No es difícil hablar de La patota, segundo largometraje de Santiago Mitre después de El estudiante (2011), sin hacer referencias profundas a su carácter de reescritura de la película homónima de 1960. Sin embargo hacerlo resulta interesante y oportuno por varias razones. Primero porque la original es un clásico dirigido por uno de los directores clásicos del cine nacional, Daniel Tinayre, y protagonizada por una de las pocas divas que dio nuestro cine, Mirtha Legrand. Luego, porque los temas que la película abordaba 55 años atrás de manera increíblemente explícita siguen siendo, más que nunca, los temas del día. Para confirmar esa urgencia temática basta recordar que el estreno de esta película, en la que la violación de la protagonista por parte de varios hombres y su posterior embarazo ocupan el centro dramático, se da a dos semanas de la multitudinaria marcha que, bajo el lema Ni Una Menos, convocó a miles de personas para manifestarse en contra de la violencia contra las mujeres. Pero también desde lo cinematográfico, porque el propio Mitre y Mariano Llinás, su coguionista, se han encargado de explicitar el diálogo entre las dos películas, haciendo que muchos de los detalles de esta nueva versión funcionen como respuestas o reacciones a lo que la original proponía no sólo desde lo temático, sino también en términos de puesta en escena.
Para empezar es inevitable mencionar que ambos relatos y la conducta de sus protagonistas se sostienen en un fondo no sólo religioso, sino eminentemente católico, que en la película de Tinayre era manifiesto: la cita inicial del Evangelio en la que Cristo invita a perdonar setenta veces siete es el indicio más notable, pero hay muchos más. Aunque las referencias más gráficas fueron expurgadas en la versión de Mitre, hay al menos dos que no pudieron eludirse. La más evidente es el carácter de fábula cristiana de la historia, en la que Paulina, una profesora de zonas carenciadas violada por sus alumnos, asume por propia voluntad el rol de cordero que se ofrece a sí mismo en sacrificio, para purgar con su sufrimiento los pecados de la humanidad. Porque lo que la protagonista se propone cargando con el dolor del ultraje y el embarazo indeseado que se niega a interrumpir, no es otra cosa que un intento por compensar las inequidades e iniquidades de un sistema que empuja de la pobreza a la marginalidad y de ahí al delito. Pero tampoco se ha podido evitar un detalle mucho más sutil: las múltiples cruces conformadas por las vigas y columnas que constituyen la estructura del ominoso edificio en construcción en donde tiene lugar la violación, que le dan a la escena y al escenario su carácter de calvario. Un elemento simbólico que en la película de Tinayre aparecía con más claridad, apoyado por la presencia espectral de unas estatuas que parecían sacadas de un cementerio, y que ha conseguido colarse por entre los estrictos filtros laicos puestos en acción para esta versión modelo 2015.
Otro cambio interesante es la profesión desde la cual Paulina llega a su vocación de docente de emergencia. Si en la original lo hacía como profesora para dar clases de filosofía, en la nueva lo hace como abogada para enseñar educación cívica. Ese cambio de la filosofía al derecho opera también en el punto de vista que las películas asumen en el planteo de sus temas. Así, en la de 1960 desigualdad y justicia eran abordadas en tanto ideas y de ese modo todo conflicto era pasible de racionalizarse. La actitud de Paulina de salvar a sus agresores pasaba por una cuestión ética (la dicotomía del bien y el mal), que hacía posible la redención de los criminales / pecadores y un final feliz para todos, permitiendo que quienes causaban el problema fueran parte de la solución. En la nueva la discusión pasa por el derecho antes que por la justicia. “Cuando hay pobres la justicia no busca la verdad, sino culpables”, dice Paulina a su padre juez (Dolores Fonzi y Oscar Martínez, notables ambos) y esa mirada desde el derecho vuelve a la discusión más concreta, acorde a los tiempos que corren, y permite articular el relato en un círculo de víctimas contra víctimas. El derecho a la igualdad de condiciones; el de las mujeres a decidir sobre sus cuerpos; el de la vida para los chicos por nacer o el de la sociedad de juzgar a quien transgrede sus normas son algunas discusiones que la película abre pero no cierra.
Las escenas finales son paradigmáticas respecto del cambio de punto de vista que una y otra película han elegido. En la de Tinayre los agresores caminan a la madrugada ya libres de culpa; la cámara fija los toma de espaldas mientras se alejan bajo un puente y se pierden en la luz al otro lado, una clara alegoría de redención que sostiene el color cristiano de todo el film. En las antípodas, en La Patota de Mitre la que camina es Paulina. La cámara se mueve delante de ella cerrándole el paso, tomándola de frente en un plano medio cada vez más apretado que nunca permite al espectador saber hacia dónde va. Mientras tanto cae la tarde y la escena se va poniendo cada vez más oscura. Cada uno puede elegir una de las muchas alegorías que tienen lugar en esa representación que cierra la historia.
Previo a eso, Mitre se empeña en repetir el discutido plano final de El estudiante, poniendo en escena una elegante declaración de principios. Pero no es lo único que se reitera dentro de la obra del director. El tratamiento que da sobre todo a la escena de la violación –gráfico, incómodo y sostenido—, recuerda los excesos en el retrato de la violencia ya vistos en Elefante Blanco, dirigida por Pablo Trapero, sí, pero con guión de Mitre junto a Martín Mauregui y Alejandro Fadel. En ambos casos los directores eligen desconocer la existencia (y el poder) del fuera de campo –algo que un cineasta clásico como Tinayre tuvo la delicadeza no olvidar— para impactar de manera agresiva sobre el espectador, haciendo que el vía crucis de Paulina se convierta, además, en un espectáculo público.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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