Un director de cine regresa a un pueblo en la provincia de Entre Ríos para buscar los rastros de su padre, un hombre que creció y vivió ahí, y filmar un documental. Pero en el camino la película se convierte también en un viaje introspectivo en el que la memoria comienza a fluir de manera tan libre como arbitraria. Entonces el relato se bifurca para contar también otras historias: la del propio director; la del pueblo en cuestión; las de otros personajes que empiezan a aparecer a medida que la línea narrativa original comienza a difuminarse. Luego de la apretada sinopsis anterior, muchos lectores tal vez crean que acá hay un error y que esta crítica ya la leyeron, que se trata de una película estrenada hace algunos años. Y si se toman un rato para hacer memoria en una de esas recuerden un título, Carta a un padre, y el nombre de otro director, Edgardo Cozarinsky.
Efectivamente los puntos de partida de esa película y de Crespo, segundo trabajo de Eduardo Crespo, son muy similares. Porque en efecto Crespo, el director, igual que Cozarinsky, regresa al pueblo de su padre en la provincia más austral de la Mesopotamia argentina, que también se llama Crespo, para tratar de recuperar o conservar la figura de su padre y convertir la memoria en cine. Ambos pueblos, Crespo y Villa Clara (la colonia judía donde nació el padre de Cozarinsky), se encuentran separados por algo menos de 160 km. Como se ve, las dos películas parecen estar bastante más próximas que eso, a pesar de que en muchos aspectos la distancia entre ellas sea variable. Porque si bien comparten muchas herramientas cinematográficas y narrativas, los modos, el oficio y la habilidad que ambos directores demuestran en su manejo son sensiblemente distintas.
Eduardo Crespo enumera al principio de su relato un pentálogo a partir del cual se decidió a filmar esta película. La intrusión de un hacker que borró todo el contenido de su cuenta de correo electrónico; un accidente en el que casi pierde la vida ahogado en el mar, del que fue rescatado por un amigo; su primer viaje a Europa para trabajar y conocer a su familia; el robo de su computadora y las cámaras donde guardaba todas las fotos familiares, no bien regresó a la Argentina tras ese viaje; y la muerte de Eduardo Crespo padre. En relación a este último punto, Crespo revela un detalle definitivo: que justo antes de morir su padre le había pedido que lo ayudara en un documental sobre su pueblo y la avicultura. Porque su padre era veterinario y Crespo, la capital nacional de la cría de aves de corral. En ese proyecto trabajaban cuando la muerte llegó para ocuparse de sus asuntos.
Crespo confiesa que la película es un intento por comprimir en una hora todo aquello que la debilidad de la memoria irá perdiendo con el paso del tiempo. “Registrar todo lo que se diluye para poder convivir en paz con el olvido”, dice el director y ese será el tono elegido para que su propia voz en off vaya guiando el relato. Un tono que muchas veces acierta en el color poético y en los climas intimistas que se crean a partir de él, pero que otras veces suena recargado, al límite de traspasar la frontera de lo pretencioso. Afortunadamente esos excesos son esporádicos y Crespo consigue mantenerlos bajo control, acierto que le permite sostener un vínculo empático con el espectador durante la mayor parte de la proyección.
Pero además de ese tono íntimo y de las pinceladas poéticas, hay otra herramienta, fundamental para el lenguaje del cine, que Crespo consigue manejar con éxito: el montaje. A partir de él construye una continuidad falsamente azarosa partiendo de una multitud de imágenes y referencias distantes y dispersas. El director trabaja bien algunos efectos de montaje, consiguiendo algunos logros, como esa secuencia en la que el recorrido por la casa paterna comienza de noche en la puerta de entrada y los primeros cuartos, para terminar yendo de una habitación a la otra a plena luz del día. O la secuencia final, en la que presente y pasado se funden de manera sutil. El gran acierto de ese hábil montaje consiste en replicar de alguna manera la forma en que la memoria suele trabajar, reuniendo muchas veces retazos dispersos –fotografías; cajones y cajas de memorabilia familiar; el retrato de otros personajes de Crespo; películas domésticas ajenas filmadas en súper 8; los dos o tres monumentos que convierten al pueblo en un universo inabarcable—, para convertirlos en un objeto nuevo, el recuerdo, que no representa necesariamente un reflejo de la realidad. Con ese simple, pero nunca sencillo procedimiento, Crespo consigue que lo efímero se vuelva modestamente trascendente en apenas 60 minutos.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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