domingo, 30 de julio de 2017

LIBROS - "Cómo entrevistar a una estrella de rock y no morir en el intento", de Fernando García: Una novela con 16 rockeros y un periodista

El rock ha muerto, ha dejado el edificio. Se fue de gira. El rock en la actualidad es apenas una sombra de aquella máquina de generar revoluciones por minuto. Aunque las bandas todavía llenan estadios, los festivales continúan multiplicando sus grillas con los nombres de grupos siempre nuevos y sus estrellas mantienen el dorado estatus celestial, la realidad es que los nombres siguen siendo los mismos. O menos, porque los rockeros comparten con el resto de la humanidad esa mala costumbre de morir. ¿Alguien recuerda cuál fue el último artista del rock en ser conocido hasta por las abuelas y que además haya conseguido mantener ese estatus por más de un disco, a lo sumo dos? No, esas cosas ya no pasan: parece que el de las estrellas de rock dejó de ser un recurso renovable.
Algo de esa idea parece confirmarse en el libro Cómo entrevistar a una estrella de rock y no morir en el intento, recopilación de algunos de los trabajos que el periodista Fernando García publicó cuando trabajaba para Clarín, donde durante muchos años fue redactor y luego editor del !, el extinto suplemento joven del diario. Como si se tratara de un santoral, en sus páginas se acumulan 16 entrevistas a grandes figuras del rock, casi todos ellos verdaderos íconos en todo el mundo, cuya sola invocación alcanza para traer a la memoria un contexto histórico determinado, una corriente estética muy específica y hasta un momento exacto de la propia vida.
John Lydon, Neil Young, Phil Collins, Kiss, los hermanos Gibb, Noel Gallagher, Jon Bon Jovi, Ozzy, Malcom McLaren, Dee Dee Ramone, Bono, Damon Albarn, Regina Spektor, Lou Reed, David Bowie y sir Paul McCartney: ninguno tiene menos de 47 años e incluso seis de ellos ya han muerto. Como el rock. Un promedio de edad a años luz de la idea de rock como forma de expresión juvenil, del que apenas escapa solo uno de los artistas entrevistados: la Spektor (36 años). Curiosamente es la única mujer del libro y a quien resulta más dificultoso incluir dentro del género de forma plena. Todos son parte de esa realeza decadente a la que todavía se le rinde pleitesía.
Claro que para que eso ocurra es necesario que el lector tenga, digamos, más de 35 años. Porque para los más jóvenes (los millennials no escuchan rock sino como la música de sus padres), el de García puede parecerse a un libro de historia. Eso sí, uno maravillosamente escrito, en el que aquellas entrevistas, ahora liberadas de las limitaciones de espacio que originalmente les impuso el formato rígido de las páginas del diario, alcanzan una segunda vida mucho más plena. Una donde el autor se da el lujo de revelar detalles personales que hacen al clima de la charla, de poner en contexto. De narrar, olvidándose de la entrevista para escribir una novela protagonizada por 16 artistas de rock y un periodista.
Como una declaración de principios, García comienza su propia versión de la historia con la entrevista que le realizó a John Lydon, ex Sex Pistol, ex Johnny Rotten, que en 1992 visitaba por primera vez la Argentina con su banda PIL y a quien solo pudo acceder haciéndose pasar por un fan. Porque un periodista hace cualquier cosa por una buena nota. ¿O será que un periodista nunca deja de ser un fan? Es posible: en muchas de estas crónicas se trasluce la mirada deslumbrada del fiel que lucha contra su propio credo para poder hacer bien su trabajo. Y si de hacer cualquier cosa por cumplirlo se trata, ahí está el relato de la persecución suicida para alcanzar a Paul McCartney en la autopista, durante su primera visita al país en 1993. O el relato de supervivencia que significa entrevistar a una persona que no entrega más que diez palabras por respuesta, como le ocurrió con el guitarrista de Oasis, Noel Gallagher. En Cómo entrevistar a una estrella de rock y no morir en el intento, García ofrece unas cuantas lecciones dignas de un manual de periodismo. Y, quizá sin querer, le firma el certificado de defunción al rock. ¡Dios salve al rock! 

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.

viernes, 28 de julio de 2017

CINE - "Fontanarrosa, lo que se dice un ídolo", Varios directores: Volveré y seré película

Volveré y seré película. A 10 años de su muerte, la figura del Negro Roberto Fontanarrosa reapareció en la memoria colectiva, reencarnada en el cuerpo de los artículos y números especiales que los suplementos de cultura y las revistas le han dedicado. Con justicia, ahí se lo recuerda o bien como uno de los más grandes historietistas y humoristas gráficos de la rica historia de esos géneros en la Argentina, o se vuelve a reclamar por un lugar para él dentro del panteón literario, espacio al que las miradas académicas o críticas le tienen prohibida la entrada. Pero parafraseando aquel enunciado de la liturgia peronista Fontanarrosa también ha vuelto en el cine, a través de una serie de relatos adaptados al formato del cortometraje que, reunidos bajo el título de Fontanarrosa, lo que se dice un ídolo, le dan forma a una película colectiva.
La película incluye cinco historias basadas en algunos de los cuentos del rosarino, en las que sendos directores se atreven al desafío de transportar a la pantalla su mística narrativa. El resultado final, como suele ocurrir en esta clase de reuniones, es desparejo, con algunos de los cortos acercándose más que otros al objetivo. Vale aclarar que el cuento que da título a la película (“Lo que se dice un ídolo”, del libro de 1983 El mundo ha vivido equivocado) no se encuentra entre los adaptados. En cambio la nómina incluye a “Sueño de barrio”, dirigido por Néstor Zapata; “Vidas privadas”, por Gustavo Postiglione; “Elige tu propia aventura”, por Hugo Grosso; “El asombrado”, por Héctor Molina, y “No sé si he sido claro”, de Juan Pablo Buscarini. Además de tres piezas animadas en las que Pablo Rodríguez Jáuregui, conocido animador rosarino, le da vida a tres episodios de Semblanzas deportivas, clásica serie de historieta que parodiando el tono nostálgico de cierto periodismo deportivo rescataba las historias absurdas de deportistas olvidados.
Una de las claves del éxito en este tipo de adaptaciones resulta de hallar la forma de convertir en acción los recursos literarios. A partir de ello, los trabajos que consiguen distanciarse más de dicho tono acaban siendo los más logrados cinematográficamente. Debe destacarse en primer lugar la versión de “El asombrado”, logrando poner realmente en escena la vida de ese hombre que no proyecta sombra, interpretado por Darío Grandinetti. Más o menos en el mismo nivel están “Vidas privadas”, donde un par de personajes teatrales se le van literalmente de las manos a su autor y a los actores, con buenos trabajos de Gastón Pauls, Julieta Cardinali y Jean Pierre Noer; y “No sé si he sido claro”, en el que Dady Brieva cuenta frente a un juez la historia trágica del pibe con el pito más largo del pueblo. Más lejos queda “Sueño de Barrio”, cuyo tono costumbrista lo deja más cerca del sketch televisivo que del cine, siendo “Elige tu propia aventura” el que peor suerte le toca. Ahí el paso de un lenguaje a otro se convierte en un problema irresoluble que se corporiza en la voz en off omnipresente que lidera el relato, marcando su dependencia de la letra escrita.

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

jueves, 27 de julio de 2017

CINE - "Dunkerque" (Dunkirk), de Christopher Nolan: El horror, el horror

La Batalla de Dunkerque es un hecho clave no solo dentro de la Segunda Guerra Mundial (SGM), sino también dentro de la construcción de la identidad británica. O, al menos, del imaginario en la que esta se sostiene. La misma tuvo lugar durante el segundo año de la guerra, cuando los ejércitos de la Alemania nazi de un solo golpe se disponían a tomar Francia y humillar al reino de las islas, principal rival en la disputa del poder en Europa. El poderío germano era tal que ni la alianza de las otras dos grandes potencias del viejo continente alcanzó para detener su avance. El territorio francés fue cayendo y las tropas que aún resistían, cercadas contra la costa en Dunkerque, pequeña ciudad que es uno de los puntos de mayor cercanía entre el continente y las islas. Lugar doblemente estratégico en tanto significaba aplastar a Inglaterra en sus propias narices y conquistar un punto para el siguiente paso en la campaña de Hitler: invadir las islas y dominar Europa.
En ese punto comienza la última película del británico Christopher Nolan que lleva por título el nombre de ese pueblito del norte de Francia. Con una escena de inicio ágil y elocuente, demostrando gran precisión fotográfica, Nolan sigue a un pequeño escuadrón de soldados ingleses sorprendido por el fuego enemigo en una calle de Dunkerque. En la huida desesperada, los chicos (porque eso son) van cayendo de a uno y la cámara se queda con el único sobreviviente, que tras ser recibido por la última línea francesa, llega a la playa donde cientos de miles de soldados británicos hacen filas y filas esperando ser rescatados para volver a la patria. Humillados, vencidos, sometidos por el terror alemán.
Terror es una palabra clave en el relato de Dunkerque. Es lo que el director intenta transmitir reconstruyendo los ataques permanentes de la Luftwaffe, la fuerza aérea del Reich, sobre esas playas donde los ingleses aguardaban por su rescate casi sin defensa. Terror es lo que busca y terror lo que consigue. Nolan recrea el blitzkrieg de los famosos Stuka, conocido por el relato de muchos ex combatientes de la SGM, utilizando todos los recursos que el cine pone a su alcance. Primero el sonido, los aullidos crecientes de los aviones cayendo en picada sobre la playa. O el fuera de campo: las caras de horror que van apareciendo en la multitud de chicos con uniforme que se amontonan contra el mar, buscando en el cielo el perfil aún invisible de los bombarderos. Y cuando estos al fin aparecen entre las nubes, la corrida inútil, porque en la arena no hay a donde huir. Las bombas, los cuerpos volando y después volver a hacer las filas como si nada, como si los cadáveres de los compañeros no estuvieran ahí. Y de vuelta a esperar.
Nolan hace buen uso del fuera de campo, evitando mostrar al ejército alemán más allá de sus avatares aéreos, acentuando la sensación de miedo por aquello que apenas puede ser visto. Y maneja con pericia el tiempo narrativo, obsesión que ya estaba en Memento (2000), El origen (2010) o Interestelar (2014). A diferencia de algunos de esos ejemplos, acá consigue que el recurso elegido no se vuelva una trampa. El director indica la distancia temporal que separa a Dunkerque de Gran Bretaña, según se la cubra con los aviones Spitfire que el reino manda para asegurar la retirada (una hora); en los barcos civiles enviados para apoyar la evacuación, ya que las bombas alemanas hundían cualquier nave de guerra dispuesta para tales fines (un día); o lo que demorarían los soldados en salir de Francia si debieran esperar en sus filas hasta encontrar lugar en los buques de la marina (una semana).
De ese modo sigue al soldado que sobrevive en la primera escena, a un hombre que con su hijo se dirige a Francia con su barquito para participar del rescate y al piloto de uno de los aviones. Cada relato tendrá su tiempo, acorde a la escala real mencionada, y sus líneas se irán cruzando de modo que ciertos detalles aparecerán de manera repetida según el punto de vista de cada una. Pero aunque las tres avanzarán de manera independiente, también se irán empatando hasta confluir todas juntas en un gran final de marcado e inevitable tono emotivo. Esa es la proeza de fondo de la película, pero que esta vez Nolan consigue poner al servicio de la eficacia narrativa y no al revés. Por desgracia Dunkerque adolece de un acento patriotero muy notorio sobre el final, una búsqueda de impacto sensible tan innecesaria como predecible. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

LIBROS - "El artista", de Alberto Laiseca: La liviandad de lo prescindible

Los libros malos, lo que se dice malos pero malos de verdad, al punto de llegar a ser indignos de su autor, en realidad son muy difíciles de encontrar. En primer lugar porque nadie los guarda: piénsese que un libro malo ocupa el mismo lugar que uno bueno y ya se sabe que, con excepción de aquella instalada en Babel, el de las bibliotecas es un espacio finito. Tratar de encontrar un libro malo se vuelve un poco más fácil en bibliotecas extrañas, nutridas por el gusto de los otros; algo así como buscarle las garrapatas a un perro o la paja al ojo ajeno. Por lo general se los suele encontrar de a montones en las librerías de usados, en las ferias de canje- compra- venta o en las mesas de saldos, que son el limbo de los libros, en donde lo que se acostumbra a buscar es lo contrario, una gema escondida entre la hojarasca literaria. La misión puede volverse más complicada todavía si la idea es colgarle ese sambenito a un libro escrito por un gran escritor. Y sin embargo, aferrados a la teoría del muerto en el placard, es imposible no terminar convencido de que “que los hay, los hay”. Solo hace falta liberarse al placer morboso de señalar con el dedo o de arrojar la primera piedra, y mezclando un poco de valentía crítica con una pizca de impunidad, jugarse a encontrar ese libro ignominioso que habita en la obra de cualquier autor, por bueno que sea.
Fallecido hace exactamente siete meses, Alberto Laiseca fue uno de los autores más particulares de la literatura argentina de la segunda mitad del siglo XX. El Conde Lai o el Mostro, como lo llamaban algunos, quién sabe si con su confianza y consentimiento, estuvo siempre fuera de la norma y sin embargo no es fácil montar el canon literario sin incluirlo. Self made man por naturaleza, Laiseca se construyó a sí mismo como ninguno de sus colegas y contemporáneos, no sólo como escritor sino también como personaje. No es difícil pensar que sus libros no necesariamente han sido muy leídos –no es secreto que ninguno de ellos fue un bestseller y que sus cuentos y novelas nunca salieron del gueto literario—, y sin embargo su rostro es uno de los más reconocidos del panteón de autores locales. En ello colaboraron sobre todo su papel como narrador televisivo de cuentos de miedo, en aquella serie de microprogramas que en la década de los ’90 se transmitía por la señal de cable I-Sat y, en menor medida, su participación como actor en las películas Querida voy a comprar cigarrillos y vuelvo (2011, basada en un cuento propio) y El artista (2008), en todos los casos dirigido por la dupla integrada por Mariano Cohn y Gastón Duprat.
Esta última lo tenía como protagonista de una historia en la que el enfermero de un geriátrico entablaba una relación particular con uno de los viejitos internados, que a partir de algún tipo de demencia se encontraba incapacitado para hablar (la palabra “pucho” era la única que pronunciaba) pero tenía un extraño talento para el dibujo. Sin ser demasiado despierto, el enfermero sin embargo tiene la iluminada idea de llevar los trabajos del anciano a una galería de arte, para ver si tienen o no algún valor. Y a partir de una confusión que él mismo se encarga de no resolver, termina asumiendo la autoría de los dibujos del otro, convirtiéndose en el nombre de moda dentro del mundillo de los galeristas y el arte contemporáneo, sin tener el más mínimo talento. Laiseca interpretaba el rol de Romano, el viejito dibujante, y el cantante Sergio Pángaro el de Jorge Ramírez, el enfermero.
Basada en un guión de Andrés Duprat, hermano de uno de los cineastas y hoy director del Museo Nacional de Bellas Artes, El artista provocó cierto revuelo entre quienes la defendieron y quienes la atacaron, granjeándole al tándem de directores un nombre dentro de la escena del cine argentino. Pero además la película inspiró a Laiseca a escribir un libro basado en ella, hecho que si bien es infrecuente, ya que ese camino suele recorrerse en el sentido inverso, es decir de la literatura al cine, ocurre algunas veces. En la Argentina también puede mencionarse el caso de El hombre sentado, novela de Ariel Magnus inspirada en la película Canciones del segundo piso, del cineasta sueco Roy Andersson. El Artista se publicó dos años después del estreno de la película, con un prólogo de Luis Chitarroni, epílogo de León Ferrari y un breve dossier sobre el arte contemporáneo a cargo del propio Andrés Duprat.
Laiseca eligió narrar El artista desde el punto de vista de su personaje, ofreciendo una suerte de contraplano de la película, que le prestaba mayor atención a la historia de Ramírez. A diferencia de esta, cuya mirada y sentido del humor son más bien ácidos, corrosivos, el escritor vuelve a ofrecer su habitual menú de prosa engañosamente áspera y gracia arrabalera. En ella abundan palabras como “puto”, “boludo”, “conchaza” o “archipelotudez”, normalmente exiliadas del lenguaje literario pero que en Laiseca, lejos de constituir un liviano y gratuito acto de provocación, representan un potente rasgo de identidad. Asimismo consigue articular un discurso entre la lucidez y el desvarío, de fácil asimilación a cierto estado de la vejez en el que la mente empieza a ponerse floja de papeles.
Decir que El artista es un libro cuya lectura no se disfruta sería mentir, pero quizá su mayor (o su única) virtud sea justamente que lo ha escrito Laiseca y nada más. O nada menos. El viejo consigue ese estado de gracia que habita en el resto de su obra, pero eso no necesariamente alcanza para decir con convicción absoluta que se trata de un buen libro. Tan cierto como que tampoco es fácil calificarlo de malo, aunque su condición de “libro inspirado en una película” permite hacer una serie de observaciones que son habituales en los casos de películas basadas en libros. Porque si bien Laiseca ofrece un punto de vista distinto y un estilo narrativo que se encuentra íntimamente conectado con su obra, también es cierto que no le agrega al original más que unos pocos detalles que no terminan ni de cambiar el sentido del relato ni amplificarlo más allá de los límites propuestos por la propia película. Cuando el caso es a la inversa nadie duda en calificar a las películas inspiradas en libros como adaptaciones chatas o temerosas. Algo de eso hay en este trabajo de Laiseca, cuya obra mantendría su valor inalterable si se eliminara de ella a la novela El artista. Claro que no pasaría lo mismo si, por ejemplo, se hiciera desaparecer de su bibliografía a la monumental Los Sorias, una certeza que no hace más que subrayar el carácter nimio de su versión novelada del film de Cohn y Duprat. Y es que a veces un libro no necesita ser malo para ser, fatalmente, prescindible. 

Artículo publicdo originalmente en el Suplemento Literario Télam.

martes, 25 de julio de 2017

CINE - Entrevista a Ricardo Iscar: El documental, la máscara de la realidad

Como corresponde a cualquier encuentro de su tipo que se precie, la cuarta edición del FIDBA, Festival Internacional de Cine Documental de Buenos Aires, que se desarrollará del 24 de julio al 2 de agosto, no solo incluye entre sus actividades las correspondientes secciones competitivas y panoramas, sino una serie de actividades que permiten extender el contacto entre películas y espectadores más allá de la simplicidad binaria que suele signar ese vínculo. Entre los invitados de esta edición se cuenta la figura destacada de Ricardo Íscar, gran referente del documentalismo español en la actualidad, cuya filmografía ha conseguido convertirse en una de las más influyentes entre sus colegas y compatriotas más jóvenes.
Iscar llega al FIDBA para desempeñarse como uno de los jurados de la apretada y potente Competencia Internacional, pero también para brindar una tutoría a los directores cuyos proyectos fueron seleccionados dentro de la competencia de películas en construcción. Y también para dictar un seminario de tres jornadas en la UMET, Sarmiento 2037, que concluirá el próximo jueves. En él se propone realizar un recorrido por los principales estilos del género, del documental creativo al cine observacional, el cine directo, el cinéma vérité o el documental etnográfico, siempre desde un punto de vista práctico y enfocado a la realización cinematográfica.
“Cuando era joven quise ser oceanógrafo y me anoté en la carrera de biología, pero mi familia me convenció para que siguiera la tradición familiar. Como provengo de una familia dedicada al derecho, que alguien quisiera dedicarse a la biología (o al cine) sonaba a una locura”, cuenta Iscar para reconstruir el origen del vínculo con su oficio. “En especial recuerdo dos hallazgos: el primero fue el de un ejemplar del Motín de La Bounty en una edición antigua, que me reveló que las letras sin dibujos encerraban un mundo fantástico. No pude parar de leer. El segundo es una tarde en que, sin saber qué hacer, eché mano de la biblioteca de mi padre y encontré un manual sobre la fotografía. Aquella tarde aprendí qué era el celuloide, el revelado, el fijado, el encuadre y el iris. Fue como encontrar las palabras mágicas que hacen surgir el genio de la lámpara”, completa el cineasta.

–¿Cuándo comienza entonces su vínculo con el deseo de hacer cine?
–Yo tenía una moto de 50 centímetros cúbicos y se la cambié a uno de mis hermanos por el acceso exclusivo a un baño apartado, que estaba al fondo del pasillo. Ahí instalé mi primer laboratorio de fotografías. Pasaba los días haciendo fotos y revelándolas y saltándome las clases de la Universidad. Ya en segundo de Derecho me matriculé en Comunicación Audiovisual en Madrid. No tenía permitido hacer dos carreras a la vez pero tampoco se enteraban. Cuando acabé Derecho me marché a Berlín a estudiar cine.  
–¿Fue entonces que eligió al documental como territorio?
–En realidad nunca me planteé hacer documental, ni siquiera sabía lo que era. Yo quería hacer ficción, pero cuando rodé mi primer corto me vi enfrentado a un sistema muy jerárquico y codificado, con un lenguaje muy ortodoxo y eso me asustó. En el cine de lo real descubrí la libertad. Podía llevar yo mismo la cámara, podía reinventar la película continuamente. Podía ser más yo, tocar más el material y paradójicamente, tener mayor control. O eso me parecía entonces, porque hoy en día no estoy tan seguro. Puede que en realidad nunca haya dejado de hacer ficción.  
–Usted acaba de mencionar el cine de lo real. ¿Cree que el documentalista debe serle fiel a la realidad?
–No existe la verdad. Existe un sistema judicial que establece lo que es justo o no, pero que no significa que sea la verdad. La historia enseña que existen distintas versiones de ella, tantas como personas la han vivido. Kurosawa lo deja claro en Rashomón. Mi vida son mis ojos y dura los que duren estos. Yo expreso, con suerte, lo que veo, vivo y siento en algunos pocos momentos. Uno ha de ser fiel a sí mismo y honesto con las personas. Puedo decirte que estoy a favor de la manipulación pero no del fraude.  
–¿Y cuánto de ilusorio o de fe hay en esa búsqueda de aprehender esos momentos de realidad a través de las herramientas del cine?
–Cuando tenía 25 años mi padre consiguió un fragmento de celuloide donde aparecía mi abuelo, fumando y sentándose en una camilla. Dura solo unos segundos pero es la única imagen que certifica la existencia de mi abuelo, quien murió antes de mi nacimiento. Esas 24 imágenes por segundo no son la realidad, pero es lo que más se parece a ella. Lo que hace el cine es recoger los fantasmas que vamos dejando atrás a cada instante. Lo ilusorio no es el cine, sino la vida. Hacer cine es un acto de resistencia y de pasión.  
–En un cuento de Ray Bradbury ("El sonido de un trueno") unos viajeros en el tiempo modifican involuntariamente el presente cuando uno de ellos pisa por accidente una mariposa en el pasado. ¿El documentalista es consciente de que su rol modifica las condiciones del objeto que retrata, convirtiéndolo en otro parecido pero necesariamente distinto?
–Es cierto. Nadie se baña nunca en el mismo rio ni el rio es nunca el mismo después de haber puesto tu mano. Toda intervención produce alteración, pero esta puede no ser necesariamente negativa. Sé que lo que expreso es solo como yo lo veo, pero me preocupa la vampirización, el artista que quiere hacer su obra a cualquier precio. Prefiero las transfusiones. Es cierto que eso produce una contaminación consentida, porque toda la vida se basa en el intercambio, pero también quiero que este sea justo. Existe la responsabilidad del cineasta por hacer la mejor obra posible y además, al trabajar con personas reales, la responsabilidad de la imagen que dejamos.  
–¿Pero no es posible creer que esa intervención/alteración puede convertir a esa mirada de lo real en ficción o, por lo menos, en una versión oblicua de la realidad?
–Roland Barthes decía que una ficción no deja de ser un documental sobre el trabajo de un actor. Ver una película con John Wayne es también ver al actor que ya murió, realizando su trabajo. Y si la ficción es documental, el documental es ficción. ¿Dónde empieza uno y acaba el otro? Da igual. Lo importante es la obra final. El cine es un medio de expresión y la realidad solo es una e inaprensible. El mito del cine como realidad lo expresa perfectamente Adolfo Bioy Casares en La invención de Morel.  
–Más allá de su rol como cineasta, ¿Qué es lo que más admira y qué lo que más aborrece como espectador cuando ve el trabajo de sus colegas?
–Lo que más admiro es la capacidad de resistencia, la tenacidad y, en contadas ocasiones, cuando me muestran algo que yo también podría haber visto pero no lo he hecho y ahora se me aparece renovado y transformado, elevado gracias a una mirada que transciende el objeto. Cuando esto sucede agradezco el talento pues uno en primer lugar es espectador. Lo que más aborrezco es la falta de humildad. También la apariencia innovadora bajo la simple repetición de lo ya hecho. Las dos últimas suelen ir juntas.

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.


domingo, 23 de julio de 2017

LIBROS - J. Rodolfo Wilcock y "El estereoscópio de los solitarios": En la frontera de la lengua

Si en la literatura argentina hay un escritor que ha conseguido alcanzar la estatura de mito, ese es J. Rodolfo Wilcock. No sólo por lo que su obra representa dentro de un canon al que de a poco se le ha ido permitiendo la entrada, sino por los excéntricos detalles de su vida, convertida en misterio a fuerza de un olvido hecho de tiempo y distancia. Quien acepte el desafío de recorrer ese olvido en sentido inverso obtendrá el privilegio de conocer una de las obras más extrañas y delicadas (y graciosas y lúcidas y más) que jamás haya sido escrita por un autor argentino. Una hazaña que vuelve a ser posible gracias al trabajo de rescate de su obra que viene llevando adelante la editorial La Bestia Equilátera, dirigida por el escritor y editor Luis Chitarroni, que acaba de reeditar uno de los libros emblemáticos de la bibliografía wilcockiana, El estereoscopio de los solitarios.
Nacido en 1919, hijo de un inglés y una italiana, benjamín de la cofradía que integraban Borges y Bioy Casares, y gran amigo de Silvina Ocampo, Wilcock vivió en Buenos Aires hasta mediados de la década de 1950. Durante esos años trabajó casi exclusivamente sobre el género poético, publicando seis libros que le valieron ser considerado no sólo un poeta destacado, sino uno de los nombres más respetados de su generación. Admirado por sus pares y mayores, sin embargo Wilcock no dudó en clausurar todo lo hecho en busca de reconstruirse por completo. De carácter indescifrable y una marcada inclinación por la misantropía, decidió dejar atrás no sólo su ciudad natal, sino también al género poético y, más aún, hasta su idioma.
Ya radicado en Italia, a partir de la década de 1960 Wilcock comenzó a producir y publicar novelas y cuentos escritos en la lengua de Dante, de los que no se tuvieron noticias en la Argentina hasta varias décadas más tarde. Mientras Borges alcanzaba la consagración mundial, con Bioy manteniéndose cerca de su cono de luz y Ernesto Sabato creciendo a su sombra, mientras Cortázar se convertía en boom y una nueva generación empezaba a buscar su propio espacio a los golpes, Wilcock desapareció y nadie supo más de él. Como si hubiera muerto, su nombre se fue borrando de la memoria de los hombres y de la literatura argentina, al mismo tiempo que su figura crecía en los círculos intelectuales de su nueva patria.
Wilcock publicó una decena de libros en su etapa italiana. Novelas como Dos indios alegres, El ingeniero o El templo etrusco; compilaciones de ensayos breves como Hechos inquietantes; excéntricos libros de relatos como La sinagoga de los iconoclastas, El libro de los monstruos o el ahora republicado El estereoscopio de los solitarios. En todos ellos se destaca su manejo salvaje de lo fantástico, llevado a los límites del absurdo a través del uso magistral de los recursos poéticos y humorísticos. Todos esos elementos aparecen con claridad notoria en El estereoscopio…, en donde Wilcock amontona 70 personajes cuyas historias son contadas de un modo tan breve como sorprendente.
Ahí está Baruch, el relojero amigo de las valquirias, a quienes alimenta con migas de pan duro como un viejo lo haría con las palomas en una plaza. O Aulogelio, que nació con aletas en vez de brazos y una uña en lugar de pies, que es verde y creció entre los yuyos del fondo de la casa donde sus padres le permiten arrastrase desnudo y andar con una erección permanente, mientras se conforman pensando que así es feliz, porque ama la naturaleza. O los Carunzi, personajes de alas apenas perceptibles, a quienes los hombres tratan con indiferencia porque son inútiles en el presente, encargándose sólo de algunas cuestiones del pasado, vaciando al azar la memoria, los recuerdos, los archivos.
El estereoscopio de los solitarios y casi todos los libros de Wilcock fueron editados en español recién a fines de los ’90, pero lejos de resultar una revelación para los lectores, su nombre continuó siendo un misterio irresuelto. Pero esta reedición –que le sigue a la ya realizada de El caos, su único libro de cuentos escrito originalmente en español, y que cuenta con una nueva traducción a cargo de Ernesto Montequín— parece haber comenzado a granjearle un nuevo prestigio, aunque más no sea como autor de culto.
Y no se trata de un hecho casual. Hay algo en su literatura que hasta ahora ha resultado infranqueable para los lectores argentinos, como si la necesidad de traducirla del italiano al español hubiera sido además el avatar físico de una ilegibilidad que en realidad siempre fue de otro orden. Quizá era necesario que pasaran estos casi 40 años que separan a la muerte de Wilcock del presente para que en la Argentina se pudiera comprender la naturaleza de su obra. O tal vez simplemente era necesario que una editorial como La Bestia Equilátera le ofreciera estos libros a los lectores indicados. Por fin.

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino

jueves, 20 de julio de 2017

CINE - "El invierno llega después del otoño", de Malena Solarz y Nicolás Zukerfeld: Tras el velo cotidiano

Mariana y Pablo fueron alguna vez una pareja. No es que sea evidente desde el comienzo de la conversación que sostienen al salir de un barcito palermitano, mientras él la acompaña a ella hasta la parada del 39. Pero algunas de las cosas que dicen y ciertos gestos, sobre todo los de Pablo, lo dejan claro muy pronto. Alcanza con un ademán de su mano extraviándose en el aire antes de llegar a su destino, el hombro de Mariana, para darse cuenta que en el vínculo entre ellos hay algo que ha quedado interrumpido, incompleto. Esas dos, la de lo incompleto y lo interrupto, serán herramientas que los directores (y guionistas) Malena Solarz y Nicolás Zukerfeld tendrán siempre a mano para contar El invierno llega después del otoño.
Aunque curiosamente el título habla de una continuidad que tiene la potencia inalterable del destino, resumida en esa cita al permanente ciclo estacional, hay algo de fragmentario, de disperso y hasta de casual en el relato que Solarz y Zukerfeld proponen en torno de las vidas de Mariana y Pablo. Es que luego de ese brevísimo primer acto que tiene lugar durante la espera del colectivo, la película se divide en dos mitades, en cada una de las cuales acompañará a los protagonistas en el recorrido aparentemente aleatorio de sus vidas cotidianas. Y a cada una le corresponde una de las estaciones mencionadas en el título: la que está dedicada a Pablo transcurre en otoño y la de Mariana durante el invierno.
Como si se tratara de un nuevo exponente del mumblecore, esas películas en las que sus protagonistas, siempre jóvenes, deambulan por el mundo hablando casi entre dientes mientras la vida les pasa por el costado (al menos en apariencia), El invierno llega después del otoño sigue a sus dos protagonistas con atención exclusiva, percibiendo de la realidad sólo aquello que a estos les incumbe. Una especie de tercera persona que no tiene nada de omnisciente, sino que se adhiere a Pablo y Mariana como una rémora y viaja junto a ellos, brindándole al espectador apenas la información que de sus recorridos se pueda obtener. Que no es mucha.
La película evita la tentación del diálogo inútil, del discurso revelador o cualquier otro recurso fácil para contar su historia, que no sea el de las acciones de sus protagonistas, que si bien son abundantes no revisten más interés que las de la vida cotidiana de cualquiera. Fiestas, exámenes, proyectos, amigos, noches en compañía o soledad que hablan de esos presentes en los que en realidad no pasa nada, pero que sin embargo dan cuenta del círculo sin cerrar que Mariana y Pablo han dejado en alguna parte de su pasado. Coherente con su despojada forma de narrar, los directores terminan la película sin permitirse arriesgar ninguna hipótesis de futuro. Aunque todo el mundo sabe que después del invierno viene la primavera. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

CINE - "Transformers, el último caballero" (The Last Knight), de Michael Bay: El vacío anabolizado

Esta crítica ya se escribió. Ese podría ser el escueto texto dedicado a Transformers, el último caballero, quinta película en 10 años que realiza el director y productor Michael Bay explotando a los robots gigantes capaces de convertirse a sí mismos en diferentes vehículos, surgidos como populares juguetes en la ultra pop década de 1980, y que hoy son una multimillonaria franquicia global. Con esa sola frase alcanzaría para contar de qué se trata la cosa (porque más que película es una cosa) y podría dejarse el resto de la página en blanco. Pero aunque el recurso sería interesante, con la potencia suficiente para establecer con claridad un concepto crítico que define bien a esta película –la idea de vacío—, el pacto entre el lector y el periodista exige ser respetado, extendiéndose, no digamos mucho pero sí al menos un poco más, y no será este cronista quien lo rompa.
Transformers 5 vuelve a tener el porte excedido de sus protagonistas, con una duración de dos horas y media que representan un abuso cuando no se tiene nada para decir. En su afán para encontrarle una rosca más a la tuerca, esta vez los guionistas le inventan a la historia de los robots gigantes un vínculo con la leyenda del Rey Arturo, haciendo que la “magia” de Merlín tenga su origen en la aparición anacrónica de un gadget tecnológico que uno de los autobots (la facción buena de estos personajes mecánicos) le cede al mítico mago para que la civilización pueda derrotar a la barbarie. Pero si ese punto de partida suena descabellado, y lo es, al menos se le debe reconocer el atractivo de mostrar algo distinto, ciertamente inesperado. Un modesto dulce que sin embargo no servirá para aligerar ni un poco el mal trago de los 140 minutos que la película aún tiene por delante.
Todo es mecánico en la quinta entrega de una saga que ya tiene en carpeta dos nuevos episodios, a estrenarse en 2018 y 2019. Como si todo hubiera sido pensado con lógica robótica, Transformers 5 funciona como un muñeco a cuerda que a pesar de su desmesura sólo puede repetir una y otra vez el mismo patrón de acción. Bay apuesta por la fórmula y así el humor, herramienta fundamental en una producción ATP de probada masividad, nunca logra superar el límite de la sonrisa a desgano. Lo mismo ocurre con el uso de la música y las escenas de acción: todo es obvio, molesto, ruidoso. A tal punto llega la pereza que sus guionistas no tuvieron empacho en afanarse la idea de la pandilla de chicos en bicicleta deslumbrados por una nena freak, que es el centro de la serie Stranger Things, gran éxito de 2016. Bay recae en su obsesión de usar a los personajes femeninos como poster desplegable de revista erótica. Pero también es cierto que la incorporación de Mark Wahlberg a la saga, ocurrida en el episodio anterior, le permite al director representar lo masculino con igual chatura. Un igualitarismo hacia abajo, digamos. De ahí a una serie de chistes dignos de los hermanos Sofovich hay un paso y Bay lo da sin ningún problema.

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

lunes, 17 de julio de 2017

CINE - Murió George Romero: El director de los muertos

El cine, como cualquier otra religión, tiene su panteón de dioses oficiales, donde son venerados sus grandes genios. La lista es larga (y obvia) y no hace falta realizar acá una enumeración interminable de los nombres que la integran. Alcanza decir que con sus milagros, filmados en blanco y negro o a todo color, tanto en full frame como en cinemascope, han conseguido fidelizar a millones de cinéfilos. Pero hay otra casta de deidades, no menos divina pero sin tanto márketing empeñado en legitimarlas, cuyas maravillas han ido quedando relegadas en altares laterales a donde apenas llegan los reflejos del prestigio, y cuyos adoradores se parecen más a una secta pagana que a una religión hecha y derecha. A ese grupo pertenece el cineasta estadounidense George Romero, quien consiguió crear una obra potente, única y de inusitada coherencia sobre los márgenes de la omnipresente y omnipotente industria cinematográfica de su país.
Romero murió anoche en su casa de Los Ángeles a causa de un fulminante cáncer de pulmón que consiguió quitarle la vida en poco tiempo. Tenía 77 años. Su carrera como director había comenzado en el año 1968, con La noche de los muertos vivos, que fue un éxito instantáneo y se volvió un clásico del cine de todos los tiempos. Filmada en un expresivo blanco y negro, La noche de los muertos vivos convirtió a Romero en el padre del moderno arquetipo de los zombies, figura de inesperada plasticidad simbólica en cuyo molde aún hoy parecen caber todas las metáforas. Pero la película es además un ejemplo acabado de cómo manejar con maestría las herramientas narrativas del cine, aun con limitados recursos de producción. Y una lección de cómo convertir al relato cinematográfico en un potente instrumento de expresión política, característica que Romero transformaría en la marca distintiva de toda su obra.
Producto de su propia época –finales de los ‘60 y comienzos de los ‘70–, cuando el cine se volvió callejero y venal, Romero eligió al terror como su hogar, aunque también trabajó sobre otros géneros. Y supo retomar una y otra vez el tema zombie, encontrando siempre algo nuevo que decir y un modo novedoso de volver a él. Su saga de los muertos suma un total de seis películas. Entre ellas es imposible no destacar El amanecer de los muertos (1978), salvaje crítica anticapitalista en la que trabajó por primera vez con el experto en efectos especiales Tom Savini, uno de sus grandes socios, y La resistencia de los muertos (2009), su último trabajo en cine, que demuestra no sólo la longevidad del tópico zombie, sino su laboriosidad como cineasta.
Romero murió ayer y hasta anoche seguía siendo para una gran mayoría apenas el director de La noche de los muertos vivos y otras películas de difuntos ambulantes; al menos así es como lo definén ahora los titulares de la mayoría de los diarios más importantes del planeta. Pero hoy el mundo seguramente amanecerá infestado por una epidemia de imprevistos romeristas de la primera hora, para quienes hasta ayer su obra era apenas una colorida nota al pie en la historia del cine, quienes confesarán que para ellos Romero siempre fue un maestro. Y para ser sinceros, si eso ocurre, no sería un mal comienzo. Un nuevo comienzo. Tal vez a partir del 16 de julio del año que viene, miles de amantes de su obra se reúnan en el cementerio, en torno a su tumba, disfrazados de zombies, esperando ver a su cadáver descompuesto volver de entre los muertos. Ojalá se cumpla: sería un asqueroso y merecido acto de justicia poética.

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

domingo, 16 de julio de 2017

LIBROS y CINE - "Súper Hollywood" y "Amar como en el cine": Romance, superhéroes y películas para volver a ver

Reducir al cine clásico –aquel que la industria de Hollywood ha conseguido imponer como modelo clásico de la narración cinematográfica— a la superficialidad del mero entretenimiento se ha convertido en un lugar común tan desatinado como evidente. El cine lleva siempre consigo la potencia de ser a la vez arte y entretenimiento, y en todo caso la única discriminación legítima que corresponde hacer es aquella que pone de un lado a las buenas películas y del otro a las malas.
En contra del impulso nefasto de desvalorizar lo popular, la editorial Paidós acaba de lanzar su colección Cine Pop, con curaduría a cargo de la editora Vanesa Hernández y el crítico de cine Leonardo D’Espósito. En los libros que la integran, un equipo de especialistas se dedica a abordar distintas parcelas de ese cine que se enorgullece de su voluntad de entretener, en busca de escarbar en sus méritos estéticos, reconocer su complejidad simbólica y destacar su extraordinaria potencia narrativa.
Los dos primeros volúmenes de la colección se internan en la elusiva profundidad de dos géneros sobre los que pesan otros estigmas tan injustos como el anterior. Se trata de las películas de superhéroes y de las comedias románticas, a las que no pocas veces se suele reducir, despectiva y respectivamente, a las categorías de películas para varoncitos o para nenas. Una simplificación absurda que se interna en el complejo territorio de las inequidades de género.
Pero si algo comparten Súper Hollywood, escrito por Juan Manuel Domínguez, y Amar como en el cine, de Natalia Trzenko y María Fernanda Mugica, es justamente la convicción no solo de evitar tales reduccionismos, sino de ir en contra de ellos para convertir a cada película analizada en un objeto único, capaz de contener en su interior un universo complejo y completo. Su propio universo.
Periodistas que comparten además el oficio del crítico de cine, Mugica, Trzenko y Domínguez ponen al servicio de esa tarea su conocimiento y su empeño analítico. Así consiguen que los recorridos que proponen a través de las películas sobre personas con poderes especiales dispuestas defender su propia idea de justicia y de las comedias que narran con gracia esa carrera de obstáculos llamada amor, se conviertan en casi tan gratificantes como la experiencia de ir al cine. Los dos libros sostienen además el doble objetivo de no menospreciar ni a sus objetos de análisis ni a sus lectores potenciales. Y si bien desde lo formal se mantienen a prudente distancia de la crítica más dura o de los textos de corte académico, también evitan quedarse en la comodidad de lo superficial, para desmenuzar los resortes y mecanismos que animan a ambos géneros.
Tatnto Amar como en el cine como Súper Hollywood resultan una guía amigable para el cinéfilo novato, pero también una completa herramienta de consulta para otros de mayor experiencia, aquellos que buscan una mirada distinta con la cual dialogar acerca de sus películas favoritas. Dífícil que alguien que ama el cine salga defraudado de la lectura de ambos libros, cuyo gran mérito reside en su poder para poner en marcha el deseo de volver a ver (o ver por primera vez) cada una de las películas que se abordan en sus páginas.

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.

jueves, 13 de julio de 2017

CINE - "Carne propia", de Alberto Romero: La voz de la carne argentina

El género documental quizás sea el más prolífico dentro de la producción reciente del cine argentino. Tal vez por la posibilidad de trabajarlo a partir de presupuestos muy limitados o por su capacidad para convertirse en recipiente de cualquier tema, de los más obvios a los más extravagantes. Esa elasticidad permite que se adapte tanto a la voluntad de cineastas dispuestos a tensar sus límites estéticos o conceptuales, como a la de directores que deciden utilizarlo en su variante más conservadora. Entre esos extremos habita una densa franja de producción dispuesta a tomar elementos de ambos, en busca de crear una sinergia a la vez creativa y clásica. Cuando la combinación se realiza con inteligencia, el resultado suele ser estimulante. Tal es el caso de Carne propia, trabajo en el que el director y guionista Alberto Romero traza una particular historia de la industria frigorífica argentina.
El fluido elegido para transportar el hilo de esa historia es uno de los aciertos que hacen que esta película valga la pena ser vista. Se trata de su protagonista y narrador, un viejo padrillo Aberdeen Angus, un aristócrata de la carne argentina de modales exquisitos, refinado discurso y la estupenda voz de Arnaldo André. En este toro, cuyos amaneramientos y perfil ideológico recuerdan la caballerosidad decadente de un dandy inglés de finales del siglo XIX, Romero descarga la tarea de proveer al relato de un punto de vista. Que no necesariamente es el de la propia película, pero que puede subrayarlo por oposición. Si la engolada voz del toro y su lenguaje florido remedan a los de un viejo estanciero que añora la edad de oro del campo argentino (la realidad pre peronista), la película desandará el camino que va desde la explotación a manos de capitales británicos, en el corazón mismo de la Argentina decimonónica, hasta la impredecible economía del siglo XXI.
El relato comienza con la voz en off del toro –a la que André le aporta el color exacto para reconocer de inmediato cuál es la Argentina que se expresa a través de ella– mostrando orgullo por el lugar destacado que a su género le toca en la historia del país. Pero también la resignación de quien conoce su destino. “Destino, ¡qué bella palabra!”, dice el narrador. “Y nosotros, dóciles vacunos, le hacemos honor: nacimos para aquello por lo que nos matan.” Cuando la cosa empieza a ponerse existencial, el relato deriva en un raconto del primer emprendimiento industrial ligado a la producción ganadera del país: la fundación del frigorífico Liebig, bautizado en memoria del químico alemán que en 1847 inventó la fórmula del extracto de carne o corned beef, un gran negocio a comienzos del siglo pasado. La ciudad de Liebig, fundada en Entre Ríos para ser habitada por los obreros y gerentes de la planta, es en la actualidad casi un pueblo fantasma. Sus habitantes no dejan de extrañar los días en que los ingleses ocupaban el ambiguo rol paternalista del buen patrón, y reservando para sí mismos, sin saberlo, aquel otro del buen salvaje.
La siguiente parada del relato tiene que ver con otra ciudad frigorífica, hoy también en ruinas: Berisso. O, como dice un pasacalle, el “Kilómetro 0 del peronismo”. La historia de los frigoríficos Armour y Swift, la de su población inmigrante, las figuras de los sindicalistas Cipriano Reyes y María Roldán, y el rol fundamental que los trabajadores de la carne tuvieron en la movilización del 17 de octubre de 1945, ha sido contada muchas veces. Pero no deja de ser interesante volver a ella para no olvidar cuál es el origen del movimiento político más importante de la historia argentina. Y no por casualidad el recorrido termina en el frigorífico Subpga, convertido en cooperativa por sus trabajadores en el año 2006, luego del abandono por parte de los empresarios que lo manejaban. Cada uno de los tres mojones de este relato son útiles para entender la realidad política de tres momentos bien distintos de la Argentina.
Si el personaje del toro y la interpretación de André resultan verdaderos hallazgos, lo mismo puede decirse del diseño de los títulos de apertura y la música incidental. En ambos casos es notoria la influencia de los tres primeros filmes de Sergio Leone, aquellos westerns inolvidables en los que el duelo también representaba una metáfora sutil del enfrentamiento de clases. Los responsables de Carne propia parecen haber comprendido que quizá no haya mejor herramienta para entender la historia social de la Argentina que la de la industria de la carne, ese producto que parece enorgullecer por igual a pobres y ricos, y que forma parte de una construcción de identidad.

domingo, 9 de julio de 2017

CINE - Entrevista a Maurice Capovilla: El cine debe salir a la calle

Al verlo por primera vez, tan flaco y pequeñito, vestido con un suéter azul con diseños de rombos en color amarillo y rojo y la gorrita también roja que le cubre los rulos blancos que se extienden en una barba por completo canosa, cualquiera diría que Maurice Capovilla parece más el jardinero del hotel que uno de los directores más respetados del cine brasileño. Integrante de la primera generación del Cinema Novo, cuyo máximo exponente fue el prestigioso Glauber Rocha, Capovilla es uno de los últimos representantes de una época dorada, no solo de la cinematografía de su país, sino de todo el cine social latinoamericano.
La influencia de Capovilla, no solo puede constatarse a través de una filmografía corta pero potente (ver recuadro aparte), sino a partir de una sostenida labor docente llevada adelante a conciencia y a pulmón desde hace décadas y que él reinvindica. Tiempo Argentino pudo dialogar con él durante la 21º edición del festival Florianópolis Audiovisual Mercosur (FAM), que se realizó del 20 al 25 de junio, donde fue homenajeado y recibió un premio por su trayectoria.  

–¿Cómo ve usted, que forma parte de la primera generación del Cinema Novo, al cine brasileño contemporáneo?
–El cine brasileño perdió contacto con la cultura propia. Eso es lo que representa la globalización, que permite que en nuestras salas se estrenen más películas extranjeras que brasileñas. Como ocurre en el resto del mundo, acá también domina el cine norteamericano y la contracara de esa realidad es que en Brasil se filman muchas películas pero se estrenan muy pocas. Se pierde mucho, mucho tiempo tratando de encontrar una posibilidad de exhibición.  
–¿Y cuál es la consecuencia que ese escenario provoca en la cultura brasileña?
–Una degradación de la propia identidad: vamos perdiendo la lengua, nuestro lenguaje. Pero existe otro problema, al que considero el origen del asunto, que es el de la formación de las nuevas generaciones.  
–¿Existe una forma de empezar a revertir esa realidad que usted describe?
–Nosotros montamos dos grandes escuelas por fuera de los centros capitalistas de Río de Janeiro y de San Pablo, y también fuera de Brasilia, pero ambas iniciativas fueron destruidas. Una funcionó entre 1996 y 1999 en el estado de Ceará, en el norte, en donde se proponía una formación en cine en la que se incluía la dramaturgia, el diseño y la música como núcleos fundamentales de aprendizaje. La otra funcionó en el estado de Acre, que está ubicado en la región andina, en el límite con Perú. Esa escuela funcionó durante cuatro años y medio y produjo 65 películas, siempre por fuera del panorama general y con muy poca divulgación. En esa escuela los alumnos debían pasar por todas las áreas de la producción antes de elegir el área específica del cine en la que se deseaban desarrollar.  
–El trabajo de formar cineastas parece apasionarlo. Si usted tuviera que elegir, ¿con cuál de sus trabajos cree que le ha aportado más al cine de su país? ¿Su obra como cineasta o su labor como maestro de cine? 
 –Creo que las dos cosas son importantes, porque un cineasta tiene que tener el instinto de buscar lo nuevo, la creación. Un artista tiene la posibilidad de crear algo nuevo, algo diferente, fuera de lo que ya existe. Creo que lo importante es estar siempre detrás de ese desafío. Y eso es lo que intentamos desde las escuelas que fundé. La última de ellas funcionó hasta 2012. Yo hubiera querido que las dos continuaran y sirvieran para formar más cineastas, tanto en lo técnico como en lo artístico, pero no fue posible.  
–¿Existen políticas de estado para sostener escuelas de este tipo?
–No, y es cada vez peor. La cultura está cada vez más desestructurada. Además, en general las escuelas de cine están mal orientadas. En ellas se enseña fotografía por un lado y sonido por el otro, y escritura de guión por otro. Pero trabajando en cine, que es un arte colectivo, uno como director tiene que tener sobre todo una idea de equipo, de conjunto.  
–Y el trabajo del director radica en conocer de qué forma funciona cada parte del conjunto.
–Y de ese conocimiento tiene que surgir no sólo un técnico, sino un artista. Pero ahora el sistema produce individualistas que saben hacer solamente lo que les toca y no conocen nada del trabajo de los demás. El resultado de eso es pésimo, tristemente. Las películas que se hacen en Brasil en la actualidad están hechas de manera exhibicionista, copiando siempre modelos ajenos y los directores jóvenes terminan haciendo películas sin sentido.  
–¿A qué se refiere con eso? ¿Por qué dice que no tienen sentido?
–Porque les falta la capacidad fundamental de producir profundidad. No hay búsqueda, no hay pesquisa y nunca se permiten salir del universo de lo que ya conocen. No inventan nada. Ese es uno de los motivos por los cuáles desde hace más de diez años las películas brasileñas consiguen llegar muy poco a los grandes festivales de cine.  
–¿No hay ningún director joven que lo haya sorprendido?
–Tal vez. Pero fíjese que hubo solo un director que logró llegar hasta la competencia de un gran festival, que es Kleber Mendonça Filho con Aquarius, que pasó con mucho éxito por el de Cannes el año pasado. Es el único en mucho tiempo. Sin embargo tampoco se trata de una película excepcional, no tiene nada fuera de lo común, sino que es apenas una película que consiguió impactar a un público grande.  
–Pero hay varios directores brasileños que consiguieron triunfar en el mundo, como Fernando Meirelles, Walter Salles…
–Pero esos no son directores jóvenes. Ellos son de una generación que fue joven en los '80. También Vladimir Carvalho, que es un documentalista fantástico. Cuando le digo todo esto no me refiero a ellos, que ya son grandes. Yo estoy hablando de la generación que el año pasado produjo 160 películas. Películas que no se exhiben y que con suerte terminarán en la televisión.  
–Usted mencionó a Fernando Birri como una gran influencia para el surgimiento del Cinema Novo en la década de 1960 y quisiera entonces preguntar cuál es su vínculo con el cine argentino.
–No soy un especialista, pero el cine argentino le está dando un baile al cine brasileño, como se suele decir en el fútbol. El cine argentino consiguió resolver el problema de vender sus películas fuera del país. Por otra parte, en Argentina se tiene una visión mucho más nueva del cine de la que se tiene en Brasil, y además su cine tiene un sentido, una forma de ver el mundo que llama la atención. En cambio no le encuentro ese sentido al cine brasileño. Es imposible comparar al cine argentino con el nuestro, porque el argentino está muy por delante.
–¿Y cuál cree que sería la forma de solucionar estos problemas que usted ve en el cine brasileño?
Creo que la solución no es individual, sino que depende de la propia sociedad. Brasil está en una decadencia total, en un conflicto muy serio, y no estoy hablando solo de cine. Creo que los cineastas brasileños tienen que dejar de mirar lo ajeno para salir a recorrer el país en busca de temas más ligados a la vida. Y ahí es donde yo vuelvo a ver, como decía al principio, una falta de escolaridad, una falla en la formación de nuestros artistas.  
–No se trata entonces de una falta de medios de producción, sino de un defecto artístico.
–Eso mismo. Producir se está produciendo muchísimo. Más de lo necesario, pero películas que no tienen nada dentro. Cosas que ya fueron inventadas hace mucho tiempo, meras copias.  
–¿Y cómo ve su propio futuro como cineasta?
–¿Cuál es mi futuro? ¡Ninguno! (Risas) Me gustaría poder encontrar lugar para exhibir mí última película, Nervos de Aço (Nervios de acero) que es un musical, pero parece que a los brasileños ya no les gustan más los musicales. No sé, tal vez pueda estrenarla en Argentina. 

Historia de vida

Nacido en San Pablo un 16 de enero de 1936, Maurice Capovilla, a quien todo el mundo llama cariñosamente Capo, comenzó su carrera como director de cine en 1964 con Subterraneos do futebol. Se trata de un mediometraje que se encolumna dentro de la tradición del documental social, en el cual retrata distintos universos que forman parte del costado más popular del fútbol. Realizado tras el bicampeonato mundial obtenido por la selección brasileña en el Mundial de Chile 1962, con Pelé como máxima estrella mundial del deporte, Capovilla sin embargo elige poner su cámara al servicio de mostrar los vínculos culturales del fútbol con los estratos sociales más bajos, prestando atención tanto a los jóvenes aspirantes a futbolistas como a la multitud de hinchas que siguen con fidelidad a sus equipos. Subterraneos do futebol es uno de los trabajos pioneros del cine verdad en Brasil y puede verse completo en YouTube.com.
Aunque en 1968 estrenó su primer largometraje, Bebel, garota propaganda, el reconocimiento le llegó dos años después con El profeta del hambre, que fuera premiado en el prestigioso Festival de Berlín. Se trata de una alegoría sobre las dificultades de la vida en el Tercer Mundo, coescrita junto con el dramaturgo Fernando Peixoto. Su filmografía tendría continuidad con films como El juego de la vida (1977) o El buey misterioso y el niño vaquero (1980). Ahí dará un gran salto hasta 2003, cuando filmó una adaptación de Harmada, la novela más reconocida de Joao Gilberto Noll, uno de los escritores contemporáneos más importantes de la literatura brasileña.

Artículo publicado originalmente en la seción Cultura de Tiempo Argentino.

sábado, 8 de julio de 2017

CINE - "Blue Velvet Revisited", de Peter Braatz: Realidad cocida en su propia extrañeza

Es fácil creer que ya no hay mucho por decir de un director como David Lynch, de quien parece haberse dicho todo. Sin embargo alcanza con volver a ver cualquiera de sus películas, en especial aquellas que representan sus proyectos más personales –él mismo suele afirmar que títulos como El hombre elefante (1980) o Duna (1984) no son “sus películas”, sino meros encargos que aceptó realizar—, para encontrarle otra vuelta al espiral de su arte. También es fácil afirmar todo lo anterior ahora, en 2017, cuando su obra ha alcanzado estatus de culto. Pero no lo era tanto en 1985, cuando un estudiante alemán de cine de 22 años le escribió al por entonces joven David para pedirle una entrevista. La respuesta que recibió fue una invitación al rodaje de su próxima película, que estaba a punto de comenzar. Se trataba de Terciopelo azul y el producto de tal experiencia recién puede verse ahora, a 30 años del estreno del original, en Blue Velvet Revisited, film en el que Peter Braatz, aquel estudiante de cine devenido documentalista, reconstruye su paso por los sets de una película que marca el punto de inflexión en la filmografía de Lynch.
Blue Velvet Revisited es un cadáver exquisito, híbrido entre making off y documental que tiene la virtud de retratar “lo lynchiano” ahí mismo, cuando tal concepto no existía y comenzaba a forjarse. Entonces la obra de Lynch apenas sumaba tres títulos (los dos mencionados en el párrafo anterior, al que se debe sumar Cabeza borradora, su debut de 1977) y no sería hasta después del estreno de Terciopelo azul que quedarían establecidas con claridad las bases de lo que hoy cualquiera entiende que se expresa al hablar de “lo lynchiano”, esa versión de la realidad cocida en su propia extrañeza y puesta en abismo. Lo que Braatz consigue es convertirse en testigo del nacimiento de dicha noción, a través del registro meticuloso del trabajo del director, de su mirada integral de la creación cinematográfica, de su capacidad de estar en todas partes y de parecer capaz de cualquier cosa, desde crear él mismo los elementos en apariencia más insignificantes de un decorado, hasta establecer la compleja trama simbólica que ya era posible percibir en un relato que recién se hallaba en proceso de construcción.
Pero si bien el modo en que Braatz retrata la experiencia es innegablemente subsidiario del trabajo que Lynch estaba realizando, no son menos evidentes los méritos particulares de su creación. Combinando material en Súper 8 que le saca el jugo a la calidez de aquel formato casi doméstico, con una serie de fotografías realizadas en estilizado blanco y negro, Braatz logra redactar un diario de filmación que expresa el asombro con que aquel estudiante de cine se empecinaba en retratar con devoción cada movimiento del director. Incluso consigue que en un par de charlas breves, realizadas durante las pausas del rodaje, Lynch deje algunas ideas que permiten reconocer la evolución posterior de su cine. Y se anota el triunfo adicional de plasmar el clima que se vivía en aquel set, en el que todos parecían percibir con claridad que estaban ante el nacimiento de uno de los grandes autores modernos.
“Hay cierta inocencia en él como hombre”, afirma la voz en off de Isabella Rossellini, a quien la mirada de Braatz vuelve a mostrar en todo el esplendor de su fotogenia. “Cuando lo tratás definitivamente sentís que es inteligente, talentoso, articulado, emotivo y todo eso. Pero también tiene una cualidad muy infantil, ¿no? Eso lo convierte en alguien muy poético y ahí es donde podría estar el secreto de su arte”, concluye la actriz. "No estoy seguro de que David sea un gran cinéfilo. No creo que sea necesario… Creo que es mejor”. El que lo dice es Denis Hopper, que interpreta al desquiciado Frank Booth en el film de Lynch. “Él lidia con su propio subconsciente, su forma singular de ver las cosas, que no emula ni remite a la obra de nadie. Es su propia visión y es maravillosamente naif”. Es curioso que ambos intérpretes coincidan en destacar la inocencia como particularidad de un artista tan fácilmente vinculable a la oscuridad y a lo siniestro. Será que tal vez sólo desde la inocencia es posible percibir la real dimensión de lo siniestro. Justamente esa luz un poco cándida es la que Braatz consigue ver en Lynch y de ella se sirve para rescribir su propia versión de Terciopelo azul. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

viernes, 7 de julio de 2017

CINE - "Casa Coraggio", de Baltazar Tokman: Se miran, se presienten, se desean

–¿Y cómo anduvo el trabajo este año, pa?
Sofía y su padre bordean la pileta de la casa familiar, llevados por el ritmo meticuloso con que él saca las hojitas que flotan sobre la superficie del agua, como quien rescata a los sobrevivientes de un naufragio, mientras el resto sigue con la charla en torno a la mesa navideña.
–Bien. Tranquilo. Alrededor de 150… más o menos.
–¿Eso es lo mismo de todos los años?
No parece haber curiosidad genuina en las preguntas de Sofía. Sólo la conversación trivial de una hija que viene desde Buenos Aires a visitar a su familia que vive en Los Toldos, para pasar con ellos las fiestas de fin de año.
–Sí, esa es la cantidad de gente que más o menos se muere todos los años, responde como si nada Alejandro, el padre, y los dos siguen en la suya.
Casa Coraggio es la quinta película del director Baltazar Tokman, y la casa del título es también el nombre de la funeraria tradicional del pueblo bonaerense de donde son originales los protagonistas. Que son a la vez personas y personajes, ya que se trata de los miembros de la auténtica familia Coraggio interpretándose a sí mismos, en un relato con muchos puntos de contacto con su vida real pero que sin embargo no es un documental. O lo es sólo de un modo apenas parcial, en tanto se trata de una ficción basada libremente en la historia familiar y la vida de esos (no) actores que actúan los mismos papeles que les han tocado en la realidad. Sofía es Sofía, la hija de Alejandro, interpretado por Alejandro, que es quien lleva adelante, tanto en la película como en la vida, el negocio de pompas fúnebres fundado a principios del siglo XX por los antepasados de su ex mujer, la madre de Sofía. Este es el curioso mecanismo elegido por Tokman para contar una historia en la que la vida y la muerte, como en el famoso poema de Oliverio Girondo, “se miran, se presienten, se desean,/ se acarician, se besan, se desnudan,/ se respiran, se acuestan, se olfatean,/ se penetran, se chupan, se demudan…” (etc, etc).
Porque la muerte, el trato cotidiano con sus consecuencias (esos 150 cadáveres anuales de cuyos rituales de despedida se encarga la empresa que integran los protagonistas), forma parte ineludible de la historia de cada miembro de esta familia desde hace al menos cinco generaciones. Y el tema, que es introducido de manera mecánica por Sofía en aquella conversación inicial, va cobrando cada vez más fuerza conforme la película avanza. No es arbitrario que sea ella quien saque el tema y quien vuelva a él de manera recurrente. Enseguida tendrá una conversación en la que indagando en la vida su abuela, la última de las Coraggio, parece empezar a buscar respuestas para la suya propia. No tarda mucho en quedar claro que su mudanza a Buenos Aires parece haber obedecido a una necesaria toma de distancia de aquella existencia tan próxima a la muerte.
Vida y muerte vuelven entrelazarse en un (no tan) sorpresivo problema cardíaco de Alejandro, a quien Sofía acompaña casi con devoción a todas partes, como sí necesitara con urgencia religar algunas comunicaciones que la distancia (que es geográfica, pero que también se extiende sobre el tiempo) parece haber dejado en pausa. La enfermedad del padre pone a Sofía ante un avatar de la muerte hasta ahora inédito, desconocido para ella, y tal vez a partir de eso algunas preguntas empiecen a resolverse, a tener sentido. Curiosamente Tokman decide construir el esqueleto narrativo de Casa Coraggio a partir de tres instancias celebratorias: las navidades del comienzo, la fiesta de Año Nuevo a mitad de la película, para cerrar con el Cumpleaños de 15 de la hija menor de Alejandro. Esta necesidad de crear mojones festivos para organizar un relato en el que la muerte aparece como un personaje decisivo, pero eternamente fuera de campo, dejan claro el punto de vista desde donde se cuenta esta oblicua saga familiar.
Tokman hace de los primeros planos una herramienta vital en la construcción de Casa Coraggio. Tanto desde lo fotográfico, intentando traducir en cine lo que se habla con las miradas, como desde lo narrativo, acompañando a sus personajes en momentos de sobrecogedora intimidad, muchas veces en silencio, generando la sensación de primeros planos emotivos. Eso, sumado a una banda de sonido inesperada pero extrañamente oportuna, le permite al director generar un código propio para hacer posible un relato sobre la vida, pero realizado a través del traslúcido cristal de la muerte.

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

jueves, 6 de julio de 2017

CINE - "Mamá se fue de viaje", de Ariel Winograd: Comedia de sonrisas donde clásico significa conservador

En el juego de los roles del cine argentino, Ariel Winograd ha asumido desde el inicio de su carrera el lugar del comediante. De director de comedias que pueden oscilar entre lo clásico y lo moderno, pero que tienen al cine industrial estadounidense como metro patrón. Con esa certeza y envidiable determinación construyó una carrera sólida y homogénea en relación a su persistencia en el género, pero también en cuanto al resultado final de sus trabajos. Winograd lleva media docena de comedias al hilo desde su debut en 2006 con Cara de queso, “Mi primer Ghetto”, que es también la más personal, no sólo por su carácter de autobiografía oblicua (es la única que además cuenta con un guión propio), sino porque es la que más afuera queda del registro clásico descrito al comienzo. Cinco años separan a aquel debut de Mi primera Boda, primera comedia pura de su filmografía, y también la más floja. A partir de ahí Winograd ha hilvanado cuatro películas, incluyendo la recién estrenada Mamá se fue de viaje, que pueden haber golpeado con mayor o menor precisión, pero siempre han dado en el clavo del género.
De original hay poco en Mamá se fue de viaje, cuyo argumento trae desde el comienzo el sabor de lo conocido. Víctor y Vera llevan 20 años de matrimonio, tienen cuatro hijos y se reparten los roles familiares del modo más clásico posible. Él, empresario medio pelo que consiguió con esfuerzo llegar a gerente de recursos humanos de una cadena de supermercados de insumos industriales. Ella, abogada, dejó de ejercer para convertirse, maternidad mediante, en una ama de casa más sufrida que abnegada, a pesar de que se trata de una familia de clase alta y cuenta con el apoyo estratégico de “la señora de la limpieza”. Fe de erratas: está bien, ahí donde se ha dicho “clásico” debe leerse “conservador”; tanto como el posterior planteo. Vera se queja de que no da más y Víctor retruca que no es para tanto: “sabés lo que daría por estar todo el día en casa con los chicos”. Las consecuencias no se harán esperar. Ella se irá de viaje por unos días, dejándolo a cargo de todo.
Lanzada la bomba, el trabajo de Winograd consiste en mostrar las consecuencias que la explosión provoca en la vida de Víctor, dejando a Vera en un oportuno fuera de campo idílico. Porque si bien el planteo es conservador, no lo es tanto como para arruinarle a la mujer sus merecidas vacaciones. En cambio registra a conciencia la esperable ineptitud con que Víctor trata de suplirla en la cotidiana tarea de ser padre a tiempo completo. Aunque el nudo del relato parece un poco anacrónico, alcanza con atender a la realidad para darse cuenta que quizá no lo es tanto.
Es cierto que Mamá se fue de viaje está construida a partir de fórmulas; que abunda en situaciones ya vistas hasta en los dibujos animados; que los cambios operados en sus personajes parecen no ser más que superficiales, y que no consigue nunca convertirse en una comedia de carcajadas, más allá de momentos esporádicos. Pero así y todo logra mantenerse en aceptable estado de gracia. Buena parte del mérito radica en un acertado elenco, con Diego Peretti y Martín Piroyansky como estandartes, buenas labores de Carla Peterson y de los cuatro chicos. Todo eso sin restar importancia al oficio del director, quien maneja los tiempos para que lo viejo mantenga algo de su conocido encanto.

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.