domingo, 28 de octubre de 2018

LIBRO - "La venganza y otros relatos", de Ulises Gorini: Cuentos de las Madres

El hábito de membretarlo todo es una vieja costumbre que muchas veces resulta útil. Pero en otras, demasiado complejas para aceptar segmentaciones excesivamente rígidas, la cosa se vuelve escurridiza, generando dificultades para comprender aquello que se resiste a ser encasillado. Esta dificultad puede verificarse con claridad en la cuestión de las identidades de género, para la cual el viejo y estricto molde binario nene-nena se ha demostrado limitado, permitiendo la aparición de un menú de categorías con fronteras más blandas y amigables, que admiten la posibilidad de que tal vez no todo pueda ser definido con exactitud.
En el terreno de la literatura a veces pasa lo mismo. Puede mencionarse como ejemplo la separación entre la literatura de ficción y de no ficción, divisoria de aguas que pone de un lado todo aquello que corresponde a la pura imaginación de los escritores, y del otro a aquellos textos que toman como punto de partida hechos o personajes de la vida real. Pero hay libros como La venganza y otros relatos, primer volumen de cuentos del escritor Ulises Gorini, para cuyos textos esta división se vuelve sino inútil, al menos insuficiente para definirlos con precisión.
Los relatos que Gorini compiló en este libro comparten un eje temático: todos ellos cuentan distintas historias protagonizadas por Madres de Plaza de Mayo. Y aunque en todos los casos se trata de ficciones, el autor admite que cada una de ellas ha sido inspirada por hechos reales. La dificultad para entender en qué lugar se encuentra el sinuoso límite que separa a la ficción de la realidad en los textos de Gorini es la misma que vuelve inverosímiles (pero atrozmente reales) a muchos de los horrores ocurridos en la Argentina durante la última dictadura militar. Es en esos horrores imposibles donde se encuentra el origen de las Madres, a quienes La venganza y otros relatos les permiten expandir el alcance de su lucha, convirtiéndolas ahora también en heroínas de ficción.
El vínculo del autor con Madres de Plaza de Mayo no comienza con estos cuentos, sino mucho antes. Gorini es también el responsable de las investigaciones que lo llevaron a escribir los dos libros que, según afirma en el prólogo de La venganza Dora Barrancos, una de las fundadoras de Madres, constituyen “la más seria y exhaustiva historia” sobre la lucha de estas mujeres. Se trata de los libros La rebelión de las Madres. Historia de las Madres de Plaza de Mayo. 1976-1983 (editado en 2006) y La otra lucha, historia de las Madres de Plaza de Mayo. 1983-1986, publicado por primera vez en 2008. En el texto “Palabras finales", que La venganza incluye a modo de epílogo, Hebe de Bonafini, presidente de las Madres, se refiere a esos dos volúmenes utilizando casi los mismos elogios que Barrancos.
El libro de cuentos está compuesto por once relatos ordenados de forma (casi) cronológica, respetando el año en el que los hechos que dan pie a cada cuento tuvieron lugar. Pero a pesar de tomar a la realidad como excusa, Gorini consigue que la mayoría de sus textos adquiera una nueva identidad literaria, multiplicando de ese modo su existencia. Eso es lo que ocurre con el primero de ellos, el que da nombre al libro. Ahí dos Madres manchan el uniforme del Capitán que se encarga de tomarles las denuncias por las desapariciones de sus hijos, con la misma tinta que este usa para abrir los expedientes que inmediatamente abandona en el limbo de la burocracia. “El tipo se había burlado siempre de nosotras. […] desde que agarraba esas carpetas y empezaba a escribir para exhibirnos su caligrafía”, dice la narradora del cuento. Gorini no se regodea en una reconstrucción de época pesarosa, sino que relata la historia casi como si se tratara de una travesura. Pero con astuta sensibilidad la convierte en un poderoso acto de resistencia frente al burócrata, cuyo cinismo banal también lo hace cómplice, partícipe necesario para la desaparición de 30 mil personas.
“Este libro no pretende ofrecer explicaciones”, escribe Gorini en la presentación de La venganza. Ahí mismo afirma que, en cambio, su objetivo fu el de homenajearlas, “como obligación" con ellas y también con "quienes no tuvieron la oportunidad de escucharlas”. Mediante ese procedimiento, Gorini se encarga de aprovechar el poder de la herramienta literaria para volver a llamar la atención sobre la realidad. Como un perro que se muerde la cola, Gorini escribe la ficción de la no ficción.

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.

viernes, 26 de octubre de 2018

CINE - "Halloween", de David Gordon Green: Cambio de rol

Algo está claro al comienzo de la nueva Halloween, dirigida por David Gordon Green: habrá que estar atento a su vasta red de citas, referencias y homenajes. Por empezar, la película que viene a engrosar la saga creada por el maestro John Carpenter, llevando a once los títulos basados en sus personajes, replica el nombre del original de 1978. Y tanto el uso de la misma tipografía, como de la clásica secuencia en la que la cámara avanza con suavidad sobre una calabaza calada con la siniestra mueca de una calavera, marcas registradas del original, funcionan como una explícita carta de intenciones. Que esa secuencia arranque con el zapallo podrido, para mostrar en reversa su reconstitución, funciona además como anuncio del juego deconstructivo que será puesto en escena justo cuatro décadas después.
La historia empieza con una pareja de periodistas jóvenes que visitan la institución donde Michael Myers se encuentra recluido desde hace 40 años, luego de la serie de asesinatos que cometió en 1978. El dato le sirve a los guionistas, incluido el propio director y el actor Danny McBride, cara conocida de la Nueva Comedia Americana, para hacerle saber al espectador que se desentienden de las nueve secuelas, remakes, reboots y despropósitos varios que componen la serie. No es el único provecho que le sacarán a esta escena. Los periodistas quieren entrevistar al asesino y son conducidos por el doctor Sartain (el psiquiatra que lo atiende desde la muerte de su antecesor, el doctor Loomis) hasta el patio donde Myers permanece parado, en silencio y encadenado al suelo. Uno de ellos se acercará a él para comunicarle el objeto de la visita, pero ante la falta de toda reacción lo provocará, sacando de su bolsito la clásica máscara que forma parte del ADN del personaje.
La escena se desarrolla en un ambiente que empuja al verosímil hasta el filo del ridículo. ¿Es posible que dos imbéciles entren a una institución mental para hostigar a un interno tan peligroso, sin que el responsable a cargo no sólo no los saque de un voleo, sino que por el contrario los aliente a seguir acosando a su paciente? Esto hace temer el inicio del descenso hacia el cine de terror más estéril, donde la cadena de acciones resulta arbitraria y la conducta de los personajes se opone a la lógica, empujada por un guión caprichoso, especie a la que, dicho sea de paso, pertenecen muchas de las películas de esta saga. Pero Gordon Green demuestra contar con más y mejores recursos. A partir de la progresión dramática el director logra dotar a la escena de un doble valor, ya que por un lado planta información acerca del carácter de los personajes, pero también opera como productivo McGuffin que vuelve a vincular a Halloween con Psicosis. Un típico gesto carpenteriano.
La vuelta de Jamie Lee Curtis al rol de Laurie Strode, la protagonista, garantiza el eterno retorno. Pero en un movimiento interesante, Gordon Green la corre del usual lugar de víctima para convertirla en guerrera, aplicando la misma receta que James Camerón utilizó para la evolución de Sarah Connor en Terminator 2, o la de Ripley en Aliens. También repite papel Nick Castle, el hombre que usó la máscara de Myers por primera vez. Otra marca propia del cine de Carpenter al que recurre la película es el retrato de las instituciones estadounidenses (y sus representantes) como inútiles o siniestras. Ahí está el doctor Sartain diciéndole a la policía que no pueden matar a Myers porque “es propiedad del estado”. Detalles como estos confirman que se ha releído al original del modo correcto, permitiendo afirmar que la Halloween modelo 2018, aunque lejos del original y sin ser revolucionaria (ni mucho menos), es la más interesante de la saga desde que el Maestro la inventó en 1978.  

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

CINE - "Tarde para morir joven", de Dominga Sotomayor: La libertad, la adolecencia, la perra

A comienzos de la década de los ‘90, cuando la dictadura pinochetista que aplastó a Chile durante más de 15 años recién terminaba, la sociedad de ese país era como un perro al que habían mantenido atado durante toda su vida y al que de golpe le aflojaron la correa. Entonces, en un inesperado descuido, el perro aprovechó para escaparse y correr, aunque sin saber bien para dónde ni para qué, pero lejos de la mano que lo retenía. Dicho de manera reduccionista, esa podría ser, quizás, una de las metáforas sobre las que la joven y emprendedora directora Dominga Sotomayor se apoyó para construir la historia de Tarde para morir joven, su tercer largometraje. La escena del perro fugitivo es además un elemento importante de la película, que aparece de forma literal ya en el comienzo.
Un puñado de chicos de distintas familias se amontona dentro de un auto que los lleva a su último día de clases y Frida, la perra de Clara, una de las nenas, corre detrás del auto hasta que este consigue dejarla atrás. Pero ella no se detiene y sigue su carrera por el camino polvoriento. Es lo último que sabremos de Frida. La historia de Clara es además una de las tres que la directora usará para contar la suya, la de una comunidad que vive apartada de los grandes centros urbanos, en un territorio agreste al pie de los Andes, y se prepara para la fiesta de Año Nuevo.
Dentro de esa comunidad, a la que se puede catalogar como un exponente de hippismo tardío, a Sotomayor le interesan más las dinámicas que se dan en los vínculos entre los chicos, aunque siempre con un ojo puesto en el contraplano necesario que representan los adultos. Siguiendo en la misma línea de la figura del perro, los tres protagonistas, Clara, Sofía y Lucas, tienen menos de 16 años. Es decir que literalmente nacieron y vivieron toda su vida en el cautiverio de la dictadura. En el caso de los dos últimos, el final de esta coincide con el período más álgido de la adolescencia, potenciando la confusión y los deseos desesperados de apropiarse de todas esas nuevas libertades, reales o simbólicas, para las que nada ni nadie los preparó.
En el caso de Sofía, interpretada por el joven actor transgénero Demián Hernández, se trata de encontrarse tironeada entre sus propios deseos y los ajenos, entre sus necesidades e imposibilidades y las de los demás. Aunque es la mejor amiga de Lucas, quien de forma evidente está enamorado de ella, sin embargo Sofía se involucra con Ignacio, un joven bastante mayor que la seduce cuando reconoce que ya no es una nena. Para ella esa experiencia equivale a “soltarse del collar y correr”, sin saber que puede acabar extraviada como Frida. Y Lucas, un poco más lento en su desarrollo (como siempre ocurre con los varones), no podrá hacer más que resignarse a ser testigo de ese proceso y sufrir en silencio, imposibilitado de intervenir como quisiera.
Clara mientras tanto consigue que su madre se encargue de buscar a Frida y creyendo haberla hallado, van hasta la casa de una familia humilde que tiene una perra parecida. Pero la señora de la familia humilde les dice que esa es su perra, que se llama Cindi y que es la mascota de su hija. Entonces la pose progresista de la familia hippie se desmorona: la madre de Clara hará valer la diferencia de clase (porque ser hippie nunca significó ser pobre) y termina aprovechándose de la necesidad ajena, para llevarse a Cindi por unos cuantos pesos. Tal vez sea posible leer en esta escena una nueva metáfora: la libertad recuperada en 1990 podrá ser parecida, pero no es la misma que la que se perdió en 1973. La revelación trae consigo el golpe del desengaño y este se convertirá en el comienzo del duelo que implica admitir que lo que se perdió es irrecuperable. La niñez, los sueños, Frida. Aquella libertad.  

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

domingo, 21 de octubre de 2018

LIBROS - El Niño Rodríguez y Gustavo Sala pelean en el barro de la risa

En esta época de crisis para el periodismo, donde los medios digitales degradan el oficio y las publicaciones en papel renguean, apoyadas en el bastón de las mismas redes sociales que ayudan a asfixiarlas, la clave de la supervivencia se encuentra en la picardía. El ingenio para crear trucos que ayuden a capturar la curiosidad de lectores cada vez más dispersos, que prefieren ver gatitos en bikini en YouTube antes que leer una nota de cultura. Pero ocurre que los periodistas también somos seres humanos (algunos más que otros), y entonces el hambre se convierte en la excusa para hacer cualquier cosa con tal de vender un diario o robarle un click al navegante digital. Si hay que cortarle la otra oreja a Van Gogh, se le corta; si hay que inventar un romance entre Oscar Wilde y el Che Guevara, se lo inventa.
Y si hay que hacer que dos de los más creativos humoristas gráficos de la Argentina se suban a la jaula de las artes marciales mixtas a revolearse sardinazos, qué remedio: se hace. Qué tanto. Por eso este domingo Tiempo Argentino se enorgullece en traer hasta ustedes la que fuera definida como la pelea del mes, un mano a manos entre dos de los mejores libra por libra del arte de los dibujitos. De un lado, luciendo musculosa blanca y crocs: Gustavo Sala, quien presenta su nuevo libro, Desgracias totales, un paseo entre las deformidades menos esperadas del mundo del rock. Del otro, con jopo y anteojos de marco grueso: El Niño Rodríguez, que trae bajo el brazo su creación más reciente, Lucha Peluche 5, con nuevas aventuras de sus personajes más populares. Una pelea que promete sangre, sudor y risas.
Si hubiera que definir a los contendores, podría decirse que Sala maneja con soltura el golpe corto y directo, ese que provoca la carcajada explosiva al primer impacto, en tanto que El Niño hace reír mediante trabajadas combinaciones de dos, tres o más golpes. Como en los casos de Foreman vs. Alí, Ray “Boom Boom” Mancini vs. Alexis Argüello, o Neustad vs. Grondona, estamos ante otra batalla clásica entre un noqueador de raza y un estilista puro. La fuerza bruta contra la elegancia, la bestia contra el dandy y otros lugares comunes que buscan con desesperación y sin disimulo estimular el morbo de nuestros queridos clientes… lectores.
En el caso de ambos libros, se trata de recopilaciones que vienen a amontonar en un mismo espacio aquello que originalmente estuvo disperso. En el caso de Sala una serie de trabajos publicados sobre todo en la revista Los Inrrockuptibles, en los cuales se dedica a blasfemar contra las vacas más sagradas del rock, sin escatimar vulgaridad. Cuando debe elegir entre la mesura o el desborde, Sala no duda: siempre se va al carajo. En cambio el libro de El Niño maneja un registro que es a la vez más sutil y narrativo, recorriendo los ejes de la política, la economía o lo social con personajes construidos a partir de un molde más clásico que recuerda al estilo de ciertos dibujos infantiles. Quizá por eso su trabajo pueda ser asociado a la línea plena y sintética de la estética “Cartoon Network”, donde brillan maestros como Genndy Tartakovsky o Craig McCraken, mientras que Sala encuentra su genealogía en el pulso imperfecto y el espíritu pringoso de Robert Crumb, pero deshecho a garrotazos de absurdo.
Y si El Niño reúne para la pelea a una troupe de personajes integrada por una conejita que odia que le recuerden que parece un peluche, una familia bolchevique, un periodista transa, un futbolista emo y un ejército de gorilas de alta suciedad, Sala no duda en invocar a un ejército de clones desfigurados de Charly García, Andrés Calamaro, Ricardo Iorio y el Indio Solari, invariablemente acompañados por sus penes, sus culos y sus excrementos. Lo dicho: un combate imperdible. ¿Quién ganará? Aceptamos apuestas…  

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino

viernes, 19 de octubre de 2018

CINE - Entrevista a Hernán Rosselli, director del documental "Casa del Teatro": "El gran desafío del cine es el claroscuro"

Cuatro años después de su ópera prima, Mauro, una potente ficción premiada en la edición 2014 de Bafici, el director Hernán Rosselli eligió el terreno del documental para su segundo trabajo, Casa del Teatro, cuya acción tiene lugar en el mítico hogar para viejos actores sin recursos, que además son sus protagonistas. En particular uno, Oscar Brizuela, que se destaca del resto no solo por su particular energía, sino por cargar con una amnesia parcial, secuela de un ACV. Por si eso fuera poco, también debe lidiar con la búsqueda de su hijo Maximiliano, desaparecido sin dejar rastros.
Uno de los puntos fuertes de Casa del Teatro –también estrenada en Bafici– es la hibridez con que se desarrolla, manteniendo la incógnita acerca del límite entre lo real y lo ficticio. Elementos como la presencia de un detective privado, contratado por el protagonista para encontrar a su hijo, tienden puentes no sólo con la ficción sino con géneros como el policial, pero puestos patas arriba. “Todo nació por sugerencia de Santiago Hadida, coguionista de la película. El padre de un amigo suyo que vivía en la Casa del Teatro nos permitió un primer contacto con la institución”, comenta Rosselli. “La idea inicial era hacer un documental de observación, aunque también teníamos en la cabeza una película de cierto vuelo dramático. Pero fuimos un poco a la pesca, sin plantearnos grandes temas a priori”, continúa.
“Ahí conocimos a Oscar y la complicidad fue inmediata”, recuerda el director. “No se parecía en nada a otros residentes: era muy juvenil, no tenía una épica de su carrera de artista ni sentía nostalgia por el pasado. A pesar de que trabajó en casi treinta películas, para él ser actor era uno de tantos trabajos que había hecho para ganarse la vida. Eso me gustaba. Eso y ciertas figuras retóricas con las que condimentaba el relato de su vida, llena de aventuras pero al final un poco trágica”, redondea.

–Aunque Casa del Teatro se presenta como documental, no es difícil dudar. ¿Dónde se encuentra el límite entre realidad y ficción?  
–Casa del Teatro es un documental, de la misma forma en que Mauro es una ficción. Sin embargo está bien desconfiar. Sucede que usamos la migración de los recursos y los modos de producción del documental a la ficción y viceversa, y eso produce cierta indeterminación. La puesta de cámara, el montaje narrativo, la derivas de la historia o lo excéntrico de algunos de sus personajes. O el uso de música y la apropiación de material fílmico. Aún así, teniendo en cuenta el delicado conflicto que atraviesa a la película, siempre intentamos que el contrato con el espectador estuviera claro.  
–Uno de los detalles que hacen de Casa del Teatro una experiencia intensa tiene que ver con la sensación nebulosa de atemporalidad que provocan los personajes medio extraviados que transitan por ella.
–En términos estrictamente cinematográficos, la idea de esa estructura fluctuante es algo que surgió a partir de la enfermedad de Oscar. Durante su convalecencia, me pidió que lo ayudara a conectarse con algunas personas en el exterior. Un día filmé casi de casualidad una escena –que está al comienzo de la película– donde Oscar revisa una libreta vieja e intenta llamar por teléfono, y me di cuenta de que ese era el punto de partida. La tábula rasa de una estructura que necesariamente iba a perturbar el objetivismo del documental observación. Dos puntos de vista o registros que iban a convivir.  
–Un tema cercano a la memoria es la identidad. Oscar no termina de saber quién es, y el desconocimiento se traslada al público. ¿Fue difícil trabajar ese ciclo de memoria, identidad y realidad?
–Fue difícil. Oscar reconstruye su vida al mismo tiempo que el espectador reconstruye la vida de Oscar y el funcionamiento de la institución. Uno de los momentos más emocionantes fue encontrarme con Alicia Boggie, su exmujer y madre de su hijo. Ella no quería saber nada con la película ni con él, pero me permitió confirmar algunas hipótesis de Oscar y reconstruir otras. Aún así, hay un misterio que se mantiene inaccesible para la cámara, porque no se puede saber todo sobre alguien. Y la tragedia de la desaparición es justamente no poder encontrar sosiego a la elucubración constante de motivaciones, hechos y accidentes. Una máquina de ficción algo mórbida. Frente a eso, solo nos quedan la amistad y la empatía.  
–¿Utilizó la amnesia de Brizuela como un papel en blanco sobre el cual tenía la libertad de escribir la historia que quisiera, incluso la de él?
–La historia que quería no, sino reconstruir qué era lo que le había pasado. Me interesaba esa idea de verdad y las hipótesis a su alrededor. Pero la idea de reconstruir ese pasado utilizando material de Póker de amantes (1969), la primera película en la que trabajó Oscar, que se encontraba inédita y que Fernando Peña encontró hace unos años, recién surgió a mitad del proyecto.  
–La desaparición del hijo da pie a una subtrama policial blanda, ya que para encontrarlo Brizuela contrata a un detective. ¿Aprovechó esos vínculos para regular la intensidad de la oscuridad y la luz en el relato?
–Para mí, el gran desafío del cine es el claroscuro, cierto movimiento de la oscuridad a la ternura. Y la historia de Oscar va un poco a contrapelo de cierta ligereza del cine contemporáneo. La cuestión es que Oscar y Jack Caitak, el detective, son amigos desde hace años. Jack tiene un local en la galería Quinta Avenida, frente a la Casa del Teatro, una oficina frente a Tribunales, y dirige una pequeña red de detectives privados. Al principio, Jack no quería saber nada con que lo filme y a mí me volvía loco la idea de filmar ese trabajo, el de un detective, por fuera del aura del cine de género.  
–La amnesia también es interesante como figura, porque identifica el estado de los actores recluidos en la Casa del Teatro, todos olvidados de algún modo. ¿Ese símbolo puede extenderse al cine?
–No iría tan lejos. Pero sí hay algo de resistencia cultural en el retrato de alguno de los personajes que aparecen en la película y en los géneros que ellos rescatan: la canción popular, el circo criollo, la milonga, la zarzuela. Hay una idea que sobrevuela la estructura de la película: que la lucha por la existencia, por la vida, es la misma que por la narración de la propia historia, en el pasado, o por la ficción amorosa que construimos para vivir mejor en el presente. Sin ese relato, simplemente dejás de existir, desaparecés.  
–Aunque puede decirse que sus dos películas son opuestas, trabajan sobre un patrón narrativo similar pero inverso, como si fueran negativos. ¿Cómo fue el camino que lo llevó de una a otra?
–Son opuestas pero complementarias. Durante unos años se filmaron en simultáneo: la misma cámara, el mismo lente, la misma apertura de diafragma y una puesta similar. Incluso filmamos una escena con Oscar y Mauro Martínez ensayando un diálogo de La paradoja del comediante, de Diderot (un libro que me fascina), con la idea de incluirla en la película. Ideas que quedan en el camino pero que son parte de la deriva creativa... Ese sentimiento de potencial incipiente que tienen los rodajes o las reuniones en las que se disparan ideas, para mí es lo más parecido a la felicidad total. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

jueves, 18 de octubre de 2018

CINE - "Gauguin, Viaje a Tahití" (Gauguin, Voyage de Tahití), de Edouard Deluc: El manual de la buena biopic

El cine adora a las figuras trágicas, porque siempre representan la excusa perfecta para filmar una película. Si estas figuras surgen de la realidad y en particular del universo de las artes en el siglo XIX, muchísimo mejor. En esta categoría el nombre del pintor francés Paul Gauguin califica bien alto, aunque es cierto que lejos de lo más alto del podio, ocupado por otro artista plástico genial y aún más trágico, como el colorado Vincent Van Gogh. Hoy se estrena Gauguin, viaje a Tahití, dirigida por Edouard Deluc, que está lejos de ser la primera película dedicada a este pintor, famoso por la representación de imágenes de la vida al natural en la famosa isla de la Polinesia, que componen la etapa final de su obra.
Dentro de la filmografía dedicada a él se encuentra el telefilm de 1980 Gauguin, el salvaje, transmitido por la televisión argentina con asiduidad durante esa década. Ahí el pintor era encarnado por David Carradine. Puede mencionarse también la curiosidad de que fue interpretado en películas distintas primero por un famoso actor y años más tarde por su hijo, no menos popular. Se trata de Donald y Kiefer Sutherland, quienes se pusieron en la piel de Gauguin en Oviri (1986) y Paradise found (2003), respectivamente.
Todas las películas mencionadas tienen su eje sobre aquello que acabó por imponerle a la obra de Gaugin su propia personalidad: el viaje a Tahiti. Ya desde el título queda claro que esta nueva producción también se aferra a esa regla. El viaje se produce luego de un breve primer acto que cumple con la función de justificar la decisión del pintor de abandonar París en 1891 para instalarse en la lejana isla del Pacífico. Su marchand no conseguía vender su trabajo y por consiguiente su nombre no terminaba de instalarse como parte de la crema pictórica de la capital francesa, que en esa época era además la capital mundial del arte y la cultura. Una esposa y cinco hijos apiñados en un pringoso departamento no hacían las cosas más fáciles. “Acá en París ya no hay paisajes que pintar”, le dice el artista a un grupo de colegas durante una cena y la decisión de cambiar Francia por Tahití tiene que ver con eso. La forma que Gauguin encontró para darle a su trabajo una nueva vida.
Pero el viaje también representa un cambio todavía más profundo: el de abandonar la civilización para abrazar un regreso a las fuentes en el que Gauguin buscaba encontrar la esencia de lo humano. La película aborda esta búsqueda de manera partida. Por un lado recurre a una puesta en escena que se apoya en el naturalismo de las actuaciones, que sin embargo contrastan con el explícito esmero puesto en tratar de emular la mirada del pintor ante su nuevo entorno, a través de las estructuradas puestas de cámara, los encuadres y una fotografía de pretensión virtuosa. Una musicalización por momentos sobrecargada y redundante lleva la cosa unos cuantos pasos más lejos de la inicial búsqueda naturalista.
Quizá la decisión más acertada de la película, que nunca consigue ir más allá de la corrección ni apartarse del estricto Manual de la Buena Biopic, es la elección del actor francés Vincet Cassel para interpretar a Gauguin. Su cara angulosa de facciones perfectamente cubistas resulta un festival para la cámara. Masculino y bello al extraño modo en el que también lo era Jean-Paul Belmondo, Cassel tiene un rostro que parece haber sido hecho para ser filmado y el director Deluc aprovecha al máximo esa rara fotogenia. Es Cassel con su intensidad quien vuelve verosímil el drama de Gaugin y el resto lo acompaña sin desentonar, es cierto, pero sin tampoco conseguir en ningún momento ponérsele a la par. 

Artículo publicado originalmente en la secció Espectáculos de Página/12.

CINE - "Criaturas nocturnas" (Wildling), de Fritz Böhm: El monstruo de lo femenino

Este jueves el lugar de la película de terror semanal lo ocupa Criaturas nocturnas, de Fritz Böhm, que representa un nuevo paseo cinematográfico por la tierra de los hombres lobo, uno de los temas clásicos del género. Su principal aporte está dado por el carácter de relectura de la licantropía en clave femenina. Un gesto de modernidad perfectamente consciente, que en su mitad inicial aborda el tema de la construcción de la propia identidad más allá del corset binario.
La película comienza con un padre bastante oscuro, interpretado por el siempre intimidante Brad Dourif, que le cuenta una historia de terror a su pequeña hijita Anna. Es la historia de los Wildlings, monstruos que habitan en los bosques y se comen a los niños. El hombre parece disfrutar del miedo que el relato provoca en la nena, pero aún así tiene con ella gestos cariñosos. Eso no le impide mantenerla cautiva en su propio cuarto, cerrando la puerta con llave, poniendo barrotes en las ventanas o electrificando el picaporte para reprimir en ella el deseo de salir. Cuando Anna tenga su primera menstruación y el padre comience a inyectarla en la panza todas las noches, quedará claro que lo que busca es mantenerla siempre niña. Sin embargo hay dolor en ese intento y cuando la chica, ya adolescente, le pide que la libere del sufrimiento, el padre no consigue matarla y termina pegándose un tiro en la cabeza. Como si se tratara de una versión extrema del cuento de Blancanieves, ese acto que debería haber significado su muerte acaba convertido en el de su liberación.
El descubrimiento traumático del mundo exterior, cuando es encontrada por la policía, es también para Anna el descubrimiento de ser mujer. Estos hechos permanecerán unidos en su crecimiento y ambos impactarán en ella con una crueldad mayor que aquellos represivos cuidados de los que su padre la hacía objeto. Que su maduración sexual acabe liberando un monstruo que hasta entonces había permanecido encadenado dentro de ella, funciona bien como metáfora de los cambios que operan durante esa dura transición entre la infancia y la adultez que es la adolescencia. Una metáfora que, también debe decirse, tampoco es demasiado original: toda la saga Crepúsculo orbitaba en torno a esa idea, aunque aquí se le da un uso mucho menos conservador. Lejos de la culpa moralista de las novelas de Stephanie Meyer, la protagonista de Criaturas nocturnas lucha con quienes la rechazan por su derecho a ser quien es y consigo misma para aceptarse en su particularidad.
Todo esto suena fantástico y hasta cierto punto del relato lo es. El problema es que en algún momento asoma lo peor de la clase B (los lugares comunes, las resoluciones esquemáticas, un discreto diseño de producción que empobrece la puesta en escena) y todo lo bueno de Criaturas nocturnas se va diluyendo en un final discretamente feliz que no marida nada bien con el espíritu oscuro que ordena la mejor parte de la película. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

CINE - Hoy arranca la 18º Muestra Documental DOC Buenos Aires: Mirando lo real

Cuando dieciocho años atrás tuvo lugar la primera edición de la Muestra Internacional de Cine Documental DOC Buenos Aires, sus fundadores difícilmente imaginaban que la aventura llegaría tan lejos. Si se piensa que pocos meses después de aquella edición inaugural el país entró de lleno en la peor crisis de su historia –que si bien explotó en el territorio de la economía no fue menos grave en los ámbitos de lo social, la política y la cultura–, puede decirse que el hecho de que el DOC haya llegado hasta el presente parece el remate de una fantasía utópica. Y sin embargo no lo es. La muestra de cine documental de Buenos Aires cumple dieciocho ediciones ininterrumpidas habiendo sobrevivido a períodos de sequía y crecido en la bonanza, para convertirse en lo que es: uno de los eventos más destacados del calendario cinematográfico del país. Apenas unos pasos detrás de dos monstruos como Bafici y el inminente Festival de Mar del Plata. Sus actividades y proyecciones comienzan hoy y se extenderán hasta el 24 de octubre, repartidas en sus cinco sedes: el Cine Gaumont, la Sala Leopoldo Lugones del Teatro General San Martín, la Alianza Francesa, la Universidad del Cine y el auditorio de la DAC (Directores Argentinos de Cine).
El DOC surgió de la necesidad de exponer la fecunda amplitud del género documental que por entonces, con la expansión de la tecnología digital, comenzaba a modificar la matriz de su producción. Ese proceso alimentó la historia de este festival, que al mismo tiempo se convirtió en vidriera privilegiada de ese salto evolutivo. Pero aunque esta nueva edición representa un escalón más en la continuidad del DOC, también es el escenario de un cambio importante. Se trata de la incorporación del prestigioso crítico de cine, programador y conductor televisivo Roger Koza como director artístico del festival, quien viene a ocupar el lugar que desde su fundación hasta ahora perteneció a Luciano Monteagudo, también crítico y programador histórico de la emblemática Sala Lugones. Aunque se trata de un cambio importante, también puede decirse que el mismo no representa una modificación radical en los criterios de programación, sino más bien una continuidad. Idea que parece confirmarse en el hecho de que Monteagudo permanece vinculado a la muestra, integrando un Consejo de Asesores junto al artista plástico Eduardo Stupía, el crítico y docente Eduardo Russo, y el crítico y cineasta Nicolás Prividera.
Sin embargo, más allá de las afinidades estéticas o ideológicas que puedan constatarse entre el director saliente y el entrante, el cambio no deja de representar un movimiento que inevitablemente se trasladó a la nueva programación. Uno de los puntos en los que esta se hace fuerte es en un carácter abiertamente político, que las películas elegidas para abrir y cerrar el festival dejan bien claro. La apertura estará a cargo de Segunda vez, trabajo en la que la argentina Dora García pone en cuestión el valor de la percepción a través de representaciones que establecen contactos con distintos hechos o imágenes de la historia y la cultura nacional. Por su parte la clausura del DOC estará a cargo de Los fantasmas de Mayo del 68, film codirigido por los franceses Jean-Louis Comolli y Ginette Lavigne, cuyas imágenes y textos invocan a través del cine a los espíritus de aquellas jornadas históricas, pero cincuenta años después.
Dentro de su estructura la programación ofrece distintos espacios, organizados cada uno sobre sus propios ejes. La sección La Cercanía de lo Real agrupa a la producción local y permite constatar una “bienvenida complejidad estética”, como afirma Koza. “La variedad temática y la sofisticación son las regularidades de esa sección”, continúa el director. “Si uno examina títulos como Buenos Aires al Pacífico, de Mariano Donoso Makowski, La extranjera: notas sobre el (auto)exilio, de Javier Olivera, o Frankie de Betania Cappato, por citar tres ejemplos, podrá constatarlo. Lo interesante de la selección es la inesperada constitución de una geografía visual. Hay planos para todas las latitudes del país, más allá de las diferencias poéticas que definen a cada película”. Esta sección se completa con las películas Comparsa, de Luciana Radeland; Las expansiones, de Manuel Ferrari; Ustia, de Rodrigo Moreno; Hombre en la llanura, de Patricio Suárez; y el film colectivo Córdoba, sinfonía urbana.
Dentro de la sección internacional, agrupada bajo el rótulo A Cierta Distancia - Lo Real en el Mundo, se destaca el nombre del artista chino Wang Bing –un clásico dentro del DOC Buenos Aires–, de quien se proyectará su último trabajo, Almas muertas, un manifiesto de más de ocho horas de duración. “El cine de Wang es tan sencillo como riguroso. Cualquier espectador puede ver sus películas, porque su acercamiento a lo real está signado por un sentido de inmediatez y una relación comprensible con los personajes”, reflexiona Koza. “Lo que resulta una exigencia total es el tiempo de sus películas, a contramano de la experiencia de mediana duración y proclive a la dispersión del espectador actual. La paradoja de sus películas se cifra en esa intersección entre acceso directo e inmediato, y duración del registro”, evalúa el director. “Creo que el cine de Wang destituye (momentáneamente) la repetición cognitiva con la que se consumen series y se ven películas con interrupciones reiteradas.”
La constitución de esta selección internacional propone un mapa amplísimo, que prácticamente permite recorrer el mundo a través de la mirada de artistas valiosos. La lista incluye a las películas La afinación del diablo, del paraguayo Juan Carlos Lucas; la turca Constelación distante, de Sheavaun Mizrahi; la alemana Deriva, de Helena Wittmann; La isla de Mayo, trabajo de los franceses Michel Andrieu y Jacques Kebadian que también regresa a la París de mayo de 1968; Hombres jugando, del croata Matgjaz Ivanišin; la chilena Por acá pasaron los ciclistas, de Isidora Gálvez Alfageme; Doble yo, del español Felipe Rugeles; Púas, Baldíos, de la portuguesa Marta Mateus; la canadiense/israelí En el desierto - Un díptico documental, de Avner Faingulernt; y la belga Carry on, de Mieriën Coppens.
Otro espacio importante no sólo en términos cinematográficos, sino en materia de expresión simbólica y política, es el que ocupan los distintos focos y retrospectivas dentro de la programación. Los nombres del brasileño Aloysio Raulino, y de los estadounidenses Travis Wilkerson y Frederick Wiseman, sin duda representan oportunas herramientas para apuntalar la identidad de la muestra. “La ostensible línea política de la programación es justamente una política de programación”, subraya Koza con elocuencia. “Observando la ecología de los festivales argentinos, a mi juicio, hay una cierta tendencia a adjudicarle al cine político (o a la política) un espacio secundario o un nicho específico en la totalidad de la programación. Una muestra circunscripta al documental ya está por fuera de una forma legítima del cine orientada a la evasión. Lo que llamamos lo real solicita una dimensión política ineludible”, puntualiza el flamante director artístico.
Koza no duda en proponer las obras de Wilkerson y Raulino, a quienes el DOC les dedica sendas retrospectivas, como filtros a través de los cuales releer la actualidad. “Wilkerson es un cineasta personal y creativo que indaga estructuralmente sobre el pasado, en tanto que este hace hablar al presente, porque lo constituye”. Y propone un ejemplo sencillo para graficar su punto de vista: “El solo hecho de que la estética visual de los billetes de circulación en la Argentina haya reemplazado a sus próceres por animales sin historia constituye un signo de época. Podrían haber elegido a Spinetta, Borges, Favaloro, Yupanqui o Pizarnik para decorarlos; se prefirió alegremente la vida animal para privilegiar el mensaje de un eterno presente. La preferencia por la historia natural es una forma de sensibilidad política de intensidad discreta. El cine de Wilkerson constituye un antídoto ante la negación de los procesos históricos como una fuerza simbólica que impregna todas las prácticas”. Y considera que “lo mismo se podría decir de Raulino”, al que define como “un cineasta notable que tiene evidente contacto con el primer cine de Fernando Birri”. “En las películas de este cineasta brasileño se siente la esquizofrenia de la bandera de su país: el orden y el progreso son casi antitéticos. Sucede que Raulino opta por filmar la ausencia de lo segundo, en tanto que responde a un cierto tipo de orden que lo obstaculiza”, resume.
Wiseman será el eje de un breve foco, cuyo significativo recorte incluye a su ópera prima de 1967, Titicuts Follies, y a su anteúltima película, Ex Libris: La biblioteca pública de Nueva York (2017). Un díptico que funciona como puesta en abismo de la obra de uno de los directores fundamentales de la historia del documentalismo. “Wiseman es un pilar del cine documental, acaso inimitable –coincide Koza–, porque son muy pocos quienes consiguen hacer hablar a una institución y materializar cómo se piensa en el seno de esta, o cómo esta piensa a y a través de sus partícipes. Hay que estudiar la eficacia de su cine, porque el cine observacional no se resuelve ni en el encuadre ni en la pertinencia de un tema elegido”, sugiere.
También habrá un foco dedicado a la distribuidora Andana Films, que incluirá tres películas que dan cuenta del compromiso cinematográfico de este pequeño pero potente emprendimiento. Otro de los espacios le corresponde a la sección Filmando en Perú con Werner Herzog, que presenta una selección de quince trabajos surgidos de un taller documental que el cineasta alemán dictó en tierra peruana. Por último, la sección Cine de Artistas, con curaduría de Stupía, dedicada esa a representar el cruce entre el cine y las artes visuales a través del registro documental.
Para el nuevo director, esta primera experiencia al frente del DOC Buenos Aires representa un desafío que se propone mantener en el futuro. Puesto a enumerar objetivos, Koza admite que en las próximas ediciones quisiera “enfatizar la relación del cine del presente con el del pasado y a su vez intensificar los espacios de discusión del modo más creativo que esté a nuestro alcance”. “Quisiera persistir en la identificación de sistemas poéticos del cine actual y reunirlos en una sección de problematización para comprender las derivas del lenguaje cinematográfico abocado a lo real. Y, por último, me gustaría empezar a descentralizar la cinefilia, demasiado atada al cine europeo y estadounidense”. Seguramente habrá oportunidad para todo eso: en el DOC Buenos Aires el tiempo siempre juega a favor.

Las recomendaciones del diretor


Proponerle al director de un festival de cine que elija y recomiende apenas cinco películas, luego de haberse tomado el trabajo monumental de montar toda una programación, puede ser considerado un acto de crueldad que debería estar prohibido por la Convención de Ginebra. Aún así Roger Koza aceptó el juego impiadoso de elegir al hijo favorito, pero no sin dejar en claro que comprende bien la naturaleza infame del pedido. “Cada film programado tiene para mí una cualidad que representa al resto y a la visión de la muestra”, aclara el nuevo director del DOC Buenos Aires. “Aceptaré esta perversa y amable propuesta solo por satisfacer la demanda y también para puntualizar títulos que pueden pasar desapercibos.”

* Púas, baldíos (Marta Mateus, 2017): Mateus será una de las figuras del cine portugués de los próximos años. Este corto glosa la totalidad de la tradición que empieza con Paulo Rocha y alcanza a Pedro Costa. Retrato de un pueblo y asimismo un documental sobre las variaciones de la luz.
* Lacrimosa (Aloysio Raulino, 1970): el crítico brasileño Victor Guimarães decía que ver los cortos de Raulino por la mañana operaba como estimulo que le permitía contrarrestar el malestar actual de Brasil. Tiene razón. Aquello que prometía Fernando Birri en Tire dié (1960), es lo que se intensifica en los rostros de los niños que pueblan este notable y breve film.
* En el desierto: un díptico documental (Avner Faingulernt, 2018): una película amablemente incómoda que registra la cotidianidad de dos familias (una palestina, la otra israelí) que viven a muy poca distancia. En el contraste resplandece un ethos, la política y la historia. Es notable el efecto que tiene ese doble film sobre el pensamiento.
* Kinshasa Makambo (Dieudo Hamadi, 2018): nuestro conocimiento sobre África es deficiente. Este film apasionante introduce una realidad política que transcurre en una tierra lejana pero que podría tener lugar en el país vecino que está a punto de consagrar a un cretino en la presidencia.
* Ecuación en Sand Creek (Travis Wikerson, 2012): todas las películas de Wilkerson merecen atención, pero esta tiene una particularidad. Parte del relato transcurre en Palestina, y es así como, de pronto, los nativos americanos y los palestinos son víctimas de una común ecuación infame. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

domingo, 14 de octubre de 2018

LIBROS - Adiós a Hebe Uhart: La señora que contaba y enseñaba a escribir cuentos

Escribir en el diario del domingo que murió Hebe Uhart es dar una noticia vieja y los diarios no publican noticias viejas, porque su trabajo consiste en cultivar la actualidad. Tan radical es ese culto a la novedad que casi todo aquello que los diarios publican de madrugada suele agonizar a media mañana, para morir a mediodía de causas naturales. Como se murió Hebe Uhart el jueves pasado, en su departamentito del barrio de Almagro. Al mediodía.
Pero no solamente fueron todos los diarios y portales de noticias del país los que desde entonces se hicieron eco del anuncio, sino que también las redes sociales se poblaron de lamentos, de homenajes y memorias que tienen a Hebe como protagonista. Como si todos los lectores del mundo tuvieran algo para decir, contar o recordar acerca de la experiencia de atravesar (o ser atravesados por) su obra y la imperiosa necesidad de compartirlo en público.
Es difícil recordar el fallecimiento de un escritor que haya provocado tal cantidad de despedidas. Y eso que en los últimos dos años se murieron muchos y muy populares, como Alberto Laiseca, Andrés Rivera, Ricardo Piglia, Abelardo Castillo. Todas sus muertes provocaron tristeza, a todos se los admiraba y aún hoy se lamentan sus ausencias. Pero a ninguno se le dijo adiós tantas veces como a Hebe.
¿Qué es lo que hay en su literatura, lo que habita en sus cuentos de maestras toscas pero sensibles, en sus crónicas de pueblitos cándidos edificados a la vera de la realidad, que pueda servir para explicar un fenómeno así? ¿Por qué todos los que la leyeron, y mucho más quienes la conocieron en persona aunque sea de manera profesional, sienten por su figura lo mismo que se siente por una tía o una abuela? Será tal vez porque sus relatos, tanto los de ficción como las crónicas, consiguen generar la sensación placentera de estar siendo arrastrado a un mundo muy parecido a la realidad pero maravilloso, que de manera invariable evoca la experiencia de escuchar un cuento a la hora de dormir. Y aunque es cierto que los suyos no son precisamente infantiles, sin embargo podría pensarse que Hebe dedicó toda su vida de escritora a contarles cuentos a chicos que no pudieron evitar volverse grandes. Quizá porque antes de eso ya había consagrado su juventud a los niños de verdad a través del oficio de la docencia –que ejerció en muchas escuelas de Moreno, el barrio donde nació en 1936— y escribir fue la mejor forma que encontró para mantenerse cerca de sus alumnos. Para seguir acompañándolos en el camino oscuro y resbaloso de dejar atrás la infancia.
Pero no son los lectores los únicos deudos de Hebe: también están los que participaron de los talleres literarios que daba en el living comedor de su departamento. Alumnos devotos que aprendían las herramientas de la buena escritura mientras tomaban la merienda que la propia escritora servía en tacitas de porcelana blanca. Siempre té o café con leche acompañados de galletitas, como si ella no fuera la Maestra y los demás sus pupilos, sino una tía vieja con una legión de obedientes sobrinitas y sobrinitos que la escuchaban con atención. Era inevitable sentirse un nene de nuevo cuando se estaba con ella.
Con los periodistas pasaba exactamente lo mismo. Las citas para todas las entrevistas eran siempre en ese mismo comedor y ella servía el mismo té con galletitas, aunque a veces no hacía a tiempo de pasar por el supermercado y había que conformarse solo con la infusión. Entonces Hebe respondía y los periodistas la escuchaban con gusto, ansiosos por hacer la próxima pregunta y ver que tenía ella para decir de tal o cual cosa. Para los fotógrafos ese asunto era un problema, porque todas las fotos se hacían también ahí (o en el balcón, repleto de macetas y florcitas) y entonces todos los suplementos de cultura parecían iguales. Tanto así, que el comedor y el balcón de su departamento deben ser los más famosos de la literatura argentina. Sin embargo las fotos eran lo único que le importaba de las notas que le hacían, lo único que miraba cuando por fin se publicaban. Solo para ver si había salido bien. Lo otro ni lo leía.
Murió Hebe Uhart. Escribió muchos libros, ganó algunos premios, es una de las cuentistas más grandes de la literatura argentina, que no es poco. Sí, ya es una noticia vieja, pero acá también nos queríamos despedir. 

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.

viernes, 12 de octubre de 2018

CINE - "Christopher Robin, Un reencuentro inolvidable", de Marc Foster: Desde el jardín

Aunque desde el prejuicio esta idea de Disney de reconvertir a sus clásicos animados en películas interpretadas por actores reales pueda tener aroma a curro, la realidad es que la apuesta ya le rindió varios plenos al estudio del ratón más famoso (criaturita que, comentario al margen, cumplirá 90 años en un mes). De esta veta, de la que ya extrajeron versiones exitosas de La Bella y la Bestia o El libro de la selva y de la que saldrán otras como Lilo y Stich, Aladino o Dumbo, ahora llega Christopher Robin, un reencuentro inolvidable, dirigida por Marc Foster. Se trata de la adaptación del universo del Bosque de los Cien Acres, habitado desde siempre por la tierna pandilla de muñecos de peluche que integran el lechoncito Piglet, el burro Igor, Tigger el tigre y, por supuesto, el afamado osito Winnie Pooh, entre otros. Y una vez más el paso de la dimensión animada al plano real vuelve a funcionar, confirmando el buen tino de los actuales responsables creativos del estudio.
A diferencia de algunos de los títulos ya estrenados, que simplemente vuelven a contar la historia original pero en un formato distinto, Christopher Robin retoma la vida de los personajes varias décadas después, con el protagonista (ese nene que imaginaba un bosque en el que sus muñecos cobraban vida) ya convertido en adulto, casado, con una hija y abrumado por las responsabilidades del mundo real. La película comienza con una escena que funciona como exclusa para unir estos dos universos. En ella el pequeño Christopher se despide de sus amigos, ya que será enviado por sus padres a uno de esos colegios pupilos que son un clásico del imaginario británico.
La escena marca varios cortes que serán importantes para lo que sigue: el final de los caminos conocidos. Uno de esos caminos es el de los propios personajes, que hasta acá siempre convivieron con la niñez de Christopher y, por lo tanto, conciben al mundo por lo que les llega de él a través del chico. El otro es de la propia infancia. El camino de esa pérdida de la inocencia está narrado de forma concisa y eficaz durante la larga secuencia de títulos, donde a través de un montaje paralelo se retratan los recorridos divergentes de uno y otros. Por un lado Christopher, convirtiéndose en adulto, casándose, yendo a combatir a la Segunda Guerra Mundial mientras su mujer se queda en Londres embarazada, para regresar herido años más tarde y recién ahí conocer a su hija Madeline. Del otro Pooh y sus compinches, repitiendo el ciclo de sus rutinas en un bosque cada vez más gris, a la espera del regreso de aquel niño que le daba sentido a sus existencias. Un niño que ya no existe.
El salto se produce cuando el Christopher adulto se ve superado por una realidad oscurísima. Convertido en gerente de una fábrica de valijas y a pedido de sus jefes, el ahora hombre debe ajustar el presupuesto de producción y decidir a qué empleados echar. Que la historia transcurra en la Inglaterra de posguerra le aporta verosímil al paisaje social que sirve de fondo a la historia y a la vez completa el cuadro que coloca al protagonista, en la piel de Ewan McGregor, en el centro de la famosa crisis de la mediana edad. Es ese estado de vulnerabilidad el que produce una brecha fantástica por la cual Pooh se cuela en el presente, para venir en auxilio de su viejo amigo.
En este nuevo escenario, en el que un Christopher desencantado por el peso del mundo real se ha convertido en un ser pragmático en el peor sentido, la figura de Pooh funciona de alguna manera como el Chauncey Gardiner de Desde el jardín (novela de Jerzy Kosinzky, película de Hal Ashby). Abrumado por la irrupción de su mundo imaginario, el hombre no termina de entenderse con su viejo osito, quien le habla con las frases cándidas que compartían en el idilio de la infancia, pero que ya no significan nada para él. La incógnita reside en saber si el adulto grave en el que se convirtió Christopher podrá recuperar algo de esa levedad, la que le permitió construir aquel paraíso perdido.
Filmada de forma clásica, utilizando una paleta de colores arratonados muy útil para crear ese ambiente de desván viejo en el que transcurre el relato, Christopher Robin se sostiene en un tono de melancólica nostalgia que de manera oportuna es sacudido por calculados golpes de humor. Buena parte de la responsabilidad en la puesta en escena de esa fórmula se la lleva la historia creada por Alex Ross Perry, uno de los guionistas, quien es más conocido por su potente obra como director, que hace unos años lo trajo de paseo por Buenos Aires como uno de los invitados de lujo del Bafici. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

jueves, 11 de octubre de 2018

CINE - Entrevista con Martín Rodríguez Redondo, director de "Marilyn": No ser igual

A pesar de los problemas que afronta a partir de la precarización política de sus medios de producción, el cine argentino sigue ofreciendo buenas noticias. Ya a principios de 2018 una nutrida delegación nacional planto bandera en la Berlinale llevando una muestra potente y ecléctica. El grupo incluía, entre otras, a las ya estrenadas Teatro de guerra, de Lola Arias; Malambo, el hombre bueno, de Santiago Loza; o Viaje a los pueblos fumigados, último documental de Fernando Pino Solanas que este domingo a las 18 tendrá su premier televisiva a través de Canal 26.
Hoy le llega el turno a Marilyn, ópera prima de Martín Rodríguez Redondo que provocó un gran impacto no sólo en sus proyecciones en la capital alemana, donde estuvo nominada a mejor ópera prima y al premio Teddy que distingue a la mejor película de temática LGBT, sino más recientemente en el Festival de San Sebastián, donde participó de la competencia Horizontes Latinos, o en los festivales LGBT de Milán y Tel Aviv, en los cuales ganó en la categoría de Mejor Película.
Basada en un caso policial de 2009 que concentró bastante atención mediática, Marilyn cuenta la historia de Marcos, un adolescente que vive con sus padres y un hermano mayor en un pueblo de campo, y que a partir de la búsqueda de su propia identidad de género debe soportar no solo el acoso de otros chicos, sino el desprecio de su propio núcleo familiar. “Conocí la noticia la apenas ocurrió, a través del diario, y lo que me resultó interesante de ella fue el crimen”, cuenta Rodríguez Redondo. “La historia de acoso y abuso familiar que sufría este chico la conocí después, y a partir de ahí me empezó a interesar más, porque tiene que ver con cosas que relacionaba con mi infancia. Yo iba mucho al campo de chico y había estado expuesto a ritos de paso a la masculinidad, entonces algo de esta historia que tiene que ver con una situación opresiva, resonó en mí”, prosigue. “Cuando leí la noticia enseguida tuve ganas de contactarme con el protagonista, que en ese momento todavía era Marcelo. Lo visité y lo entrevisté en la cárcel varias veces. Hoy es ella y aunque no hizo el cambio de DNI se identifica como Marilyn. A partir de esas entrevistas me entregó un diario íntimo que tenía como título El sufrimiento por no ser igual, donde contaba su historia desde que había nacido hasta ese momento. También fui varias veces al pueblo donde ocurrieron los hechos y a otros de los alrededores, conocí gente que lo conocía y que conocía su historia. A partir de eso empecé a escribir el guión”, dice el director.  

–Sin embargo, un aviso al comienzo indica que la película está “inspirada” y no “basada” en hechos reales. ¿Por qué la diferencia?
–Tiene que ver con una cuestión legal, con asumir precauciones que te obligan a tomar cierta distancia. Es una forma de aclarar que los hechos reales no se dieron exactamente así, porque uno no está retratando solo al protagonista sino a un pueblo. Y aunque tenemos la autorización de Marilyn para contar su historia, no puedo guiarme solamente por la subjetividad del protagonista. Por supuesto que todo eso toma como base la realidad pero, como dije, una realidad que es subjetiva: el relato de Marcelo/ Marilyn acerca de lo que le pasaba. En ese sentido, siento que lo que cuento se acerca a la realidad. Pero también hay pequeños cambios que, aunque los hechos centrales se mantienen fieles a la historia, me obligan a avisar que está inspirada y no basada en hechos reales.  
–A pesar de las cosas tremendas y crueles que le pasan al protagonista, la película consigue que el espectador se encariñe con él y sienta la necesidad de que encuentre una salida.
–Pero se trata de una tragedia y en las tragedias no hay salidas. Por otro lado hay una construcción ligada a ciertas convenciones cinematográficas que tiende a armar un relato donde se termina justificando un crimen y para mí no está justificado en ningún punto. Ni en la película ni en la realidad. Por otro lado, nos cuidamos de no caer un arquetipo cinematográfico de la persona trans o travesti ligado a lo perverso, que va desde Psicosis hasta El silencio de los inocentes. Para mí era muy importante tomar distancia de eso, porque construir un psicópata hubiera sido el camino fácil. Pero el personaje no es un psicópata. Siento que es alguien que mata, lo cual no quiere decir que sea un asesino. Para mí no es lo mismo un asesino que alguien que mata empujado por las circunstancias en las que está involucrado en su entorno familiar y social. Por supuesto que mi intención tampoco fue, nunca, la de justificarlo ni juzgarlo. Ni condenarlo ni salvarlo. Para mí, lo más trágico es que él no termina saliendo nunca de esa casa; esa era la angustia que quería transmitirle al espectador. Esa falta de salida es la que convierte a esta historia en tragedia.
–¿No teme que eso pueda ser interpretado como determinista?
–Es que la película tampoco afirma que no existen otras posibilidades. De hecho, también se muestra a otra familia que es distinta, la familia del chico del que se enamora Marcos, que tiene otra visión. Pero esta familia, en estas circunstancias y una carga incluso incestuosa, no tenía forma de evitar la tragedia. Mi idea era trabajar la idea de un acorralamiento de muchos niveles, no solo la que sufre el chico socialmente, sino el que sufre toda su familia, que es acorralada por un patrón y por el entorno, y que responde acorralando también al hijo menor.  
–Una estructura en la que siempre termina perdiendo el más débil.
–Y eso también es trágico, porque la cosa no explota para el lado que uno como espectador cree que sería más “justo”.  
–Menciona la necesidad de evitar la figura del trans psicópata, pero al mismo tiempo la película se suma a una filmografía extensa que, con mínimas excepciones, parece condenar a los personajes homosexuales a historias trágicas. Como si al cine le costara imaginar historias felices para gays, lesbianas o trans.
–En principio, no creo en la existencia de un cine gay: para mí existe el cine...
–La pregunta no apuntaba a la existencia de un cine gay sino, justamente, a cómo el cine retrata esas historias.
–De todas formas no coincido con esa mirada, porque también hay un cine identificado como LGBT que produce películas, y cada vez más, en las que parece que “está todo bien”. Comedias, historias de chicos que se conocen, mucho erotismo y sexo explícito. Como si el cine LGBT fuera eso: mostrar cuerpos sensuales. Mi película es una reacción contra cierta cultura LGBT o cultura gay que tiende a creer que ya está todo bien. Una cultura de la felicidad donde todo está fantástico... y la verdad es que no está todo fantástico.  
–También es cierto que ese tipo de películas que usted menciona solo retratan la felicidad de ciertos estratos sociales dentro de la comunidad LGBT, que son sobre todo urbanos y muy progresistas.
–Y a mí me parece que esos retratos terminan siendo falsos. Pero no solo refiriéndome a Buenos Aires, donde siguen ocurriendo abusos. Cuando estuve en Berlín me contaban que es cierto que en la ciudad está todo bien, pero que si te vas a un pueblito de Alemania ahí nomás ya no está todo tan bien. Entiendo lo del sufrimiento, pero no me propuse hacer una película sobre lo gay o lo LGBT. La película trasciende la historia de una familia que se opone a una identidad sexual, sino que se trata de una familia que directamente anula la identidad de esta persona. Por eso digo que el punto de partida por el cual me interesé en la historia era el crimen dentro de un entorno familiar. Porque en esas historias trágicas que mencionás, las víctimas siempre terminan siendo víctimas, que es lo que pasa habitualmente, porque es una realidad. Lo distinto de este caso es que el protagonista termina haciendo un giro completo que lo coloca en el lugar del victimario.  
–Realidad es la palabra más repetida en esta charla. ¿Qué provocó en usted penetrar en la realidad de la historia que eligió?
–A lo largo del proyecto, pero sobre todo durante el casting, empezaron a escribirme muchos chicos, sobre todo del interior, contándome sus historias, lo mal que la pasaban, y me parece que también existe una necesidad de ver reflejado eso. Es cierto: la película no propone una salida, pero ojalá proponga un debate. No una solución, porque no creo que una película sea capaz de ofrecer una solución frente a esto.
–Eligió a un actor muy vinculado a la realidad del personaje, en tanto se encuentra transitando caminos similares en la construcción de su identidad. ¿Ese detalle era importante para usted?
–Sí. Por supuesto que Walter Rodríguez es un chico mucho más libre que el personaje que interpreta o que la Marilyn real. Primero, porque tiene la libertad para hacer lo que quiera sin preocuparse por lo que opine el resto. De Walter me interesó esa afirmación constante de su identidad, ese desafío. Desafío entre comillas, porque es lamentable que en esta sociedad la decisión de un chico de ir maquillado por la calle todavía sea desafiante. Dentro de ese “desafío”, siento que él negaba lo que pasaba alrededor, porque cuando le preguntabas si había sentido situaciones de rechazo respondía que no. Después empezó a reconocer que sí. Creo que la película lo ayudó a ser consciente de eso, a darse cuenta de que es él el que elige no ver o no escuchar ciertas cosas que todos escuchamos. Cuando lo conocí, no tuve dudas de que era lo que estaba buscando para el personaje. De todas formas, requirió un trabajo actoral muy intenso de casi nueve meses, porque Walter era mucho más expresivo de lo que yo quería para el personaje de Marcos.  
–A veces las coproducciones incluyen imposiciones, sobre todo en el elenco, que terminan lesionando el relato. Su caso parece opuesto, porque la labor de la actriz chilena Catalina Saavedra como la madre de Marilyn es estupenda. Permite percibir el lado monstruoso, pero también comprender su drama e imaginar que podría haber tenido otro destino.
–Cuando me lo ofrecieron, yo tenía muchos prejuicios, porque no quería que hubiera una madre chilena en una historia que transcurre en el campo argentino. Me parecía que en el marco de una película iba a verse falso. Pero cuando la conocí, me pareció increíble, que tenía una fuerza magnética. Su presencia es imponente, su rostro, como transmite la emoción sin palabras... Trabajamos el tema del acento, pero muy poco, porque ella mostró una gran facilidad para captar el tono. Hay otro actor chileno, Andrew Bargsted, que interpreta al novio de Marilyn, con quien también trabajamos muy bien, así que creo que la experiencia de la coproducción fue muy beneficiosa.  
–¿Se imagina presentando la película en el pueblo de Marilyn?
–No sé. No creo que caiga bien. No. Sí la vio Marilyn en la cárcel. Pero en el pueblo... no creo.
–¿Y ella cómo se sintió al verla?
–Se identificó, como si no fuera una ficción sino de un documental sobre su vida. Si bien tiene pequeños cambios, cosas que imaginé porque no sé cómo fueron, creo que ella se sintió identificada con cierto clima, con la búsqueda que el personaje realiza durante el relato. Se emocionó mucho al verla.

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

martes, 9 de octubre de 2018

LIBROS - "El Arca de Lucas Leppe", de Nicolás Gath y Juan Pablo Massa: El placer de la nostalgia

El camino de la historieta argentina está construido sobe la voluntad de hacer incluso en contra de los peores augurios. El nombre de Germán Oesterheld, emblema del género en la Argentina, es tal vez el ejemplo más claro y radical. El autor de El Eternauta publicó sus trabajos, dueños de una potente carga política, incluso a riesgo de su propia vida. Pero no hace falta llegar a ese extremo. Alcanza con pensar que aún en el contexto actual, que ciertamente no es el más amable para que un autor joven abrace el proyecto de publicar sus primeras obras, no deja de haber quienes apuestan por su propia pasión. Y emprendimientos editoriales dispuestos a brindarles a los autores nóveles la enorme posibilidad de un espacio. Uno de esos casos es el de Nicolás Gath y el dibujante Juan Pablo Massa, quienes acaban de editar su primer libro, El Arca de Lucas Leppe, a través del sello independiente Capitán Ediciones. Un éxito de la pasión puesta al servicio de no dejar de hacer.
Autor del guión, Gath cuenta una historia de tono fantástico que abreva en el imaginario pop no sólo del cómic occidental, sino que además aprovecha algunos detalles estéticos del manga (la historieta japonesa), pero también del cine o la televisión. El protagonista es Lucas Leppe, el joven dueño de El Arca del título, un local dedicado a albergar una colección de reliquias extrañas como un mazo de cartas mágicas de Borges, la pajita gigante que se usó para filmar aquella publicidad de la leche chocolatada Cindor conocida como “La Caja Vengadora”, o un busto de Shakespeare que le obsequió Adam West, el actor que interpretó al icónico Batman psicodélico de los años ’60. Pero además de cuidar y ampliar su propia colección, Lucas es una especie de moderno Allan Quatermain dispuesto ayudar a otros a buscar rarezas semejantes.
La aventura comienza cuando el que le pide ayuda es El Gordo, dueño de un videoclub que en realidad es un extravagante portal temporal a través del cual el tipo le alquila películas actuales a una clientela anclada en la década de 1990. Una versión cinéfila y ultrapop de la máquina del tiempo. El problema es que si alguno de los clientes pierde una película nueva en el pasado se corre el riesgo de alterar la continuidad del espacio-tiempo, con altas probabilidades de provocar cataclismos históricos. El conocido Efecto Mariposa. Por supuesto, el temido accidente se produce y El Gordo recurre a Lucas para que lo ayude a recuperar una copia en VHS del Episodio I de La Guerra de las Galaxias (1999) que le alquiló un tipo de 1992. Y hacia allá parten Lucas y su ayudante Manuel, un monito obsesionado con las bananas.
El viaje de Lucas le abre la puerta a un juego retro que parece coincidir con una tendencia bastante actual, la de los libros, series, películas, historietas y hasta radios que abrevan en la cultura pop de la década de 1980, universo retro por excelencia. Pero con una diferencia sustancial: El Arca le rinde culto a los años ’90. A diferencia de la ola formada por series como Stranger Things, películas como la IT del director argentino Andy Muschietti o Ready Player One de Steven Spielberg, o frecuencias radiales como Aspen, dedicadas a venerar la estética ochentosa, el libro de Gath parece formar parte de una nueva ola que instala su imaginario en la década siguiente. Aunque él no creé que sea exactamente así.
“La explotación artística de la nostalgia no es patrimonio exclusivo de los ‘80, sino una corriente cíclica que se renueva conforme nuevas generaciones van tomando las riendas de la producción cultural”, sostiene Gath. “Pensemos en uno de los referentes de la cultura pop de la segunda mitad del Siglo XX y lo que va del corriente: George Lucas. Su imperio se erige en torno a un culto a la nostalgia. Tanto La Guerra de las Galaxias como Indiana Jones (producida por él pero dirigida por su amigo Steven Spielberg) son homenajes a seriales de los ‘30 y ‘40 que ambos consumían cuando eran jóvenes”, agrega. Gath toma como ejemplo definitivo a Volver al Futuro (1985), de Robert Zemekis, “una película tan asociada a los ‘80, pero que no es otra cosa que una oda a los ‘50. Volver al Futuro acierta perfectamente la naturaleza cíclica de este comportamiento cuando en su segunda parte (1989) encuentra a Marty McFly, el protagonista, en un Café obsesionado con la década de los 80, pero en un 2015 del futuro”.
Tal vez ahí mismo se encuentren las motivaciones que lo llevaron a trabajar sobre el imaginario de los ’90. “Como hijo de los ‘80 criado en los ‘90 es lógico que mi enfoque esté ligeramente corrido hacia esa década. Me hago cargo: soy un nostálgico”, admite el autor de El Arca. “Me fascina el pasado y en parte es algo que vuelco en el protagonista de la historia, que no es otra cosa que un coleccionista de artículos que en muchos casos se relacionan con el pasado”. Del mismo modo considera que el tratamiento que le da a la historia es toda vía más retro, ya que si bien el anclaje temporal está puesto en los ‘90, “la estética, el estilo y la trama están más inspirados por los cómics de la década del '60, lo que se conoce como la Edad de Plata” del género. “El trazo de Massa, a quien considero co-autor del libro, tiene mucha influencia del arte de referentes de aquella época como Jack Kirby y la paleta de colores utilizada es, literalmente, la misma que se usaba en esos años”, reflexiona.
Y es precisamente al universo de la historieta, mucho más que a productos audiovisuales ochentosos como los Transformers o los Thundercats, al que Gath considera su principal fuente de inspiración. Para él los protagonistas de El Arca “están 100% delineados como personajes de historieta y como tales se deben fundamentalmente a esa tradición narrativa”. Y usando como referencia el cómic Madman, del historietista estadounidense Mike Allred, que desde “la década de los 90 le rendía homenaje a los cómics de la década del 60”, afirma que su libro se sostiene en la intención de “volver medianamente accesible a lectores modernos un enfoque más clásico e inocente de la historieta”.
Como ocurre en el terreno de la producción audiovisual, en la historieta los relatos también se pueden pensar de manera unitaria y autoconclusiva, como sucede con la mayoría de las películas, o bien de modo expandido, como una continuidad que se extiende en episodios conectados, como pasa con las series o, cada vez más, con las sagas cinematográficas. Y aunque la historia que Gath y Massa presentan en El Arca puede leerse de forma autónoma, también es cierto que la naturaleza misma del universo de Lucas Leppe permite pensar en la continuidad de sus aventuras, corriendo detrás de nuevas reliquias extravagantes
“La realidad es que El Arca fue concebida como las dos cosas”, confiesa Gath y vuelve a conectar su creación con una lógica anclada en el pasado. “La idea era recuperar el espíritu de los cómics de antaño, esos que te cruzabas en el quiosco y llevabas porque te gustó la portada. No sabés qué hay dentro, quiénes son estos personajes y tal vez los agarraste en el medio de la aventura. Pero nada de eso importa, porque tenés los datos suficientes para entender dónde empieza y termina esta en particular. ¿Pero termina realmente? Creo que cada uno decide dónde cortar las historias que disfruta, sobre todo las propias. Así que si suficiente gente la hace propia y decide que quiere saber cómo continúa la historia de Lucas y Manuel, solo hay que contarla. Si eso sucede, yo encantado. Y si no, este será un lindo recuerdo de aquella vez que me saqué las ganas e hice lo que siempre había querido hacer: publicar una historieta”. 

Artículo publicado originalmente en el portal de noticias www.tiempoar.com.ar

viernes, 5 de octubre de 2018

CINE - "Venom", de Ruben Fleischer: El héroe que no fue

Otra película de superhéroes. ¿O no? En realidad no… pero sí. En qué quedamos: ¿sí o no? Es que se trata de Venom, uno de esos casos extraños en el mundo de la historieta en el que un villano se vuelve tan popular, que de alguna manera termina convertido en héroe. A algunos de esos personajes el cambio de bando les sienta bien, como en el caso de Deadpool, franquicia que va por su segunda entrega, ambas exitosas. Pero no funciona demasiado en el episodio inicial de Venom, en cuyo final se anuncia una secuela que por varios motivos se percibe más tentadora que este original.
Mejor empezar por los aciertos: el diseño del personaje. Hay que recordar que Venom ya había aparecido como villano puro en el episodio 3 que servía de cierre a la saga de El Hombre Araña, la dirigida por Sam Raimi. Aquella adaptación, débil y desdibujada, no terminaba de explotar el enorme potencial de la criatura ni dejaba contentos a los fanáticos. Esta vez el guion se apega más a su esencia, tanto en lo referido al relato de origen como a su imagen. Claro que respetar el original nunca es garantía de que la adaptación vaya a resultar exitosa. Como decía Tu-Sam: “Puede fallar, Leonardo”.
Venom parece hecha a reglamento. Desde su inicio con la panorámica de un oscuro cielo estrellado, que acompañado por una banda sonora ominosa obliga a suponer que nada bueno puede venir del infinito. En efecto, desde el espacio cae un transbordador que transporta cuatro criaturas alienígenas, una de las cuales se libera tras el impacto accidental contra el planeta. Se trata de simbiontes, especie capaz de alojarse en otros organismos y convivir dentro de sus cuerpos. Claro que además estas criaturas son más evolucionadas que los humanos y con intenciones para nada benignas. Mientras tanto, en la Tierra…
Eddie Brock es un reportero de televisión idealista que usa su oficio para ayudar a desamparados y humildes. Su némesis es el millonario que financia la expedición que acaba de fallar, cuyas intenciones no son menos aviesas que las de las criaturas que trajo al mundo. En algún momento y de forma accidental uno de los simbiontes (una raza de parásitos extraterrestres amorfos que aparecen en el universo Marvel) tomará posesión de Eddie: así nace Venom. El problema es que la película nunca encuentra el tono: cuando quiere ser graciosa no lo logra y cuando busca intimidar, tampoco. Venom es un buen ejemplo de ese tipo de cine que se piensa antes como entretenimiento físico que como ejercicio narrativo, creyendo que la acción debe ser un remedo de la montaña rusa, dejando al relato, la historia misma, en un peligroso segundo plano. El resultado es una película repleta de escenas vertiginosas, pero sin demasiado para contar. Un hueso con poca carne. Y ni siquiera aporta un buen antagonista: nunca funciona demasiado bien eso de poner al héroe a pelear con un enemigo que prácticamente es un espejo. La primera escena poscréditos deja claro que al menos eso se podría haber hecho mejor. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

jueves, 4 de octubre de 2018

CINE - "El Potro, Lo mejor del amor", de Lorena Muñoz: Radiografía del héroe trágico argentino

La decisión de la cineasta argentina Lorena Muñoz de dirigir El Potro, lo mejor del amor –biopic dedicada a la figura del cuartetero cordobés Rodrigo Bueno– tras la exitosa Gilda, no me arrepiento de este amor (2016), donde abordaba la historia real del más grande mito de la música tropical, era por lo menos riesgosa. No solo por la posibilidad de ser encasillada como “la directora de los cantantes populares con final trágico”, sino porque el recorrido vital y profesional de ambos artistas registra algunas coincidencias, a las que debería prestárseles especial atención para no realizar películas “gemelas”. Puede decirse que ese desafío Muñoz consigue superarlo de forma parcial.
Dichas duplicaciones se constatan sobre todo en el terreno formal. Igual que Gilda, El Potro comienza con una escena cercana al final de la historia (el cantante subiendo al escenario del Luna Park, donde dio una serie de shows poco antes del accidente en el que se mató), para luego viajar atrás en el tiempo y abordarla en su punto cero. Del mismo modo ambos films coinciden en su estructura narrativa, siguiendo en paralelo el proceso que convierte a sus protagonistas en artistas exitosos, mientras deben lidiar con sus propios fantasmas en el ámbito doméstico. En los dos la directora maneja con similar buen timing la inserción de los momentos musicales dentro de la cronología.
Quizá la mayor divergencia se encuentre en el punto de vista desde el cual se narra cada una. Aunque en El Potro el protagonista es Rodrigo, la directora elige contar su historia desde un punto de vista femenino. A diferencias de Gilda, en donde los dos personajes masculinos vinculados a la cantante solo aparecían en pantalla cuando la compartían con ella, en El Potro el personaje de Pato, esposa de Rodrigo y madre de su hijo Ramiro, tiene un espacio propio. Como si la directora hubiera necesitado tener una aliada en escena, la mirada de Pato es la herramienta que descubre algunos aspectos de la intimidad del personaje. Esa mirada también deriva en una trama paralela que pone en escena el drama de la mujer, como si no fuera posible entender la historia del Potro cordobés sin conocer la de su compañera.
El Potro también puede ser vista como una versión de “el camino del héroe popular argentino”, en tanto Rodrigo repite el combo de carisma + autodestrucción + destino trágico que antes que él cultivaron muchos otros. Entre ellos se puede mencionar a los boxeadores José María “El Mono” Gatica, Oscar “Ringo” Bonavena y Carlos Monzón; al comediante Alberto Olmedo (cuyo hijo Fernando por un capricho del destino viajaba junto al cuartetero la noche del accidente en el que ambos perdieron la vida). O al máximo héroe popular argentino, Diego Armando Maradona, a quien el propio Rodrigo le dedicó una canción, “La mano de Dios”, que curiosamente no forma parte de la banda sonora de la película. Aunque felizmente y en consonancia con su leyenda divina, el Diez ha gambeteado varias veces el último ingrediente de la fórmula.
Muñoz se permite algunos juegos con ciertos recursos técnicos para producir metáforas visuales, como cuando utiliza un lente biselado para fragmentar la imagen y de ese modo registrar un momento de quiebre en la vida del protagonista. Y se juega una apuesta fuerte al entregarle el papel protagónico a un actor debutante, Rodrigo Romero, quien parece ir acomodándose al personaje en coincidencia con el orden histórico. Así desarrolla un arco dramático que va de una inocencia algo artificial para retratar el inicio de la carrera del cantante, al frenesí incontenible de sus años de éxito, en los cuales Romero también gana potencia física y dramática. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.