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jueves, 30 de junio de 2022

CINE - "Alicia y el alcalde" (Alice et le maier), de Nicolás Parisier: A la política, por el cine

La tarea de convertir al mundo de la política en un ambiente humano parece más cerca del orden de los milagros que una obra posible en la realidad del siglo XXI. Así de desprestigiada se encuentran la gestión pública y sus aspirantes, a quienes el resto de los ciudadanos ven cada vez con mayor recelo y desconfianza. Algo que parece ocurrir no solo en la Argentina, donde hace más de 20 años, con la crisis del 2001, algo se rompió entre el pueblo y sus representantes sin que el vínculo haya terminado de sanar aún. Y así parece ser también en Francia, que en ese mismo período viene enfrentando la mayor crisis política y social del último medio siglo. 

El retrato que el cineasta francés Nicolas Parisier realiza en Alicia y el alcalde, su segunda película, parece confirmarlo. En ella utiliza la relación que se establece entre el alcalde de la ciudad de Lyon, una de las tres más importantes de aquel país, y una profesora de filosofía que de forma kafkiana termina convertida en su principal asesora, para exponer un escenario en el que la política no podría encontrarse más lejos de la realidad.

Ya desde el comienzo la historia desborda absurdo. Alicia dejó un cargo en Oxford para aceptar otro en la administración pública de la ciudad francesa. Sin embargo, al llegar al palacio municipal le informan que dicho puesto ya no existe, pero que, burocracia mediante, han creado otro ad hoc para que ella lo ocupe. La labor que le encargan también resulta inverosímil: pensar ideas para compartirlas con el alcalde. No proyectos ni acciones políticas: solo ideas, en el sentido más filosófico del término. Parisier utiliza el personaje de Alicia como guía para introducir al espectador en ese universo extraño y ajeno, que es presentado como una maquinaria fría y deshumanizada pero aceitada, donde rige el más estricto verticalismo y las acciones no necesariamente tienen sentido. La confusión de Alicia será la del espectador, de la misma manera en que también lo será su gradual comprensión de la particular lógica que motoriza ese territorio, hasta ahora extranjero para ella.

Por su parte, el alcalde se presenta ante su nueva asesora como una persona que ha perdido la libido que lo unía a su vocación. Una crisis que se manifiesta justamente en la dificultad para pensar, para generar ideas que motoricen su acción como líder político. Si dentro del universo de la película Alicia asume un rol activo, una suerte de exploradora en territorio salvaje, la figura del alcalde aparece sensible y vulnerable, aunque oculta detrás de una fachada de eficiencia e iniciativa. Una fragilidad que el funcionario solo se permitirá exponer ante Alicia, quien sin proponérselo irá ganando cada vez más espacio en el círculo de mayor confianza, generando recelos.

Pujas de poder; proyectos que benefician más a sus impulsores económicos que a los ciudadanos; laberintos burocráticos; acciones que parecen carecer de sentido más allá de alimentar una gestión más cercana a lo fantástico que a lo concreto. Parisier realiza un retrato impiadoso, como dándole la razón a los indignados de allá o de acá que solo pueden ver a la política, y no sin razón, como una pantomima cada vez más alejada de las necesidades de la gente. Cualquier parecido con las fiestas de María Antonieta justo antes de la famosa Revolución que tuvo lugar en ese mismo país no es mera coincidencia. 

La idea de un poder desconectado de su base popular sobrevuela toda la película y es puesta en cuestión en las conversaciones que mantienen sus protagonistas. Discusiones sobre la función pública o la crisis ideológica de las tradicionales izquierda y derecha en el mapa político actual, alimentan una trama que por momentos se vuelve demasiado dialéctica. Aún así, de a poco y con paciencia, Parisier consigue encontrar ese lado humano que todavía tiene la política. ¿O será que se trata de otro milagro de la magia del cine puesta en acción?

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

jueves, 10 de febrero de 2022

CINE - "There Will Be No More Night", de Éléonore Weber: Poética (a pesar) de la guerra

La omnipresencia de la cámara es una característica saliente de la vida en el siglo XXI. Están, literalmente, en todas partes y no hay forma de evitarlas, porque, en términos estadísticos, hay una en la mano de cada persona del mundo, incluidas en sus celulares. Eso sin contar las que integran las redes de seguridad públicas o privadas, las usadas en las distintas ramas de la comunicación, las de las computadoras personales y un largo etc. Pero si tomar conciencia de la posibilidad de estar siendo observado furtivamente por otros durante el 100% de la vida pública puede resultar intimidante, con su documental There Will Be No More Night la cineasta Éléonore Weber convierte esa sensación en aterradora. La directora construye un retrato de la guerra moderna usando solo imágenes tomadas por las cámaras de los helicópteros no tripulados (drones) de los ejércitos de los Estados Unidos y Francia. Si bien trazar un paralelo con el mundo imaginado por George Orwell en su novela 1984 puede sonar a lugar común, el vínculo resulta inevitable: en su película la francesa le confiere a la fantasía orwelliana un realismo vívido y atroz.

“Todo lo que los pilotos ven cuando vuelan es grabado y archivado” y “borrar” esos registros constituye un crimen. El trabajo de Weber empieza revelando ese dato, que la narración en off brinda sobre imágenes de una persecución de autos filmada por una cámara de visión nocturna. Lo que primero sorprende en ellas, teniendo en cuenta que son tomadas desde el aire, es la notable estabilidad de las mismas y la enorme capacidad de aproximación de esos lentes, que permiten distinguir detalles en la ropa de una persona a kilómetros de distancia. Lo siguiente es la textura que define a buena parte de esas imágenes, que muchas veces se ven en negativo. Estas características, que por momentos hace recordar a los registros de las naves espaciales al sobrevolar la superficie lunar, deshumaniza lo que se ve en pantalla, aunque lo que ahí aparece, lo que se destaca y lo que se busca en ellas, son personas.

Una vez superado el impacto que causa lo técnico, es inevitable no caer en la cuenta del carácter de “rodaje sinfín” de ese material, que todos los días es aumentado por el registro de nuevos vuelos que siempre tienen el mismo objetivo: reconocer y eliminar al enemigo. Un enemigo anónimo, encerrado en una película atrapada en un work in progress infinito. Lo que el espectador ve es, entonces, la mirada de “un ojo cuyo párpado nunca se cierra” y que es imposible saber cuándo está encima de uno.

Las imágenes a veces son tediosas, repetitivas, planas: “los pilotos con frecuencia deben sacudirse para asegurarse de no estar soñando”, dice la voz. Otras, la mayoría, colocan compulsivamente al espectador en el lugar de un depredador al acecho que despedaza a su presa a tiros. Que el retrato esté realizado a la distancia, en blanco y negro, en negativo o con cámaras térmicas, no le quita a la muerte ni un gramo de su peso. La idea de que esos cuerpos que recién corrían por la pantalla como hormigas, de golpe se han convertido en fragmentos que ahora se confunden entre las piedras del desierto, puede volverse una obsesión. La misma obsesión, potenciada por mil, puede asaltar en cualquier momento a los pilotos de esas naves, que muchas veces no están seguros de haberle disparado a un terrorista con un fusil en la mano o a un granjero con un rastrillo. 

El texto que acompaña a las imágenes podría ser tranquilamente un cuento. Un relato acerca de la vida de esos hombres que, a pesar de convivir con la muerte, no han logrado volverse inmunes al horror que ellos mismos producen. Pero también llega a ser oscuramente poético. “Ya no habrá más noche, no necesitaremos ni lámparas ni sol. No habrá más distancia y nada será ni lejano ni cercano. No habrá refugio ni recoveco, ni lugar donde esconderse. Solo siluetas sin rostro.” 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

domingo, 21 de noviembre de 2021

LIBROS y CINE - "Política de los actores", de Luc Moullet: Cuando los actores le ponen la firma a las películas

¿Qué es lo que define la identidad de una obra artística? ¿Quién le aporta los rasgos que la hacen única e irrepetible? Ambas preguntas se responden de manera sencilla cuando se trata de las artes clásicas: está claro que en ambos casos el dilema se resuelve por el lado del autor. En la literatura, la pintura, la escultura o la música son ellos, los autores, quienes dotan a sus trabajos de aquellos elementos que constituyen los rasgos que permiten identificarla. Pero qué ocurre en el cine, arte de construcción colectiva, en donde las obras (las películas) son el resultado de una confluencia que involucra múltiples talentos. En este caso tan particular, esa idea ha ido modificándose con la evolución del propio cine y las diferentes miradas analíticas que se han encargado de pensarlo de forma crítica. 

En su origen y con la industrialización que supuso el afianzamiento del sistema de estudios en el cine estadounidense, el rol de la autoría solía recaer en los productores, dueños de un poder absoluto que les otorgaba derecho de pernada en todas las áreas del proceso creativo. Ya a mediados del siglo XX y con la figura de Orson Welles como emergente, comienza a afirmarse la figura del director como responsable de guiar a buen puerto el desarrollo y realización de las películas. En ese caso, es la mirada del cineasta la que define la identidad de sus obras. Esta idea terminó de consolidarse con el surgimiento en los años ’60 de la Nouvelle Vague y la crítica cinematográfica francesa, cuyos representantes nucleados en la revista Cahiers du Cinema le dieron forma a lo que se conoce como Teoría del Autor.

¿Pero cuál es el rol que ocupan los actores, aquellos que ponen el cuerpo para convertirse en la cara visible de las películas? ¿Cuánto de su trabajo forma parte de ese proceso autoral? Justamente de eso se ocupa Luc Moullet, uno de aquellos críticos franceses que revolucionaron la forma de pensar el cine, en su libro Política de los autores, publicado por primera vez en castellano gracias a la editorial Serie Gong. En su libro, Moullet sostiene la tesis de que en muchos casos son los actores más que los directores quienes se apropian de la tarea de darle una identidad a las películas. Por eso, así como algunas se identifican como obra/propiedad de un director, para hablar de “una película de Scorsese” o “una de Tarantino”, hay otras a las que se identifica con el nombre de sus protagonistas: “una película de Tom Hanks” o “una de Julia Roberts”.

Sin embargo, para Moullet no cualquier actor puede aspirar a la autoría de una película, sino que debe reunir una serie de condiciones que permitan reconocer su marca como elemento definitorio de la misma. Para probar su teoría, el crítico francés elige pararse sobre los hombros de cuatro gigantes: Gary Cooper, John Wayne, Cary Grant y James Stewart, tal vez los actores más importantes del período clásico de Hollywood, el que va desde la aparición del cine sonoro hasta mediados de la década de 1960. A razón de un capitulo por cada uno de ellos, Moullet realiza un recorrido erudito de sus filmografías, en busca de encontrar elementos que permitan reconocer una identidad propia en la composición de sus personajes. 

No se trata de que estos actores interpretaran siempre el mismo personaje que iba mudándose de una película a la otra, sino de la forma en que el peso de su presencia hacía confluir sobre ellos todas las fuerzas dramáticas de la puesta en escena. Con gracia, inteligencia crítica y mostrando un conocimiento absoluto, Moullet desmenuza los trabajos de Grant, Stewart, Wayne y Cooper para darle forma a este itinerario. Así, Política de los actores ofrece una travesía que se volverá grata para el cinéfilo deseoso de encontrarle nuevas aristas a aquellas películas que ya ha visto mil veces, pero que con gusto volvería a ver mil veces más.  

Serie Gong Editorial 

Recuperando el nombre, el logo y el espíritu de un recordado sello discográfico español fundado a mediados de los ‘70 por el productor musical y cineasta madrileño Gonzalo García-Pelayo, la editorial Serie Gong se presenta en sociedad con un modus operandi atípico para una editorial independiente, apostando por diversas colecciones de ensayo y narrativa, por la producción de audiolibros (narrados por voces ilustres) y por proyectos literarios de alto vuelo, entre los que conviven nuevos autores con rescates y traducciones. Con dirección editorial a cargo del crítico de cine Álvaro Arroba y distribución nacional de Blatt & Ríos, Serie Gong presenta sus colecciones, sus primeros autores y sus descubrimientos, en lo que busca ser una aventura editorial novedosa y original.  

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.

sábado, 20 de noviembre de 2021

CINE - 36° Festival de Cine de Mar del Plata, Competencia Argentina, días 1 y 2: Retratos de la memoria

Este jueves comenzó el 36° Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, que como de costumbre tiene uno de sus principales focos en la Competencia Argentina. La misma está conformada por 12 títulos e incluye a Danubio, de la marplatense Agustina Pérez Rial; Atlas, de Guadalupe Gaona e Ignacio Masllorens; y Matar a la bestia, de Agustina San Martín.

“Aceptar las circunstancias es el principio de vivirlas como si fueran reales”. La frase, referida a la esencia de la actuación, pertenece al artífice de actores estadounidense Lee Strasberg y fue pronunciada en Mar del Plata, durante la edición 1968 de este mismo Festival. Tanta era la gente reunida para escuchar la espontanea masterclass que el creador de El Método brindó en el hall del Hotel Hermitage, que luego de dos horas las autoridades decidieron desalojarlo. Aunque la anécdota parece inocua, expresa con claridad el clima social de Argentina a fines de los ’60, donde la presencia de una pequeña multitud generaba recelo, aún cuando en su seno pareciera que solo se hablaba de cine. De eso trata Danubio.

Articulada a partir del relato de una joven inmigrante rusa, que llegó al país junto a sus padres siendo niña durante el gobierno de Perón, Danubio usa al Festival para contar una historia donde lo cinematográfico y lo político no son hechos autónomos, sino que representan distintas caras de ese poliedro infinito que es la realidad. Pérez Rial encuentra el soporte perfecto en un notable archivo fotográfico y audiovisual, que documenta de forma elocuente cómo se vivió el Festival en 1968. Una edición que estuvo signada por la presencia de nutridas delegaciones de los países del este europeo, por entonces territorio soviético, y por el accionar de las fuerzas represivas de la dictadura encabezada por el general Onganía.

Danubio podría ser un film noir, con su registro en blanco y negro que le da un aire nocturno y nebuloso. Pero también una película de intrigas que refleja, de forma extraordinaria, de qué manera la Guerra Fría también tuvo uno de sus principales campos de batalla en América latina. Esas imágenes, que parecen extraídas del Swinging London, son el marco de una historia signada por reuniones clandestinas, infiltraciones policiales y por el lugar que el cine ocupaba como herramienta de expresión ideológica. 

El clima que la narración en off va construyendo desborda electricidad política, acorde a aquel tiempo. Una época donde lo político no se hallaba encorsetado por el molde de lo partidario, sino que estaba adherido a todo. En especial al cine. Así lo confirma la suspensión de la proyección de una película checa, cuando su director se niega a permitir que corten 20 minutos de su metraje, provocando manifestaciones de repudio a la censura. Debe recordarse que 1968 marcó el punto más alto de esa omnipresencia política, ya que no solo es el año del Mayo Francés, de la Primavera de Praga o de las luchas por los derechos civiles en los Estados Unidos. En Argentina y en el cine es además el año de estreno de La hora de los hornos, de Solanas y Gettino, pero también el de la creación del Ente de Calificación Cinematográfica, encargado de decidir qué podían o no podían ver los espectadores en el país. Con elegancia, aferrada a un formalismo que nunca pierde la línea, Danubio pinta ese paisaje. Y lo hace a través de una de las armas cardinales del cine como expresión: su potencia para construir relatos.

Con algunos puntos formales en común con Danubio, el objeto que Gaona y Masllorens intentan capturar en su documental Atlas resulta más amplio y elusivo. La película comienza como un retrato de Christofredo Jakob, neurobiólogo alemán naturalizado argentino, eminencia de las neurociencias y el estudio del cerebro. Para abordarlo, los directores recurren por un lado a los recuerdos que su nieta Carmen María y su bisnieta Luz aún conservan de él. Por el otro, a una serie de registros que dan cuenta de su obra cumbre, el Atlas del cerebro de los mamíferos de la República Argentina, realizado junto a otra eminencia científica, el naturalista Clemente Onelli.

De alguna manera, el trabajo sobre el cerebro realizado por Jakob permite esbozar la forma biológica en que se construye y articula la memoria, con sus abstracciones y ramificaciones emocionales. Atlas parece haber sido concebida como réplica cinematográfica de esas redes, montada sobre un armazón hecho de imágenes recuperadas, de recuerdos a medio olvidar y de evocaciones que casi funcionan como un dejá vú. Para ello, Gaona y Masllorens recurren a diferentes formas de archivo, yendo de lo fotográfico a lo notarial, pasando por bitácoras de laboratorio o los relatos fatalmente incompletos de Carmen y Luz, cuyas interacciones en cámara le aportan a la película algunos momentos cercanos a la comedia. 

Ese avatar cinematográfico de la memoria incluye sus propias veladuras y borroneos, que cumplen un rol vital. Así lo expresa de modo gráfico una serie fotográfica que retrata a las internas del Hospital Nacional de Alienadas, nombre que recibió en su fundación el Hospital Moyano, donde Jakob tenía su laboratorio. Pero en esos retratos, que evidencian el estado mental de las pacientes, también se manifiesta el efecto que el tiempo le imprimió a las imágenes, volviéndolas espectrales. Tal vez en Atlas la historia de Jakob es apenas una excusa, un ardid montado para capturar a los fantasmas que se ocultan en los fragmentos de la memoria.

Más cercana a un relato de ficción de estructura clásica, Matar a la bestia, ópera prima de San Martín, cuenta la historia de una chica que llega hasta Misiones en busca de un hermano al que no ve desde hace un tiempo. El lugar funciona como un territorio de frontera, no solo por la proximidad del límite entre Argentina y Brasil, sino porque ahí también se separan la selva de lo humano, lo fantástico de lo real y quizás también lo masculino de lo femenino. Esas múltiples confluencias se conjuran para darle a la película una atmósfera híbrida, signada por lo onírico. 

“Le tengo miedo a todo. A todos. A las sombras, a los cuerpos, a los besos”. La sentencia, que la protagonista dice en off al promediar el film, parece funcionar como metáfora de la forma en que lo femenino percibe su relación con un mundo definido por lo masculino, en el que todo es pasible de ser convertido en una fuente de temor. La presencia de una criatura que acecha a las mujeres desde las profundidades de la selva, subraya esa mirada, direccionando (y limitando) las lecturas de una película que elige el camino del artificio y toma voluntaria distancia de lo verosímil. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

domingo, 14 de noviembre de 2021

LIBROS y CINE - "La revolución de los zombis", de Mariano González Achi: Salve, George Romero, los muertos que caminan te saludan

Si algo aprendió la humanidad, pandemia mediante, es que el cine (cuyo marco contenedor se extiende al formato de las series y a su vez es contenido por el vasto concepto del arte) puede ser, además de entretenimiento y cultura, una tabla de salvación. Y no solo por la generosa compañía que las producciones audiovisuales representaron durante los largos meses de aislamiento, a los que la humanidad debió someterse de forma voluntaria. El cine, con sus fantasías puestas al servicio de imaginar otras realidades posibles, se convirtió también en un completo manual de autoayuda, para que los alumnos más atentos encontraran ahí verdaderas lecciones de cómo manejarse en un mundo asolado por la peste. Y esto se comprueba no solo en los casos más obvios, como la película Contagio (Steven Soderbergh, 2011), que anticipó con precisión el origen del covid-19, su expansión global y los mecanismos que debían ponerse en práctica para reprimirlos.

Si hay una escuela que nos formó en materia de epidemias globales, siempre de manera subrepticia, esa escuela han sido las películas de zombis, género que por antonomasia se ha dedicado a poner en escena la pesadilla pandémica. Las historias de zombis conforman una verdadera universidad ad hoc de la supervivencia, que fue pensada, desarrollada e incluso ampliada por la mente de George Romero, director de La noche de los muertos vivos, un cineasta que realizó uno de los más grandes aportes al imaginario del cine, pero que continúa siendo relegado a un espacio menor dentro de su historia. Por eso la publicación del libro La revolución de los zombis representa no solo un estudio de interés acerca de su obra, sino que viene a ocupar el lugar de un auténtico acto de justicia.

La revolución de los zombis forma parte de una colección cinéfila editada por Cuarto Menguante, sello que desde la Argentina se ha encargado de recorrer de manera analítica la filmografía de grandes directores considerados de culto. Entre ellos el canadiense David Cronenberg, el italiano Darío Argento o los estadounidenses John Carpenter y David Lynch. Pero también da cuenta de algunos fenómenos significativos dentro de la historia del cine de género, como la de los míticos estudios Hammer, que desde el Reino Unido reformularon el cine de terror en los años ’50 y ‘60; la revolucionaria saga Mad Max, creada por el australiano George Miller; o la historia del cine porno en Argentina. Una familia de libros que ahora abraza con gusto a este nuevo integrante, dedicado a la obra de Romero. Que el mismo lleve la firma de Mariano González Achi, editor y alma mater de Cuarto Menguante, le da al mismo un lugar preponderante dentro de la colección.

Como ocurre con la mayoría de los libros del sello, La revolución de los zombis aborda de manera cronológica y completa la filmografía de Romero. En ese recorrido, González Achi busca detectar no solo la existencia de marcas de estilo que permitan hablar de un cine romeriano, sino que también va recogiendo indicios de una potente mirada del mundo de innegables aristas políticas. Y es que una de las características más notables de la obra de este director, es su capacidad para utilizar los relatos fantásticos como alegorías que siempre remiten de forma crítica a las realidades de su tiempo. Incluso, puede decirse que en sus mejores trabajos ha llegado a entrever el impacto que determinados paisajes del presente podían tener en futuros más o menos cercanos. 

Romero debutó en el cine en 1968, con el estreno de la citada La noche de los muertos vivos, film que tal vez se encuentre entre los más analizados de la historia. Más de 50 años después, resulta evidente que su relato incluye una serie de subtextos que refieren a los conflictos raciales, la Guerra de Vietnam o las características de la sociedad estadounidense a finales de aquella década convulsa. Con esa película, además, Romero se convirtió en el padre del zombi moderno que, como señala el prestigioso cineasta mexicano Guillermo del Toro en el prólogo del libro, tal vez sea “el único mito nuevo en el horror”. Mito que, a diferencia de vampiros y hombres lobo, es el único nacido directamente del cine.

Las páginas de La revolución de los zombis no solo abarcan las seis películas sobre el tema filmadas por Romero. También recorren algunas de sus gemas menos recordadas, como The Crazies (1973), título ineludible en cualquier ciclo de películas sobre pandemias; Martin (1976), donde actualiza el mito vampírico; o Creepshow (1982), con guión escrito junto a Stephen King. Y por supuesto, sus trabajos fallidos, como La mitad siniestra (1993), también basado en una novela de King. Un recorrido sin obsecuencia que le hace honor a la filmografía del maestro. 

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.

viernes, 12 de noviembre de 2021

CINE - "Una película de policías", de Alonso Ruizpalacios: La naturaleza híbrida

Una película de policías, opus tres de Alonso Ruizpalacios, premio al Mejor Montaje en la última Berlinale y recién estrenada en Netflix, es presentada como un documental. En él, el cineasta mexicano pone el foco sobre la institución policial de su país, en busca de entender por qué es ahí donde se encuentra uno de los orígenes de la corrupción y la injusticia en el México contemporáneo. O al menos esa parece ser la premisa inicial, que sin embargo se irá modificando a medida que la narración se vaya comprometiendo con sus protagonistas, los agentes Montoya y Teresa Hernández. Son sus relatos en primera persona los que van articulando la acción no solo en torno de sus historias personales, sino de la forma en que el “ser policía” va moldeando una mirada del mundo particular y precisa.

Pero ocurre que Una película de policías es también un film de ficción. No porque lo que en él se relate sea un producto de la imaginación del director, que además es el guionista unto a David Gaitán, sino porque Ruizpalacios utiliza a dos actores para interpretar a Hernández y Montoya. Son ellos los que en principio le pondrán cuerpo y voz a los protagonistas, para recrear una serie de situaciones y vivencias que, luego el espectador sabrá, toman de manera textual las declaraciones de los verdaderos Hernández y Montoya. Ese formato híbrido, que articula distintas formas de registro y estéticas disímiles a través de un dispositivo de montaje muy ágil, le permite al director acercarse o tomar distancia de sus protagonistas y de la institución policial, según lo demande el ritmo preciso de la narración.

La hibridez no se acaba en la variedad de género y registro, sino que se extiende sobre la tesis de esta docuficción. Así, puede decirse que Una película de policías articula un discurso contra la policía mexicana. De los relatos de la pareja protagónica, que comienza compartiendo rondas de patrullaje y se termina enamorando, extendiendo el vínculo de pareja al terreno sentimental, surgen elementos que permiten sostener el recelo que en México (como en Argentina y en todo el mundo) despierta la policía. Ambos no solo admiten haber recibido coimas de manera regular, sino que trazan un mapa de cómo ese mecanismo corrupto se extiende hacia arriba, involucrando a los cuadros superiores de la institución, y hacia atrás en la historia. Es que ambos vienen de familias de policías y dan cuenta de que esa corrupción ya existía en tiempos en que sus padres aún eran agentes.

Sin embargo, Una película de policías también es un alegato a favor del organismo fundado para velar por la seguridad de la gente. Es cierto que el origen del relato se encuentra en una mirada crítica, pero al avanzar no solo expondrá la auténtica voluntad de servicio de muchos de los chicos que entran a la institución. También pondrá en escena la presencia del miedo como compañía cotidiana y el desprecio permanente que reciben de los ciudadanos, que los temen y repudian pero al mismo tiempo los necesitan. Ruizpalacios consigue hacer verosímil la articulación, desarticulación y rearticulación de ese punto de vista gracias a un recurso sumamente ingenioso, en el que radica la originalidad y el éxito de la película a la hora de trasladar esos cambios de óptica al espectador.

A partir de ese dispositivo, que conviene no revelar acá, Ruizpalacios logra ilustrar la forma en que se va construyendo la particular mirada con que los policías decodifican la realidad. Pero además permite quitarle a la institución la letra escarlata que la señala como origen de todos los males de la sociedad, sospecha que pesa sobre ella en todo el mundo. Alcanza con leer el libro Cuidar a la fuerza (La Docta Ignorancia), de Daniel Russo, psicólogo especializado en temas de seguridad, para acreditar la existencia de una mirada similar en Argentina. Como el libro, Una película de policías deja en claro que el cuerpo policial es apenas un quiste dentro de un cáncer mayor, que se extiende por todos los sistemas de poder (económico, político, social) que sostienen la estructura de cualquier sociedad. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

domingo, 10 de octubre de 2021

LIBROS - "Generación ofendida", de Caroline Fourest: La paradoja de buscar la igualdad segregando

“En mayo de 1968, la juventud soñaba con un mundo en el que estuviera ‘prohibido prohibir’. Hoy, la nueva generación solo piensa en censurar aquello que la agravia u ‘ofende’”. Así decide comenzar su libro Generación ofendida. De la policía de la cultura a la policía del pensamiento (Libros del Zorzal) la ensayista y cineasta francesa Caroline Fourest. Un manifiesto que ataca la dictadura de la corrección política que, con su epicentro en la sociedad estadounidense, se ha propagado durante el siglo XXI.

Profesora de ciencias políticas y colaboradora de la revista satírica Charlie Hebdo, en su libro Fourest analiza una serie de hechos en los que, a partir de la acción de lo que denomina la izquierda identitaria, ciertos grupos minoritarios impusieron una mirada restrictiva y punitiva sobre el flujo cultural. Esa aberración conceptual nace, asegura, en una interpretación obtusa de la idea de apropiación cultural. La autora cita la definición de Oxford, que la designa como “el acaparamiento de formas, temas o prácticas creativas o artísticas por parte de un grupo cultural en detrimento de otros”. Un ejemplo: la apropiación que realizan los museos occidentales de artículos pertenecientes a otras culturas. En lugar de eso, el concepto ha devenido en un ataque contra el mestizaje o el intercambio que tiene lugar entre los miembros de sociedades multiculturales. 

Los ejemplos más claros para ilustrar esta forma retrógrada de entender la relación entre culturas surgen del mundo del espectáculo. La cantante blanca Kate Perry fue obligada a pedir disculpas por lucir en un video un peinado de trenzas, similar al de la tradición africana. El cantante negro Pharrell Williams fue criticado por posar en la tapa de una revista con un peinado indígena. Tal como lo entienden sus defensores, el concepto de apropiación cultural busca que cada grupo secularizado tenga potestad sobre los elementos propios de su cultura de origen, a la vez que se arrogan el poder inquisidor de ejecutar de forma sumaria a quien se atreva a transgredir la norma. Algunos ejemplos citados suenan aún más absurdos. 

El cineasta (negro) Spike Lee fue atacado por el rapero Chance (también negro) por la película Chi-Raq (2015), en la que aborda la violencia racista en Chicago. El cantante, nacido en esa ciudad, le niega a Lee, oriundo de Brooklyn, el derecho de tratar asuntos que no ocurrieron en la suya. Algo igual de insólito le ocurrió al actor inglés Peter Dinklage cuando quiso realizar una película biográfica sobre el actor Hervé Villechaize, famoso por interpretar al popular Tatú en la serie La isla de la fantasía. Aunque ambos actores son enanos, hubo quien le endilgó a Dinklage el pecado de ser blanco y no tener el aspecto “oriental” de su colega. Fourest arremete contra esta generación –a la que califica como “una jauría de inquisidores”— cuyas acciones tienen como campo de batalla las redes sociales, donde “el descontrol es anónimo y se lincha ante la mínima sospecha”. Ahí “basta con decirse ‘ofendido’ o ‘víctima’ para llamar la atención”, cuando para la francesa el objetivo de las luchas antirracistas no es el de existir como víctimas, sino erradicar los prejuicios del victimario.

Nada de lo anterior y ninguno de sus sólidos argumentos libran a Fourest de cierta jactancia, que parece afirmarse en la convicción de que sus principios y su forma de defenderlos son los únicos intelectualmente válidos. Característica que no cae muy lejos del árbol del dogmatismo que critica. Bajo su estricto juicio, cualquier otro plan de acción que no coincida punto por punto con su mirada del mundo es despreciado por pusilánime, moderado, sectario, secular o lisa y llanamente errado. Al menos así se interpretan algunas de sus objeciones, como la que le realiza a un grupo de lesbianas que en los ‘70 decidieron vivir aisladas en su propia comunidad, a las que tilda de radicales. Con razón, la autora afirma que, autoexcluyéndose de la sociedad, “esas mujeres no cambiaron el curso del mundo ni mitigaron la homofobia”. Tan cierto como que cada uno (dentro del marco legal, claro) tiene el derecho de elegir cuáles son sus luchas y de qué modo pelearlas. 

Generación ofendida representa además un nuevo capítulo en la rivalidad ancestral que mantienen la cultura francesa y la anglosajona, como históricas rectoras del pensamiento occidental. La primera en representación de un liberalismo más flexible y universalista, que expresa sus principios en la tríada Libertad, Igualdad y Fraternidad, lema de la República. En la vereda de enfrente, más conservadora y endogámica –con el Brexit como última prueba—, la identidad británica alcanza su estado más radical y puritano en su versión estadounidense. Fourest no esquiva el asunto: para ella esta avanzada de purismo identitario tiene su origen en los Estados Unidos y en las formas de defensa que ahí desarrollaron las minorías violentadas. Así, lejos de representar una práctica anticolonialista, el extremismo identitario no sería otra cosa que un colonialismo 2.0, que exporta al mundo una forma de vincularse con el otro que es propia de la sociedad estadounidense, cuyo historial de violencia permite no justificar, pero si entender por qué es ahí donde surgen este tipo de reacciones no menos violentas. 

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.

domingo, 19 de septiembre de 2021

LIBROS - “Estados alterados” (Blatt & Ríos): Fogwill, la encarnación literaria del desquiciado ser argentino

Durante los 40 años que van desde su primer libro de 1979 hasta su muerte, ocurrida en 2010, Fogwill, el publicitario que dejó de llamarse Rodolfo y Enrique para volverse escritor, fue la piedra en el zapato de la literatura argentina. No solo por lo que sus propios textos representan, siempre buscando el límite para inevitablemente ir más allá, sino por la acidez con la que observó de forma crítica la producción de colegas y afines. Suerte de contracara de Ricardo Piglia, cuyo trabajo sobre el canon literario argentino es casi tan importante como su obra, Fogwill se apropió de un rol más impiadoso y aprovechando su calidad de outsider, de aquel que llega desde afuera para juzgar sin misericordia a los de adentro, se paseó por los cenáculos como un ángel exterminador, con la lengua más filosa que la espada de Damocles. Sin embargo, nadie se deje engañar: a 11 años de su desaparición no son pocos los que lo recuerdan con cariño y respeto reverencial. Él estaría encantado.

Como suele ocurrir con los muertos, en especial si se trata de escritores, el paso ese cambio de estado no siempre representa el fin de la existencia. Y mucho menos el final de su obra, sino una invitación a que los editores afilen su ingenio en busca de posibles publicaciones póstumas para engrosar sus catálogos. Y Fogwill no es la excepción a esa regla de oro de la industria editorial moderna. Alfaguara, sello que atesora el grueso de su trabajo, lanzó tres libros desde entonces: La gran ventana de los sueños (2013, donde él mismo narra sueños y fantasías) y las novelas Nuestro modo de vida (2014) y La introducción (2016). Mansalva hizo lo suyo con Diálogos en el campo enemigo (2016), transcripción de una charla que el escritor mantuvo en 1997 con Horacio González, María Pía López, Christian Ferrer y Eduardo Rinesi. Por último, en coincidencia con el décimo aniversario de su muerte, Blatt & Ríos editó Memoria romana, libro que incluye diez cuentos y una novela breve que permanecían sin publicar.

De la mano de esta misma casa editora llega Estados alterados, volumen que rescata la versión más política de Fogwill. Y quizá también la más salvaje. El mismo recoge una serie de textos que el autor escribió para la segunda encarnación de la revista El porteño, que su editor Gabriel Levinas había vuelto a lanzar en 2000, pero que como un parto a la inversa acabó desapareciendo nueve meses después. Es difícil resumir de qué tratan esos textos, en los que Fogwill aborda temas de la compleja realidad de la Argentina de fin de siglo, pero de forma arborescente, derivativa y siempre de modo desquiciado. Fogwilliano. Dichos artículos también marcaron su regreso a la colaboración periodística, género del cual el escritor había abjurado 10 años antes, por abominable, según cuenta Silvia Schwarzböck en el oportuno prólogo que completa la edición.

En Estados alterados Fogwill encadena temas como si se tratara casi de un ejercicio de escritura automática. Así pasa de esbozar una breve (pero ácida y lúcida) versión de la historia española, a defender a María Elena Walsh o relativizar el valor de cierto giro en el cancionero de Mercedes Sosa. Al mismo tiempo que defiende la versión del Himno Nacional de Charly y despacha en apenas un párrafo el arribismo lírico de los aún populares Tres Tenores. No se salvan ni Nietzsche, ni Heidegger ni Lacan, porque para Fogwill no existían los intocables. Salvo, a veces, Borges.

Los artículos que se encadenan en este volumen, delgado pero contundente, retoman una idea que su autor ya había desarrollado en la primera etapa de El Porteño, en los años ‘80. En ellos sostiene que, lejos de haber sido derrotados, los impulsores del llamado Proceso de Reorganización Nacional eran en realidad los vencedores silenciosos y que el retorno a la democracia no era más que una secuela, una segunda parte de ese proceso que utilizarían para blanquear los beneficios de aquella victoria conseguida (paradójicamente) por izquierda. Ya en el año 2000 estaba claro que los triunfadores habían vuelto a mostrar la cara sin vergüenza durante la década menemista y Fogwill confirmaba con amargo orgullo que su teoría ochentosa no era incorrecta. Los textos de Estados alterados abundan además en insistentes referencias a “turcos”, "cristianos" y “judíos”, arquetipos detrás de los cuales el autor siempre oculta segundas intenciones. No menos notable resulta la particular y llamativa obsesión que Fogwill manifiesta con la mierda, materia (fecal) que parecería ser el líquido amniótico en el que se gesta día a día, año tras año, la historia argentina. 

Simulando escribir sobre literatura (a veces lo hace), Fogwill rejunta temas, cita, menciona, desvirtúa, relativiza, saca conclusiones, se excede y en raras ocasiones retrocede, como si la suya fuera la prosa de un psicótico, uno de esos que llenan cuadernos apretando sus delirios con letra abigarrada y sin respetar renglones. Un recurso formal que no tiene nada de inocente: tal vez ese era el único modo de abordar la realidad de una república que, como la canción de Celeste Carballo, también se estaba volviendo “cada día más loca”. Ese lanzarse a la realidad de forma desaforada es, justamente, lo que hace de Estados alterados el libro perfecto para ser leído en septiembre de 2021, una semana después de las PASO. Como un espejo atroz, sus páginas devuelven la imagen de ese estado (alterado) que nos regala una nueva crisis, otra, que vuelve a dejar en evidencia esa insania social que los argentinos nos hemos acostumbrado a reconocer como “lo normal”. 

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.

jueves, 16 de septiembre de 2021

CINE - "Escape Room 2: Reto mortal" (Escape Room: Tournament of Champions), de Adam Robitel: Soluciones mágicas

Síntoma de los tiempos, el final de Escape Room: Sin salida (Adam Robitel, 2019), dejaba bien abierta la posibilidad de una secuela y así se lo señaló desde estas mismas páginas el día de su estreno. Dos años después, la obvia profecía se cumple con la llegada a las limitadas salas locales de una segunda parte: Escape Room 2: Reto mortal, también dirigida por Robitel, cuyo título original no hace referencia a ningún “reto mortal”, sino a un Tournament of Champions (torneo de campeones). La película de 2019 contaba la historia de un grupo de seis personas que eran invitados a participar de un escape room, un juego de ingenio en el que los jugadores son encerrados en un salón y deben encontrar dentro las pistas que les permitan salir de él. El asunto es que acá el juego se pasaba de claro a oscuro en el momento en que los participantes descubrían que se trataba de una trampa real, en la que si no eran capaces de resolver el enigma acabarían muertos, dejando un único sobreviviente: el ganador. 

Con similitudes a la saga de El juego del miedo, pero en una versión más lúdica que explícita (aunque no exenta de morbo y sadismo), la película terminaba con una pareja de jugadores salvando sus vidas y revelando una oscura empresa de apuestas clandestinas detrás del juego. El comienzo de esta segunda parte reúne a los sobrevivientes dispuestos a desenmascarar a esta organización y a sus responsables. Por supuesto, los dos jóvenes volverán a ser víctimas de un poder en las sombras que está más allá de su capacidad. Y una vez más acabarán encerrados con otras cuatro personas en una serie de trampas mortales de las que deberán escapar. En este caso se trata de un grupo compuesto por aquellos que alguna vez consiguieron “ganar” sus juegos, los sobrevivientes, y de ahí viene la ronda de campeones que menciona el título original.

Escape Room: Reto mortal bien podría ser una remake de su predecesora, en tanto las situaciones que enfrentan los protagonistas son prácticamente las mismas. Lo único que cambia es la ambientación de los salones-trampa de los que deben escapar: en estos espacios mortales la película vuelve a poner en juego todo su ingenio. Esta vez se trata de un vagón de tren electrificado, un banco con un sistema de seguridad láser, una playa de arena movediza, un callejón donde llueve ácido y un baño sauna muy caliente. Si bien las situaciones se vuelven entretenidas a fuerza de tensión, no es menos cierto que, a diferencia de un buen policial, la resolución de cada enigma excluye casi por completo al espectador. Con pistas que casi nunca están a la vista y solo se aparecen como revelaciones ante los protagonistas, Escape Room pierde la oportunidad de convertirse también en un desafío para quienes pagaron la entrada. Y una vez más, todo queda servido para que la cosa termine en trilogía.  

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Pägina/12.

domingo, 15 de agosto de 2021

LIBROS y CINE - "Ruta al infierno. La saga de Mad Max", de Marcelo Acevedo: Una marca de identidad en la cultura pop de los '80

Una tesis posible: los años ’80 no serían lo que son en la memoria colectiva si no fuera por Mad Max, la saga cinematográfica creada por el cineasta australiano George Miller. Parece mucho, pero no lo es. En su libro Ruta al infierno. La saga de Mad Max (Editorial Cuarto Menguante), el crítico de cine Marcelo Acevedo realiza un recorrido por ese universo que marcó a todo el cine de acción y ciencia ficción que vendría después. Un pequeño milagro en el que la creatividad, las buenas ideas y el buen ojo cinematográfico son un bien más valioso (y escaso) que el dinero. La prueba está en el origen mismo de la saga. La primera de las películas que tienen como protagonista al motorizado oficial de policía Max Rockatansky, estrenada en 1979, tuvo un costo de 300 mil dólares, pero registró ganancias superiores a los 100 millones. Un margen tan fabuloso que la coloca en la lista de las películas más rentables de la historia. 

Si bien ese exitazo fue importante, porque le permitió a Miller que sus siguientes películas accedieran a una producción de mayor calidad, nada de eso hubiera sido posible sin ese universo cautivante. Pero esa notoriedad no surgió de la nada, no se trató de una anomalía cultural ni de una expresión única y aislada. Por el contrario, Mad Max fue el (anti)héroe de su tiempo, una obra que leyó en clave de ciencia ficción lo que la juventud de la época, punk mediante, ya exponía a los gritos. La creación del australiano expresa en términos fantásticos un clima de época, resonando con esa horda de jóvenes que, bajo la bandera de la anarquía, le refregaban al mundo su decadencia, señalando la certeza de un futuro aun más catastrófico.

Si Mad Max, la original, puede ser considerada una película punk no es solo porque surgió en sincronía con los eventos de Londres, 1977. La película misma desarrolla una estética que pone en acción la visión nihilista encarnada en el eslogan del No Future. Y fue producida bajo la prerrogativa de la autogestión que define políticamente al punk. A eso se le suma el terror global a una catástrofe nuclear que, alimentada por uno de los momentos más álgidos de la Guerra Fría, produjo discursos apocalípticos muy verosímiles, en los que la humanidad era reducida a un estado de salvajismo en la lucha por recursos escasos. Miller creó un imaginario que es la suma de todas esas partes (no tan) dispersas. Y más: construyó al héroe perfecto para sobrevivir en él.

Pero si bien Mad Max desarrolla una trama que refleja el mal estado del mundo, también incluye elementos muy locales. Acevedo define la primera película como “una distopía en la que la escasez de combustible, los altos índices de criminalidad, la ausencia del Estado y el amor de los australianos por los automóviles” conforman un “cóctel adrenalínico”. Y menciona la influencia que el contexto social tuvo en el origen de la saga. Para ello cita a James McCausland, coguionista de la película, quien recordó que a mediados de la década de 1970 “un par de huelgas del sector petrolero demostraron la ferocidad con la que los australianos podían defender su derecho a llenar el tanque de nafta”. Quizás acá no sea correcto decir que la realidad supera la ficción, pero sin dudas la ha inspirado.

En las páginas de Ruta al infierno Acevedo recorre en detalle los cuatro pasos del loco Max por la pantalla, analizando sus mitos y resonancias. Con astucia, el autor convierte la dicotomía sarmientina de “Civilización o Barbarie” en una fórmula en la que ambos términos, lejos de oponerse, se suman para asumir esa forma pesadillesca que define a la creación de Miller. Así avanza sobre Mad Max 2: Guerrero de la carretera (1981); Mad Max más allá de la cúpula del trueno (1985) y Mad Max: Furia en el camino, el regreso con gloria de 2015, para dar cuenta del lugar que esta serie ocupa en la cultura popular y la forma en que marcó la estética de su tiempo.

Es imposible pensar la década de 1980 sin mencionar esta saga que, como cuenta el último capítulo de Ruta al infierno, dejó rastros en innumerables obras posteriores. El libro confirma la enorme influencia que ejerció sobre otras producciones cinematográficas, convirtiéndola en un producto de explotación. Acevedo también recorre la proyección que estas películas tuvieron sobre la literatura, la historieta y los dibujos animados (incluyendo sus variantes orientales, el manga y el animé), los videojuegos, la publicidad y los videoclips. ¿O alguien se olvidó de los videos de las canciones “Unión of the Snake” y sobre todo “Wild Boys”, donde los raros peinados nuevos de los británicos Duran Duran se acoplan con precisión a la estética posapocalíptica de Mad Max? Y además convirtió a Mel Gibson en una estrella mundial. En otras palabras: la nostalgia por los ’80, ese paraíso perdido, no sería la misma sin el lúdico y kinético descontrol de las hazañas del loco Max. 

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.

jueves, 29 de abril de 2021

CINE - 10° Festival Internacional de Cine Independiente de Cosquín: Cinefilia serrana

Cumplir diez años no es poco para un festival de cine, mucho más si no cuenta con una gran infraestructura económica o apoyos oficiales. Diez ediciones son las que celebra desde hoy el Festival Internacional de Cine Independiente de Cosquín (Ficic). Ya el hecho de que esta décima se realice en un año de pandemia es un motivo de festejo. Es cierto que el formato elegido es el online, pero con la promesa de reprogramar las funciones presenciales en algún momento del segundo semestre. Habrá que ver cómo evoluciona la situación sanitaria, algo que está más allá de las posibilidades de los organizadores e incluso más allá del cine. 

Sin embargo, contra vientos, mareas y virus: hay festival. Y hay una programación, que como cada año, reúne en Cosquín un corpus de títulos y autores que constituye en sí mismo una declaración de principios éticos y estéticos. Pero también un amable desafío para sus espectadores: la bienvenida posibilidad de aventurarse más allá de los límites de la propia comodidad. La misma incluye dos secciones competitivas internacionales –una de largos y otra de cortos—, una competencia de cortos de escuelas de cine, retrospectivas, focos y panoramas. Como se trata de un festival federal, todo eso puede verse hasta el próximo domingo 2 de mayo de forma gratuita en todo el país. Para hacerlo, los espectadores deberán registrarse de una manera simple en la web del festival, www.ficic.com.ar. Y listo. Solo falta que elijan qué ver y hacer click en el botón de play. 

Detrás de la curaduría del Ficic está el crítico y programador Roger Koza, quien además es director artístico del Festival de Cine Documental DocBA, programador de festivales europeos como los de Hamburgo y Viena, la Viennale, y editor de la web conlosojosabiertos.com. Festivales que, a diferencia del Ficic, ordenado por una lógica cercana a lo familiar, cuentan con un aparato institucional que los sostiene y presupuestos acordes a ello. Sin embargo no es tanta la distancia que los separa en términos de programación. “Alguna vez unos críticos de cine muy jóvenes hicieron el chiste de que Cosquín era una suerte de Cosquinale, remitiendo a la Viennale, festival que supo dirigir el inimitable Hans Hurch y hoy a cargo de Eva Sangiorgi, que este año, además, es parte del jurado de la competencia de largos de FICIC 2021”, cuenta Koza en diálogo con Página/12. “Quizás ellos advirtieron un espíritu en común entre dos festivales que están en las antípodas no solo geográficas, sino en cuanto a recursos materiales”, agrega el director del Ficic. 

Koza sostiene que “la libertad, el rigor y el amor por el cine y el mundo no dependen de la cantidad de euros con la que se cuente”, aunque no niega que las condiciones materiales influyen. “Nuestra menesterosidad se siente a la hora de hacer subtítulos, intentar pagar fees y explicarle a los agentes de venta extranjeros las deficiencias estructurales que sufrimos”, dice el programador. “Pero también sucede que cuando no se tiene casi nada, tampoco se tienen compromisos indeseables. Ningún organismo estatal, ninguna escuela ni gobierno nos condiciona”, observa. “Hacemos lo que se nos da la gana, como dice el cineasta Ignacio Agüero. Con esa libertad se eligen películas y se conciben actividades paralelas.”

Algo de lo que dice Koza se hace explícito en la breve pero elocuente composición de sus secciones competitivas. La de largos incluye a las películas argentinas En compañía, de Ada Frontini; Ofrenda, de Juan María Mónaco Cagni; Rio Turbio, de Tatiana Mazú González; Todo lo que se olvida en un instante, de Richard Shpuntoff y Un cuerpo estalló en mil pedazos, de Martín Sappia. A ellas se suman Virar Mar, codirigida por el alemán Philipp Hartmann y el brasileño Danilo Carvalho y Pão e Gente, del paulista Renan Rovida. De la dedicada a cortos participan la finesa Where to Land, de Sawandi Groskind; la coproducción polaca israelí Josefus, de Lucas Aimó; la colombiana Otacustas, de Mercedes Gaviria. Y las locales Diarios del margen. Notas sobre el miedo al fuego y el agua, de Ileana Dell'Unti; Homenaje a la obra de Phillip Henry Gosse, de Pablo Martín Weber; La nobleza del vidrio, de César González; Normandía, de Marcos Rodríguez y Las Credenciales, de Manuel Ferrari.

Sin embargo Viena, Hamburgo, Buenos Aires y Cosquín son lugares que guardan muchas diferencias entre sí, tanto culturales como sociales, comunitarias e incluso discursivas. Diferencias que tal vez impliquen formas distintas de entender el mundo y, por ende, de ver cine. “En mis 15 años de cineclubista en Córdoba enseguida comprendí que el público de San Marcos Sierras no era el de La Cumbre, ni el de Capilla del Monte o Cosquín”, observa Koza. “Si presentaba un film de Marco Bellocchio, que para mí era una comedia, después constataba que la recepción era distinta en cada ciudad”, recuerda el crítico. “En La Cumbre se reían de una cosa, en otro pueblo de otra y a veces ni siquiera reían, porque se había leído la película en clave dramática. Entendí rápido que las diferencias de clase y etarias, como las idiosincrasias y la cultura de cada lugar, eran variables de recepción”, continúa. Koza intenta volcar esa experiencia en su labor: “donde sea que trabaje pienso en estas variables de un modo estratégico, a partir de un doble movimiento dialéctico entre la comodidad de lo conocido y la incomodidad de lo desconocido”.

Como otros festivales, el Ficic se adueña de la palabra independiente que, por repetida, corre el riesgo de volverse insignificante. “El término ‘independiente’ está tan devaluado como el peso argentino”, reconoce Koza con humor. Por eso se encarga de enumerar los conceptos a partir de los cuales el festival usa el término. “Primero, elegimos películas que no fueron realizadas con presupuestos obscenos; Segundo, priorizamos a los cineastas que no comulgan con ciertas poéticas convenientes para la consagración en festivales prestigiosos; tercero, programamos películas que difieren en su sensibilidad del orden perceptivo vigente que aliena y embrutece el contacto sensible con el mundo. Por último, películas que cuestionen las prácticas políticas que perpetúen la vida de derecha, que es el magma simbólico que está en los intersticios de la discusión pública y el horizonte de sentido hegemónico con los que se piensa todo.” 

Para Koza tampoco hay diferencias de criterio a la hora de programar las dos competencias de Ficic. “La duración de una película no es un factor decisivo para su pertinencia estética”, sostiene el director artístico del festival. “Quien filma entendiendo que un cineasta no es un hacedor de imágenes, sino de planos, sabe que el cine es cine al margen de la duración”, reflexiona. “Cuando un mismo cineasta nos prodiga películas como Luz de agua o El piso del viento, el dilema de la duración se evanece. Mis referencias a estas dos películas de Gustavo Fontán son deliberadas. La última es un largo codirigido con Gloria Peirano y es el film de clausura, el primero es un corto extraordinario estrenado en Internet. En otras palabras, el cine se enciende en cada plano.” 

Además de El piso del viento, la película de Fontán y Peirano que tendrá el honor de clausurar el 10° Ficic, el festival tendrá dos films de apertura. Se trata de Esquirlas, documental de Natalia Garayalde, y Mi última aventura, codirigido por Ezequiel Salinas y Ramiro Sonzini. La elección muestra un balance en los criterios inclusivos, uno de los temas que la coyuntura le ha impuesto a espacios competitivos como los festivales de cine. Criterio que, sin embargo, no se replica en las dos competencias. “El equilibrio de género no me es indiferente y, en la medida que puedo, intento que se dé un balance entre cineastas mujeres y hombres”, explica Koza. “Pero primero miro y busco películas”, dice y reconoce que “lo ideal sería verlas sin saber quiénes las filman”. Recuerda que en ediciones se consiguió “mayor igualdad, pero entre lo que vi para esta edición no encontré tantas películas hechas por mujeres que respondieran a los criterios de programación”, reconoce. Pero aclara que considera a eso “algo casual” y que “el próximo año la situación podría ser la inversa”.

Atento a eso, Koza cuenta que intentó “compensar el déficit conformando dos jurados compuestos exclusivamente por mujeres a las que admiro y respeto en lo que se desempeñan”. “Siempre tuve la idea de hacer una edición en la que todas las películas sean de mujeres, pero sin que las mismas estén firmadas, solo para constatar si habría una diferencia esencial en el programa estético de esa edición”, fantasea el crítico. Pero aclara que “la desmasculinización del cine no se juega solo en la paridad de títulos. El problema mayor es la matriz machista del pensamiento estético. Y esa inquietud sí está en el concepto general del festival”. 

La programación del 10° Ficic incluye dos retrospectivas que presentan completas las obras de dos cineastas marginales: Edgardo Castro y Goyo Anchou. Marginales no tanto porque sus trabajos estén en la periferia de la producción cinematográfica (que lo están), sino porque sus películas mismas eligen personajes, retratan escenarios y abordan temas que revelan universos secretos que no son los elegidos ni siquiera por otros directores independientes. Y si bien se trata de directores hombre, sus miradas están lejos de representar la masculinidad o conservadora. “En sus películas hay rastro de todo aquello que otorga respetabilidad y prestigio en la mirada biempensante de los grandes festivales de cine, y no tan grandes también. Ambos filman desde la necesidad y se sienten libres de hacer lo que creen”, sostiene Koza. 

“Anchou conoce bien la historia del cine y la reflexión estética no le es indiferente. Ese conocimiento se puede leer en la perspicacia con la que el montaje trabaja sobre la precariedad material de sus registros”, analiza el crítico. “Castro es muy distinto, porque la intuición y la sensibilidad lo empujan a buscar una poética sin fijarse mucho en si lo que hace se parece a tal cineasta u otro”, puntualiza. Pero remarca que ambos los dos tienen algo que los hermana: “son insumisos hasta la médula y que sus películas refieran y representen otros caminos en los placeres corporales y cuestionen el orden patriarcal suma y mucho, aunque no es de lo único que hablan sus películas. Igual, si hicieran películas sobre estampillas del siglo XX, partículas subatómicas y monjes cistercienses del modo en que lo hacen, también serían parte de la programación. Lo insumiso reside en una posición subjetiva, no solamente lo garantiza la predilección por temas candentes”, concluye Koza. 

La programación del 10° Ficic también incluye un foco internacional dedicado al español Pablo García Canga, la proyección especial de Adiós a la memoria, de Nicolás Prividera, y el preestreno de El nombrador, una película sobre Daniel Toro, de Silvia Majul. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

domingo, 11 de abril de 2021

LIBROS y CINE - Pinocho y sus adaptaciones al cine: Variaciones sobre un muñeco de madera

El estreno en salas de una nueva versión del clásico de la literatura infantil Pinocho, dirigida por el italiano Matteo Garrone, puede ser útil para reflexionar acerca de los valores de la obra creada a finales del siglo XIX por Carlo Collodi y el vínculo que la misma estableció con el cine, el joven arte nacido apenas unos años después de que el autor italiano publicara las aventuras de su hoy célebre marioneta animada. Porque fue el cine, con el estreno en 1940 de la versión de Walt Disney, quien se encargó de ampliar la fama del personaje del ámbito europeo a escala global.

La obra de Collodi, editada originalmente en forma de folletín episódico en un periódico infantil llamado Giornale per i Bambini (“diario para chicos”, literalmente), se convirtió en un fenómeno dentro de Italia casi desde la publicación de sus primeros capítulos, en 1881. Tan grande fue el impacto provocado por el personaje, que el autor tuvo que resucitarlo “a pedido del público”, tras haberlo matado en un episodio que hoy es apenas uno de los puntos de giro intermedios dentro de la extensa novela. El episodio de la muerte de Pinocho, que se desarrolla en el capítulo 15 de los 35 que tiene la obra de Collodi, es uno de los más tremendos dentro de una novela llena de momentos en los que la crueldad abunda.

Tan impactante es la escena, que no solo fue expurgada de la canónica versión Disney, sino que ninguna de las adaptaciones posteriores –incluida la de Garrone, mucho más fiel al original— se ha atrevido a reproducirla con todos sus macabros detalles. En dicha escena, el muñeco viviente (que a los efectos narrativos es un niño, algo que es importante no olvidar) es perseguido por los personajes de Zorro y Gato, dos lúmpenes empujados a la marginalidad debido a la extrema pobreza, para robarle cuatro monedas. Debe decirse en este punto que la obra de Collodi funciona como un fresco social que pinta un paisaje muy preciso de las clases bajas en la Italia de su época. Al ser alcanzado por los criminales, Pinocho se mete las monedas en la boca para evitar que se las quiten. Entonces los asaltantes lo apuñalan en los riñones, pero como él es un muñeco de madera las cuchilladas solo consiguen astillarlo un poco. Cansados de luchar, Zorro y Gato deciden ahorcarlo colgándolo de un árbol para hacerle abrir la boca.

La muerte de Pinocho introduce una serie de elementos que remiten a la iconografía cristiana, ausentes en la adaptación de Disney, pero que tanto el film de Garrone como una versión previa, dirigida en 2002 por el también italiano Roberto Benigni (famoso por dirigir y protagonizar La vida es bella en 1997), se encargaron de recuperar de forma parcial. De hecho, toda la escena de la persecución y el asesinato del personaje tiene en el libro no pocas coincidencias con las estaciones del Vía Crucis, incluyendo la lanza en el costado o los dos ladrones. Y hasta las últimas palabras del protagonista antes de morir colgado (“¡Oh, Padre mío! Si estuvieras aquí…”) se asemejan a las de Cristo en la cruz (¡Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?”).

El final del episodio marca también la entrada formal en escena de la famosa Hada Azul que, si bien no es la responsable de animar al muñeco como en la versión de Disney, tendrá mucho que ver con su “resurrección”. Y será además la que baje su cadáver del árbol en el que fue colgado, una acción que dialoga de manera directa con la escena de La Piedad. A tal punto llega el paralelo entre el Hada y la Virgen, ambas vestidas con un manto celeste, que hasta en la película de Disney su aparición remite a un acto de epifanía. Estos y otros símbolos de clara raíz cristiana son recuperados de forma explícita por la espléndida adaptación realizada por Garrone.

En su libro 50 películas que conquistaron el mundo (Paidós), el crítico de cine Leonardo D’Espósito afirma que Disney realiza un cambio fundamental en su adaptación de la obra de Collodi: el de transformar a su protagonista, que pasa de ser un “pícaro amoral” en el original, a “un inocente que debe aprender el sentido del bien y el mal” en la película. Ambos conceptos, el de amoralidad e inocencia, que aparecen como opuestos si se los aplica a un adulto, no lo son tanto en referencia a la niñez. Sin ir más lejos, Sigmund Freud definió a los niños como “perversos polimorfos”, concepto que si bien en el marco de su teoría refiere a una falta de límites en la búsqueda del placer sexual, también puede ser interpretado como la ausencia de un marco moral preciso. Todo niño es, entonces, un amoral, alguien incapaz de discernir entre lo bueno y lo malo. Eso explica por qué, tanto en el libro como en la película de Garrone, Pinocho, que como se dijo no es otra cosa que un chico, no hace más que aprender a mantener el equilibrio sobre el delgado hilo que a veces separa a una cosa de la otra. Recién cuando aprenda a distinguir lo correcto de lo incorrecto recibirá el premio de convertirse en humano.

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.

jueves, 18 de marzo de 2021

CINE - "Salvaje" (Unhinged), de Derrik Borte: El patriarcado en la panza de Russell Crowe

No puede decirse que Salvaje, thriller dirigido por el alemán Derrik Borte, sea una película original, mucho menos que aborde sus trajinados tópicos de forma imaginativa o novedosa. Pero aún así resulta imposible negar que una densa tensión dramática la atraviesa casi de punta a punta, incluso a pesar de una simplicidad que no pocas veces acaba convertida en torpeza. Es a partir de ese logro que la experiencia consigue el éxito de ser agobiante y de ponerle los pelos de punta al espectador en varios tramos. Pero el mérito no es consecuencia de la construcción narrativa, sino que surge de una única causa, que tiene la cara, el cuerpo y el nombre de Russell Crowe. Si hay un motivo para hacer que valga la pena dedicarle 90 minutos a ver Salvaje, ese es la presencia ineludible del actor neozelandés. 

Durante una noche de tormenta, un hombre emocionalmente quebrado lucha con sus fantasmas dentro de una camioneta. Desencajado, se saca el anillo de casado, sale del vehículo armando con un martillo y un bidón de nafta y se mete por la fuerza en una casa, donde mata a golpes a la pareja que vive ahí. Luego prende fuego todo, vuelve a la camioneta y se va. Aunque la cámara se mantiene a una distancia prudencial, evitando el sadismo, la escena es brutal y su único objetivo es convertir al personaje de Crowe en una criatura cuya sola presencia infunde terror desde el minuto cero. La apuesta paga sus dividendos unas escenas más tarde, cuando una mujer agobiada por su divorcio y los problemas laborales se cruza con la camioneta del tipo y osa tocarle la bocina en un semáforo. A partir de ahí el hombre se ocupará de convertir la vida de la protagonista en un infierno.

Salvaje puede ser vista como el cruce entre Reto a muerte (1971), el debut de Steven Spielberg donde un hombre huye del acoso de un camión conducido por un chofer al que nunca se le ve la cara, con Un día de furia (Joel Schumacher, 1993), en la que un Michael Douglas atraviesa Los Ángeles a pura psicosis, liberando su frustración en todo lo que se le cruza. Salvaje incluso copia las motivaciones de ese personaje (desempleo, falta de oportunidades, presión social) como origen de la conducta enferma del interpretado por Crowe. Pero en tiempos de un feminismo fuerte se vuelve fatal leer a Salvaje también como una postal explícita (y esquemática) del poder del patriarcado. Que el drama se desarrolle en la calle y a partir de un altercado vial no hace más que montar la acción en uno de los escenarios habituales en los que los hombres descargan su violencia contra las mujeres. Y sin dudas no hay un modo más efectivo de corporizar ese amenazante peso simbólico que ponerlo a Crowe con una panza de 150 kilos a descargar su furia contra dos mujeres a falta de una. Y aunque eso no alcanza para hacer de Salvaje una gran película, sin dudas es un acierto absoluto. ¡Salve, Russell! Los que todavía creen que sos un gran actor te saludan.

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

jueves, 24 de septiembre de 2020

CINE - "El practicante", de Carlés Torras: El cine psicopático

La carrera del actor español Mario Casas se benefició por el éxito que han tenido en la pantalla de Netflix las películas en las que participó. En general son thrillers o dramas oscuros que con frecuencia optan por el efectismo y en los que a él suelen tocarle turbios protagónicos. Ocurre en títulos como El fotógrafo de Mauthausen (2018), Bajo la piel del lobo (2017) o Contratiempo (2016), a la que ahora se suma El practicante, de Carles Torras, donde vuelve a ponerse al servicio de un personaje retorcido. El film ya se encuentra entre los favoritos de la N roja a partir de una combinación de una efectiva puesta en escena, un elenco solvente y una historia cruda que no escatima en crueldad. Y Mario Casas, obvio.

La película empieza apostando al impacto y arranca con el primer plano de dos personas heridas, atrapadas dentro de un auto chocado. La cámara gira 180° sobre su propio eje para revelar que el coche está volcado y las dos víctimas, cabeza abajo. Es de noche y, tras un paneo, la mirada avanza bajo la luz anaranjada de la ruta. Aparecen más víctimas y otros vehículos que participaron del siniestro, mientras por el fondo llegan ambulancias y autobombas. Los médicos bajan a prisa y comienzan a atender a los heridos. Pero uno de ellos, Ángel, aprovecha que sus compañeros se alejan llevándose en la camilla a una mujer herida y se robar un par de anteojos que quedaron sobre el asiento del coche.

Por el clima y las características del protagonista, ese comienzo recuerda un poco a Primicia mortal (2014), gran ópera prima de Dan Gilroy en la que Jake Gyllenhaal se luce como un periodista bastante psicópata. Como aquella, El practicante utiliza a la noche como escenario y parece que la historia se desarrollará sobre una versión sórdida del mundo de las urgencias médicas. Pero enseguida se desvía hacia lo íntimo: Ángel está en pareja con una chica francesa, a quien lo une una relación tan oscura como la noche. Psicópata es también una definición que le cabe al protagonista y la película recurre a todos los subrayados imaginables para que eso quede claro. El tipo las tiene todas: celoso, manipulador, posesivo y lo suficientemente violento como para incomodar, pero no tanto como para que eso no pueda esconderse atrás de un beso. De ángel no tiene nada.

El practicante escala de ahí hacia situaciones que el cine español ya abordó hace tres décadas de la mano de Pedro Almodóvar, en uno de sus trabajos más emblemáticos, aunque esta vez con toneladas de morbo y nada de humor. La película no se conforma con que Ángel sea detestable por naturaleza, sino que se encarga de golpearlo (y varias veces) para volverlo aún peor. Eso no justifica su conducta, claro, pero sí revela que El practicante es en realidad tan cruel, manipuladora y psicópata como su protagonista. El final funciona como prueba irrefutable de ello. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

jueves, 3 de septiembre de 2020

CINE - "La flor azul de Novalis", de Gustavo Vinagre y Rodrigo Carneiro: Zoom in a los confines del cuerpo

Hay películas que precisan de andamiajes técnicos o narrativos desmesurados para cautivar al público.A otras les alcanza con encontrar un personaje lo suficientemente magnético para justificar la decisión de mantenerse 70 minutos sentado mirando una pantalla. A esta última categoría pertenece La flor azul de Novalis, de los brasileños Gustavo Vinagre y Rodrigo Carneiro. Ese personaje es Marcelo, suerte de dandy victoriano, neorromántico y excéntrico que se pasa la película deambulando por su casa desnudo o apenas vestido con una bata de seda. Dueño de una cultura vasta y refinada, su vida cotidiana sin embargo parece girar en torno a su sexualidad, en la que conviven un desbordado impulso hedonista con manifestaciones de culpa no siempre conscientes. Tan capaz de citar a Georges Bataille, a Tennessee Williams, a María Callas o al poeta alemán Novalis, como de contar con gracia escatológicas anécdotas de su vida sexual, Marcelo resulta cautivante. Aunque es posible que muchos espectadores no lo encuentren para nada encantador, algo que el propio personaje parecen buscar de forma deliberada.

La película comienza con un plano detalle del ano de Marcelo, mientras su voz recita poemas de Hilda Hilst. Un plano más amplio lo revelará tomando sol cabeza abajo, en lo que parece ser una complicada pose de yoga. Es difícil reconocer en La flor azul de Novalis la línea que separa lo documental de la ficción, en tanto es imposible saber cuánto hay de cierto y cuánto de invención en esos relatos en primera persona. En ellos, la familia aparece de forma recurrente como un enemigo a enfrentar y derrotar, un peso a quitarse de encima. Marcelo proyecta en sus memorias el origen de la propia existencia y personalidad. Y así como está orgulloso de haberse convertido en todo lo que su abuela temía, también le atribuye a su padre, un ex automovilista, una leve deficiencia auditiva causada por el ruido atronador de las carreras a las que lo llevaba cuando era un nene. 

Marcelo volverá sobre ese núcleo íntimo para hablar de la frigidez de su abuela, a la que adora, y de otra figura masculina negativa: su abuelo, que durante 40 años mantuvo una familia paralela y a quien lo tranquilizaba la imposibilidad de su esposa para disfrutar del sexo, porque “las mujeres que sienten placer terminan engañando a sus maridos”. Especialista en rastrear la punta del ovillo de sus pulsiones en las ramas de su árbol genealógico, Marcelo asocia su sexualidad “con los deseos reprimidos de aquellas mujeres”. Esos relatos parecen responder a diferentes conceptos básicos de la teoría freudiana y ese eterno retorno a las traumáticas memorias familiares es una de ellas. En esa línea se ubican también los diálogos que mantiene con una voz en off que funciona como la de un psicoanalista, interviniendo para aportar preguntas o digresiones que promueven la continuidad del discurso. Lo mismo puede decirse de una serie de actos performáticos que funcionan como puesta en escena (y en abismo) de sus propios traumas. Es emblemático aquel en el que el protagonista, travestido, se enfrenta a un amenazante auto deportivo al que termina arrancándole a tirones diferentes partes del motor, como si en ese mismo acto le arrancara el corazón a su propio padre.

Como el dragón que se muerde la cola –figura simbólica que no puede ser más oportuna—, la escena final de La flor azul de Novalis remite a aquel plano anal que abre la película, llevándolo al extremo a través de un zoom in. Si alguna vez el francés Jean-Luc Godard definió al procedimiento del travelling como “una cuestión moral”, la decisión estética de avanzar de forma literal hacia el abismo de lo humano puede (y debe) ser entendida no solo como un gesto estético para “espantar a la burguesía” sino, sobre todo, como una declaración de principios. Una acción política que en el Brasil contemporáneo, en tiempos de un presidente reaccionario y homofóbico como Jair Bolsonaro, resulta tan oportuna como subversiva. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

jueves, 27 de agosto de 2020

CINE - "Los hijos de Isadora" (Les enfants d'Isadora), de Damien Manivel: Retrato de la pérdida a través de la danza

El argumento de la coproducción franco-surcoreana Los hijos de Isadora, del francés Damién Manivel, toma como disparador las trágicas memorias de la bailarina estadounidense Isadora Duncan. En particular el oscuro episodio de la muerte de sus dos pequeños hijos en un accidente automovilístico. Un hecho que sumió a la famosa artista en un estado de profunda depresión, pero cuyas atormentadas emociones también plasmó en la conmovedora obra Madre, un solo de danza que se ejecuta junto al Estudio Opus 2 n°1 del compositor ruso Alexander Scriabin. A partir de esa obra Manivel esboza algunas reflexiones acerca del arte y de la forma en que este impacta en las personas. El espíritu de la danza organiza la puesta en escena del realizador francés, impregnando incluso escenas y cuadros en los que se representa lo cotidiano, como el detalle de dos pares de pies asomando bajo un cubrecama o una composición realizada con planos de los clientes que ocupan las mesas de un bar mientras suena la citada obra de Scriabin. 

La progresión de Los hijos de Isadora se encuentra dividida en tercios casi perfectos. Incluso, a partir de su profunda conexión con las estructuras de la composición musical, podría decirse que se trata de tres movimientos. El hecho de que la danza sea una de las disciplinas en las que se ha formado el propio Manivel ayuda a sostener esa interpretación. Por su parte, cada uno de esos movimientos tiene sus protagonistas. En el primero una estudiante de ballet lee las memorias de Duncan, mientras ensaya los desplazamientos del solo en el que la bailarina estadounidense transformó en acción su dolorosa experiencia de pérdida. En el segundo es una profesora de danzas la que le enseña a una joven alumna con síndrome de down los pasos de la misma pieza, mientras que en el tercero el relato se va con una de las espectadoras que asiste a la presentación de la obra.

Manivel filma el primer segmento utilizando una paleta cargada de azules, que junto a la luz blanca del estudio de danza le da al registro un oportuno aire melancólico que combina de manera armónica con el paisaje otoñal de los suburbios y con la figura frágil de la joven estudiante. En medio de esa textura de tonos fríos, el cabello largo y rabiosamente colorado de la chica parece encenderse en cada plano como si se tratara del avatar de una doble pasión. Por un lado, la que habita en la propia pieza que ella estudia, la de esa mater dolorosa cuyos gestos lánguidos y etéreos no pueden ocultar la furia contenida de un pesar inextinguible. Por el otro, la que moviliza a la aspirante a bailarina que, como una actriz de método, parece empeñada en hacer suya la desolación que atraviesa como un clavo al rojo vivo toda la pieza. El resultado de esas combinaciones le da a la composición escénica de Manivel un aire pictórico que de forma nada casual remite a la obra de Edgar Degas.

Si bien ese primer segmento está marcado por el carácter técnico del ensayo, incluyendo imágenes del guión coreográfico creado por Duncan, en esa etapa todavía existe una cierta distancia entre el drama y el espectador. En cambio, el segundo parece revivir en las figuras de la profesora y su alumna la ternura pero también las asimetrías del vínculo materno filial, a la vez que pone en evidencia la condición trágica de la puesta en escena de la pieza. Ya en el movimiento final el protagonismo recae en una espectadora conmovida, una mujer mayor de cuerpo voluminoso que camina con dificultad, ayudada por un bastón. Aunque todo en ella se opone a la plenitud y la gracia kinética de quienes se dedican a la danza, será esa mujer la que a través de su propia pérdida conseguirá representar la obra de Duncan del modo más conmovedor. Es ahí donde Los hijos de Isadora descarga todo su peso emotivo sobre el espectador, revelando su éxito a la hora de trasladar el drama de la danza al cine.  

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Pägina/12.

CINE - "Matar al dragón", de Jimena Monteoliva: Virtudes y vicios del cine fantástico argentino

Enmarcada dentro la activa escena nacional del cine de género, la película Matar al dragón, segundo trabajo de Jimena Monteoliva como directora, comparte algunas de las virtudes y muchos de los vicios que suelen identificar a las producciones que forman parte de dicho universo. Dentro del primer grupo se encuentra todo lo vinculado a las características técnicas de la puesta en escena, mientras que el segundo incluye sobre todo las cuestiones dramáticas y narrativas. En el balance son estos últimos elementos los que prevalecen, haciendo que las limitaciones del relato empañen los méritos del arte, la fotografía y la banda sonora. 

Matar al dragón combina elementos del cine de suspenso y climas cercanos al noir con una trama sobrenatural. Esta última, además, busca entroncarse con lo más oscuro del universo de los cuentos de hadas, en particular con el de Hansel y Gretel. Que por otra parte, es tal vez el más abordado por las películas que abrevan en ese género desde el cine de terror. La película comienza con una breve secuencia animada de estética atractiva y original. La misma cumple con la doble tarea de señalar el parentesco con los cuentos de hadas, remitiendo a la vieja fórmula del “Había una vez…”, pero también funciona como virtual prólogo, pintando un breve panorama inicial antes de abordar la acción propiamente dicha. 

El segmento cuenta sobre una bruja, La Hilandera, que tenía atemorizado a todo un pueblo. Para liberarse de su influjo, sus habitantes capturaron y torturaron a la mujer, quien sin embargo consiguió huir entregándose a un espíritu oscuro y se fue prometiendo venganza. Pronto en el pueblo comenzaron a desaparecer las niñas: Matar al dragón es la historia de una de ellas, que reaparece en el bosque 25 años después. Apartándose del tono sobrenatural, el guión convierte a la ahora mujer en portadora de un virus que su hermano, médico y feliz de reencontrarla, intentará curar. La que no está contenta con esa decisión es su esposa, quien teme que sus dos pequeñas hijas puedan acabar contagiadas.

La película nunca consigue que la trama entre esas dos naturalezas del relato sea lo suficientemente sólida como para que su convivencia resulte verosímil. Al mismo tiempo el progreso dramático se realiza de forma esquemática, convirtiendo a los arquetipos en lugares comunes. Pero, en su ambición, Matar al dragón también despliega elementos que luego no son desarrollados y que en muchos casos aparecen como actos fallidos. A esa categoría pertenecen las tensiones que existen entre los habitantes del pueblo y aquellos que fueron tragados por los oscuros dominios del mal. El desprecio de unos por otros llega incluso a expresarse en los términos de “feos, sucios y malos” que caracteriza al prejuicio clasista, sin que nada indique que la película es consciente de ello.  

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

jueves, 20 de agosto de 2020

CINE - "Prometo volver" (Proxima), de Alice Winocour: Viaje al interior de una mujer

La poesía es el más influyente de los géneros y su ascendiente no solo se desborda al interior de toda la producción literaria, sino que se extiende más allá de la frontera de las letras. Así es posible encontrar su rastro en las artes plásticas, en la música y, claro, también es un elemento inherente al lenguaje cinematográfico. Su aparición en pantalla a veces es fácil de detectar, sobre todo cuando remite de forma directa a las formas de otras artes. La composición pictórica de un plano, una banda sonora intencionada o un guión demasiado lírico enseguida delatan su presencia y en esos casos su vigor se atenúa. Pero cuando su fantasma se cuela por las ranuras que dejan los relatos, es ahí donde ocurre el milagro. Y Prometo volver, tercer trabajo de la cineasta francesa Alice Winocour, es una película generosa en ese tipo de prodigios justamente por eso: da por hecho que el espectador será capaz de dejarse permear por una belleza que siempre está más allá de la superficie de su argumento.

Prometo volver (cuyo título original es Proxima) es una historia de astronautas. Pero lejos de la espectacularidad con la que se suele abordar el tópico en películas de acción o ciencia ficción, donde el viaje por el cosmos y sus avatares visuales suelen ocupar el centro del relato, acá el recorrido narrativo es menos hacia un espacio exterior que hacia el interior de Sarah, la protagonista. Ella es una ingeniera francesa elegida para integrar la tripulación de una misión internacional que la alejará de la Tierra por muchos meses, como parte de un programa que trabaja sobre futuros viajes a Marte. Como es su primera vez, Sarah está muy movilizada ante la posibilidad de cumplir con un sueño que tiene desde que era niña. Pero lejos de poder involucrarse con el exigente entrenamiento al 100% y de vivir el asunto con una felicidad despreocupada, atraviesa con culpa el que debería ser el mejor momento de su vida. Una carga que tiene que ver con tener que alejarse de su hija Stella, a quien la une un vínculo muy estrecho.

Puede decirse que Prometo volver es un ensayo acerca de lo femenino que pone en escena (de manera extrema) esa necesidad de partirse al medio que muchas mujeres sienten cuando sus aspiraciones personales no encajan con las obligaciones que les impone la sociedad. La propia Sarah se convierte entonces en un campo de batalla en el que se enfrentan la astronauta y la madre, sin que ninguna de las partes esté dispuesta a cederle todo el territorio a la otra. Eva Green realiza un trabajo extraordinario poniendo literalmente el cuerpo para hacer que el tránsito de Sarah sea verosímil, tanto cuando debe enfrentar el menosprecio de algunos de sus compañeros varones, como cuando el vínculo con su hija la desborda emocionalmente. Pero siempre sin grandes estridencias, entregando una interpretación tan contenida como sutilmente expresiva.

De algún modo el film de Winocour es un opuesto complementario de Ad Astra, la película de James Gray protagonizada por Brad Pitt. Si ahí era un hijo varón el que viajaba al espacio para lidiar con los traumas y la herencia de un padre ausente, acá es una madre la que se desdobla entre la culpa y el deseo. Pero también la que se ofrece como espejo para que su propia hija tenga un modelo femenino distinto, uno en el que una mujer puede viajar al espacio y seguir siendo una madre, sin que ello represente una contradicción. Ese juego se hace gráfico en una escena cerca del final, en la que Sarah y Stella charlan separadas por un vidrio, sobre cuya superficie ambas quedan unidas por el reflejo, como si estuvieran paradas del mismo lado. Luego de eso, justo antes de partir Sarah tomará algunas decisiones cuestionables desde el punto de vista profesional, pero justificables no solo en el marco de su propia lucha interior, sino también como parte de una poética en la que esa madre y esa hija finalmente se reúnen en la contemplación de un sueño cumplido y un futuro compartido.  

 Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.