Ya desde su título Lulú (o Lu-Lu) se presta a la posibilidad de múltiples lecturas. Porque Lulú es la forma cariñosa en que llaman a Ludmila, la protagonista, en su familia y entre sus amigos. Porque Ludmila vive con Lucas, el otro protagonista, y las dos primeras sílabas de sus nombres forman la segunda versión del título. Que Lucas a veces también llame Lucrecia a Ludmila y que Ortega, el director, se llame Luis, agregan otros dos Lu adicionales para sumarle espesor al título. Ese perfil múltiple e irresoluble del nombre de la película es la primera manifestación una característica que se extiende sobre la totalidad del relato mismo que, como muchos de los trabajos anteriores del director, tiene su epicentro en el corazón a la vez abierto y palpitante del lumpen (otro Lu).
Alguna vez Graciela Borges fue consultada durante un homenaje a Leonardo Favio, acerca de cuál de los directores locales de la actualidad mantenía vivo el espíritu y la llama cinematográfica del más grande cineasta de nuestro cine, el más representativo de una identidad propia del cine argentino (si es que tal cosa existiera). En aquella oportunidad la Borges, que algo de cine argentino parece conocer, señaló de inmediato y sin dudar que ese director-heredero era Luis Ortega. En una mirada superficial es posible vincular rápidamente las filmografías de Favio y Ortega, en tanto comparten un empeño en el que se combinan la necesidad y la pasión por indagar en las historias populares, en recorrer y registrar los ámbitos sociales erigidos sobre la difusa triple frontera de la pobreza, la miseria y la sordidez. Pero lejos de la pornomiseria social de otras miradas, en las películas de estos dos directores hay una prerrogativa fuerte de amplificar lo silenciado, de iluminar lo oculto, de abrazar lo estigmatizado. Porque, superada la cáscara de lo formal, lo que mueve tanto al cine de Favio como al de Ortega, es el amor. Un amor que se comprueba y se consuma en la forma en que ambos directores cuidan a sus personajes, habitualmente sumergidos en realidades complicadas, quedándose con ellos hasta el final, en las buenas y en las malas. Eso es lo que ocurre en Lulú.
Por eso no es casual que diferentes variantes del amor (a veces en las formas menos ortodoxas) sean recurrentes dentro de los trabajos de Ortega. Y Lulú es una película salvaje, marginal, sórdida, pero de amor al fin. Como la historia que compartían Pedrito y Camila, la pareja de enanos que protagonizaban Dromómanos, film anterior de Ortega, en la que no faltaban los celos y la violencia, dos elementos que también están presentes en el vínculo entre Ludmila y Lucas desde el comienzo mismo del relato. En la primera escena, Ludmila en silla de ruedas habla con un médico que le dice que lo mejor es dejarle adentro una bala que tiene alojada cerca de la columna, porque la operación para sacarla pondría en serio riesgo su vida. La bala en cuestión se la disparó Lucas, su novio, un joven al que le encanta dispararle con su pistola desde el otro lado de la avenida Libertador al Torso Masculino Desnudo, la escultura de Fernando Botero emplazada en el Parque Thays de Recoleta. Aunque lo que en realidad le gusta es simplemente disparar: a las estatuas, al aire, a Ludmila. A cualquier cosa.
Esa bala en el cuerpo de Ludmila –especie de versión extrema del romántico “te llevo dentro de mí”— vincula a Lulú con Dos disparos, última película de Martín Rejtman, que también tiene un punto de partida dramático similar. Pero mientras en el film de Rejtman esas balas en el cuerpo eran autoinfligidas, producto de una represión que pugna por perder el control, en el de Ortega son una forma de comunicación entre los protagonistas, símbolo perfecto de su desborde. Detalles que hablan de los espacios en los que se mueven las obras de uno y otro, pero también del tono que cada uno elige para narrar: la ironía humorística sobre la que suele apoyarse Rejtman para Ortega representa un lujo que pocas veces puede darse. Otro elemento compartido entre Lulú y algunas películas de Rejtman son las escenas de baile. Dos disparos comienza con una en la que el protagonista, que luego se revelará parco, baila desaforado algún ritmo electrónico en una discoteca. Los personajes expansivos de Ortega en cambio bailan rocanroll en la calle, descalzos y tirándole tiros al cielo nocturno, con los relámpagos de una tormenta inminente en lugar de las luces estroboscópicas de la disco. Disimulada entre los pliegues de su realismo sucio, Ortega contrabandea una delicada inclinación por lo extraño, lo onírico y hasta lo místico, tres formas de no perder la esperanza cuando ya se ha perdido todo lo demás.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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