Aunque Beatles, del director Peter Flinth, no lo propone, no está mal pensar en la aparición de The Beatles como un acontecimiento sismático, uno de esos que la Historia como ciencia utiliza para marcar los diferentes períodos en los que divide a su objeto de estudio. Así como el Renacimiento junto a la llegada de Colón a América son los hitos que marcan el final de la Edad Media y el comienzo de la modernidad, no sería descabellado pensar en el surgimiento de la banda inglesa como uno de los hechos que, entre otros, marca el último cambio de época dentro del calendario histórico. Sobre ese momento turbulento y revolucionario ocurre la historia dentro de la Historia que se narra en la película de Flinth, que de algún modo tangencial sirve para volver a tomar conciencia de la importancia cultural y el alcance universal que tuvieron los Cuatro Fabulosos de Liverpool. ¿O acaso no es posible pensar a la beatlemanía como el primer caso concreto de lo que hoy se conoce como globalización? Porque aunque lo que se cuenta en Beatles ocurre en 1965 en Oslo, Noruega, lo cierto es que los hechos bien podrían tener lugar, años más, años menos, en Buenos Aires, Johanesburgo o Tokio, sin que los detalles sufrieran mayores variaciones que aquellas, mínimas, obligadas por el color local.
Kim es un chico de 14 años que junto con sus amigos Ola, Gunnar y Seb deciden crear su propia banda de rock para emular a The Beatles. Ese es el disparador básico del que se sirve la película, basada en una exitosa novela del escritor noruego Lars Sabbye Christensen, para poner en paralelo aquel convulsionado momento histórico, con la eterna revolución que representa la adolescencia en términos individuales para cada persona desde el comienzo de los tiempos. Porque aunque la fábula beatle es lo que recorre todo el relato como fondo temático, la película en realidad no es otra cosa que una nueva versión del mito del fin de la inocencia, que a partir de las figuras de los protagonistas consigue poner en acto las dificultades que representa dejar atrás un mundo ideal, la infancia, para caer de golpe y de lleno en la realidad agridulce de la adultez. Claro, uno de los focos estará puesto en el vínculo que los cuatro chicos comenzarán a tener con las mujeres; las de su edad, con las que comparten la voracidad generacional, pero también con otras más grandes, que ávidamente buscan en algunos de ellos la energía desbordante de los que recién salen al mundo.
Por la combinación de sus temas, Beatles tiene mucho en común con Casi famosos, la extraordinaria película de Cameron Crowe en la que un chico de la misma edad de Kim daba sus primeros pasos como hombre acompañando como cronista a una banda de rock durante una gira. De hecho, tal vez como homenaje, Flinth recrea una de las escenas más recordadas de la película de Crowe, aquella en la que en medio de una fiesta el guitarrista y líder de la banda se sube al techo de una casa bajo el influjo del LSD creyéndose un dios de oro, anécdota clásica que se atribuye a varias estrellas de rocanroll de los ‘60, pero sobre todo a Jimmy Page de Led Zeppelin. Aunque acá el alcohol ocupa el lugar del ácido, lo que corre por detrás de ambas escenas es el mal de amores, esa enfermedad incurable que ha alimentado la obra de tantos artistas de todas las épocas.
Beatles está contada de manera amena y tiene la ventaja de correr con el caballo del comisario en materia de banda sonora (The Beatles son Gardel y no hay Medellín ni cáncer ni Chapman que puedan con su música), pero también es cierto que Flinth elige para narrar un tono entre meloso y melancólico que a veces empalaga un poco. Tono que tiene mucho de aquella nostalgia que Cinema Paradiso hacía supurar en torno al universo del cine y que Giuseppe Tornatore usaba para enhebrar la infancia de su protagonista/ alter ego con la historia de la Italia de posguerra. Las canciones de The Beatles ocupan acá ese lugar de disparador emotivo y Flinth lo subraya colocando manzanitas en algunas escenas claves (debe recordarse que una manzana verde era el logo de Apple, el sello a través del cuál la banda inglesa lanzaba sus discos). Más allá de eso, Beatles es una buena oportunidad para dejarse llenar por el agradable olor del espíritu adolescente sin arrepentirse por haber pagado la entrada.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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