La participación argentina en el Festival de Berlín tuvo su continuidad a última horas del viernes. Fue entonces cuando tuvo lugar la primera función de Malambo: El hombre bueno, nuevo trabajo del prolífico director cordobés Santiago Loza. Se trata de una ficción ambientada en el universo de los bailarines del tradicional ritmo argentino que pone el acento en algunas de sus particularidades. En primer lugar en su carácter viril, vinculado al ámbito de lo masculino. El propio Loza, que también es novelista y dramaturgo, mencionó su resistencia inicial a dirigir el proyecto a partir de sus prejuicios al respecto, por considerarlo un espacio muy vinculado con el nacionalismo y el machismo. Y aunque todo eso forma parte del imaginario que rodea al malambo, el director se permitió aceptar la película como un desafío personal para encontrar ahí otra cosa, una sensibilidad que exceda los límites de dichos prejuicios. Loza es un director cuya mirada siempre consigue encontrar la belleza escondida en lo evidente y Malambo: El hombre bueno no es la excepción. Filmada en un contrastado blanco y negro, la película cuenta la historia de un bailarín que tras haber sido derrotado en la final de un torneo nacional busca una segunda oportunidad. Para ello deberá superar la humillación que la derrota le provocó en su ego de hombre, en el sentido más machista de la palabra, pero también sus miedos y limitaciones físicas. Con desprejuicio Loza introduce algunos elementos de carácter casi subversivo dentro de su relato, a través de los que consigue ampliar el rango sensible del universo que retrata. Pero se trata de elementos ajenos al mundo del malambo, por lo cual deben ser atribuidos claramente a la particular mirada del cineasta, y no al objeto retratado. Aún sin ser del todo verosímiles, dichos elementos consiguen establecer una sinergia muy potente al combinarse con el carácter rígido y tradicionalista del malambo, que sin dudas es uno de los puntos extremos de la cultura folclórica argentina. Si la película representó un desafío para Loza debe hablarse de una prueba superada, en la que vuelven a hacer su aparición elementos que recorren toda su filmografía, como lo místico, lo religiosos y, claro, la culpa.
La sección Generation Kplus, que reúne trabajos dedicados al público infantil y adolescente, contó este fin de semana con dos estrenos mundiales de películas argentinas. Se trató de El día que resistía, de la directora Alessia Chiessa, y de Mochila de plomo, del cordobés Darío Mascambroni. La primera de ellas es una especie de loop escheriano en torno del universo de los cuentos de hadas, en la que tres chicos viven solos en una casa en medio del bosque mientras esperan el inminente regreso de sus padres. Dividida virtualmente en mitades, la película ofrece un segmento inicial en el que la ausencia de los adultos representa la liberación de todos los límites y represiones a los que habitualmente son sometidos los chicos. Fiestas de caramelos todas las noches, excursiones a la parte más profunda del bosque, juegos en los que las reglas cambian según los caprichos del deseo. En paralelo a esa instancia de goce que tiene lugar durante el día, la noche se presenta como un espacio en donde lo ominoso empieza a vislumbrarse. La hermana mayor duerme a los dos menores leyéndoles la truculenta historia de Hansel y Gretel, con la cual su propia historia mantiene algunos puntos de contacto, para luego encerrase en la habitación de los padres. Esa doble vulneración de lo prohibido, que el ingreso a la habitación paterna se dé durante la noche, tiene por supuesto un carácter de ritual iniciático que la película revelará de manera oportuna. La hermana mayor irá haciendo valer su poder a medida que la ausencia de los padres se va volviendo una situación irreversible. Ese será el espíritu de la segunda parte, donde lo que en principio resultaba estimulante (la soledad, la exclusión del elemento adulto) se va volviendo angustiante. Chiessa maneja con sorprendente buen pulso el trabajo de los tres pequeños protagonistas, cuyas edades oscilan entre los 10 y los 5 años, consiguiendo de ellos registros impecables. El día que resistía mantiene un diálogo directo con el film Nadie sabe, del cineasata japonés Hirokazu Koreeda, en el que también un niño-hermano mayor debe cuidar de sus hermanitos mientras aguardan el regreso de su madre. La gran diferencia es que el trabajo de Koreeda se hace fuerte en el realismo, mientras que el de Chiessa gana potencia en la posibilidad latente de lo fantástico y lo maravilloso (lo terriblemente maravilloso) acechando el terreno virgen de la infancia.
Por su parte Mochila de plomo es una suerte de coming of age que coquetea con lo trágico, en el que la instancia del crecimiento se vuelve una carga para su pequeño protagonista. La película comienza con reminiscencias ochentosas a las películas de pandillas de amigos que andan en bicicleta por el barrio, elemento que revivió y repopularizó la serie Stranger Things. Pero pronto da un giro para enfocarse sobre Tomás, un chico que pasa la mayor parte del día solo, cargando en su mochila con una pistola 9mm. Aunque se trata de una película que retrata el universo de las clases bajas, Mochila de plomo está lejos de regodearse en el miserabilismo. Mascambroni decide seguir a Tomás durante un par de días, para dar cuenta de los muchos elementos que lo hacen vulnerable tanto desde lo social como desde los emocional. De alguna manera Mochila de plomo es una nueva crónica de un niño solo, uno que decide tomar en sus manos algunas de las responsabilidades que los adultos que lo rodean no son capaces de asumir. Por supuesto lo hará como un chico, con las limitaciones que le imponen no solo la edad sino su entorno. Y si bien la película camina todo el tiempo sobre el delgado filo que separa al drama de la tragedia, acaba convirtiéndose en una historia de reconciliaciones, en donde lo más trágico acaba siendo el acto de aprender a aceptar el destino, por doloroso que este pudiera ser.
Artículo publicado originalmente en el portal de noticias www.tiempoar.com.ar
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