
Será que ser padre siempre fue parte de mis proyectos de niño en busca de una respuesta para la más vieja de las cuestiones que todos debemos resolver, allá en la infancia: ¿qué querés ser cuando seas grande? Todo el tiempo supe que quería conseguir novias, escribir cuentos, ver películas, jugar a cualquier cosa y, por supuesto, tener hijos. Ahora, con aquella niñez como recuerdo siempre grato (aunque a veces a la fuerza) y algunos de esos proyectos todavía por cumplir, sé que ser padre es un trabajo y que, como para cualquiera, hay postulantes mejor calificados que otros. Claro que esta evaluación nunca resulta sencilla, porque ¿cómo se distingue al buen padre del inepto? ¿Quién establece la divisoria de aguas? Para reducir el asunto a su cuestión esencial, digamos que hay dos grandes miradas posibles para zanjar el dilema. La de los propios padres, reflexiva, interior y hasta puede decirse que a la defensiva, es una de ellas. La otra, revulsiva y por qué no destituyente, es la de los hijos. Padres e hijos es en realidad padres contra hijos, el antagonismo por excelencia, un combate en el que se decide cada futuro de la humanidad. No por nada el sabio Cronos se desayunaba a su propia prole. No por nada los hijos le abrieron la panza por dentro.
Sin embargo, aun sabiendo que en este juego hoy me toca ocupar el casillero del padre, todavía me salen preguntas de hijo. ¿Cuántas veces habré sido devorado y cuántas otras habré escapado, desgarrando en el vientre ancestral mi propia cesárea salvadora?
Tal vez ya no quiera conocer esas respuestas.
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Columna publicada originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.
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