“Quizá es que no puedes volver el tiempo atrás. Que no puedes volver a las escenas de amor, de tristeza, de felicidad y debes tomar decisiones. Los lugares a los que fuiste y que no puedes poseer y al final, tú serás el poseído.” La cita pertenece al libro Una guía sobre el arte de perderse de la escritora estadounidense Rebecca Solnit, publicado en Argentina por la editorial Fiordo, y aparece justo a mitad de Giraffe, de la directora danesa Anna Sofie Hartmann. Es la protagonista la que se la lee en la playa, directo del libro, a su amante, a quien conoció trabajando en las obras previas a la construcción de un túnel que unirá a la isla de Lolandia, en Dinamarca, con la Alemania continental.
Dara es antropóloga y su tarea es documentar la vida en el lugar, relevando las viejas casa y granjas de la zona, algunas de ellas con varios siglos de antigüedad, que serán demolidas para permitir que por ahí se extienda el trazado de la nueva ruta. Lucek en cambio es obrero y forma parte de una cuadrilla encargada del tendido eléctrico de la obra. A ambos los separa el origen y la lengua (ella es danesa y él, polaco), pero también 14 años de edad. A pesar de eso y de que Dara tiene una pareja esperándola en Berlín, el flechazo es instantáneo. ¿Pero puede construirse algo capaz de superar las distancias enormes que se interponen entre ellos? ¿Alcanza la pasión para imponerse a los obstáculos concretos? ¿Dara y Lucek serán capaces de levantar su propio puente?
La frase de Solnit parece ser la clave que permite terminar de abrir algunas puertas que el relato mantiene convenientemente entornadas. Esa idea de la vida como recorrido lineal atado al tiempo, en el que se está condenado a avanzar sin remedio y a dejar a cada paso cosas por el camino, es la que irán descubriendo los protagonistas. Por su trabajo, Dara está acostumbrada a lidiar con esos restos, que se acumulan en los espacios ahora vacíos de las casas abandonadas que recorre en soledad. Para ella es habitual convivir con lo que abandonaron los que se fueron y esos fantasmas, aunque ajenos, no le son indiferentes.
El juego de ligar la memoria a lo fantasmal es central en la cita de la autora estadounidense. Como en una película de terror, Solnit habla de ser poseídos por los fantasmas de todo aquello a lo que ya no se puede volver. Una idea de pérdida que también es inherente a la pasión, al enamoramiento, ese momento único e irrepetible sentenciado a quedar en el camino. Es la condena de lo efímero, la vida misma puesta en marcha.
Pero la frase no solo permite ser leída hacia el interior de la película de Hartmann, sino que se la puede extender a un territorio mayor: el de la experiencia cinematográfica. El cine es el arte de la fantasmagoría, el único capaz de encapsular las experiencias del pasado en una ilusión de presente siempre continuo, en la que los muertos vuelven a la vida en cada proyección. Incluso los espacios físicos resucitan en el cine: ¿o acaso no se está ante un fantasma cada vez que en una película vieja aparecen las Torres Gemelas en el skyline de una Nueva York que ya no existe? Como ocurre con el cielo, el cine es la proyección de la luz de estrellas siempre muertas y captura en pantalla aquello que ya no es posible poseer.
Al mismo tiempo le permite al espectador la experiencia de ser poseído por ello, posibilidad que en Giraffe está muy presente. Aparece en la forma en que algunos personajes observan a otros como queriendo aprehenderlos, o cada vez que la voz de Dara imagina una historia para los distintos personajes que se suceden en escena. Pero también cuando Lucek le envía por teléfono un video en el que le muestra imágenes del pueblo de su abuelo en Polonia, o algunas panorámicas de Varsovia. Fantasmas ahora digitales que atraviesan el tiempo y el espacio. Hartman pone todo eso al servicio de una historia de amor a la que justamente el cine le permite existir para siempre. Un amor imposible convertido en eterno.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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