La progresión de Los hijos de Isadora se encuentra dividida en tercios casi perfectos. Incluso, a partir de su profunda conexión con las estructuras de la composición musical, podría decirse que se trata de tres movimientos. El hecho de que la danza sea una de las disciplinas en las que se ha formado el propio Manivel ayuda a sostener esa interpretación. Por su parte, cada uno de esos movimientos tiene sus protagonistas. En el primero una estudiante de ballet lee las memorias de Duncan, mientras ensaya los desplazamientos del solo en el que la bailarina estadounidense transformó en acción su dolorosa experiencia de pérdida. En el segundo es una profesora de danzas la que le enseña a una joven alumna con síndrome de down los pasos de la misma pieza, mientras que en el tercero el relato se va con una de las espectadoras que asiste a la presentación de la obra.
Manivel filma el primer segmento utilizando una paleta cargada de azules, que junto a la luz blanca del estudio de danza le da al registro un oportuno aire melancólico que combina de manera armónica con el paisaje otoñal de los suburbios y con la figura frágil de la joven estudiante. En medio de esa textura de tonos fríos, el cabello largo y rabiosamente colorado de la chica parece encenderse en cada plano como si se tratara del avatar de una doble pasión. Por un lado, la que habita en la propia pieza que ella estudia, la de esa mater dolorosa cuyos gestos lánguidos y etéreos no pueden ocultar la furia contenida de un pesar inextinguible. Por el otro, la que moviliza a la aspirante a bailarina que, como una actriz de método, parece empeñada en hacer suya la desolación que atraviesa como un clavo al rojo vivo toda la pieza. El resultado de esas combinaciones le da a la composición escénica de Manivel un aire pictórico que de forma nada casual remite a la obra de Edgar Degas.
Si bien ese primer segmento está marcado por el carácter técnico del ensayo, incluyendo imágenes del guión coreográfico creado por Duncan, en esa etapa todavía existe una cierta distancia entre el drama y el espectador. En cambio, el segundo parece revivir en las figuras de la profesora y su alumna la ternura pero también las asimetrías del vínculo materno filial, a la vez que pone en evidencia la condición trágica de la puesta en escena de la pieza. Ya en el movimiento final el protagonismo recae en una espectadora conmovida, una mujer mayor de cuerpo voluminoso que camina con dificultad, ayudada por un bastón. Aunque todo en ella se opone a la plenitud y la gracia kinética de quienes se dedican a la danza, será esa mujer la que a través de su propia pérdida conseguirá representar la obra de Duncan del modo más conmovedor. Es ahí donde Los hijos de Isadora descarga todo su peso emotivo sobre el espectador, revelando su éxito a la hora de trasladar el drama de la danza al cine.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Pägina/12.
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