El director noruego Roar Uthaug hizo todo bien para ganarse un pasaje a Hollywood. Primero filmó una película de terror (Cold Prey, 2006); después una de fantasía para toda la familia (La montaña mágica, 2009); enseguida una de acción (Escape, 2012); y su trabajo más reciente es La última ola, un exponente clásico del cine catástrofe. De las cuatro, esta es la única que se ha estrenado en Argentina, como seguramente lo hará la próxima, todavía en etapa de pre producción: una nueva versión del popular videojuego Tomb Rider, esta vez con la ascendente Alicia Vikander interpretando a la heroína Lara Croft en lugar de Angelina Jolie, proyecto que representa el primer paso de Uthaug dentro de la industria estadounidense. Un salto a la meca del cine que La última ola justifica de sobra, en tanto en ella demuestra ser un director que maneja con suficiente soltura el estilo y los elementos narrativos típicos del mainstream norteamericano.
Así, por un lado Uthaug demuestra que hoy en día puede rodarse una de estas películas y obtener un buen resultado incluso en cinematografías periféricas como la de Noruega. ¿Pero qué debe entenderse por buen resultado? Se diría que en estos casos alcanza con el hecho de realizar una construcción verosímil del escenario catastrófico y asimilar los tiempos narrativos propios del cine producido por los grandes estudios estadounidenses para ingresar en esa categoría. En ese sentido La última ola, que cuenta la historia de un pueblito turístico de montaña amenazado por un tsunami provocado por un alud, es una buena imitación de películas que en los Estados Unidos se realizan con presupuestos por lo menos 10 veces superiores y ese es realmente un mérito.
La contra de esa habilidad del director noruego es la impersonalidad. Es decir, la capacidad de construir una película que equivale dentro del cine a la categoría de No-Lugar, concepto creado por antropólogo francés Marc Augé (que casualmente pasó por Buenos Aires la semana pasada), para definir a los shoppings, los aeropuertos o las cadenas multinacionales de comida rápida, entre otros (no) lugares. Espacios homogéneos, fríos, vaciados de cualquier rasgo de identidad propia del lugar en el que se encuentran, que se reducen a ser apenas zonas de tránsito y que son idénticos entre sí, sea cual sea el lugar del mundo en que se los encuentre. El estreno local de La última ola acentúa ese carácter de No-Lugar (¿No-Cine?), quitándole a la película su último (único) rastro de identidad: la lengua. Nada menos que eso representa la decisión (que le corresponde al distribuidor internacional y no a sus representantes locales) de estrenarla en una versión que en lugar de ser hablada en noruego, su idioma original, lo hace en una copia doblada al inglés. Un gesto triste para un film que no es bueno ni malo, que puede ser visto hasta con cierto interés, pero al que no se le permite ni el lujo básico de contar con su propia voz (ni con la nuestra).
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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