Estoy en la oficina de Luis Gusmán, escuchándolo construir una respuesta para una pregunta que yo mismo le hice, pero que ya no recuerdo cuál fue. Me distraje pensando en que hace apenas un momento Gusmán posaba para las fotos junto a un ánfora llena de una veintena de bastones exóticos que colecciona. Casi como objetos mágicos, el recuerdo de esos bastones me tiene hipnotizado: algunos tienen cabezas de animales como empuñadura, otros esconden un estilete dentro de su cuerpo, todos son bellísimos.
Gusmán acaba de publicar un libro de cuentos, La casa del Dios oculto, y casi al mismo tiempo se ha enterado de que tendrá el honor de abrir la próxima edición de la prestigiosa Feria del Libro de Buenos Aires, que comienza el próximo 19 de abril. Es por eso que estoy acá. No han pasado más de diez minutos desde el comienzo la charla, cuando él pronuncia la palabra arborescente y su aparición me despabila. De hecho la anoté con lápiz sobre el margen de una de las páginas de su libro mientras lo leía. Es que sus relatos se encadenan entre sí de esa manera que parece (re)negar el concepto de linealidad, como una novela al estilo Rayuela, mucho más cerca del modo en que un árbol extiende sus ramas hacia el cielo mientras una trama de raíces hace lo propio, abriéndose paso bajo la tierra. Gusmán es perfectamente consciente de ese carácter arbóreo, a la vez aéreo y subterráneo, porque antes que eso sabe que así es su propio carácter. Gusmán habla y es capaz de tejer una tela de araña a partir de una sola palabra, hasta de la más cotidiana. Pareciera que además de escritor y psicoanalista, Gusmán fuera ingeniero. Y también arquitecto: porque escribe como ingeniero, planificando, calculando las tensiones entre lo dicho y lo no dicho; pero habla como arquitecto, levantando paredes, columnas y frisos con la lengua, montando palabra sobre palabra hasta darle forma a un laberinto del que a veces es difícil salir, pero en el que da gusto perderse.
-¿Te servís mucho de lo cotidiano para construir una narración?
-Sí, bastante. Lo transformo y también es cierto que, usando la metáfora vegetal, se arboriza muy rápidamente. Lo que aprendí con los años es a administrar mi imaginación porque a veces es un poco exuberante y la historia se me dispara demasiado. Yo empecé más bien con la escritura de mi imaginación e hice personajes. A un personaje vos lo tenés que administrar, acompañarlo, no lo podes hacer hablar de cualquier manera ó que se desborde.
-En el caso de este libro, ese personaje es el narrador, que es el mismo en todos los relatos.
-Sí, es el narrador, porque La casa del Dios oculto es un fallido proyecto de novela de 1990, que se llamaba Desierta, y que tenía un tono mucho más barroco, donde la historia era también exuberante: parte desde la batalla de Camarones en México, donde un Capitán de la Legión Extranjera pierde la mano y tiene una mano de madera, que en ese momento, mediados del siglo XIX, eran hechas por relojeros, que también fabricaban autómatas. Este Capitán pierde la mano de madera ahí, y viene un pintor que pinta esa batalla. Y yo después hago venir al pintor a Buenos Aires. Esa novela tenía como 300 páginas pero yo después la despedazó, haciendo un Frankestein, porque la escritura era de un registro casi de pintura barroca, ornamental, casi sacra.
-Emparentada con el objeto religioso de la época de oro de los objetos religiosos.
-Totalmente barroco en ese sentido. Y muchas veces plagiado: tomé muchas cosas directamente de un libro buenísimo de Schenone, que se llama La imaginería religiosa del Río de la Plata, que tiene unas descripciones hermosas, mejores que las mías. Volviendo a lo cotidiano, El peletero (otra novela mía) la escribí porque hay una peletería acá en la otra cuadra por la que paso todos los días y tiene con un cartel que dice “Su antigua piel tiene valor. Cámbiela por otra”. ¡Como si fuera tan fácil! Ahí empecé a pensar en los peleteros, oficio casi inexistente hoy en día, porque entre la piel sintética, la ecología y Greenpeace, el que sale a la calle con piel natural es un ser despreciable. Entonces, este peletero no sólo se queda sin trabajo: se queda sin oficio. Hay una parte en la que tenía que contar que el peletero se infiltraba en Greenpeace. Viste que Greenpeace anda en barcos, entonces había que hacerlo hablar del barco, pero de barcos, de ríos, no sé nada. Como tengo un amigo que escribe bárbaro, que le ha escrito cosas a Víctor Heredia, le pedí que me escriba ese capítulo. Pero se fue tan alto en el tono que después lo tuve que corregir, ¡porque había escrito como si fuera Moby Dick! Nos divertimos mucho.
-Hablás sobre la utilización de la escritura ajena como propia. ¿No te genera conflictos?
-Soy muy libre respecto a la propiedad privada de la escritura, en el sentido en que tengo tres o cuatro amigos con los que me manejó con tanta confianza que les paso un texto o un trabajo, y ellos corrigen, tachan o agregan lo que quieren, y eso a mí me ayuda. Me tranquiliza mucho.
-Serían los que te remiendan el texto.
-Algunos bastante. A ellos les gusta remendar y soy muy permeable a eso. El libro de ensayos que saco ahora, tiene toda la primera parte que se llama “Esas imbéciles moscas”, por una frase de Oscar Masotta de cuando viene a un Congreso en el 72, que habla de esas imbéciles moscas como una crítica al progresismo. Me encantó la frase y la usé de título, pero después tenía que escribir algo sobre las moscas. Yo la única referencia que tenía era la de Gombrowicz, cuando dice “basta que vuele una mosca para que lector se distraiga”. Entonces empecé a investigar a las moscas y escribí 65 páginas. Era un delirio. Espinosa, Pascal, la película Psicosis, con Anthony Hopkins ya en la celda y alguien dice que “era incapaz de matar una mosca”. ¿Y en la lengua? Papamoscas; por si las moscas; la mosca loca; mosquita muerta: es un mundo. Y en la literatura tenés el aguafuerte de Roberto Arlt, Mansilla, El Señor de las Moscas, La obsesión del Espacio de Zelarrayan.
-No sólo de lo cotidiano podés construir, sino hasta de una mosca.
-El tema de la mosca como plata, viene de Toledo. Pareciera ser que es la plata hecha rápidamente pero que también se vuela rápido, es efímera. La mosca siempre como una especie de imbécil, dada al placer, que cae en la miel, en las telarañas, y el placer mismo la lleva a perderse.
-¿La mosca en tu último libro sería lo religioso? Porque hay una forma posible de recorrerlo desde lo religioso.
-Hay un recorrido, una necesidad. No es un libro sencillo, creo. Hay una parte más de ficción, de cuentos, que también tienen que ver con la cuestión del viaje, que es otro de los elementos que estructura bastante al libro. Ya sea el viaje al más allá, que es el viaje de la resurrección; la cosa espiritista; el viaje a la tumba de los escritores; los cambios de domicilio. Armé el libro como una novela imposible de llamar “novela”, muy barroco, pensando muy poco en los personajes. Tuve que cambiar mucho mis maneras.
-Entonces tenemos los viajes, lo religiosos. Pero son muchos más los ejes sobre los que se puede hacer girar al libro.
-Hubo dos ejes que la organizan: la mano de madera, que representa una forma automática que puede representar una novela que se va escribiendo sola, más macedoniana, como una novela que no se termina nunca, que se va en prólogos. Cuando digo automática tampoco quiero decir surrealista. Y otra cuestión, que está la ligada al viaje y a lo religioso, es la del peregrinaje. Además en esos recorridos se arma esa especie de autobiografía que él llama la Rueda de Virgilio.
-También llama la atención que siendo escritor y psicoanalista, vuelvas de manera recurrente a las tres religiones de tu madre: el catolicismo, el evangelismo y, sobre todo, el espiritismo.
-Vuelvo, pero la verdad es que no creo. Hasta donde yo sé, no creo. Creo que los muertos no mienten, creo en las coincidencias. Hay coincidencias que sí me pasaron. Acabo de venir de Italia, de Lecce. Yo quería ir a donde Passolini filmó El Evangelio según San Mateo, una ciudad en la piedra, impresionante…
Gusmán vuelve a subirse al árbol para contar cómo en medio de Italia acaba encontrándose con el conserje de un hotel que se apellidaba Masotta, como su admirado Oscar. Y enseguida cuenta otra historia, en la que durante su trabajo como comisario de salud pública acabó trabajando con un gendarme que 20, 30 años antes lo había demorado por andar a los arrumacos con una vieja novia en una playita de río, en la provincia de Corrientes. Estoy seguro que Gusmán seguirá yéndose por las ramas de su discurso arborescente si no lo detengo con otra pregunta. Entonces pregunto. Lo primero que se me ocurre.
-¿Y qué explicación le da el espiritismo a este tipo de coincidencias?
-Las coincidencias pertenecen al misterio. Yo creo que los muertos no mienten, ¿no?
-¿Y es una coincidencia que el disparador de estos cuentos novelescos sea la mano de madera de un muerto y vos seas fanático de los bastones?
-Nunca se me había ocurrido, pero tenés razón. Creo que posiblemente esté sacado de una frase del Diario de Kafka, que dice que en el momento de escribir una mano agarra a la otra. Estando en Praga fui a una iglesia donde había colgada una mano de madera que había pertenecido a una persona a quién le habían cortado la suya por robar. Estos robos, estos plagios literarios de los que te hablé, parecen indicar que una mano de madera es una mano robadora. Si no me mencionabas el bastón, no la sacaba. Parece que me he apoyado en esa mano de madera y la he dejado ahí, como quién se olvida la evidencia sobre la mesa.
-En las historias que contás parece haber muchas referencias personales, vivencias. ¿No le temes a la exposición de la literatura?
-Respecto a mi trabajo siempre digo que soy como Hyde y Jeckyll. Siempre tomo una frase de Mallarmé que dice: El que realiza el acto poético se suprime en tanto yo. Como psicoanalista, por ejemplo, el yo queda suprimido en función del relato del otro. Respecto a los datos personales que se pueden inferir o suponer, no me cuido, siempre utilizo esos elementos, pero no espontáneamente, no es que me confieso. El estilo le pone siempre un límite a la confesión. Hay que ver qué dato de tu vida le ponés, qué usas de lo que sabés o viste, de lo que viviste, porque cada personaje ya tiene una autonomía, la autonomía del argumento, que le hace cobrar una independencia al personaje.
-La literatura por sobre el autor.
-Más vale, pero sobre todo, por sobre la trama. Graham Greene es claro cuando dice “yo no pienso como ese personaje”. Sino, muy rápidamente se tiende a identificar al escritor con ese personaje. A medida que se te introducen unos personajes en una novela, la trama cobra algunas cuestiones que te van determinando y llevando a poner tus propias limitaciones.
Amar al mensajero.
-¿Cómo tomás el papel que te tocará representar como orador en la apertura de la Feria del Libro?
-En principio me sorprendió. Después, me alegró. Y me parece que voy a hablar como yo pienso, porque soy un convencido de lo que me pasó a mí: de que un libro te puede cambiar la vida. Muchos pueden decir que El libro rojo de Mao te puede cambiar la vida, y muchos otros que Mi lucha de Hitler, también. Yo hablaré de lo que me pasó a mí, porque soy un convencido de eso y es lo que voy a tratar de poner en juego. Porque en un espacio para libros y lectores, y más allá de las cuestiones de mercado, me parece interesante plantear esta creencia de que un libro siempre llega a destino. Partiendo de lo que dice Nabokov, aquello de "el veneno del mensaje", no estoy con la literatura de mensaje, pero sí creo que un libro puede representar un mensaje en el sentido más criptográfico del término. Un mensaje indescifrable quizás.
-Un mensaje que es distinto para cada lector.
-Totalmente. Y en ese juego el escritor es un mensajero. Hubo libros que me cambiaron la vida, que en un momento fueron unos y a lo largo de los años, fueron otros. Cuando tenía 17 años y los escritores argentinos éramos todos un poco rusos, mis libros eran Tolstoi, Maiakovski, Gogol. Y tuve la suerte de conocer muchos de los lugares sobre los que leí: a San Petersburgo fui nada más que para caminar por la Perspectiva Nevski, porque por ahí caminó Dostoievski. Fui a Praga varias veces sólo por Kafka y viajé a Dublín en 1979, cuando nadie iba, para conocer la ciudad sobre la que había escrito Joyce. Siempre los libros me fueron llevando.
-¿Qué libros han significado cambios más representativos en tu vida? ¿Los que leíste o los que has escrito?
-Primero me parece que los que he leído, los que me han permitido toda esa deriva. Mi primer libro fue Crimen y castigo, con todo ese mundo de Raskolnikov entre físico y metafísico del sufrimiento, del descubrimiento del amor, de la sexualidad. Era un mundo y uno tenía esa edad y estabas atravesado por esos signos. Después fueron otros: En busca del tiempo perdido, o Faulkner. Y después los libros propios… Y, es raro. Los propios no sé si puedo darme cuenta cómo me han ido modificando. Siempre pienso que al momento de escribir uno piensa que es capaz de crear algo nuevo, que no lo ha escrito nunca antes ni Kafka ni Joyce. Ahora, el problema es que te lo creas al rato, cuando lo leés. Ahí estamos en otro problema. Uno se da cuenta de sus límites, pero si al comienzo no tenés esa ilusión creadora, no te sentás a escribir.
Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario