
Durante el primer acto de la película se presenta a Carlos Gutiérrez como un proletario roquero que se gana unos pesos imitando a Elvis Presley en cumpleaños, fiestas y eventos de todo tipo. Las escenas de él entre una multitud de dobles amontonados en la agencia encargada de conseguirles trabajo, bien puede ser el inicio de una comedia que se propone marchar por las diagonales del absurdo. Pero no es así. El último Elvis, aun con humor, comienza a volverse seca, realista, y el espectador descubrirá en Carlos ciertos desequilibrios. Que haya bautizado Lisa Marie a su hija e insista en llamar Priscilla a su ex cuando ese no es su nombre, irá dándole al cuento una pátina oscura. Como en el ensayo de Freud dedicado a Lo siniestro, lo que aparece cada vez con mayor nitidez es la figura del doble, con todas sus aristas ominosas y fantasmales. Pronto se sabrá que él no se siente un imitador: como ocurre con la santa trinidad cristiana, este hombre de patillas tupidas entrado en kilos es Carlos, pero al mismo tiempo también es Elvis (o así lo siente él). Los problemas con su ex, la distancia con Lisa, la frustración de la vida en una fábrica, son las piezas de un detonador a punto de hacer estallar a Carlos. Es la crónica de un final anunciado.
No puede decirse que el guión tenga fisuras que merezcan marcarse, más allá de su impiedad con los personajes. Tampoco que la película falle en lo técnico, lo estético o en la producción: las locaciones son estupendas; la fotografía es buena; la puesta de cámara, inteligente; los actores están muy bien. Uno de los puntos fuertes de la película de Bo es su protagonista, John McInerny. En la piel de este Elvis del conurbano, McInerny consigue atraer al espectador tras de sí, ya sea por esa extraña y permanente mirada de hastío o por la magnífica voz con que el actor interpreta una decena de temas del repertorio clásico de Presley. Ese es el mayor mérito de la película y de Bo como director: haber encontrado el actor para su personaje. Pero, con la excusa de filmar como quien mira bonito, Bo abusa del preciosismo para perseguir a su personaje hasta acorralarlo sin salida. Que es cierto, es allí a dónde él mismo Elvis quiso llegar, sin embargo hay un regodeo casi voyeurista en ese retrato magnífico de las miserias tomado casi por la fuerza. En la escena final, los recursos de una cámara súper lenta y el fuera de foco se complotan para mostrar en una sola toma lo mejor y lo peor de El último Elvis. El retrato que Bo traza de Carlos tiene muchas veces la perfección del hielo, un frío que desaparece cada vez que Elvis entra en escena. Y si algo queda claro es que el debut de Armando Bo nieto como director merece verse, ya sea para amarlo o para pelearse con él.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
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