la película más equilibrada de la sección en términos cinematográficos, sin dudas representa la que mayores desafíos le presenta al espectador. No solo por su rabiosa representación, trabajada a partir de las herramientas de la pornografía, sino por su carácter de manifiesto acerca del modo de percibir lo femenino. Un texto cinematográfico radical que dialoga con un momento histórico en el que el lugar de la mujer en el mundo atraviesa un profundo proceso de resignificación. Curiosamente los premios otorgados por el jurado parecen subrayar ese hecho, reconociendo el trabajo de dos mujeres en el marco de una competencia integrada mayoritariamente por películas filmadas por hombres. Toda una declaración de principios y al mismo tiempo un potente gesto político.  

Artículo coescrito junto a Diego Brodersen y publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

viernes, 20 de abril de 2018

CINE - BAFICI [20], Competencia Argentina, Días 7 y 8: El movimiento final

Después de una semana de premieres mundiales y estrenos, tras la proyección de las últimas tres competidoras cayó la bandera a cuadros que marcó el final de la Competencia Argentina del Bafici. Las últimas tres de las 15 películas que integraron la selección 2018, que vinieron a confirmar el espíritu ecléctico que suele signar este espacio dedicado al cine argentino.
Teatro de guerra es el primer paso de Lola Arias como cineasta, cuya experiencia previa proviene sobre todo de los territorios del teatro y las artes visuales. En ella aborda la Guerra de Malvinas de manera muy directa, pero a través de ciertos recursos dramáticos que le permiten realizar un camino elíptico para llegar al núcleo de la historia. La película, que tuvo su estreno mundial durante la última edición de la Berlinale, trabaja con un grupo de veteranos que combatieron en las islas a uno y otro lado del conflicto. Sin embargo, aunque el punto de partida son los relatos de las experiencias de los protagonistas durante la guerra, no es posible decir que se trata de un documental, pero tampoco de una ficción. Arias aprovecha recursos que toma de ambos mundos (el documental y la ficción) y los hace coexistir del mismo modo en que ingleses y argentinos comparten el espacio escénico. Lo comparten y lo habitan hasta convertirse en una comunidad cuyos lazos se fortalecen a partir de un dolor en común que consigue atravesar los abismos del idioma, de la nacionalidad y de la Historia. El resultado son una serie de viñetas más parecidas a ejercicios de psicodrama que al teatro, en las que los protagonistas representan sus propios miedos y vivencias, algunas de las cuales se repiten con recurrencia traumática. Sin subrayados patrióticos (ni patrioteros) pero profundamente política, Teatro de guerra es un saludable ejercicio de memoria y reparación que aprovecha la potencia del cine para expandir su impulso fuera de la pantalla.
Exprogramador del festival, Leandro Listorti presenta por primera vez una de sus películas dentro de la programación de Bafici. Se trata de su segundo trabajo, La película infinita, complejo mecanismo cinematográfico que parece creado siguiendo el Método Frankenstein. Es decir, el re-ensamble de una serie de partes muertas para darles un cuerpo nuevo y una nueva vida en la pantalla. Se trata de un montaje realizado con material descartado de más de una docena de películas inconclusas, entre las que se encuentran algunas curiosidades como unos pocos planos de la fallida versión de Zama que intentó filmar Nicolás Sarquís en 1984; El juicio de Dios (1979), de Hugo Fili, que igual que la anterior está basada en un texto de Antonio Di Benedetto; los dibujos animados de El eternauta (1968) realizados por Hugo Gil; una Emma Sunz interpretada por Rosario Blefari y dirigida por Paula Grandío y Cristina Fasulino en 1997; o El ocio (1999) de Mariano Llinás y Agustín Mendilaharzu. Como se ve, un conjunto estéticamente heterogéneo a las que Listorti ha tratado de ligar en un nuevo destino común. Por supuesto no se trata de pensar en el concepto de narración en el sentido más clásico, sino de un relato fragmentado en el que, como si se tratara de un Test de Rorschach en movimiento, cada espectador podrá encontrar su propia película. Tal vez en esa posibilidad de permanente relectura radique el carácter infinito al que se alude desde el título, aunque paradójicamente se trate de la película más corta de la competencia, con una duración de 53 minutos. Será que en el cine la infinitud abarca mucho más que el tiempo o el espacio que ocupan las películas.
Por su parte Mochila de plomo toma prestados los recursos del coming of age, género que agrupa a las película de chicos haciéndose grandes, a los que su director, el cordobés Darío Mascambroni, pone en contacto con la tragedia e incluso con el western. También estrenada en la última edición del Festival de Cine de Berlín, la película comienza como otras, deudoras del imaginario del pop de los años ’80, con una pandilla de amigos que van en busca de aventuras dando vueltas en bicicleta por el barrio. Pero el relato no tardará en cerrarse sobre la figura de Tomás, un chico de 12 años que pasa solo la mayor parte del día y para quien la instancia del crecimiento se ha vuelto literalmente una carga. Un peso emocional que la película materializa en una pistola 9mm que el chico cargará en su mochila durante toda la película. Mascambroni consigue que Mochila de plomo abarque mucho contando lo que es estrictamente utilitario a la historia de Tomás, cuyo padre fue asesinado por alguien a quien ahora él está decidido a enfrentar. La película puede ser vista como un fresco social que aprovecha ciertos recursos de los géneros cinematográficos para dar cuenta de la vida en los barrios bajos, sin necesidad de acumular miseria y sin pecar de reduccionista, pero trazando un retrato verosímil de una infancia vulnerable. De alguna manera se trata de una nueva crónica de un niño solo, uno que decide tomar en sus manos las responsabilidades que los adultos que lo rodean no son capaces de asumir.  

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

jueves, 19 de abril de 2018

CINE - BAFICI [20], Competencia Argentina, Días 5 y 6: Lo clásico y lo nuevo

La primera mitad de la Competencia Argentina del Bafici estuvo marcada por la presencia de cineastas a los que ya se puede considerar “amigos de la casa”, como José Campusano, Sergio Wolf, Inés de Oliveira César, Rosendo Ruíz, Baltazar Tokman o Albertina Carri, quienes ya participaron en al menos otras tres ediciones. A ellos se suma Hernán Roselli, cuya filmografía consta de apenas dos títulos, con la particularidad de que ambos tuvieron acá sus estrenos mundiales. Durante las cuatro jornadas iniciales Foto Estudio Luisita fue la única película en la competencia cuyos directores, Sol Miraglia y Hugo Manso, nunca antes habían participado del festival. Los últimos días en cambio se mostraron equilibrados en ese terreno, sumando a dos directores debutantes y a otros dos con un legajo ya abierto en el Bafici. Entre los conocidos se destaca Raúl Perrone, cuyo nombre ya es casi una leyenda del cine ultra independiente y una presencia recurrente en las grillas del festival. Este año el cineasta de Ituzaingó participa de la Competencia Argentina con la película Expiación. A él se le suma Diego Lublisnsky, director de la comedia adolescente Amor urgente, quien ya había sido parte de la programación de la edición 2009 con su ópera prima, Comunidad organizada. En tanto que los dos “nuevos” son Iair Said, director del documental Flora no es un canto a la vida, y Agustín Adba, quien se presenta con Penélope. Lo de nuevos entre comillas tiene que ver con que, aunque es cierto que la película de Said es su primer largometraje, el joven director ya participó del Bafici como parte de la Competencia Argentina de Cortometrajes con 9 vacunas (2013) y Presente imperfecto (2015).

Como buen clásico, Perrone vuelve a exhibir algunas de las marcas que lo distinguen y hacen que su labor resulte especial. Herramientas y características que esta vez están al servicio de una historia que pone en escena una mirada sobre los años ’70. Claro que como ocurre con gran parte de la obra del director de P3ND3j05 (2013), se trata de una mirada oculta tras una serie de velos narrativos que la vuelven elíptica y más o menos hermética. Uno de los pilares del cine de Perrone es la provocación y acá se encarga de hacerlo ya desde los títulos de inicio, donde una de las placas de las productoras asociadas se presenta bajo el nombre de Películas Anti-Autor. No deja de ser una curiosidad que quien se pelea con la idea de autor sea uno de los cineastas argentinos en cuya obra las marcas autorales se perciben con mayor fuerza. A diferencia de sus últimos trabajos, esta vez Perrone le da descanso a la estética del cine mudo y la decisión parece acertada. Aunque es posible reconocer puntos de contacto con su filmografía reciente, hay un aire distinto en Expiación. El trabajo con la imagen vuelve a estar marcado por un blanco y negro duro, de pocos matices, pero esta vez en combinación con detalles de un color muy apagado, raido, como si lo revelara una capa de luz muy fina. Por su parte los textos, que algunas veces son diálogos y otras voces en off trabajadas como si lo fueran, se encargan de ir aportando ideas, manteniendo siempre una intención poética que en ocasiones funciona y otras no tanto. Aunque sin llegar a naufragar, porque Perrone consigue aportar conceptos interesantes, como cuando uno de los personajes define a un álbum de fotos como un “cementerio de primeras veces” o cuando otro observa que “en sus labios la palabra libertad parecía mucho más libre”. Expiación resulta un relato grave y espíritu trágico, pero con un final luminoso a pesar de tanta sombra.

Si bien el trabajo de Lublinsky en Amor urgente puede parecer opuesto al de Perrone desde lo estético, hay entre ellos un notorio punto de contacto: la forma deliberadamente artificial con que abordan sus relatos. No hay nada más alejado del realismo que esta comedia de amores adolescentes, que a pesar de manejarse dentro de cierto costumbrismo lo hace destrozando el molde del verosímil. Ambientada en un pasado que a veces se parece a los años ’60, otras a los ’70, pero que bien puede transcurrir en los ’80, Amor urgente es la historia de iniciación de un chico y una chica en un pueblo de provincia. Filmada en un estudio y con las locaciones pueblerinas proyectadas de fondo, la película de Lublinsky se esfuerza por dejar en evidencia la puesta en escena incluso desde el registro actoral, que de algún modo rehace en la memoria esa sensación de ser espectador de otra época que se tiene al ver películas viejas. Uno de los aciertos para que el recurso no se vuelva copia ni remedo es trabajar el relato a partir de un humor en el que se combinan lo muy clásico, como el deadpan que el protagonista Martín Covini lleva a extremos busterkeatonianos, con un registro que puede emparentarse con el género estudiantil del cine de los Estados Unidos e incluso, de un modo muy personal, con la llamada Nueva Comedia Americana.

El molde sobre el que trabaja Flora no es un canto a la vida también es conocido. Se trata del documental en primera persona donde el director retrata a su propia familia, camino que irá revelando en él una nueva dimensión. Más cercana a Papirosen (Gastón Solnicki, 2011) que a Mi último fracaso (Cecilia Kang, 2016), por mencionar dos ejemplos de directores que filman a su familia que pasaron por Bafici, el trabajo de Said se destaca no sólo por su sentido del humor sino por la ausencia de culpa en la puesta en escena. Al contrario, se trata de un relato feliz en el que el director registra su vínculo con una tía abuela (Flora, una de esas solteronas judías que “siente que se va a morir desde que nació”), pero manifestando de forma abierta su interés por heredar el departamento en el que ella vive una vez que muera. Claro que la tía Flora no solo parece que nunca va a morirse, sino que decide donar la propiedad a un instituto de investigación en Israel, poniendo en marcha una rueda de acciones absurdas por parte de Said para hacerla cambiar de opinión. Estimulante retrato familiar y gran ejemplo de lo que suele etiquetarse como “humor judío”, para contar una historia que siendo única bien puede ser la de cualquiera.

El caso de Penélope es extraño. De puntillosa puesta en escena y una labor fotográfica y sonora de alto vuelo, la película de Adba tarda demasiado en mostrar sus mejores cartas narrativas. Retrato descarnado de la indolencia que parece habitar en ciertos círculos de la vida burguesa ligada sobre todo a los espacios de la creación, la película se convierte de a poco en un catálogo de miserias que, en su acumulación, acaban trasladando al espectador la misma insensibilidad que parece habitar en la protagonista. Penélope es estudiante de arquitectura, de trabajo indeterminado (ciertos detalles sugieren algún tipo de productora), pero sobre todo una joven voraz que se esmera en consumirse en un carpe diem intrascendente y desaforado. Una Penélope que no teje ni desteje, sino que simplemente se deja llevar por la corriente. Si algo logra Adba es transmitir una sensación pesadillesca de temor por esa chica que queriendo probar todo parece no estar atenta a nada. Cuando por fin se cruce con un actor con aires de estrella, pero que a pesar de su conducta artificial parece ser el único personaje conectado realmente con ciertas cuestiones vitales, ya será demasiado tarde. Tarde para ella y tarde para la película, que no por casualidad tienen el mismo nombre. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

martes, 17 de abril de 2018

CINE - BAFICI [20], Competencia Argentina, Días 3 y 4: La polémica como camino

Dos nuevas jornadas transcurrieron para la Competencia Argentina de Bafici y cuatro películas se sumaron a su grilla, todas dirigidas por cineastas cuyos nombres son muy familiares en la historia del festival. La mitad de ellas está constituida por películas menores de dos directores valiosos, mientras que la otra mitad la integran las películas más políticas de la sección, obra de dos cineastas de igual prestigio. Y, tal vez, también las dos más polémicas de la competencia. Dentro del primer grupo se encuentran La otra piel de Inés Oliveira César, y El silencio a gritos, de José Celestino Campusano. La primera es un drama con elementos experimentales en el que se cruzan diferentes planos discursivos. Abril es una tatuadora cuya pareja con un dramaturgo no atraviesa por el mejor momento, aunque es evidente que ese no es el único motivo que la tiene en medio de una crisis profunda. A partir de un hecho extraordinario e inesperado, ella decide salir del país sin avisarle a nadie y pasar más de un mes alejada de su vida cotidiana. Para dar cuenta de una crisis de la que poco se sabrá, la directora incluye fragmentos en off de La terquedad, obra que Rafael Spregelburd presentó con éxito en el Teatro Cervantes hasta el mes pasado. Leídos por el propio autor, quien además interpreta a la pareja de Abril, estos textos se vinculan de manera libre y hasta tangencial con las escenas que las ilustran, permitiéndole el espectador conjeturar una versión propia del drama que llevó a la protagonista a tomar distancia. Ocurre que a veces el salto entre texto y acción es grande, y el guión por momentos parece liberarse de mediar entre ambos elementos. “Escribir es restar posibilidades. No hay que hacerlo”, dice la voz de Spregelburd y la película parece haberse apropiado de esa premisa.
El trabajo de Campusano vuelve a presentarse como una inmersión en la vida de la clase obrera, que además ubica la acción en las calles del barrio El Alto, en la ciudad de La Paz, Bolivia. El comienzo es alentador: unos planos aéreos muestran los edificios del barrio encajados entre las montañas casi como si fueran de juguete. Desde ahí arriba Campusano baja para meterse enseguida en la calle, bien al ras del suelo, que es donde ocurren sus historias, esta vez un caso de abuso incestuoso entre hermanos ocurrido en una familia de comerciantes. El catálogo avisa que El silencio a gritos está basada en un hecho real, detalle que puede no ser relevante a la hora de hablar de cine, pero también menciona que fue rodada en pocos días y con recursos limitados. Todo eso se nota al ver la película, que aborda el tema del incesto de forma esquemática y hasta superficial, muy lejos de la profundidad que el propio cineasta supo conseguir en trabajos anteriores como la notable Fantasmas de la ruta, que aborda un tema igualmente complejo, como la trata de personas. Lo mejor de la película vuelve a ser la capacidad de Campusano para captar los escenarios sociales. Lo más endeble: la utilización de algunos personajes para explicitar un discurso que, se intuye, es el del propio director.
En Esto no es un golpe, Sergio Wolf –que fue director artístico del Bafici durante cinco ediciones, entre 2008 y 2012— ofrece una reconstrucción del primero de los alzamientos militares conocidos como Carapintadas, que tuvo lugar durante la Semana Santa de 1987 y partió en dos la presidencia de Raúl Alfonsín. La película reúne a casi todos los protagonistas de aquellas jornadas en las que la democracia pareció volver a estar en riesgo, hecho que la convierte en un verdadero documento histórico.
Uno de los puntos interesantes del abordaje de Wolf consiste justamente en exponer las diferentes miradas que los protagonistas tienen sobre una historia ocurrida hace más de 30 años. Algunos de los miembros más destacados del equipo de gobierno de Alfonsín, como los del ex canciller Dante Caputo, el periodista José Ignacio López, quien fuera portavoz presidencial, Horacio Jaunarena, ministro de defensa, el edecán Julio Hang o los por entonces jóvenes radicales Leopoldo Moreau y Jesús Rodríguez, se encargan articular una memoria colectiva de lo ocurrido en esos días. Del otro lado los ex militares Guillermo Breide Obeid y Pedro Mercado –que no debe confundirse con su tocayo Pedro (Rafael) Mercado, esposo de Cecilia Pando— y el propio Aldo Rico que, con su estilo sobrador y una marcada tendencia a la autocelebración, resulta el más carismático y atractivo de todos en tanto personaje. Ellos dan cuenta en primera persona de cómo se vivió el alzamiento desde adentro.
El director maneja las herramientas del género sin caer en lo conservador, trabajándolas en combinación, como ocurre al trasladar a las “cabezas parlantes” a los escenarios en los que los hechos fueron teniendo lugar. Algo similar ocurre con el material de archivo, que al superponerse con las imágenes actuales se potencian de forma mutua. A todo ello Wolf le aporta un manejo preciso de las formas narrativas cinematográficas, colocando a la película bien lejos del documental televisivo. Y además confirma sus dotes de entrevistador, dándole prioridad a la voz de los protagonistas y reservando para el final algunas apreciaciones de orden más personal.
“El problema no es la representación de los cuerpos”, dice la voz en off de una de las protagonistas de Las hijas del fuego, quien planea rodar una película y constituye un obvio alter ego de Albertina Carri, la directora. “[El problema] es cómo los cuerpos se vuelven territorio y paisaje frente a la cámara”. Como otras de sus películas, Carri vuelve a trabajar representación y forma, en este caso las del cuerpo femenino. El film se desarrolla dentro del universo lésbico, pero apartándose de forma deliberada del paradigma con el que el cine suele abordar esta temática, apoyado en una mirada masculina estandarizada que tal vez tenga su ejemplo más reciente al film La vida de Adele, del tunecino Adbellatif Kechiche. Por el contrario, Carri no permite que sus personajes se apeguen a un único modelo, sino que intenta abarcar la mayor cantidad posible de cuerpos (es decir, de bellezas). Un gesto liberador.
“Hay algo del goce que es irrepresentable”, afirma la voz en off al evaluar la posibilidad de rodar una porno. Sobre ese género se organiza el nuevo trabajo de Carri, que se dedica a jugar al porno; a satirizarlo y refiltrarlo, pero hacerlo. Las hijas del fuego es una road movie con sexo explícito y una voz que va componiendo un discurso anarcolésbico. Rizando con humor el rizo de las convenciones del porno Carri se propone demoler cuanta institución se le cruce, de la familia clásica y el amor romántico a la Iglesia, como si ansiara alcanzar el estado alfa de la apostatía. Pero también se cuestiona a sí misma: “Si la subjetividad de los cuerpos no es destruida, ¿entonces no hay porno?”
Es mucha tela la que deja por cortar Las hijas del fuego, cuyos conceptos más ricos provienen de la acción y no de las palabras. Un ejemplo: la película se cierra con un potente plano secuencia a través de una fiesta lisérgica, que a su vez concluye con una masturbación en primer plano. Una declaración de principios que también puede ser pensada como una respuesta oportuna a la vieja pregunta de ¿Qué es el cine?: ni más ni menos que eso, una masturbación del artista frente al espectador. La definición le cabe al porno, a Hollywood, a la obra de Carri y a las películas de 14 horas. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

domingo, 15 de abril de 2018

CINE - BAFICI [20], Competencia Argentina, Días 1 y 2: Un comienzo promisorio

Tal como ocurre cada año, la Competencia Argentina del Bafici –festival que fue presentado por el ministro de cultura de la ciudad, Enrique Avogadro, como el que más películas argentinas estrena en el mundo— vuelve a ofrecerse como un catálogo ecléctico que incluye parte del mejor cine que se produce en el país. Sus dos primeras jornadas resultaron promisorias y las cuatro películas proyectadas, un botón de muestra de lo que puede ser una gran selección. Habrá que ver si el resto de las 15 películas programadas en esta edición mantienen o superan el nivel de lo visto hasta el viernes.
La responsabilidad de abrir la competencia recayó en el documental Buscando a Myu, de Baltazar Tokman, cineasta de gran trayectoria como documentalista (Tiempo Muerto, 2010; Planetario, 2011; y I Am Mad, 2013) y una ficción, Casa Coraggio (2017), que es casi un documental. Acá Tokman vuelve a apoyarse con firmeza en lo documental, pero una vez más revela una capacidad inusual para retorcer el molde del género de forma tal que la película lo desborda tanto desde lo narrativo como desde lo formal. El alma del relato es Garrik, un joven mago y psicólogo que tratar de entender lo que ocurre con la más chica de sus hijas, quien mantiene un vínculo intenso con un amigo imaginario. No hay en el protagonista ninguna intención de reprimir aquellos juegos, sino más bien un intento por descubrir qué zonas de la percepción o del alma humana son las que generan aquellas conductas y por qué las mismas desaparecen junto con la infancia. Como en otros de sus trabajos Tokman vuelve a apelar a los medios más heterodoxos para reunir el material de su película, incluyendo junto al registro tradicional conversaciones por Skype, videollamadas realizadas con celulares, material extraído de YouTube, cámaras subacuáticas o montadas en barriletes, y hasta cámaras ocultas. Cualquier cosa con tal de captar de la mejor forma un recorrido que incluye distintas teorías psicológicas, espiritismo, gente que ya grande dice convivir con presencias que ahora hasta sus hijos creen ver, y el testimonio de especialistas en ciencias improbables como la duendología. Con esas herramientas Buscando a Myu no solo cuenta esa historia, sino que se convierte en una elegía a la pérdida de la inocencia que, por si fuera poco, también pone en escena el derecho a la intimidad de los chicos y cuestiona con delicadeza los límites de la paternidad.
En Foto Estudio Luisita, otro documental, los debutantes Sol Miraglia y Hugo Manso retratan a las octogenarias hermanas Escarria, Rosita, Chela y Luisita, tres colombianas que llegaron a Buenos Aires en 1958 y fueron las responsables del estudio fotográfico que da título a la película. Por él pasaron algunos de los grandes artistas y estrellas de la farándula local durante las décadas de 1960, 1970 e incluso 1980. El relato se centra en Luisita, la fotógrafa, responsable de capturar la belleza, la gracia o el encanto de un panteón que incluye a Atahualpa Yupanqui, Tita Merello, Libertad Lamarque, Luis Sandrini, José Marrone, Moria Casán, Susana Giménez, Alberto Olmedo, Jorge Porcel, Juan Carlos Altavista, Amelita Vargas, un sinfín de vedettes, grupos de música tropical y otras especies cuyas figuras habitaron las marquesinas de la Avenida Corrientes. Pero la película también pinta el vínculo de las Escarria con Miraglia, la directora, a quien las tres mujeres solteronas han adoptado como a la hija que no tienen y con quien comparten la intimidad. Una de las virtudes de Foto Estudio Luisita consiste en exponer el valioso tesoro cultural que representa el archivo de Luisita, y en el mismo movimiento convertirlo en una excusa para retratar con ternura ese universo femenino. La otra es provocar en el espectador el deseo de abrazar a la tímida protagonista, una mujer talentosa y de enorme sonrisa, que en silencio y con el apoyo de sus hermanas consiguió convertirse en uno de los secretos más asombrosos de Buenos Aires. Esa capacidad de estimular el lado emocional del espectador merece destacarse.
Tras haber presentado aquí todas sus películas –menos De Caravana, su ópera prima, que se estrenó en la edición de 2010 del Festival de Mar del Plata—, el nuevo film del sanjuanino y cordobés por opción Rosendo Ruíz, Casa propia, confirma su vínculo con el Bafici. Aquí vuelve quedar en evidencia el gran oído del director para captar el sonido de las calles de Córdoba, el habla popular de la ciudad, capacidad que va mucho más allá de lugares comunes como el lenguaje, la tonada o el humor de sus personajes. Por el contrario, todo eso es puesto al servicio de un relato universal que no se detiene frente al límite del localismo. Se trata de la historia de un profesor de escuela secundaria de mediana edad, tironeado por dos extremos que se ocultan detrás de distintas máscaras. El deber ser como hijo de una madre enferma de cáncer y sus ganas de terminar de dar el salto a la vida adulta, o la necesidad de formar una pareja contra la voracidad de un deseo en el que habita la frustración. Un retrato crítico acerca de la crisis y los desafíos de la masculinidad en el siglo XXI. Lejos del espíritu farsesco de su trabajo debut o de los aires experimentales de, por ejemplo, Tres D (2014), Casa propia es un drama expansivo en los que la presión se va acumulando dentro y encima de su protagonista. Por suerte para él, del otro lado de la cámara hay un director que aprieta pero no ahorca, que no se permite el gesto omnipotente de la crueldad, permitiéndole explotar pero sin juzgarlo y que hasta tiene la generosidad de dejarle al final una puerta entreabierta.
Tras haber presentado hace algunos años un debut extraordinario como Mauro (2014), en el que la ficción se presentaba filtrada por el realismo más descarnado, con el documental Casa del teatro Hernán Roselli parece recorrer el camino inverso. Usando como eje la figura de Oscar Brizuela, un viejo actor que reside en la casa del título, dedicada a dar cobijo a artistas retirados de escasos recursos, esta vez Roselli consigue hacer que sea el documental el que tome prestadas las herramientas de la ficción. Con ellas va montando un retrato de Brizuela quien, tras ser afectado por un ACV que barrió con buena parte de sus memorias más recientes, contrata a quien parece ser un investigador privado para que encuentre a su hijo Maxi, al que no ve hace demasiados años. En paralelo a este registro directo, Roselli utiliza una vieja película protagonizada por un joven Brizuela para ilustrar el relato entrecortado y a veces confuso de la relación con su hijo, con sus mujeres y algunas de sus experiencias como actor. En ese juego de cruces de relatos y formatos, Casa del teatro va asumiendo el perfil de una película de intrigas, una de detectives pero incapaz de llegar a los extremos del film noir, porque no hay forma de no sentir compasión y ternura por Brizuela y sus compañeros de residencia, abandonados y ya sin los brillos que alguna vez tuvieron. En ese sentido el trabajo de Roselli es también una elegía. Con ella homenajea a aquellos artistas con quienes el olvido ha sido impiadoso pero que, como las estrellas retratadas por Luisita en el documental de Miraglia y Manso, también se merecen el rescate del cine. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

jueves, 12 de abril de 2018

CINE - "Fragmentos rebelados", de David Blaustein: Militar desde el cine, pero primero el cine

La obra cinematográfica de David Blaustein se compone de una serie de documentales políticos que tienen su centro en la revisión de la historia de los años ’70 y principalmente la del movimiento Montoneros. Sobre esos ejes orbitan sus primeros trabajos, Cazadores de utopías (1996) y Botín de guerra (2000). Fragmentos rebelados, que busca reconstruir la figura del cineasta, dirigente sindical y montonero Enrique “Quique” Juárez, viene tardíamente a completar una posible trilogía. Tardíamente porque se trata de una película de 2009, que tuvo una proyección especial en la edición 2010 del Bafici, pero que recién ahora tendrá su estreno comercial en la sala del cine Gaumont.
Lo particular de Fragmentos rebelados es también lo particular de Enrique Juárez. Se trata de un documental que encara el activismo militante a partir del surgimiento de las corrientes políticas del cine durante la década de 1960, que hizo eclosión con el estreno en 1968 de La hora de los hornos, de Pino Solanas y Octavio Getino. De ese núcleo participó Juárez, quien de forma paralela se formó como dirigente sindical, fue miembro de la Juventud Peronista y de Montoneros, y que sería secuestrado, asesinado y desaparecido en diciembre de 1976. De modo tal que si bien la película vuelve sobre el tópico de la militancia combativa y los años ’70, también ofrece una mirada sobre el lugar que cine y cineastas ocuparon en dicha porción de la historia. Los testimonios de unos José Martínez Suárez y Solanas 10 años más joven, o de las figuras aún vivas de Getino, César D’angiolillo, Gerardo Vallejo, o del boliviano Humberto Ríos, no sólo representan una oportuna paleta de voces autorizadas, sino que además confirman lo demorado de este estreno y completan de forma involuntaria el tono elegíaco del documental.
Curiosamente, es esa misma particularidad la que ofrece argumentos para referirse al trabajo de Blaustein, que si bien no deja de ser correcto está lejos de aportarle algo novedoso ni a la fórmula del cine militante ni al género documental. El propio Getino lo dice con claridad, refiriéndose al corto Ya es tiempo de violencia (1969), obra del propio Juárez. “Si queremos cambiar las ideas, la información… cambiar el mundo, también tenemos que desafiarnos a nosotros mismos para ver cómo mejoramos o cambiamos nuestro propio discurso, nuestra propia mirada cinematográfica. Porque la militancia no es abordar un tema militante, poner en cámara a los militantes y una voz en off que convoque a la revolución o a lo que fuere. El desafío del cineasta que estaba [o está] en la militancia incluía [o incluye] al cine mismo”. Eso dice Getino y es legítimo preguntarse qué tipo de desafío de las formas o del relato representa una película como Fragmentos rebelados, que no se aparta nunca del prolijo modelo de cabezas parlantes + material de archivo + momentos emotivos. Más interesante resulta la mirada crítica con aquel momento del pasado (sus propios pasados) que se percibe en las voces de Solanas o de D’angiolillo, que se apartan de la mera idealización de una historia compleja.

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

domingo, 8 de abril de 2018

LIBROS - "Las aventuras de Pinocho", de Carlo Collodi: Un muñeco para unir a Italia

Vista desde el presente la Historia a veces parece obra de un plan calculado. Una novela monumental en la que los personajes actúan como títeres guiados por la pluma de un autor que, desde un plano superior, fuera de la Historia misma, los conduce hacia un destino fatal. Así también es como se la suele enseñar. En realidad se trata de un relato que se va articulando a la misma velocidad del tiempo, a partir de la acumulación de decisiones y de azares, de coincidencias y confluencias, de acciones y omisiones cuya combinación final no puede predecirse. Es por eso que muchas veces los espectadores de la Historia ven desde el futuro como los protagonistas alcanzan destinos con los que no solo nunca soñaron, sino que ni siquiera llegaron a conocer en vida. Ese es el caso de Carlo Lorenzini, cuyo nombre completo era Carlo Lorenzo Fillipo Giovanni Lorenzini, pero a quien muchos conocen por su seudónimo, Carlo Collodi, con el cual firmó casi todas sus obras como escritor, incluyendo Las aventuras de Pinocho, de cuya primera publicación se cumplen 135 años en 2018.
Hijo de un cocinero y una empleada doméstica, Collodi fue el primero de diez hermanos. Nació en 1826 cuando Italia no existía como tal, sino que era apenas un conjunto de estados dispersos, muchos de los cuales luchaban por liberarse de la ocupación del Imperio Austrohúngaro. Su cuna fue la ciudad de Florencia, que cuatro siglos antes había sido el alma del Renacimiento y que durante la primera mitad del siglo XIX era la capital del Gran Ducado de Toscana. Aunque su familia no contaba ni con los recursos ni con los títulos necesarios, estudió y llegó a la universidad gracias al madrinazgo de Mariana Ginori, la duquesa para la cual trabajaban sus padres. Antes de cambiar su apellido por el nombre del pueblo en el que había nacido su madre, Collodi fue bibliotecario, periodista y soldado en las dos guerras que llevaron a la unificación italiana.
Previamente a su edición como novela en 1883, Las aventuras de Pinocho habían sido publicadas como folletín por entregas en el Giornale per i Bambini, semanario que fue la primera publicación periódica dedicada a los chicos en Italia. El título original era Storia di un burattino (Historia de una marioneta). Aunque resultó un éxito entre los niños de su época, Collodi no llegó a gozar de la tremenda popularidad que su personaje comenzó a ganar a partir de los primeros años del siglo XX, apenas diez años después de su muerte, ocurrida el 26 de octubre de 1890.
La de Pinocho también es una historia que se fue construyendo sobre el tiempo, justamente a partir del formato episódico con el que se publicó originalmente. De ahí proceden las versiones y los cambios que la trama fue sufriendo hasta encontrar su forma definitiva. Collodi –que originalmente no había pensado en Pinocho como un relato para chicos— corrigió y modificó la obra en cada nueva reedición, siendo la quinta la definitiva, realizada el mismo año de su muerte. Influenciado por los relatos de la mitología clásica y medieval, en Pinocho es posible reconocer elementos que por un lado lo vinculan con la alquimia o la cábala a través de leyendas como la del Gólem, pero también lazos evidentes con Frankenstein, la novela gótica de la inglesa Mary Shelley. Con ellas comparte la ávida búsqueda humana por conquistar el misterio de la creación de la vida, pero también permiten entender el tono oscuro que tiñe muchos episodios de la novela, como los que tienen lugar durante el capítulo XV, en el que unos ladrones asaltan al protagonista y lo ahorcan colgándolo de la rama de un roble.
Es a partir de su progresivo éxito que las versiones posteriores comienzan a ser expurgadas de este tipo de escenas, concentrándose en los detalles más infantiles y aleccionadores del relato. Una de esas versiones es la que filmó Walt Disney en 1940, año del 50° aniversario de la muerte de Collodi. Ganadora de dos premios Oscar (Mejor Canción y Mejor Banda Sonora), la película llevó la popularidad del personaje a escala global. Mientras tanto el personaje había ido convirtiéndose en un símbolo para la Italia unificada, atravesándola culturalmente y alimentando un imaginario común capaz de ayudar a unir al rico norte industrial con el sur pobre y campesino a pesar de sus diferencias irreconciliables. Hoy en día Pinocho es uno de los artículos más populares entre los que es posible encontrar en las casas de souvenires de toda Italia. Tanto que es imposible no visitar cualquier ciudad de la península sin encontrarse con la marioneta de madera multiplicándose en las vidrieras, en una variedad de productos que van desde muñequitos de todos los tamaños, libros y postales hasta remeras, tazas, lápices o lapiceras.
Aunque Las Aventuras de Pinocho pertenecen hoy al dominio público, ya antes de eso habían sido traducidas y editadas en todo el mundo. Una de las ediciones más bellas es la que realizó la Fondazione Nazionale Carlo Collodi para conmemorar el centenario de la primera publicación. La misma fue ilustrada por el artista plástico Sigfrido Bartolini (1932-2007), también nacido en el territorio de la Toscana pero en la ciudad de Pistoia, quien para tal efecto realizó 309 xilografías. Consideradas como una exquisita relectura del original, las imágenes creadas por Bartolini recuperan parte del misterio que la masividad le fue quitando a la obra de Collodi, volviendo a hacer de Pinocho una criatura mágica que lleva de la mano al lector por los senderos de lo maravilloso.

El cine y la historieta: La relectura de un clásico

Una de las formas de medir la notoriedad de una obra es verificar su influencia en la cultura popular. Dicho ejercicio permite tener una idea de la estatura mítica que Pinocho adquirió sobre todo durante la segunda mitad del siglo XX. El cine y la historieta acudieron a ella de forma recurrente en busca de algo más que inspiración. Trabajos como Astroboy, el niño robot creado en 1952 por Ozamu Tezuka, padre de la historieta y la animación japonesa, deben ser considerados casi como adaptaciones, ya que los trazos de la historia de Pinocho son evidentes y van más allá de la influencia. Algo parecido ocurre con El joven manos de tijera, película que en 1990 confirmó el talento narrativo y visual del cineasta Tim Burton. Como Pinocho, Astroboy y el personaje interpretado por Johnny Depp son invenciones de artesanos de la ciencia que, como el carpintero Geppetto, buscan escapar de la soledad creándose algo más que un compañero: un hijo. Algo similar ocurre en IA: Inteligencia Artificial (2001), film que Steven Spielberg heredó de Stanley Kubrick. Basado en una novela del inglés Brian Aldiss, IA cuenta la historia de un niño-robot que una pareja compra para intentar suplir la ausencia de un hijo muerto. La película incluye referencias directas a Pinocho. Pero sin dudas el caso más extraño de influencia es Otesánek (2000), del maestro checo de la animación cuadro por cuadro Jan Svankmajer. Ahí una mujer afectada por su imposibilidad de quedar embarazada empieza a creer que un pedazo de raíz de forma más o menos humana (ver foto) es en realidad su hijo. De estética surrealista que conjuga el humor y lo siniestro, Otesánek está basada en un relato del escritor checo Karel Jaromír Erben, contemporáneo de Collodi, aunque los vínculos con Pinocho son evidentes.  

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.

viernes, 6 de abril de 2018

LIBROS - "Obra dispersa", de Santiago Loza: Teatro vivo

Vivir para escribir parece ser la consigna, el precepto a partir del cual el cordobés Santiago Loza organiza su existencia. Es cierto que dicho así puede sonar un poco impostado, algo pretencioso, pero cuando se conoce a Loza queda muy claro que se trata de un impulso vital al que es necesario no desatender. Y no es que haga falta conocerlo demasiado. Alcanza con seguir su trabajo, la evolución de sus carreras como cineasta, dramaturgo o novelista para certificar que en él ese impulso implica mucho más que el oficio de escritor: una pulsión de vida. Así se llega de vuelta al comienzo: vivir para escribir.
Si bien su trabajo literario recién comienza (a mediados del año pasado la editorial Tusquets publicó El hombre que duerme a mi lado, su primera novela), tanto en el cine como en el teatro la obra de Loza es igualmente pródiga. Desde el estreno de su ópera prima Extraño en 2003, con la que ganó el Festival de Rotterdam, su filmografía acumula diez películas, todas ellas estrenadas, nominadas o premiadas en los mejores festivales del mundo, de Cannes a Berlín, pasando por Huelva, Locarno o los locales Bafici y Mar del Plata. Si a eso se le suma su labor como guionista su obra asciende a 15 títulos, entre ellos la serie de TV Doce Casas, por la que fue distinguido con un Martín Fierro en 2014.
Como dramaturgo su recorrido no es menos impresionante. Su currículum señala que en dicha área “ha sido destacado con los premios Teatro XXI y Trinidad Guevara, y nominado en varias oportunidades al Florencio Sánchez, el María Guerrero y el Teatro del Mundo”, y que algunos de los actores más estacados del panorama teatral han aceptado ponerse a sus órdenes. Por eso no es extraño que una editorial como Entropía haya decidido dedicarle un volumen que agrupa algunos de sus textos teatrales bajo el ubicuo título de Obra dispersa. El mismo está integrado por los libretos de "La enamorada", "Nadie sabe de mí", "Todas las canciones de amor", "Un gesto común", "Esplendor", "El mar de noche" y la que tal vez sea su obra más conocida, "Nada del amor me produce envidia". Prologado por la actriz Marilú Marini, el libro funciona no solo como recorrido parcial por la dramaturgia de Loza, sino como puerta de entrada para una obra que a sus 47 años ya tiene visos de inabarcable.
De hecho no es la primera publicación dedicada a difundir parte de su trabajo teatral. Por un lado algunas de sus obras han sido editadas de manera individual, como ocurre con Yo te vi caer (Ediciones DocumentA) o Nada del amor me produce envidia (Libros Drama), o integrado numerosas antologías de teatro argentino contemporáneo. Por otro, la editorial Biblos publicó en 2015 Textos reunidos, en el que se compilan "La mujer puerca", "Matar cansa", "La vida terrenal", "He nacido para verte sonreír", "Asco" y también "Nada del amor me produce envidia". Sin embargo todos estos libros juntos no son suficientes para contener una obra que según la base de datos de la web alcanza los 30 títulos y contando.
En su texto introductorio, Marini expresa que en la obra de Loza siempre "hay un momento en el que lo intelectual, lo reflexivo, lo lógico desaparece y aparece, de un modo muy profundo, lo emocional, lo primitivamente humano. Ese lugar donde uno puede meterse adentro del otro para reconocer lo propio. Lo que ocurre es, entonces, religioso, en el sentido etimológico del término: la acción de volver a ligar lo que está desligado". Si bien la actriz, una de las más respetadas de la escena local, hace referencia a los textos tetrales del cordobés, algo de ese espíritu puede comprobarse en su cine y ahora también en su literatura. Un impulso amoroso en el que el autor abraza lo humano para intentar comprenderlo incluso en sus caras más oscuras. Se trata de ese mismo impulso vital que lo empuja a ser y a hacer, es decir a escribir, que para él parece ser lo mismo. 

Artíulo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.

jueves, 5 de abril de 2018

CINE - "La educación en movimiento", de Malena Noguer y Martín Ferrari: Educación sobre el margen

El documental de Malena Noguer y Martín Ferrari La educación en movimiento se enmarca dentro la corriente cultural latinoamericanista que tuvo su auge durante los llamados gobiernos progresistas que administraron la región hasta hace algunos años. Se trata de un recorrido por América latina que la pareja de directores realizó para registrar la existencia de espacios de educación alternativa, vinculados a organizaciones sociales y populares que buscan formar y crear conciencia en la clase trabajadora. Dichos espacios se sostienen en distintas corrientes del pensamiento social, como las culturas originarias ancestrales, los movimientos sin tierra o el feminismo, que tienen en común su carácter contra hegemónico. Es decir, que están movidos por la voluntad de construir por fuera o sobre el margen del modelo de la educación escolástica.
Lo primero que llama la atención del documental es cierta contradicción formal que se produce al contar una historia de movimientos contraculturales sin conseguir salirse del sistema narrativo clásico. Desde lo cinematográfico, La educación en movimiento es un film conservador que trabaja con herramientas que no se apartan de un modelo de documental al que se puede vincular más con lo televisivo que con el cine. El resultado de dicho proceso es el retrato convencional de sujetos con características extraordinarias. De ningún modo eso le resta valor a las historias registradas ni a sus protagonistas, ni convierte a la película en aburrida o indigna. Lejos de eso, se la puede ver con interés, pero dicho mérito proviene más de lo que aportan los propios personajes que de la forma cinematográfica elegida por los cineastas.
Más allá de eso, se puede definir a La educación en movimiento como una especie de diario de motocicleta filmado, en el que Noguer y Ferrari van descubriendo las huellas multiculturales de la región a través del eje de la educación alternativa. La película revela, al menos a los ojos del espectador, la existencia de distintas organizaciones sociales que gestionan sus propios espacios para educar desde una conciencia colectiva, por fuera de los intereses globales o del mercado que varios testimonios vinculan con la educación tradicional. Instituciones cuya intención no es la incorporar individuos a un sistema esencialmente expulsivo, sino la de sumar conocimiento a las comunidades marginales. En ese carácter testimonial está la riqueza de una película que visibiliza proyectos que proponen una educación que no solo mire hacia el futuro sino que atienda el presente, que además de calidad aporte identidad y en la que el conocimiento no sea el bote salvavidas de uno sino que represente un aporte al cuerpo social, incluso cuando este se limite a la propia comunidad. Una revolución educativa que no pretende destruir lo que existe, sino sumar distintas formas de acceder al conocimiento, que es una de las formas del poder. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.