domingo, 29 de enero de 2017

COLUMNA TORCIDA - Una delicia tropical

Cada lugar del planeta encarna para el turista la promesa de un placer determinado. Apoyadas parcialmente en la realidad, dichas promesas son apenas la proyección de una serie de fantasías colectivas a las que la industria del turismo les saca provecho. Así, obsesionado por causa de una de esas ilusiones, es como viajé a Costa Rica, esperando encontrar las playas del Caribe que más se ajustaran a mi idea de un paraíso terrenal.
Salvo que su capital, la ciudad de San José, a la que me dirigía, se encuentra a por lo menos cuatro horas de la costa más cercana. Por supuesto que no dejaría de tomarme ese tiempo para ir hasta el mar, pero la situación me obligaba a encontrar otras formas de placer que no incluyeran el plan de nadar en aguas cristalinas.
Amante de los dulces, ya en la combi que iba del aeropuerto al hotel se me ocurrió consultar al chofer para saber, así como el dulce de leche y el alfajor son dos clásicos rioplatenses, cuáles eran las golosinas típicas de Costa Rica. El hombre no lo dudó. “Pues la cajeta”, exclamó pronunciando esa jota exhalada distintiva de Centroamérica. “¡Vaya!”, dije mirando de reojo y un poco incómodo a mi compañera de travesía. Empecé a lamentar el hecho de no haber viajado solo.
Mis cavilaciones duraron muy poco: el conductor no tardó en aclarar que, a diferencia de nuestro dulce de leche, en Costa Rica la cajeta se prepara con leche en polvo. Una vez más –como siempre– el lenguaje volvía mostrarme su sonrisa traicionera.
  
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Artículo publicado originalmente en el Suplemento Verano de Tiempo Argentino.

jueves, 26 de enero de 2017

CINE - "Un monstruo viene a verme" (A Monster Calls), de J. A. Bayona: Autoayuda para preadolescentes

Un detalle por el que podría recordarse al 2016 es por las películas de niños con amigos gigantes y/o monstruosos. Con El buen amigo gigante de Steven Spielberg como mascarón de proa, la cosa se volvió tendencia con los estrenos de Mi amigo el dragón, de David Lowery, y Un monstruo viene a verme, de Juan Antonio Bayona, que acá llega con algunos meses de retraso extra. Dicha demora tal vez no sea arbitraria y se deba a las esperanzas de su distribuidor local de que el film obtuviera el espaldarazo de alguna nominación a los Oscar que nunca llegó. Y no está mal que no ocurriera, porque más allá de los méritos técnicos, las correctas actuaciones, la espléndida (aunque esta vez un poco sobreactuada) voz de Liam Neeson o lo emotivo de algunas secuencias, lo cierto es que la única nominación que habría resultado justa hubiera sido la de Mejor Drama Psicoanalítico. Categoría que habría que haber creado ad hoc para la ocasión.
El bullying al que el protagonista es sometido en la escuela; la madre joven y enferma terminal que lo enfrenta a una inminente orfandad; la ausencia del padre y la creación de una figura masculina imaginaria e idealizada; el dibujo como canal a través del cual las fantasías literalmente cobran vida; los conflictos con la abuela materna, quien pretende tapar esos huecos que hacen sufrir a su nieto; la forma en que el chico oye discusiones adultas que no debería oír o ve situaciones que no debería ver, siempre a través de puertas entornadas; el modo en que espía a través del ojo de la cerradura la vieja habitación que ocupaba su propia madre en la casa materna. Arquetipos que el psicoanálisis utiliza para abordar una etapa compleja como el final de la infancia. Para lidiar con todo eso, el pequeño Connor se inventa un monstruo que, para seguir en línea con lo anterior, no sólo encarna los miedos del protagonista sino que viene a proponerle de forma expresa la posibilidad de sanar sus heridas emocionales contándole cuentos. Es decir, una cura a través de la palabra. Que el monstruo surja de un árbol que se yergue junto al cementerio y la centenaria iglesia del pueblo no hace más que potenciar los excesos simbólicos.
El problema no es la filiación de la historia que Bayona adaptó al cine a partir de una novela de Patrick Ness –quién se encargó del guión– con la disciplina creada por Sigmund Freud, sino el carácter absoluto con que se le impone al espectador, sin dejar resquicio por los que se pueda colar una lectura alternativa. El colmo llega sobre el final, cuando Connor no solo es empujado por su monstruo a vivir su peor pesadilla más allá del momento en el que siempre se despierta, sino también a encontrarle una explicación, en una escena que replica una sesión entre paciente y analista. Si a esa obvia representación se suma la mención de la fe como herramienta de sanación o frases como “no hay buenos y malos, todos somos ambas cosas” o “lo importante no es lo que dices sino lo que haces”, se puede decir que Un monstruo viene a verme es casi una película de autoayuda para preadolescentes. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

domingo, 22 de enero de 2017

LIBROS - Oliverio Girondo, 50 años después: El poeta que abolió la solemnidad

Si hay un escritor que supo darse cuenta temprano en la historia de la literatura argentina de que el oficio del escritor no necesariamente debe ser ni serio ni sublime, ese fue Oliverio Girondo. Poeta, sobre todo y casi como ningún otro, pero también dibujante y artista plástico, ya desde muy joven y a lo largo de toda su obra Girondo demostró que para escribir poesía no era necesario asumir la gravedad del contador público que realiza un arqueo de caja y que lo mejor era mantenerse a prudente distancia del personaje del poeta que presume de ser un interlocutor directo de lo divino. Tal vez por eso el abordaje de su obra sigue siendo en la actualidad, a 50 años de su muerte y a 95 de la publicación de su primer libro, una actividad estimulante y placentera, tan cercana a la lectura como al juego.
Nacido en 1891, niño bien consentido por sus padres, al cumplir los 18 años el joven Oliverio consiguió llegar a un conveniente acuerdo con ellos: él aceptaría estudiar abogacía para cumplir con el mandato familiar, pero ellos le financiarían un viaje anual por Europa, dedicándole cada año a un país distinto. Y el muchacho no desaprovechó esa oportunidad. En 1922, poco más de una década después, Girondo publicaba su primer libro, los famosos 20 poemas para ser leídos en el tranvía, en los que se dedica a trazar diferentes viñetas cotidianas registradas en diferentes ciudades, que incluyen tanto a Buenos Aires y Mar del Plata, como a Venecia, Brest, Río de Janeiro, Dakar, Verona, París, Sevilla, Biarritz y el pueblito portuario de Douarnenez, en la Bretaña francesa.
Escrito con una prosa poética electrizante, los 20 poemas para ser leídos en el tranvía no son sólo el primer libro de un escritor joven, sino un manifiesto estético en el que Girondo se declara en contra de la pretensión poética, de los versos escritos como monumentos y, sobre todo, amante lo absurdo y lo cotidiano, que para él vendrían a ser la misma cosa.
Sus próximos libros profundizaron esta búsqueda. Tres años después publicaría Calcomanías (1925) y su nombre comenzaría a convertirse en una referencia para poetas y escritores todavía más jóvenes que él. Girondo trabó amistad y un vínculo estético con los integrantes de la revolucionaria revista Martín Fierro, representantes de la vanguardia poética de Buenos Aires. No sería la última vez que Girondo se convertiría en el núcleo de un grupo de poetas nóveles que se alimentaron de la eterna juventud de su obra poética.
La publicación de sus dos primeros libros resultó un golpe sonoro en el universo no sólo de la poesía local, sino también para las letras hispanoamericanas. Para tener una verdadera dimensión de lo que significo la irrupción de una voz como la de Girondo, alcanza con recordar que por aquellos años Leopoldo Lugones se encontraba en su apogeo, tras haberse convertido a sí mismo en juez de la poesía en español. No es descabellado afirmar que la obra de este funcionó como una provocación para una nueva generación de poetas, en la que estaban incluidos Girondo y el resto de los martinfierristas, quienes fueron encontrando sus propias voces como una reacción contra el canon que en sí mismo representaba el propio Lugones.
El trabajo que Girondo realizó con la lengua española para erigir su obra implicó primero una deconstrucción, que ya comienza a percibirse en sus primeros libros, para una vez desmontado todo el sistema língüístico, reconstruirlo con sus propias reglas. Dicha labor llegaría a su punto culminante con la publicación del extraordinario En la masmédula (1954), en cuyos textos Girondo construye un español paralelo, cargado de sonoridades juguetonas y de palabras híbridas que en su mestizaje multiplican su sentido.
Junto a esto también había desarrollado una aguda capacidad para provocar y causar revuelo, convirtiéndolo en una especie de performer avant la lettre, con algunos puntos de contacto con personajes contemporáneos como Salvador Dalí. Alcanza con recordar que cuando editó su libro Espantapájaros en 1932, para presentarlo en sociedad alquiló una carroza funeraria tirada por seis caballos, en la que transportaba un enorme espantapájaros vestido de etiqueta. Y mientras la carroza alborotaba el modesto tráfico de las calles porteñas, en un local en la todavía coqueta peatonal Florida, un grupito de chicas preciosas vendía su libro. Así agotó una primera tirada de 5 mil ejemplares en menos de una semana. Algo que hoy parece impensado como estrategia para el lanzamiento de un simple libro de poemas. Otra de las pruebas contundentes a favor de la idea de que Oliverio Girondo era un personaje adelantado a su tiempo.
En su homenaje la Biblioteca Nacional exhibe hasta marzo una muestra que sale al rescate de la vocación iconoclasta de Girondo a partir de un recorrido que abarca dibujos, ilustraciones, grabaciones de sus lecturas y aquella escultura gigante con la que se promocionó el disparatado lanzamiento de Espantapájaros.
 El muñeco de papel maché, vestido con traje, capa, galera y monóculos, es una de las grandes atracciones de la exposición, que cuenta en su patrimonio con con mucho material de Girondo, como primeras ediciones de sus obras entre las que se cuenta la nouvelle Interlunio (1937), ilustrada por el destacado pintor argentino Lino Enea Spilimbergo. La muestra podrá verse a partir de febrero y hasta mediados de marzo, de lunes a viernes de 9 a 21, y sábados y domingos de 12 a 19 en la sala Leopoldo Lugones (¡Oh, destino!), ubicada en la planta baja de la Biblioteca Nacional. Oliverio Girondo murió el 24 de enero de 1967 como consecuencia del agravamiento de las lesiones provocadas por un accidente de tránsito ocurrido seis años antes. Había compartido buena parte de su vida con Norah Lange, también poeta y escritora: en la casa que ambos habitaron nunca dejó de haber fiestas.

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.

jueves, 19 de enero de 2017

CINE - "Línea de cuatro", de Diego Bliffeld y Nicolás Diodovich: Una final en la que todos pierden

Ambientada y –según avisa la película en su primer fotograma– rodada durante la final del mundial de fútbol Brasil 2014, Línea de cuatro es una producción típica de lo más independiente del cine argentino. Realizada con recursos técnicos mínimos y una única locación, pero con el ingenio puesto en el desarrollo de una historia que le saca el jugo a sus limitaciones, el film de Diego Bliffeld y Nicolás Diodovich resulta un caso arquetípico del cine construido a partir del deseo de hacerlo y en contra de la lógica industrial. De factura absolutamente artesanal, Línea de cuatro genera y sostiene largos momentos de tensión e interés a partir de una premisa muy básica: un grupo de cuatro amigos que no ha conseguido reunirse completo desde hace cuatro años, se junta para compartir la final del mundial.
Los directores aprovechan la doble tensión generada por el reencuentro y por lo que representó para el hombre argentino promedio que la selección de fútbol volviera a jugar la instancia definitoria de un mundial. Desde ahí, tejen y destejen una compleja trama de vínculos en la que el mero presente es apenas una delgada superficie de hielo que no tarda en quebrarse, para descubrir una profunda crisis de amistad que tiene su origen en el suicidio de otro amigo, quinto integrante del grupo, también ocurrida hace cuatro años. Narrada en tiempo real durante los 90 minutos de aquel partido –que la Argentina perdió en tiempo suplementario–, Línea de cuatro retrata el dialogo desnudo de esos amigos para quienes la final acaba siendo apenas una excusa para poner sobre la mesa una serie verdades silenciadas, ahora sepultadas por el alud del tiempo.
Aunque por momentos su puesta en escena resulta más propia de lo teatral que de lo cinematográfico y algún altibajo, el gran mérito de Línea de cuatro es que lo mejor de sus acciones transcurre durante su entretenido segundo acto. Luego de una introducción en la que la cosa se limita a reconstruir las charlas típicas (y vacuas) que se dan entre hombres cuando se juntan a ver un partido como éste, de a poco el guión ilumina ciertos aspectos oscuros no sólo de cada uno de estos cuatro amigos, sino de sus vínculos particulares. Con inteligencia, el fútbol se va esfumando, ahogado por la necesidad de estos amigos de encontrar algunas explicaciones, en particular la del deterioro que la relación ha sufrido en los años que separan una adolescencia idealizada de una madurez alcanzada a medias y muchas cuentas aún pendientes. El final tal vez no resulte del todo satisfactorio para quienes, al igual que los personajes, necesiten cerrar la historia para tener un panorama completo de lo que ocurrió entre ellos. Pero aunque se le pueda criticar la brusquedad y el artificio, también se debe el atrevimiento de terminar su película sin responder todas las preguntas, permitiendo que el espectador se lleve algunas de ellas para seguir peleando con los personajes mientras se vuelve a casa tras la proyección. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

CINE - "Assassin's Creed", de Justin Kurzel: Imaginar no es para cualquiera

El problema con la mayoría de las películas basadas en videojuegos es que se nota mucho que están más interesadas por el arqueo de caja que por tomarse al cine más o menos en serio. Entonces se vuelve evidente que no interesa construir un verosímil cinematográfico, sino que se contentan con reproducir visual y gráficamente los chirimbolos particulares de cada juego para contentar a sus fanáticos y, a lo sumo, capturar a algún consumidor serial de películas de acción (son muchos) o a aquellos espectadores que se dejan convencer por un cartel cargado de caras conocidas (también abundan). Toda esa descripción general encaja bien con las particularidades de Assassin’s Creed, suerte de caso testigo para este tipo de producciones.
Iniciativa que, por otra parte, dispone de los recursos económicos que le permiten contar con un reparto de estrellas y recrear con lujo de detalle el universo fantástico del original. Que además son muchos, ya que la historia entrelaza dos realidades que el relato entrecruza. Una de ellas anclada en España durante la Inquisición, en la que un grupo llamado los Asesinos (los Assassins del título) le disputa a los Templarios la posesión de una reliquia religiosa llamada La Manzana que contiene, claro, algo así como la primera maldad de la humanidad. La segunda realidad transcurre en una suerte de presente futurista, en la que una corporación se encarga de rastrear aquella reliquia en busca de una cura genética para la “enfermedad” de la violencia. Entre ambas, un hombre es el único viajero capaz de unir ambas en busca de pistas que les permitan a los científicos del presente encontrar el lugar en donde aquella manzana fue ocultada en el pasado.
Más allá de algunas escenas de acción entretenidas (lo mínimo que se le debe exigir a un film de este tipo), Assassin’s Creed avanza por el filo que separa lo convincente de lo intragable (y no pocas veces se adentra en lo profundo del lado incorrecto). No es necesario detenerse en detalles mínimos, como los pequeños errores que comete Michael Fassbender cuando su personaje regresa al pasado y tiene que hablar en español (en general lo hace dignamente), cuando se tienen escenas en las que este grupo de Assassins se enfrenta a un ejército inquisidor comandado por Torquemada en persona, peleando como ninjas. Este detalle, al que podría bautizarse como el Síndrome Matrix, de alguna manera pone al desnudo lo absurdo del recurso hollywoodense de meter las artes marciales en cualquier parte, cómo sea y a cuento de cualquier excusa. Incluso, como ocurre en este caso, cuando el asunto resulta tan poco convincente que al espectador no le queda más salida que empezar a ver como todo alrededor empieza a volverse absurdo o, lo que es peor, un poco ridículo. Una buena prueba de que la verdadera imaginación es una cosa muy distinta de la mera acumulación compulsiva de detalles inverosímiles. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

LIBROS - A 50 años de la muerte de Oliverio Girondo: La revolución poética

No se puede hablar de la poesía argentina de las primeras décadas del siglo XX sin mencionar en un lugar muy destacado a Oliverio Girondo. No se puede hablar de vanguardias ni de personajes extravagantes de la literatura sin recordarlo. No se puede hablar de nada de lo anterior sin hacerlo extensivo a toda la literatura en lengua española, pero ya no de los primeros años sino del siglo completo. Lejos de envejecer o de quedar atornillada a una época, toda su obra poética puede volver a leerse hoy, a 50 años de su muerte, sintiendo las mismas cosquillas que sus versos provocaban a los lectores hace casi un siglo atrás, cuando publicó su primer libro, 20 poemas para ser leídos en el tranvía (1922), un trabajo tan revolucionario que es imposible encontrarle un par. Porque Girondo fue un revolucionario de la lengua en el más estricto de los sentidos, un escritor que primero puso al español patas para arriba y después se dedicó a reordenarlo según su propio gusto.
Volver sobre 20 poemas en 2017 es una experiencia que no perdió ni el encanto ni el espíritu juguetón con que Girondo lo compuso. La mayoría de sus textos no se corresponden con el formato de versos y estrofas de la poesía clásica, sino que fluyen sobe el torrente de la prosa poética, aunque el estilo narrativo se percibe incluso en las composiciones versificadas. Y el español ya comienza a ser utilizado pensándolo antes de manera sonora que atendiendo a la tiranía del diccionario. Un desapego por la concordancia entre significado y significante que con el devenir de su obra Girondo iría llevando al extremo, hasta llegar a En la masmédula (1953), non plus ultra de la desarticulación y rearticulación de la palabra y el lenguaje en busca resonancias disruptivas, tanto en las formas como en el sentido.
Para entender que tan explosivo puede haber resultado 20 poemas, libro al que enseguida se le sumó la edición de Calcomanías (1925), alcanza con extender sobre la mesa el mapa de la poesía argentina de la época y confirmar que Oliverio estaba varios cuerpos delante de cualquiera. La poesía de Enrique Banchs, por ejemplo, escrita con estricto apego por recursos y estructuras clásicas como la rima o el soneto, parece haber sido creada con varias décadas de historia estética de diferencia respecto de los 20 poemas. Sin embargo Banchs era apenas tres años mayor que Girondo (aunque es cierto que para 1922 hacía más de 10 que ya había publicado su obra completa, para abandonar la literatura hasta su muerte en 1968). Comparar a dos escritores que han dado algunas de las páginas más destacadas de la poesía argentina y cuyas producciones representan dos miradas estéticas tan diversas, puede resultar odioso. Pero el ejercicio sirve para notar el abismo que separaba a Girondo del resto:

Texto A) “Hospitalario y fiel en su reflejo/ donde a ser apariencia se acostumbra/ el material vivir, está el espejo/ como un claro de luna en la penumbra.”
(Primera estrofa del soneto 59, incluido en el último libro de Banchs, La urna, de 1911.)

Texto B) “A veces se piensa, al dar vuelta la llave de la electricidad, en el espanto que sentirán las sombras, y quisiéramos avisarles para que tuvieran tiempo de acurrucarse en los rincones.”
(Fragmento de “Nocturno”, uno de los 20 poemas para ser leídos en el tranvía.)

A pesar de su brevedad, la diferencia entre ambos registros es elocuente y parece mucho mayor a los 11 años que en realidad los separan. Es posible pensar que Banchs era un escritor demasiado clásico, incluso para su época, y es cierto. Pero como se verá, no es esa la razón para explicar ese abismo: lo que ocurre en realidad es que Girondo escribía desde el futuro.
El mismo ejercicio podría realizarse con Alfonsina Storni, nacida en 1892 y un año menor que Girondo, quien en 1920 publicaba Languidez, en el que también combina algunas formas tradicionales, como tercetos y sonetos estrictamente rimados, con otros que, siendo más libres, tampoco se apartan demasiado de la rigidez de lo clásico. El resultado sería más o menos el mismo. Pero la comprobación definitiva de la modernidad de la obra de Girondo resulta de su cotejo con la de Leopoldo Lugones, que por entonces ya detentaba la corona de Poeta Nacional. La comparación era pertinente en aquel momento, porque Lugones se había convertido en el metro patrón de la poesía argentina y por esa misma razón sigue siendo válida hoy.
En 1922 Lugones publica Las horas doradas, otro de sus acostumbrados monumentos poéticos que representa todo lo contrario de lo que vino a proponer el trabajo de Girondo. Y mientras releer a Lugones hoy puede resultar arduo y hasta tedioso, volver a leer a Oliverio sigue siendo una fiesta. Hagan el siguiente experimento: lean primero “El dorador” (o al menos inténtenlo), el poema de 27 estrofas de cuatro versos endecasílabos cada una, con estricta rima consonante del tipo ABAB, que abre ese libro de Lugones. Luego lean “Exvoto”, el extraordinario texto que Girondo le dedica a las chicas de Flores, y podrán comprobar ustedes mismos cuál es el tamaño de la brecha que separa a la poesía de Oliverio de todo lo que se escribía entonces.
 La diferencia con Lugones es radical y no se limita a una cuestión de formas, sino que también son distintos sus temas y ambiciones. Tal vez no pueda entenderse a Girondo sin el antecedente de Lugones. Mientras el autor de La hora de la espada se arrogaba el papel de guardián de lo sublime y escribía para la posteridad, con pretensión épica y el objetivo de labrar su nombre sobre el bronce (y buena parte de su vida la dedicó a la tarea de construir su propio pedestal), la idea que Girondo tenía de la poesía era la opuesta. En el texto que sirve de prólogo a 20 poemas –“Carta abierta a ‘La Púa’”—, el poeta no se declara amanuense de las altas musas sino que, por el contrario, afirma que los suyos son poemas que cualquiera encuentra “tirados en medio de la calle” y que él los “recoge como quien junta puchos en la vereda”. Enseguida agrega con humor: “Yo no tengo, ni deseo tener, sangre de estatua. Yo no pretendo sufrir la humillación de los gorriones”. Y lejos de ambicionar los grandes temas, reclama para sí el universo de lo cotidiano, al que define como “una manifestación admirable y modesta de lo absurdo”. De hallar esas perlas de lo admirablemente absurdo entre los pliegues de la realidad más pedestre, es de lo que se ocupó Girondo en sus 20 poemas. Que por otra parte no fueron escritos para ser leídos ni en los claustros de la academia, ni en las salas mudas de las bibliotecas, ni en los cenáculos privados de la alta poesía, sino en los asientos de un tranvía, un tren o un colectivo. Lo que habita en sus páginas no es muy distinto de lo que cualquiera puede ver por las ventanillas durante el viaje, pero solamente pudo haberlo escrito un viajero del tiempo como Oliverio Girondo. 

Artículo publicado originalmente en el Suplemento Literario Télam.

jueves, 12 de enero de 2017

CINE - "Invasión zombie" (Busanhaeng / Train to Busan), de Yeon Sang-ho: Zombies sobre rieles

Suponga que usted es aficionado al cine y le gusta presumir de su falta de prejuicios a la hora de elegir qué película irá a ver cada semana. Póngale que se considera capaz de disfrutar del drama más lacrimógeno como de las atroces salvajadas que imaginan los productores más sádicos del cine gore. Incluso si usted es todo eso, no sería raro que al ver el afiche del estreno de Invasión zombie lo primero que se le viniera a la cabeza, no sin fastidio, fuera la frase “otra vez están cayendo zombies de punta”, descartándola de plano como una opción valiosa. Y razones no le faltarían, porque el cine de terror suele abusar bastante del zombie (aunque no tanto como del diablo, el demonio y sus legiones de posesos; vea sino La reencarnación, otro de los estrenos de la semana). Si así se diera la cosa y por prejuicio decidiera dejar pasar la oportunidad de pagar una entrada para ver esta película surcoreana con un nombre tan malo, usted estaría cometiendo un error gravísimo.
Lo primero que debe recordarse es que desde el cambio de siglo el cine surcoreano se ha convertido en uno de los más atractivos, prolíficos e imaginativos del mundo. A diferencia por ejemplo del cine argentino, que también es bueno y prolífico pero en un sentido muy distinto, el cine coreano contemporáneo se ha construido a sí mismo frente al espejo de Hollywood, sin perder de vista el sistema de géneros del cine clásico estadounidense. Desde ese lugar toda una generación de artistas se ha dedicado a releer el cine de género y a filmarlo con una convicción, un entusiasmo y sobre todo, un ingenio que es muy difícil de encontrar en los artistas estadounidenses, para quienes salirse de los moldes y las fórmulas resulta hoy en día muy dificultoso, tal vez por una cuestión de distancias y perspectivas.
En la inteligencia de esa relectura se encuentra el secreto del cine surcoreano y en particular de esta Invasión zombie, cuyo título original, Tren a Busán, carece por completo del componente berreta que le han endosado al elegido para su estreno local, que olvida por completo un detalle central del relato: el tren. Si algo tiene de distintivo Invasión zombie es que la acción transcurre casi completamente sobre una formación ferroviaria de alta velocidad que viaja desde la capital de Corea, Seul, a la ciudad de Busán. Un detalle no menor no sólo desde lo narrativo sino sobre todo desde lo técnico, terreno en el que su director Yeon Sang-ho se luce, resolviendo con enorme destreza kinética las dificultades de desplazar su cámara dentro de los reducidos espacios de un vagón de tren y al mismo tiempo coreografiar complejas escenas de acción. En ese encierro algo claustrofóbico es posible percibir una influencia que se ha vuelto recurrente en los mejores exponentes del cine de terror del siglo XXI: John Carpenter.
Nada de eso sería demasiado positivo si no estuviera potenciado por una mirada profundamente humana que se proyecta en el perfil de sus personajes y en el arco dramático que deben recorrer para ir de un extremo al otro del relato. Que comienza con el workahólico gerente financiero de una corporación subiendo a disgusto al tren junto con su hijita que cumple años y quiere ir a visitar a su madre que vive en Busán. Justo antes de que el tren parta, también sube a él una joven que acaba de huir de un extraño brote que se ha extendido con violencia por la estación de Seul y que enseguida se expandirá por la ciudad, el país y, claro, dentro del tren. Todo esto se vincula con la película anterior de Yeon, Seul Station, film animado (como toda su filmografía previa) en el que una epidemia similar comienza entre los indigentes que viven en torno de la estación central de la capital.
A través de los personajes Yeon se permite esbozar una crítica sobre el individualismo y su rol dentro de una sociedad capitalista como la coreana, que también se construyó a imagen y semejanza de los Estados Unidos. Ahí también es posible afirmar que Invasión zombie es un film carpenteriano, en el que su protagonista recién puede liberarse de su rol de engranaje dentro de un sistema regido por los valores del sálvese-quien-pueda, cuando las circunstancias lo obligan a contemplar al mundo y a su propia realidad desde otro punto de vista. En torno a eso, Yeon construye una película con personajes atractivos, escenas de alta tensión resueltas con envidiable pericia y un final oscurísimo al límite del melodrama, pero que aún así resulta desolador y sinceramente emotivo. Un trabajo cuya única debilidad es ese título que usted verá en los anuncios de las marquesinas locales. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

CINE - "La reencarnación" (Incarnate), de Brad Peyton: El exorcista traidor

Hay algo interesante en el comienzo de La reencarnación, película de la cual se espera lo peor, como ocurre con todas aquellas producciones de clase B cuyo tema son las posesiones demoníacas. Y lo que sorprende es que su protagonista, el doctor Ember, no es un exorcista convencional y sus exorcismos distan mucho del modelo religioso (cristiano para más datos y católico para ser precisos), impuesto a partir del éxito de El exorcista (1973) de William Friedkin. Porque Ember no cree lidiar con demonios en un sentido estricto, sino con “entidades parasitarias en un cuerpo ocupado”, y su objetivo no es salvar almas, sino cumplir con una venganza personal.
Los “exorcismos” de Ember son procedimientos en los que intervienen la ciencia y la técnica, y donde la fe parece no tener nada que ver. Se trata, claro, de una ciencia ficticia, que le permite a Ember migrar hacia el cuerpo tomado a partir de un trance provocado por un coma farmacológico autoinducido. Una vez dentro, su trabajo consiste en persuadir al verdadero dueño de que en realidad está siendo engañado a través de la proyección de su deseo más profundo, una suerte de sueño ideal muy vívido. Si consigue que el anfitrión deje de creer en la fantasía que el parásito propone, aquel podrá volver a tomar el control de su propio cuerpo.
A diferencia de otros films de exorcismos, La reencarnación parece no proponer la clásica disputa del bien y el mal que siempre tiene a la culpa como motor. Por el contrario, sus procedimientos combinan la medicina con la física, la química e incluso el psicoanálisis (los posesos como víctimas de sus propios deseos llevados al extremo). Pero de un momento a otro el film dinamita ese imaginario propio para volver a la foja cero de las películas de exorcismos, en donde de repente la venganza se convierte en culpa y los parásitos en demonios que se aterrorizan ante un crucifijo enarbolado con prepotencia. Una traición que no sólo se desentiende de su propio universo, sino que se olvida de respetar al espectador, destruyendo la lógica con la que se organizaba para volverse subsidiaria del imaginario repetido de las películas del diablo y sus cien mil exorcismos.
A tal punto llega la sumisión del director Brad Peyton, que una vez que se evidencian sus verdaderas intenciones, algunos detalles previos también se revelan como simples repeticiones. Por ejemplo, dentro del procedimiento de expulsar a los parásitos, los dueños originales de los cuerpos deben cumplir con un acto de fe que consiste en saltar por una ventana al vacío, como demostración de que aceptan estar viviendo una fantasía. Como todos recordarán, saltar por una ventana era el gran acto de fe del padre Karras, primer eslabón de una cadena de exorcistas carcomidos por la culpa, que se ofrecen a sí mismo en sacrificio para vencer a un mal que no acepta ser derrotado. Aunque pose de otra cosa, La reencarnación es más de lo mismo. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

domingo, 8 de enero de 2017

LIBROS - Murió Ricardo Piglia: El último lector revolucionario

Provocó un cimbronazo sensible en la escena literaria argentina con la publicación de su primera novela, Respiración artificial, en 1980. Se convirtió en bestseller con Plata quemada a finales de los años '90. Recibió el premio Rómulo Gallegos 2011, uno de los más importantes de la literatura en español, por la novela Blanco nocturno, y en 2015 el premio Formentor, el mismo con el que alguna vez fueron consagrados Jorge Luis Borges y Witold Gombrowicz. Le entregaron el premio Konex de Diamantes en 2014, el mismo año en que El camino de Ida, su última novela, fue reconocida con el Premio de los Lectores de la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires. Regresó a Buenos Aires en 2011, luego de 15 años de dar clases en las prestigiosas universidades estadounidenses de Harvard y Princeton. Escritor fino y prolífico, amante del género policial, pensador permanente de los oficios de la escritura y activo difusor de la literatura argentina, todo eso y más puede decirse de Ricardo Piglia, cuya muerte anunciada el pasado viernes (pero larga y tristemente presentida en virtud del penoso avance de la enfermedad que lo aquejaba hace casi tres años) sacudió todos los ámbitos de la cultura argentina, iberoamericana y, por qué no, del mundo. Sin embargo, todo eso resulta pobre a la hora de intentar definir el lugar real que le corresponde a Piglia en el universo de las letras y el auténtico valor de su obra, cuyos alcances exceden largamente el límite de su obra literaria.
Es cierto que mencionar todo lo anterior es inevitable, del mismo modo en que no se puede eludir el compromiso de enumerar sus trabajos más populares o reconocidos, como las cuatro novelas ya mencionadas, a las que se les pueden sumar otros, como La ciudad ausente (1992), los libros de cuentos La invasión (1967) y Prisión perpetua (1988) o los tres volúmenes que recopilan sus diarios personales, de los cuales los dos primeros fueron publicados recientemente y el último se publicará, ahora de manera póstuma, en algún momento no muy lejano de 2017. Son esos mismos diarios sobre los que el cineasta Andrés Di Tella se basó para rodar el sentido documental 327 cuadernos (2015).
Pero si su obra de ficción resulta de mención obligatoria, no es menos importante su trabajo ensayístico y académico, a través del cual se permitió darle una voz ya no al escritor, sino al lector voraz y atento que supo ser. No es improbable que al propio Piglia, un poco borgeanamente, le agradara más ser recordado de este modo. Que se rescatara su valiosa relectura del canon literario argentino por encima de su propia obra, cuyo peso específico, por otra parte, le aseguran un lugar preponderante en ese mismo panteón sin necesidad de que ahora mismo, en el momento de su propia muerte, se insista demasiado desde acá sobre lo imprescindible que resulta su bibliografía a la hora de pensar las letras argentinas contemporáneas.
Debe decirse entonces que Piglia dedicó durante toda su vida una buena parte de sus fuerzas intelectuales y de su tiempo, a intentar romper con el canon literario que a mediados del siglo XX se había cristalizado a partir de la omnipresencia que en el mundo cultural tenían figuras como Victoria Ocampo o el propio Borges. Un orden que sin inocencia olvidaba y dejaba fuera una cantidad de nombres y obras, y sobre el que Piglia se impuso la tarea de influir. Sin dudas, el gran mérito de dicho empeño haya sido el de recuperar para Roberto Arlt –cuyo estilo había sido condenado en ausencia al limbo de lo incorrecto por ese grupo de escritores/lectores que levantaban las banderas de la exquisitez— un lugar destacado dentro de ese orden, colocándolo a la misma altura del santificado Borges. Del mismo modo, Piglia se encargó de fortalecer y rescatar el trabajo de autores emergentes o silenciados, pero cuyo lugar en el parnaso de las letras locales debía ser garantizado.
Durante una entrevista realizada en agosto de 2013 con motivo de la publicación de El camino de Ida, Piglia le obsequió a este cronista un ejemplar de Hombre en la orilla, de Miguel Briante. Se trataba de la primera reedición de ese libro en 45 años, realizada en el marco de una colección llamada Serie del recienvenido que la editorial Fondo de Cultura Económica estaba comenzando a publicar y de la cual el propio Piglia era el director. Ahí mismo se ofreció a ser entrevistado nuevamente, pero esta vez para hablar de la obra del otro. Esa generosidad es la misma que movió buena parte de su obra crítica, la que lo llevó a impulsar una reestructuración de ese canon literario rígido y cerrado, en el que no solo se atrevió a colocar a Arlt en el mismo escalón que Borges, sino que luchó por conseguir que figuras como Juan José Saer, Antonio Di Benedetto, Manuel Puig o el propio Briante tuvieran el lugar que se merecen. Ese también era Ricardo Piglia. Mejor aún, ese es Piglia antes que nada. Solo por eso su ausencia dejará un hueco enorme: a partir de ahora ya no habrá quien defienda a los escritores olvidados. 

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.

sábado, 7 de enero de 2017

CINE - "Mi último fracaso", de Cecilia Kang: Una historia de mujeres en círculos concéntricos

El que propone la directora Cecilia Kang en su ópera prima Mi último fracaso, es un registro íntimo de un universo femenino infrecuente no sólo dentro del cine argentino sino, de un modo más amplio, dentro de lo que se entiende por “ser argentino”. Se trata de un retrato acerca del rol de la mujer en su cultura de origen, la coreana, que se mueve con mucha soltura y plasticidad entre los dos mundos que representan lo oriental y lo occidental, y muy particularmente en la encrucijada entre lo coreano y lo argentino.
No se puede decir sin embargo que lo oriental le sea ajeno al cine nacional, teniendo en cuenta que en los últimos diez años se han realizado una cantidad de películas que toman ese universo como centro para construir sus relatos. La lista es larga, incluso si se la restringe a las que abordan la cultura coreana en particular, como lo han hecho, por ejemplo, La chica del sur de José Luis García; Una canción coreana de Gustavo Tarrío y Yael Tujsnaider o La Salada, de Juan Martín Hsu, todas ellas presentadas en diversas ediciones y competencias de Bafici, festival que en su versión 2016 también incluyó al film de Kang.
Mi último fracaso responde a un orden circular o, mejor aún, a un formato de múltiples círculos concéntricos que, como ocurre con las cebollas, los troncos de los árboles o la estructura geológica de la Tierra, se van cerrando en torno al núcleo para darle mayor cuerpo y espesor. La película comienza con la directora acompañando a Ran Kim, su maestra de arte, en un viaje a Corea en donde esta se encuentra con quien fuera su propia maestra y con sus hermanas. En ese ir y venir entre Seúl y Buenos Aires comienza a trazarse el primer círculo, en el que la directora consigue en un primer momento homogeneizar ambos paisajes, de modo tal que se vuelve dificultoso reconocer cuando se está en una u otra ciudad.
El segundo círculo se abre en el momento del encuentro de Ran con su mentora, en el que todas las presentes ríen dando cuenta que se trata de una reunión de mujeres que no se han casado. Este comienzo retrata un universo femenino hermético, en dónde la presencia masculina queda por completo fuera de campo, detalle que llega al extremo cuando las tres hermanas visitan la tumba de su padre y se sacan fotos con él, in absentia, junto a la lápida.
 Dicho círculo se cierra sobre una figura aparentemente opuesta: la de la madre de la directora. Sobre el final de la película y al hablar de su hija mayor, Catalina –médica, también soltera y personaje central en esta historia–, ella afirma que a la primogénita sólo le falta una cosa para cumplir con el destino de toda mujer: casarse. En esa afirmación lo masculino vuelve a presionar desde su poderoso fuera de campo, dando cuenta del lugar al que tradicionalmente se relega a la mujer en la cultura coreana y contra el cual se revelan durante la película varias de las amigas de las hermanas Kang.
El último de los círculos concéntricos que el film traza es el que va de su excusa formal al motivo real detrás de ella. Es decir, de ese retrato de lo femenino al carácter de declaración de amor que la directora le dedica a las mujeres de su vida: a su mentora, sus amigas, su madre y sobre todo a su hermana. Declaración que se hace explícita en un texto final que cumple una función emotiva, pero que a la vez representa un exceso cinematográfico, ya que la construcción que Kang consigue hacer a lo largo de su película deja bien claro el vinculo amoroso que la une con sus personajes. Un exceso tan innecesario como tolerable, como lo son todas las dedicatorias, que representan una intervención directa del autor por fuera de la obra. Aún así Kang tiene la inteligencia de colocarla al final, cuando ya los espectadores atentos habrán sabido percibir que era de eso de lo que se trataba Mi último fracaso. Tan evidente como que la productora montada por Kang para realizar su película lleva por nombre Misbelovedones; o en castellano literal: “mis amados”. Más claro, echale soju.

Artñiculo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

viernes, 6 de enero de 2017

CINE y LIBROS - Antonio Di Benedetto: Recetas para filmar lo infilmable

“Habitualmente conviene empezar por el principio, pero en ciertos casos es mejor empezar por el final; por ejemplo, si queremos pintar un perro de verde, tal vez convenga empezar por la cola, porque con esa parte no muerde…”. Tal cual lo afirma un fugaz personaje de la novela El templo etrusco, de Juan Rodolfo Wilcock –uno de los escritores más sorprendentemente secretos de la literatura argentina–, no siempre es recomendable empezar por el comienzo. Para hablar de la relación entre la obra de Antonio Di Benedetto con el cine, que por cierto no ha sido muy prolífica, arrancar por el final, por lo inmediato, e incluso por lo inminente, parece ser la mejor opción. Tal vez lo más apropiado para comenzar este recuento sea invocar el nombre de la directora Lucrecia Martel, quien actualmente se encuentra dando los toques finales a la posproducción de su versión de Zama. Sin embargo, es necesario retroceder unos ocho años, justo después del estreno de La mujer sin cabeza (2008) –la última película de Martel estrenada hasta la fecha–, para enterarse de que en ese entonces la directora tenía otros planes. Y en ellos también es posible buscar algunas pistas de cómo pudo haber llegado Martel a la instancia de adaptar una de las novelas más prestigiosas de la literatura argentina, que es también una de las más complicadas de traducir al cine. Empecemos, entonces, por el final.
La noticia de que Martel finalmente no sería la directora de una versión de El Eternauta –novela gráfica fundacional de la historieta argentina creada por Héctor G. Oesterheld en colaboración con el dibujante Francisco Solano López– fue una sorpresa que nadie recibió con gusto. De hecho, el asunto tomó a todo el mundo desprevenido, porque había sido la propia Martel quien había confirmado su participación en no pocas entrevistas, en las que se manifestaba muy ilusionada con el proyecto. Finalmente, la película no prosperó por decisión de sus productores, quienes nunca quedaron satisfechos con el guion entregado por la directora.
En una de esas entrevistas, realizada dos días después del estreno de La mujer sin cabeza y publicada en el suplemento cultural del diario El País, de Uruguay, cuando le consultaron acerca de qué temas le gustaría que trataran sus próximas películas, una vez concluida El Eternauta, la cineasta dio algunas pistas de hacia dónde podrían estar encaminados sus próximos pasos. “De la historia argentina, miles de cosas”, respondió, e hizo una lista de temas y personajes: el malón; la zanja de Alsina; Florentino Ameghino; el perito Moreno. “El siglo XIX en la Argentina es fabuloso y en algún momento habría que encararlo, pero me parece que exige un montón de invenciones, como las que hicieron los yanquis con sus vaqueros, aunque quizás con otras ideas políticas. Hay que inventar un idioma español para esa gente… siempre pensé que si tuviera que hacer una película de época trabajaría mucho los diálogos, reinventando un español a partir de las cartas, de los documentos escritos. Que sin dudas no eran un reflejo de cómo se hablaba, pero sí me parece que hay que inventarlo”, concluía la directora.
Por ahora, Martel parece no haber puesto en marcha la idea de llevar al cine aquellos hechos. Pero la idea de abordar desde el cine el pasado argentino se mantuvo como eje temático de la que, finalmente, será su próxima película. Solo que en lugar de tomar hechos históricos como punto de partida, la directora decidió avanzar con la adaptación de una de las novelas más extraordinarias de la literatura argentina (cuya trama, en rigor, no transcurre en el siglo XIX, sino justo antes, entre 1790 y 1799), a la que se ha tildado de infilmable en no pocas oportunidades. Una afirmación por lo menos imprudente, que refleja antes las limitaciones de la imaginación de quienes la realizan que una hipotética falta de potencial cinematográfico en el original. No hay obras literarias infilmables, lo que faltan son directores con el talento y el coraje necesarios para encontrar el camino y el tono indicados para impulsar el tránsito de dichas obras de un lenguaje al otro. De traducirlas, pasando de la escritura al cine. Una labor que demanda, en primer lugar, una buena dosis de fantasía, pero también la capacidad de entender que cada lengua tiene sus propias reglas y que no siempre será lo más adecuado el traslado literal de una a la otra.
Zama es parte de ese selecto linaje de obras literarias supuestamente imposibles de adaptar al cine, pero cuyo destino es acabar siendo honradas por grandes directores (otro ejemplo destacado de filmar lo infilmable lo acaba de dar Gustavo Fontán con su espléndida versión de El limonero real, de Juan José Saer). Esta novela fue el salvoconducto que le permitió a Martel abordar la reconstrucción ficcional de una época, y quizás se haya permitido hacerla tal como la planteó en aquella entrevista, hace ya ocho años. Pero, a pesar de que su rodaje tuvo lugar durante 2015 y su estreno estaba previsto para algún momento de este año, habrá que esperar hasta el año próximo para ver Zama en el cine, por razones personales de la cineasta.
Recién entonces será posible saber cuántos de aquellos presupuestos enumerados en la entrevista publicada por El País habrán sido finalmente retomados y aplicados por la directora a su trabajo sobre la novela de Di Benedetto. Habrá que estar atentos a los diálogos, para ver qué tan extraña resulta la versión del idioma español inventado para la ocasión. Por lo pronto, no suena descabellado pensar que la inquietud, la angustia y esa persistente sensación de extrañamiento que Martel imaginó en torno de hechos históricos, como la construcción de la zanja de Alsina, también puedan haber sido un buen camino para trabajar sobre una novela en la que una espera agobiante se va imponiendo como una fatalidad ineludible para su protagonista, Diego de Zama, un funcionario de la corona española en un pueblito olvidado del Paraguay que durante nueve años aguarda que desde España llegue la orden que, en reconocimiento a sus méritos y buenos servicios, le asigne mejor destino en una ciudad de mayor prestigio. Puede ser que esos u otros elementos ya conocidos de su cine reaparezcan o no en Zama, pero si por algo se puede apostar casi con total certeza, aun sin haber visto la película, es que Martel se habrá permitido incurrir en todas las traiciones de traducción que hayan sido necesarias para cumplir con el objetivo de filmar lo infilmable.
No es esta adaptación realizada por Martel, sin embargo, el primer vínculo de Di Benedetto con el cine, ni siquiera el más directo. Como ocurre con otros grandes escritores rioplatenses, entre ellos Jorge Luis Borges, Tomás Eloy Martínez o el uruguayo Horacio Quiroga, Di Benedetto tuvo una vida como periodista, dentro de la cual cumplió destacadas tareas como cronista y crítico de cine. En esta faceta, le tocó asistir a algunos de los festivales de cine más importantes del mundo. Cannes, Berlín, San Sebastián y Mar del Plata estuvieron entre sus destinos. El volumen Escritos periodísticos, de reciente aparición bajo el sello Adriana Hidalgo, reúne buena parte de esas coberturas, como la que realizó de la histórica edición de Cannes del año 1960, en la que Federico Fellini se llevó la Palma de Oro por La dolce vita y en cuya competencia también participaron películas de directores de estatus histórico: Michelangelo Antonioni, Luis Buñuel, Ingmar Bergman, Kon Ichikawa, entre otros; o la mucho más amplia del festival de Mar del Plata, durante el verano del año siguiente, donde fue parte del jurado de la crítica. En esos textos, parece divertirse contando apostillas e infidencias de algunas de las estrellas que conoció, principalmente del cómico mexicano Cantinflas, de su poca gracia fuera de la pantalla y del caos que desató su presencia entre los jóvenes cazadores de autógrafos. Todas esas coberturas son reproducidas en el libro, incluyendo la que realizó para la entrega de los premios Óscar en 1965.
Entre los vínculos de Di Benedetto con el cine, también se encuentra su trabajo como guionista en la adaptación de Álamos talados, una novela de su amigo Abelardo Arias, que ambos realizaron en colaboración. El film fue finalmente rodado con dirección de Catrano Catrani. O el guion para su propio cuento “El juicio de Dios”, que con el título El inocente recibió un premio del Instituto Nacional de Cinematografía en 1959, aunque nunca llegó a filmarse. Por otra parte, la adaptación de Zama hecha por Martel no ha sido la primera. La misma novela había sido objeto de un intento cinematográfico a mediados de los años ochenta, cuando Di Benedetto aún vivía, bajo la dirección de Nicolás Sarquís y con la actriz española Charo López como cabeza del elenco. El proyecto quedó trunco como consecuencia de una disputa legal entre los productores del film y su protagonista masculino, el actor español Mario Pardo, con intercambio de acusaciones, denuncias y demandas judiciales mutuas por incumplimiento de contrato. Sarquís había debutado como director en 1967 con la adaptación de Palo y hueso, una obra del también presuntamente infilmable Saer. Recién en 2007, Juan Villegas consiguió lo que nadie antes había logrado: llevar a la pantalla una obra de Di Benedetto, al estrenar su adaptación de Los suicidas. Tres años después, Fernando Spiner rodó Aballay, el hombre sin miedo, un western gaucho basado en el cuento “Aballay” del escritor mendocino.
Más allá de estar basadas en textos del mismo autor, las diferencias entre ambas películas no podrían ser más notorias. Ante todo, parecen partir de dos objetivos bien distintos. Por un lado, el trabajo de Spiner toma el esqueleto sinóptico y el concepto ético que sostienen el cuento de Di Benedetto para construir en torno a ese núcleo un relato que busca adaptar los modos y el marco de la historia argentina a las particularidades de un género que es uno de los pilares del cine clásico estadounidense, el western. Por el otro, la versión de Los suicidas de Villegas cumple con una doble filiación, adhiriéndose con mayor fidelidad textual a la novela, incluso en el tono existencialista con que los protagonistas se ven a sí mismos y a la realidad, a la vez que se encolumna dentro de la estética cinematográfica y narrativa del llamado Nuevo Cine Argentino. Dos formas de narrar por completo distintas (una, de vocación espectacular y popular; la otra, más bien naturalista y aséptica), construidas a partir de herramientas también diversas. Así, mientras Aballay va avanzando a caballo del modelo del héroe épico y estoico, Los suicidas recae en el uso de una voz en off de intención abiertamente literaria, destinada menos a aportarle elementos a la narración que a tratar de invocar el espíritu de la letra impresa. Si bien puede decirse que el film de Spiner cumple con mayor éxito sus propios objetivos, sería injusto no reconocer que ambos trabajos representan aproximaciones válidas a la literatura de Di Benedetto, un universo cuya riqueza el mundo del cine parece estar comenzando a descubrir.

Artículo publicado originalmente en la revista digital Marca de Agua, de la Biblioteca Nacional.

jueves, 5 de enero de 2017

DISCOS - Discos con un pájaro en la tapa: Rock de alto vuelo

Es posible que al hombre se le haya ocurrido el truco de la música, allá en el fondo de los tiempos, como una forma de emular ciertos patrones y sincronías que el despertar de su conciencia empezaba permitirle detectar en el paisaje sonoro de la naturaleza. Y lo más probable es que la primera gran influencia la haya recibido del canto de los pájaros. Es fácil imaginar que en ellos se encuentra la razón que llevó a nuestros ancestros a querer tejer con sonidos una trama de ritmos y armonías capaz de replicar aquel milagro a partir de un artilugio, al que en algún momento alguien llamó música.
Una forma lúdica de hallar algunos indicios contemporáneos que den cuenta de la primitiva relación entre los pájaros y la música sería, por ejemplo, elegir diez discos de rock que tengan un pájaro como elemento fundamental de su arte de tapa. Con esa idea en la cabeza comencé la búsqueda creyendo que no sería difícil alcanzar el objetivo, pero lo primero que encontré fueron problemas. En particular una pregunta, vital para poder cumplirlo: ¿qué es un pájaro? La cuestión parece estúpida, porque todos creemos saber de qué se trata un pájaro, sin embargo la cosa puede volverse esquiva. De entrada se tiende a creer que cualquier especie que tenga pico, alas y plumas es necesariamente un pájaro, pero lo que se está haciendo no es más que confundir el concepto de pájaro con el de ave. Existen tres argumentos básicos para diferenciarlos del resto de las aves; a los dos primeros se los puede encontrar en la definición misma que el diccionario ofrece en su entrada dedicada a la palabra pájaro, de la cual copio algunas acepciones.

Pájaro: Del latín vulgar “Passar” (pájaro), y este del latín “Passer”, “Passĕris” (gorrión). 1. Ave, especialmente si es pequeña. 2. (Coloquial) pene. 3. Ave paseriforme. 4. (Coloquial) América Central. Hombre homosexual.

Dos de estas acepciones no vienen estrictamente al caso, aunque no dejan de ser útiles. ¿O no es importante saber que, en algún lugar del mundo, hay alguien que cuando escucha la palabra pájaro en lo primero que piensa es en un pene? Pero no nos distraigamos con eufemismos y volvamos a nuestro asunto.
En la primera de ellas se reconoce como pájaros a las aves chiquitas, es decir que mientras un gorrión, un canario o una cotorrita australiana podrían ser consideradas como tales, jamás se podría decir que un águila, un albatros o una cigüeña lo son. En la entrada número 3 (justo después de “pene”), la Real Academia sugiere que son pájaros aquellas aves de la familia de las paseriformes. Estas se caracteriza por tener tres dedos dirigidos hacia delante y uno hacia atrás, para poder asirse con facilidad a las ramas. Este nuevo concepto permite confirmar que el canario y el gorrión, en virtud de su pertenencia a este orden, en efecto pueden ser considerados como pájaros. Lo mismo ocurre con los cuervos, que no son precisamente aves pequeñas pero sí paseriformes, pero no con las cotorritas, cuya familia es la de las psitaciformes. A esta altura buscar diez discos que tengan un pájaro en la tapa empieza a dejar de parecerme divertido.
El tercer criterio para definir a un pájaro es de orden informal, proveniente del criterio popular, pero relevante para nuestra tarea. El mismo define como pájaros a toda ave pequeña capaz de cantar. Esta acepción de uso cotidiano es importante no sólo porque vuelve a poner a la cotorrita dentro del juego (y estoy empecinado en ello), sino porque regresa a aquel disparador que imaginaba al canto de los pájaros como fuente de inspiración para la creación de la música.
Ateniéndonos a estas características —a veces sólo a una y otras veces a las tres—, la idea es no sólo encontrar 10 buenos discos de rock que tengan un pájaro en la tapa, sino además reconocer qué especies son las que se han elegido para tratar de hallar el vínculo con la banda que lo escogió como ilustración representativa de cada disco. Para ello ha sido fundamental la ayuda de Bernardo Groschopp, aventurero vocacional, ornitólogo aficionado y especialista en marketing, sin cuya orientación este trabajo hubiera sido parcialmente imposible.

10. Impeckable, de Budgie


Cotorrita australiana, literalmente, es lo que significa en inglés el nombre de este grupo galés, una de las grandes bandas que forman parte de la primera generación del hard rock surgida en el Reino Unido a finales de la década de 1960. Contemporáneos de Zeppelin, Purple y sobre todo Sabbath, casi todas las tapas de Budgie incluye figuras de cotorras, a veces convertidas en guerreros, otras en aves amenazantes en las antípodas de esta inofensiva criatura que es el pájaro doméstico más popular del mundo. Impeckable es su séptimo disco, lanzado en 1978, y en su tapa se puede ver una pequeña cotorrita celeste a punto de ser atrapada por un gato negro. El chiste se completa con la imagen de la contraportada, en la que la cotorrita es en realidad un pájaro gigante que lleva entre sus garras al diminuto gatito negro. Justo así es como suena Budgie, como una amenaza inesperada. Impeckable incluye canciones potentes de un proto heavy metal que conservan un groove más bien rockero, como los de “Melt the Ice Away”, “Dish It Up” o “Pyramids”, y otras más delicadas como “Don’t Go Away”, que incluyen melodías vocales con reminiscencias de rock sinfónico.
Sugerencia: si volvés del trabajo masticando algún rencor y te cuesta bajar, Impeckable puede ayudarte a alcanzar un estado de trance ideal para ir entrando de a poco en una calma casi líquida en donde todo te va a terminar importando tres carajos.

9. Garden Ruins, de Calexico


Aparece el primero de una larga lista de cuervos, el pájaro favorito de los rockeros. No sólo porque son propios de América del Norte y Europa, cunas del rock, sino por el peso específico de esta especie en la tradición de muchas culturas, en particular la anglosajona. Calexico es una banda vinculada en sus primeros discos al tex-mex que con Garden Ruins, su opus cinco, realiza un giro hacia un indie cercano al pop, que sin alejarse del folk incluye oportunas pinceladas de rock. La presencia del cuervo en tapa guarda una connotación emotiva cercana al rol oscuro y melancólico que jugaba en el “Nevermore” de Edgar Allan Poe. En la ilustración abundan los grises con detalles en un rosa suave y la figura oscura del cuervo se destaca sobre unas nubes de un blanco sucio. El pájaro en primer plano aparece sobre un árbol, pero en lugar de ser él quien se aferra a las ramas, son estas las que lo atraviesan, atrapándolo. Una idea agobiante que se potencia con la presencia disruptiva de un poste del tendido eléctrico cuyos cables recorren en diagonal la parte inferior del dibujo, introduciendo en el paisaje la presencia humana. Esta imagen funciona como avatar de las canciones que sólo en contadas ocasiones apelan al recurso de la distorsión y lo hace con criterio, sin desdeñar la posibilidad que le brindan los instrumentos propios del folk para enriquecer su paleta sonora.
Sugerencia: la elección perfecta para viajar en tren del conurbano hacia la capital –en especial desde la zona sur— un sábado nublado de otoño a las cinco de la tarde. Si se viaja sin tener clara la hora de regreso, mejor.

8. Curious Volume, de Pentagram


Otro cuervo, pero esta vez con toques de ciencia ficción y pulp que dan cuenta del carácter popular del rock pesado que desde los primeros años ’70 cultiva Pentagram, otra de las bandas fundadoras del heavy metal. Se trata de un cuervo mecánico en cuya representación se destacan la presencia de un luminoso ojo rojo, algunos circuitos integrados y varios cables que le suman a la tradición amenazante de su aspecto, un elemento de ominosidad contemporánea. Y, casualidad, así es cómo suena Curious Volume, el último disco de la banda, del año 2015: un estilo de heavy metal oscuro que revela su carácter de precursores de géneros como el doom metal o el stoner rock, pero con un sonido moderno y una composición que desborda onda. Quienes quieran conocer más de la banda pueden conseguir una copia del documental Last Days Here, de Don Argott y Demian Fenton, que retrata con cariño al autodestructivo vocalista de la banda, Bobby Liebling.
Sugerencia: ideal para salir a dar una vuelta un viernes a la noche por los alrededores de Pinar de Rocha, si es posible en una coupé Taunus SP5 color roja y detalles en amarillo, con un codo apoyado en la ventanilla baja y unos anteojos Ray-Ban espejados como los que usaba Sylvester Stallone en Cobra. Si sos chica, lo mismo pero con anteojos grandes, estilo Janis Joplin.

7. Smoke + Mirrors, de Imagine Dragons


El que puede verse en la tapa del último disco de la banda de rock pop Imagine Dragons es el primero de una serie de pájaros imaginarios, creados sólo con fines artísticos. Sin embargo en este pajarito amarillo es posible detectar algunas de las característica de la familia fringílidos (canarios, jilgueros) o de los emberízidos (cabecita negra), todos ellos conocidos por su capacidad en el canto. La elección parece responder a la línea híper estetizada de la composición de la banda, entre cuyas influencias es posible reconocer elementos de Coldplay y Maroon 5, sobre todo en el trabajo vocal de su cantante, Dan Reynolds. Aunque también es cierto que la banda se atreve a avanzar sobre el terreno de un rock más pesado, impensable en las otras bandas mencionadas. Para comprobarlo pueden escuchar las canciones “I’m so sorry” o “Friction”, en las que se percibe una familiaridad con bandas de metal pop como Linkin Park. La imagen de tapa, en la que el pajarito se aleja de unas manos atadas que acaban de liberarlo, parece representar la lucha entre la libertad y el cautiverio. Tal vez una metáfora acerca de las dificultades creativas que las bandas como Imagine Dragons comienzan a recibir una vez que se convierten en un éxito de ventas.
Sugerencia: para los que se cansaron de que Chris Martin y Adam Levine se pongan cada disco más melosos, acá pueden tener la misma sensibilidad pero con una garra que los otros dos no van a tener en su puta vida. Aguante.

6. Secret, Profane & Sugarcane, de Elvis Costello


Tercero de los cuatro cuervos de esta lista y su pico amarillo sugiere que se trata de la variedad alpina. ¿Qué más se puede decir sobre Elvis Costello, de quien probablemente se ha dicho todo? Ni vale la pena intentarlo. Apenas limitarse a sugerir con fervor que se consigan este disco en el que, con la colaboración inestimable del legendario T-Bone Burnett, Costello se adentra con resultados fascinantes en el terreno del country y el folk, y encomendarles que lo escuchen hasta volverse devotos. El cuervito de la tapa tal vez sea de gran ayuda para convencerlos. Rodeado de una serie de imágenes que remiten al imaginario de los Estados Unidos rural y sureño, el pájaro negro sostiene en su pico una rama que parece ofrecer con generosidad a quien tenga el disco entre sus manos. Del mismo modo Costello nos regala un paquetito de canciones que con sólo cerrar los ojos nos transportan hasta las orillas del Mississippi en su versión más romántica.
Sugerencia: en una tarde de verano de esas con un poco de vientito, tirarse boca arriba en una plaza grande y mientras se mastica una brizna de pasto, escuchar imaginando que Tom Sawyer y Huckleberry Finn andan cerca, haciendo travesuras entre los vecinos que pasean sus perros y los gringos que compran artesanías en la feria.

5. The Pariah, the Parrot, the Delusion, de Dredg


Dredg es una banda tan desconocida como increible, en particular este disco, que ya desde el pajarito de su tapa se convierte en una incógnita que es necesario desentrañar. Porque como dice mi amigo Groschopp, ese pájaro “puede ser cualquier cosa”. “Las patas son claramente irreales y el pico un poco grande. Se trata de un invento. Si hubiera que acercarse a algo se diría que puede tratarse de la familia de los camachuelos, pero es una apuesta de 1 en 1000”. Clarísimo. Tan claro que eso mismo es lo que debe decirse de la música de Dredg: un invento tan particular que acertar en su definición es tan improbable como ganar una apuesta de 1 en 1000. The Pariah, the Parrot, the Delusion propone un viaje por un universo musical inagotable. Las referencias son muchas y demandan ir de una punta del ovillo musical a la otra: desde el rock progresivo más duro a lo King Crimson, Porcupine Tree o Riverside a un pop perfectamente radial, pasando por detalles que remiten a una constelación que incluye tanto a Depeche Mode como a Johann Sebastian Bach. Todo amalgamado con una coherencia que muy pocas bandas son capaces de sostener y producido con una delicadeza y un nivel de obsesión sonora que remiten al perfeccionismo de bandas como Pink Floyd.
Sugerencia: el día que decidan viajar por el espacio, no se olviden de empacar el casco, una bufanda y este disco.

4. Goodbye Yellow Brick Road, de Elton John


En este caso el pájaro (una golondrina) no ocupa el lugar más destacado de la portada, que le corresponde al retrato del artista, aunque si el centro de la misma. No faltará el pícaro que, agarrándose de la definición número cuatro del diccionario de la RAE que se ha transcripto más arriba, quiera hacerse el gracioso diciendo que el “pájaro” más destacado de la ilustración es Elton itself. Más allá del chiste, no es descabellado trazar un paralelo entre los atributos migratorios de la golondrina y con la búsqueda de una nueva identidad de Elton John, abiertamente homosexual. En la imagen el cantante se dispone a partir como una golondrina que vuela hacia un nuevo destino, dejando atrás el pasado. En esa misma línea el título del álbum (una referencia a la novela El mago de Oz, de Frank Baum) remite al adiós a un mundo de fantasía para ir en busca del mundo real. Más allá de estas disquisiciones, Goodbye Yellow Brick Road es el disco más rockero de Elton John, reuniendo canciones que coquetean con el hard rock, como la segunda mitad de “Funeral for a Friend” o “Grey Seal”, con grandes obras melódicas como “Candle in the wind”. Y todo sin perder el habitual barroquismo rococó, que es el alma de la obra de este gran artista.
Sugerencia: animarse a ponerlo bien fuerte un sábado a la siesta sin importar lo que vaya a pensar el vecino de al lado que escucha Hermética. En una de esas hasta te golpea la puerta para pregunta qué es ese disco buenísimo que estás escuchando.

3. Transatlanctisism, de Death Cab for Cutie


El cuarto cuervo, el último de la lista, en este caso todo negro, detalle que dificulta reconocer una especie en particular. Esta vez el cuervo aparece enredado en un hilo de lana roja que le da un aspecto entre tierno y desvalido, pero que a la vez lo envuelve en un halo refinado y distinguido. Porque no es que el pobre bicho parezca desesperado, atrapado por una improvisada red colorada o estar sufriendo, sino más bien lo contrario. A diferencia del cuervo de Calexico, que claramente estaba atrapado entre las ramas del árbol, el de la tapa del cuarto álbum de la banda Death Cab for Cutie da la impresión de posar para la foto, como una modelo que se envuelve a sí misma con una boa de piel. Ese mismo refinamiento estético en el que nada se percibe como librado al azar, es el que transmiten las once canciones de Transatlanticism, cargadas de una especie de nostalgia sin tristeza. No por nada suele calificarse a la banda como emo, es decir, de música abundante en climas íntimos y emotivos, y letras que construyen paisajes de alto octanaje sensible.
Sugerencia: banda de sonido perfecta para caminar por Palermo haciéndose el hipster, sin preocuparse demasiado por si la ropa, la barba o el marco de los anteojos son los indicados. Death Cab for Cutie te vuelve hipster por dentro y si uno se deja llevar la experiencia es agradable.

2. Grow in USA, de Homer


Lo que se ve en la tapa de Grow in USA, único álbum de la banda estadounidense Homer, editado en 1970, es una paloma. Probablemente la paloma doméstica, cuyo nombre en inglés es Rock dove, un nombre predestinado. Se trata de la paloma más común del mundo y si bien se llama doméstica, la que está representada es la versión silvestre. La doméstica real es la que se puede ver en todas las plazas, cuyo plumaje viene en todo tipo de color; esta en cambio tiene un único plumaje y su hábitat más común no son los espacios públicos sino los bosques. Con aires de familia con el rock agreste de los Creedence, en Homer la influencia del rock convive con las genealogías del country y del blues, y algunas melodías bien hippies a lo Jefferson Airplane. Como la paloma de la tapa, este disco también podría ser catalogado como de rock doméstico, aunque dentro de su composición abunden los rasgos más bien rudos y ásperos de lo silvestre.
Sugerencia: si te gusta pensar que los ‘70 nunca se fueron, podés ir cualquier día de la semana a comerte un sandwich al bar La Perla de Once y con el cassette de Homer sonando en tu walkman, abrir el portal interdimesnional que te llevará directo a aquellos años (no siempre) dorados.

1. Motor-Booty Affair, de Parliament


El último de los pájaros imaginarios, para el que quizá resulte más apropiada la definición de pajarraco. Así se puede describir al bicho ese que, con el pico enorme bien abierto, le grita por la espalda a un negro vestido con ese estilo pimp tan común entre los galanes de la comunidad afronorteamericana a mediados de los '70. Un disco que suena como una tonelada de onda empaquetada en una cajita de sorpresas y que tiene todo lo que la gran bestia cool de George Clinton era capaz hacer cuando se ponía al frente de Parliament. Funk furibundo en altas dosis; sensualidad al límite de la resistencia humana; negritud desatada de alta pureza; voces de todos los colores; insuperables coros femeninos; muchas palmas marcando el ritmo y excentricidades al por mayor, hacen que sea posible afirmar que Motor-Booty Affair es puro blacksploitation hecho música.
Sugerencia: conseguite una bola de espejos de cotillón y dale dale con el funk, suave y parejo, hasta convertir cualquier tarde del verano porteño en una inolvidable noche en el Harlem pre Rudolph Giuliani.

Acá termina este tratado sobre pájaros y rock, sin embargo me permito una sugerencia final: releer la nota teniendo en mente la segunda acepción que propone la definición de la Real Academia, cada vez que en el texto aparezca la palabra pájaro. El resultado será muy estúpido, pero le permitirá al lector recuperar aquel momento de la infancia en el que buscar en el diccionario las palabras prohibidas podía ser un juego muy entretenido.  

Artículo publicado originalmente en la revista digital La Agenda.

LIBROS - Vacaciones en la literatura: Una habitación oscura para el retorno de lo reprimido

En contra de los sindicatos que lucharon para imponerlas como un derecho para todos los trabajadores, la literatura no parece encontrarle el lado bueno a las vacaciones. Mientras para el común de los mortales estas equivalen a una mezcla de alegría trivial con una ilusión de descanso reparador, los escritores no ven en ellas otra cosa que miseria, dolor y tragedia. Eso no significa que estén en contra del derecho a descansar ni que se opongan al concepto mismo de las vacaciones. De hecho en una rápida recorrida por Internet se pueden encontrar fotografías playeras de autores eminentes. Pero a la hora de escribir, el escenario de las vacaciones difícilmente sea el elegido para contar historias ligeras o felices.
No se intenta desde aquí convertir a semejante afirmación en una verdad absoluta, más bien lo contrario. Se trata de una afirmación por completo arbitraria, de un razonamiento que cualquier profesor de lógica desecharía enseguida por falaz. Apenas una provocación que partiendo del escaso universo de cuatro obras (dos cuentos y dos novelas), se permite defender una teoría por demás discutible. Sin embargo no es una provocación gratuita, porque se apoya sobre cuatro obras cuyo peso específico la justifican y permiten que por lo menos deba ser tomada en cuenta. Al mismo tiempo demanda que quien desee refutarla deba tomarse el trabajo de conseguir otros cuatro textos de valor equivalente, que sirvan para sostener la idea contraria.
Si las vacaciones tal como se las conoce hoy son un invento consolidado por las sociedades de posguerra a partir de la idea keynesiana del Estado de Bienestar, nada mejor que recurrir a la literatura de la época para ver de qué modo se las representó en aquel entonces. Y en particular a las letras de los EE.UU., en donde el New Deal y el triunfalismo de la Segunda Guerra Mundial hicieron surgir esa sociedad idealizada del confort hogareño, bajo cuya alfombra se barrieron las esquirlas del horror. Todo eso aparece retratado con precisión en “Un día perfecto para el pez banana”, primero de los Nueve Cuentos (1948) de J. D. Salinger.
El relato se divide en tres actos, que en lugar de ser identificados como introducción, nudo y desenlace bien podrían ser llamados advertencia, temor y tragedia. Advertencia: Muriel es una jovencita que está de vacaciones en un hotel de Florida y habla por teléfono con su mamá. La señora le pregunta con desesperación cómo está y si Seymour, el novio de Muriel, se ha portado bien. Muriel minimiza las preocupaciones de mamá, pero la mujer insiste y aunque nunca termina de decir nada en concreto, el lector sospecha que algo no anda bien en la cabeza de Seymour, quien hace poco regresó del frente de batalla. Temor: Sybil es una nena de 5 años. Su madre la deja sola en la playa para ir hasta el hotel por un trago y ella entonces se va a buscar a Seymour, que está solo tomando sol. A pesar de ser un adulto y una niña, ellos hablan como amigos y Sybil le hace una escenita de celos porque anoche permitió que otra nenita de 3 años se sentara junto a él en el piano del hotel. Él le propone ir al mar a pescar un pez banana. La niña no sabe qué es eso y la explicación de Seymour es vaga. Mientras juegan con las olas, ella exclama que acaba de ver un pez banana. Él besa un pie de la niña y ella se sobresalta. Enseguida vuelven a la playa y se despiden. Tragedia: Seymour discute en el ascensor del hotel con una mujer porque cree que esta le mira los pies con disimulo. Cuando llega al cuarto y encuentra a Muriel dormida, Seymour se sienta en la cama y se pega un tiro.
En 1951 John Cheever publica “Adiós, hermano mío”, drama familiar con tintes autobiográficos. Los Pommeroy pasan todas sus vacaciones en la casa que tienen en una isla balnearia. Este verano volverá Lawrence, el hermano menor a quien hace muchos años dejaron de ver. Aunque lo reciben con cariño, enseguida queda claro que Lawrence opone resistencia y que la alegría de su madre y sus tres hermanos mayores al verlo es apenas un simulacro. El cuento está narrado por uno de los hermanos, quien al describir el vínculo de la familia con Lawrence oscila entre el desprecio y la culpa. El narrador trata de congraciarse con él, pero sólo recibe desplantes y quejas que se remontan a la infancia. Cheever realiza un retrato vívido de la decadencia y la pretensión aristocrática de los Pommeroy y utiliza el conflicto para llegar hasta el origen puritano de los ancestros familiares, que son también la raíz cultural de los EE.UU. Durante una caminata por la playa el narrador intenta una vez más reconciliarse con Lawrence, aunque en realidad pretende que sea él quien renuncie a sus recelos contra todos, cuando está claro que son los demás quienes han convertido al más chico en una especie de cálculo en el riñón familiar que tarde o temprano debe ser expulsado. Algo que ocurrirá cuando Lawrence repudie a su hermano y este le pegue por la espalda un palazo en la cabeza. Lawrence regresa al continente con su mujer e hijos y el resto de los Pommeroy se queda en la isla, una burbuja en la que el tiempo familiar parece detenerse para siempre.
Pero no hace falta quedarse en EE.UU. para comprobar que para la literatura las vacaciones son una habitación oscura donde lo reprimido se manifiesta con la fuerza de lo trágico. De hecho pueden ser igual de siniestras para los autores europeos. Vean sino lo que le ocurre a Gustav von Aschenbach cuando decide irse a veranear a Italia, en Muerte en Venecia (1912) del alemán Thomas Mann; o a los alumnos de una escuela inglesa cuyo avión se estrella en una isla desierta en El señor de las moscas (1954), de William Golding. En la primera de estas dos novelas un escritor decide alejarse de la decadencia urbana para ir en busca de una belleza purificadora y termina enamorándose secretamente de un adolescente enfermizo, en medio de un brote de cólera que comienza a asolar a la ciudad de los canales. La atmósfera de amenaza creciente domina un relato que puede ser leído como metáfora de la crisis de valores de la decrépita sociedad victoriana, que dos años más tarde enfrentaría su definitiva crisis política con el comienzo de la Primera Guerra. La novela de Goldwin en cambio aprovecha para esbozar una crítica de las estructuras de la sociedad moderna, a partir del modo en que este grupo de chicos las recrean en su primitiva forma de organizarse para sobrevivir en la isla. Los violentos conflictos de poder que el novelista inglés hace surgir entre las facciones de niños parecen salidos de un experimento social y su concepto se adelanta unos cuantos años a experimentos reales como el de la Cárcel de Stanford, realizado en la universidad de esa ciudad y sobre el que se hicieron varias películas.
Conclusión: en vacaciones es mejor leer libros que protagonizarlos y no es mala idea empezar por estos cuatro.  

Artículo publicado originalmente en el Suplemento Literario Télam.

CINE - "Reina de Katwe" (Queen of Katwe), de Mira Nair: Reina de las lecciones de vida

Basada en un artículo publicado en ESPN Magazine por el periodista deportivo Tim Crothers (quien más tarde amplió el trabajo hasta convertirlo en un libro), Reina de Katwe recrea un momento en la vida de la ugandesa Phiona Mutesi, la gran maestra de ajedrez surgida de uno de los barrios más pobres de uno de los países más pobres de África, quien a los 14 años se convirtió en la representante olímpica más joven del juego ciencia. Como es posible sospechar, la película tiene todos los ingredientes necesarios para convertirse en un relato aleccionador, uno de esos en los que un protagonista desfavorecido acaba convirtiendo un destino potencialmente miserable, en uno exitoso gracias a su talento, empeño y fuerza de voluntad.
Se trata de una de esas historias que encajan a la perfección con el mito del American Way of Life o el de la Tierra de las Oportunidades, y con el modelo del Self-Made Man (en este caso Woman), héroe favorito de la cultura estadounidense y epígono de la sociedad capitalista, como protagonista. Todo eso abordado de manera indirecta, claro, porque ni la historia ocurre en los Estados Unidos ni sus personajes tienen nada que ver con aquel país. Aún así los vínculos son notorios. No por nada se trata de un film de los estudios Disney, que es además la primera superproducción de dicha casa cuyo elenco está integrado en su totalidad por actores negros, lo cual da una idea bastante clara de hacia dónde apunta el mensaje esta vez.
Si bien es posible que todo lo anterior pueda predisponer mal a algunos espectadores, lo cierto es que Reina de Katwe es atrapante a su modo. Y eso ocurre en gran medida gracias al trabajo de la directora de origen indio Mira Nair, quien consigue hacer de los personajes criaturas entrañables, incluso aquellos cuya conducta no siempre es del todo correcta. Aunque para eso deba pecar de excesivamente naïve y abusar de un costumbrismo que convierte a todos los habitantes de una paupérrima aldea en el corazón del África profunda, en personajes de Sarah Kay. Una consecuencia de eso es que las desventajas sociales sean percibidas apenas como maleficios de un cuento de hadas, que la joven reina de ébano deberá romper con sus hazañas, para por fin traer alegría a sus súdbitos, los habitantes de Katwe.
Buena parte del mérito de que dichos excesos no destrocen el verosímil que la película propone le corresponde también al elenco, encabezado por la bellísima Lupita Nyong’o, David Oyelowo, la joven Madina Nalwanga y una troupe de chicos que a su manera ocupan el lugar de los siete enanitos de Blancanieves, acompañando a la heroína en sus aventuras y aportando simpatía, ternura y emoción. Todo lo dicho convierte a Reina de Katwe en una propuesta con los hilos demasiado visibles, pero que aún así consigue convertirse en una experiencia cinematográfica disfrutable. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.