El drama disfrazado de comedia (o al revés) es una especialidad del cine italiano, tal vez porque la identidad italiana está de alguna manera ligada a ese tipo de desborde en los extremos, que le permite pasar de la risa al llanto en lo que se tarda de ir de la cocina al comedor. En ese sentido Il Nome del figlio, de Francesca Archibugi, es muy italiana, cargada de personajes expansivos, verborrágicos, susceptibles, que todo el tiempo están diciendo lo que sienten casi sin filtro o, por el contrario, escondiéndolo muy bien, para que cuando finalmente se animen a confesarlo la cosa termine en escándalo sin que nada ni nadie lo pueda evitar.
Ese es un buen resumen de lo que corre por detrás de esta historia de cuatro amigos de la infancia que rondan los 50 y que una noche veraniega se juntan a cenar. Debe aclararse que se trata de unos 50 juveniles, bien al uso actual, como demanda esta modernidad en la que la adolescencia parece extenderse hasta justo antes de que empiecen a aparecer los primeros síntomas de la demencia senil. Cuatro cincuentones que tratan de seguir viviendo como si la juventud ya no fuera un recuerdo. Uno de ellos, Paolo, casado con una escritora muchos años menor con la que esperan su primer hijo, viene a contarles a los demás que la ecografía confirmó que se trata de un varón y que ya decidieron con qué nombre lo van a bautizar: Benito. Aunque trate de convencerlos que es en honor a Benito Cereno, el libro de Herman Melville, a los otros tres (entre losque está su propia hermana) se les hace imposible que la figura de Mussolini no se les venga a la memoria con la sola mención del nombre. A partir de ahí una serie de equívocos comienza a hacer que algunas verdades que han estado ocultas por años comiencen a salir a la luz.
Il nome del figlio es tal cual como se la intuye: un poco excesiva, un poco costumbrista, un poco sobreactuada y, sobre todo, un poco teatral. Un poco bastante, carácter que sin dudas se debe a la adaptación algo fallida de la obra de teatro Le prènom, de Alexandre de la Patellière y Matthieu Delaporte, en la que el film está inspirado. Fallida menos por la circunscripción escénica casi absoluta a un par de escenarios interiores, que por la falta de habilidad para evitar que los personajes se dediquen a declamar antes que a conversar por las imposiciones de un guión demasiado rígido. Y cuando los diálogos se convierten en una jaula, entonces no alcanzan ni la simpatía de Paolo, encarnado por Alessandro Gassman (hijo de Vittorio), ni la contenida actuación de Rocco Papapleo para sacar a toda la historia de esa sensación de clausura, de espacio cerrado al vacío y de algún modo desconectado de la realidad, que tiene esta historia que transmite la sensación de estar más preocupada por parecer italiana que por, fatalmente, serlo.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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