Hay un concepto bastante repetido que limita a un puñado de palabras los motores que impulsan la acción artística. Según esta mirada, toda creación es pasible de ser encuadrada dentro de unos pocos temas, dos en realidad, que conforman una entidad que sintetiza lo humano a partir de una serie de combinaciones de opuestos complementarios. Vida y muerte, amor y odio, deseo y repulsión, Eros y Thanatos. No hay obra de arte, dicen, capaz de evadir esta caracterización binaria y esencial, y en el particular espacio de la literatura no hay libro que escape a esta polarización. Existe sin embargo una tercera categoría, ínfima en volumen si se la compara con las otras dos, integrada por los libros en los que un único y poderoso elemento absorbe dentro de sí esas dos mitades de forma simultánea. A este pequeño núcleo pertenecen los libros que los escritores les dedican a las figuras de sus padres o madres. Solo en ellos el amor y el odio, la vida y la muerte, el deseo y la repulsión se funden y confunden en una masa de energía literaria ilimitada.
Los griegos, origen de la cultura y las letras occidentales, lo entendieron pronto. Algunas de las obras más destacadas de su mítica dramaturgia, de Edipo rey a Electra, giran en torno de ese centro y no es casual que 25 siglos más tarde Sigmund Freud regresara a dichos argumentos para construir sobre ellos parte de su revolucionaria teoría del psicoanálisis. Más o menos al mismo tiempo Franz Kafka escribía su extraordinaria Carta al padre, cuyo comienzo arrasador deja en claro la ambivalencia que suele habitar en casi todas las obras que abordan los vínculos parentales. “Queridísimo padre: Hace poco me preguntaste por qué digo que te tengo miedo. Como de costumbre, no supe darte una respuesta, en parte precisamente por el miedo que te tengo, en parte porque para explicar los motivos de ese miedo necesito muchos pormenores que no puedo tener presentes cuando hablo. Y si intento aquí responderte por escrito, sólo será de un modo muy imperfecto, porque el miedo y sus secuelas me disminuyen frente a ti, incluso escribiendo...”.
Universal como casi ningún otro, el tema del padre (o la madre) no ha dejado de producir ficciones, muchas de ellas versiones apenas veladas de historias reales. Es justamente esa poderosa universalidad la que podría explicar el gran éxito del reciente El salto de papá, en el que Martín Sivak, su autor, reconstruye la historia de su padre, Jorge Sivak, un heterodoxo banquero comunista que se suicidó en diciembre de 1990. El punto de vista es el de un hijo que intenta explicar las razones de su brutal ausencia y que no pierde la oportunidad de trazar una certera postal de una época convulsionada de la Argentina. Un par de años antes, en 2015, la escritora catalana Milena Busquets publicaba También esto pasará, novela de “ficción” en la que la crítica no tardó en hallar coincidencias con el vínculo con su propia madre, la mítica editora Esther Tusquets, fundadora del no menos célebre sello editorial que lleva su nombre. Una inspiración que la autora nunca negó.
En Nada se opone a la noche (2011), la escritora francesa Delphine de Vigan decide comenzar su relato describiendo a su madre muerta. Un punto de partida al mismo tiempo incómodo y conmovedor, desde el cual partirá en un viaje literario en busca de encontrar una explicación para la tristeza y la inestabilidad emocional de esa mujer que, como todas las madres del mundo, había signado su vida de hija. De Vigan consigue hacer que su propia historia se convierta, de alguna manera, en una apasionante novela de intriga. Un poco más radical resulta la apuesta del periodista y escritor argentino Jorge Barón Biza, quien en El desierto y su semilla (1998), su única novela, recrea la historia de horror de sus padres, el oscurísimo Jorge Barón Biza, también escritor, y Clotilde Sabattini. En el libro, Barón Biza hijo ficcionaliza su propia historia a partir de la agresión perpetrada por su padre, quien durante la audiencia del divorcio y en presencia de los abogados, arrojó ácido en la cara de su ex mujer, provocándole severas mutilaciones de por vida. En la novela es el propio hijo, alter ego del autor, quien socorre a la víctima, convirtiéndose en testigo del inmediato proceso de transformación del rostro de su madre, yendo de la belleza al espanto. El cuerpo de su padre sería hallado un día después, sin vida y con un tiro en la sien, una muerte que el propio Jorge replicaría arrojándose al vacío desde la ventana de su departamento en un piso 12, apenas tres años después de publicar El desierto y su semilla.
La lista de libros enumerados entrega una curiosidad: las escritoras hacen libros sobre sus madres y los varones sobre sus padres, detalle que tanto puede ser analizado por la crítica literaria como por la psicología. Una nota discordante en ese orden establecido la dio el escritor argentino Julián López con su novela Una muchacha muy bella, uno de los libros más elogiados del año 2013, en el que el autor reconstruye desde un narrador adulto la mirada arrobada con que de niño percibió a su propia madre. Justamente la hazaña literaria de López radica en la solidez con que va montando esa luminosa mirada infantil, que es además la marca que distingue a su libro de los anteriores. Si en aquellos el punto de vista del narrador estaba inevitablemente teñido por la muerte, acá es la vida la que alimenta el relato y suena lógico. La madre de Una muchacha muy bella es una de los 30 mil desaparecidos que dejó la última dictadura militar en la Argentina y, por lo tanto, la única de todos estos padres literarios que a los ojos de su hijo en realidad nunca murió.
Artículo publicado originalmente en el Suplemento Literario Télam.
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