sábado, 30 de abril de 2022

LIBROS - Tres libros que se hacen distintas preguntas para resolver el mismo misterio: qué es la música

Hacerse preguntas forma parte esencial del ser humano, una especie incapaz de trascender la edad de los porqué. Esa ambición de querer saberlo todo, que tan bien expresa el axioma cartesiano “pienso, luego existo”, es el motor que le permitió a la humanidad llegar sino tan lejos, por lo menos hasta acá. ¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿Qué hay más allá de nosotros, de este mundo, de la materia? ¿Cómo es posible trascender esos límites? ¿Por qué la gallinita dijo “¡eureka!”?


La cita a los inolvidables Les Luthiers, en cuya obra la comedia se funde con lo musical, resulta el pretexto perfecto para hablar de tres libros que se hacen preguntas justamente sobre eso: la música. Y además, como si fuera poco, se animan a responderlas. Uno de ellos es una novedad; el otro una reedición; y el tercero ya es (casi) un clásico. Entre los tres le dan forma a una serie con un sentido muy claro. 

El primero, que brinda la excusa para hablar de los tres, lleva la pregunta impresa en su tapa. Se trata de ¿Por qué la música? (Serie Gong), en cuyas páginas el filósofo francés Francis Wolff intenta resolver de forma exhaustiva el interrogante, verdadero abismo conceptual. Con esa intención se propone definir el objeto abordado yendo en busca de su origen: analizando en detalle la forma en que sus expresiones afectan al cuerpo y la mente de las personas; estableciendo su relación con el mundo como forma primordial de la cultura y como canal de expresión; e incluso indagando acerca de su utilidad (o inutilidad). La tarea, a todas luces titánica, le demanda al autor casi 600 páginas de una búsqueda tan puntillosa en su desarrollo, como placentera en su lectura.

El segundo libro también cuenta con un título interrogativo, aunque esta vez su autor ha prescindido de los signos de puntuación correspondientes. En Cómo funciona la música (Sexto Piso) es el músico David Byrne el que se hace las preguntas y el que intenta contestarlas. A diferencia del libro de Wolff, que en su rol de filósofo ensaya respuestas de apariencia objetiva, propias de su área de especialización, el de Byrne aborda cada tópico de un modo que no puede evitar la parcialidad de lo subjetivo y en las que su propia experiencia funciona como filtro. La diferencia entre ambos enfoques también está dada por la cuestión semántica que separa al “por qué” del “cómo”, expresiones incluidas en los títulos de cada obra. Mientras el primero orienta su búsqueda hacia las “causas” de la música, el segundo se pregunta por sus modos. La forma en que la tecnología impacta en la música, el modo en que los espacios afectaron su aparición o la manera en que la industria incidió en su desarrollo son algunas de las cuestiones abordadas por el excantante de Talking Heads.

El tercero es En contra de la música (Gourmet Musical), del musicólogo peruano Julio Mendívil que ya va por su segunda edición local. Como se ve, es el único cuyo título no se expresa a través de una interrogación. En su lugar elige un formato declarativo, como si se tratara de un manifiesto. Pero solo es una cuestión de formas: alcanza con recorrer los títulos de algunos de sus capítulos para comprobar que este libro se encuentra tan lleno de preguntas como los anteriores. “¿Tiene sentido hablar de música?”, “¿Son biológicas o culturales las facultades musicales?”, “¿Qué significa saber música?” o “¿Cómo definir las músicas?” son algunos de los asuntos que Mendívil aborda a través de textos tan cortos y de lectura ágil, como precisos y siempre apasionantes. 

Más allá de la variedad de sus enfoques, los tres volúmenes registran coincidencias. Por empezar, ninguno se atribuye el mérito de arrojar respuestas definitivas sobre el asunto abordado. También hay otras, más simpáticas. Como el hecho de que tanto Wolff como Byrne recurran a la canción Good Vibrations, de los Beach Boys, para hablar de la música no solo como fenómeno de carácter audible, sino de la forma en que algunos sonidos son percibidos con todo el cuerpo, debido a las vibraciones producidas por las frecuencias más bajas del campo sonoro. En ese mismo camino, los tres autores se ocupan de refutar la definición clásica de la palabra música, que habla de ella como el arte de combinar sonidos. Mendívil, Byrne y Wolff recuerdan que la misma también se compone de la total ausencia de ellos: el silencio. Y utilizan la obra 4’33", de John Cage, que consiste en cuatro minutos y treinta y tres segundos mudos, para desagraviar el olvido que suele pesar sobre el silencio a la hora de las definiciones. 

¿Por qué la música?, En contra de la música y Cómo funciona la música no se limitan a recorrer las manifestaciones musicales más populares, ni se detienen en las obras más prestigiosas de su historia ni en sus géneros más comerciales. Por el contrario, todos tienen la generosidad de llevar al lector hasta los rincones más remotos del mundo, abriendo el espectro cultural con la intención de hallar las respuestas buscadas. Así y todo, la música sigue siendo un maravilloso misterio, imposible de resolver en solo tres libros. 

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.

CINE - 23 BAFICI, Competencia Argentina, días 8 y 9: La ternura y la angustia

Se cierra este fin de semana otra edición del Festival Internacional de Cine de Buenos Aires, el ya tradicional Bafici, que este año llegó a su episodio número 23. Final también para su Competencia Argentina, que volvió a ofrecer un ajustado panorama, compuesto por buena parte de lo más destacado que la cinematografía local ofrecerá en 2022. Durante los días finales terminaron de presentarse los últimos tres de los 14 largometrajes programados en la sección (de la que también fueron parte 15 cortos), incluyendo los documentales El futuro, lo nuevo de Ulises Rosell, y Viaje a la semilla, de Magdalena Bournot, y el relato de ficción Amancay, dirigido por Máximo Ciambella.

Este último cuenta la historia de dos amigos, una chica y un chico, que, rondando los 30 años, todavía le apuestan a su proyecto de ser actores. Aunque esa aspiración ocupa una parte importante de sus vidas, no es sobre ella que la película centra su atención, sino en los vínculos que mantienen. No solo el que entablan entre ellos, estrecho e incondicional, sino los que establecen por separado con otras amigas y amigos. Ese interés por las relaciones humanas se confirma en las charlas que mantienen unos con otros, que invariablemente giran en torno a distintas historias de amor, casi siempre fallidas, y a la ilusión que todos manifiestan de encontrar un compañero o una compañera de vida. 

Pero Ciambella va incluso un paso más allá, mostrando un interés especial por los vínculos materno/paterno-filiales que ambos protagonistas conservan con seres queridos que ya no están. Lejos de caer en la tentación de lo miserable, que podría haber primado a la hora de abordar estos asuntos, Amancay da cuenta de la persistencia del amor y de su capacidad de trascender los límites que impone el mundo de lo físico. Con una mirada amorosa, la película parece afirmar que los duelos nunca terminan, sino que permanecen como heridas abiertas con las que eventualmente se aprende a convivir. Y que no hay mucha distancia entre amar y duelar, apenas máscaras de un mismo sentimiento.

Con momentos de una ternura conmovedora, capaces de poner al dolor en escena sin convertirlo en una exhibición morbosa, Amancay puede ser vista también como una comedia romántica en la que su director decide apagar la cámara antes de que esta alcance su clímax. De esta forma, Ciambella hace que los espectadores se vayan a su casa deseando que, en algún momento, los protagonistas al fin consigan descifrar los mensajes (no tan) secretos que sus miradas transmiten cuando se cruzan.

En Viaje a la semilla, ópera prima de Bournot, la relación de un padre con su hija también ocupa el centro del relato. En calidad de esto último, la directora acompaña a su padre camionero en un viaje en el que debe transportar una carga de semillas de girasol durante la navidad. Se trata, por supuesto, de una road movie que arranca en el taxi que lleva a Bournot (h) hacia uno de los aeropuertos de París, donde se desempeña como docente universitaria, para subirse al avión que la traerá Argentina para visitar a su familia durante las fiestas de fin de año. En esa escena, la voz en off de la directora le cuenta a su padre en un mensaje de audio que está ansiosa por llegar, por reencontrarse con todos. Un registro emotivo que, sin embargo, se mantendrá aletargado durante buena parte de la película.

Dentro del espacio cerrado de la cabina del camión y con el inabarcable paisaje rural de la llanura como fondo animado de casi todas las escenas, padre e hija se dedican a dialogar. Al principio las charlas son triviales. En ellas que la directora empieza a descubrir de qué se trata ese oficio que le impidió pasar con su papá la mayoría de las Navidades. Así, de a poco, una nueva forma de intimidad va surgiendo entre ellos y algunas puertitas del pasado comienzan a abrirse, permitiendo que aparezcan asuntos más sensibles, sobre los que durante mucho tiempo se impuso el silencio. Pero siempre de forma temperada, sin dramatizar y sin convertirlas en tragedia. Viaje a la semilla cierra el círculo de su travesía asomándose a la ventana del avión que lleva a la directora de regreso a Francia, mientras la voz en off de su padre, de nuevo sobre el camión, le cuenta que esta vez ya no está solo, sino junto al recuerdo de su compañía. 

Como era de esperarse, la pandemia no tardó mucho en convertirse en el tema de algunas películas. Dos de las que se presentaron en esta Competencia Argentina hicieron girar sus relatos en torno a ella. La primera fue la comedia La edad media, dirigida por Alejo Moguillansky y Luciana Acuña, a la que ahora se suma El futuro, nuevo documental de Rosell. Ahí, el director retrata las diversas formas en que esta se vivió en diferentes partes del país. Y para ello crea un mosaico en el que aparece representado todo el abanico social, yendo del Conurbano a Ushuaia y de un grupo de cartoneros que vive bajo un puente, frente a Costa Salguero, a una comunidad wichi que habita el monte chaqueño.

No son pocas las escenas que parecen pertenecer a una película de fantasmas. Desde el comienzo, en el que se ve una Buenos Aires desierta, esfumada por la niebla de la madrugada, hasta la imagen de un cementerio cubierto de nieve en la ciudad del fin del mundo. Con su sensibilidad habitual, Rosell registra todo con precisión, dándole a cada secuencia la misma importancia. No importa si se trata de un grupo de enfermeros que comentan con humor negro algunas de las situaciones a las que su oficio los ha expuesto; o del éxtasis que alcanza uno de los cartoneros mientras ve un concierto de Pink Floyd sentado junto al cordón de la vereda, mientras detrás de él los otros descargan sus carros, en una de esas tardes de invierno en las que un virus tenía al mundo en estado de sitio.  

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

miércoles, 27 de abril de 2022

CINE - 23 BAFICI, Competencia Argentina, días 6 y 7: De niños y de locos

Entrando en sus días finales, la edición 23 del Festival Internacional de Cine de Buenos Aires (Bafici) le dio curso a su Competencia Argentina, a través de cuatro nuevos títulos. Tres de ellos están dirigidos por cineastas que ya presentaron algunos de sus trabajos previos en distintas secciones de este mismo festival, en ediciones anteriores, y el restante le pertenece a una absoluta debutante, Lucía Seles, que se mete en la historia del Bafici a lo grande, presentando tres películas a la vez.

Smog en tu corazón es la primera parte de una trilogía, la Trilogía del Tenis, a la que esta edición del festival le da continuidad, programando los episodios siguientes, Saturdays Disorders y Weak Rangers, en la sección “Comedias”. El hecho constituye una rareza. Las tres películas también. Sus cinco personajes trabajan en un complejo de canchas de tenis. El dueño, que dirige el lugar como si se tratara de un espacio único en el universo (lo es). Sus mejores amigos: el de la adolescencia, un contador algo celoso que se encarga de la logística del centro deportivo; y el de la infancia, un muchacho sanjuanino que es además quien lleva adelante la extraña narración escrita que organiza (¿desorganiza?) el relato. Lujan, una chica sensible que sería algo así como la secretaria del dueño (o tal vez otra cosa). Y Marta, una tenista contratada para dar clases de tenis, pero que no quiere que la llamen profesora. Ella es tenista.

No está mal definir a Smog en tu corazón como una película psicótica, en tanto sus acciones tanto podrían ocurrir en ese complejo de tenis como en una institución psiquiátrica. Los diálogos, el lenguaje corporal, la narración escrita en primera persona, la forma en que se va construyendo el vínculo entre los personajes y el que estos mantienen con el mundo: todo remite a un estado mental alterado. Por deformación cinematográfica es habitual relacionar la psicosis con el peligro (Hitchcock, shame on you!). Pero en realidad la mayoría de los psicóticos son inofensivos, aunque sin querer pueden causarle daño a otros o sí mismos. Así son las criaturas creadas por Seles; que, sí, tiene apellido de tenista. Smog en tu corazón es una absoluta irregularidad no solo para el cine argentino, sino universal (o por lo menos el de esta galaxia). Su sentido del humor va de lo absurdo a lo ridículo, pasando por lo cruel y lo naif. Cuando esa clave es aceptada, ahí es posible empezar a pensar a los protagonistas ya no como dementes, sino como niños, que, como alguien ha dicho, no son otra cosa que locos que se curan con la edad. Si se es capaz de atravesar esa barrera, entonces será imposible no amar a estos cinco nenes grandes.

El absurdo y una inocencia juguetona son elementos que Smog en tu corazón comparte con Lavandería Nancy Sport, debut en solitario de Agu Grego, quien dirigió dos largos como integrante del Grupo Humus (ambos programados en anteriores Bafici). Su acción también ocurre en un espacio cerrado, solo que en lugar del club de tenis acá se trata de una pequeña ciudad cordillerana: Junín de los Andes. El asesinato del heladero del pueblo, bananas que se ponen negras al tocarlas, máquinas conscientes capaces de comunicarse, viajes interdimensionales y historias de amor en pausa conforman esta comedia fantástica, cuyo espíritu el programador del festival Agustín Masaedo acierta en comparar con el de los trabajos de cineastas como Javier Fesser y Stephen Chow. Rodada en pandemia, la lógica de Lavandería Nancy Sport funciona como una burbuja, aislada de la del resto del mundo conocido. Grego, que dirigió pero también se encargó de la fotografía, la cámara, el montaje, el sonido, el foley (y más) hace un notable uso de algunos recursos como la animación o el clip, alcanza picos de humor muy altos y muchas veces se mete en callejones sin salida. Como debe ser, Grego sale de ellos como de un laberinto: por arriba.

Relato también fantástico, El monte, de Sebastián Caulier, construye un misterio a la vera del monte formoseño a partir del vínculo distante entre un padre y un hijo. El primero lleva una vida de ermitaño en una quinta destartalada. El segundo llega una tarde a ver qué pasa, después de años de ausencia, preocupado por la falta de noticias. El padre no solo se volvió un hombre hosco, sino que perdió buena parte del contacto con la realidad, manteniendo una relación obsesiva con la selva lindera. El monte puede ser pensada como una película de monstruos sin monstruo, que retrata a la naturaleza como una presencia de mil cabezas capaz de meterse dentro de las personas hasta hacerles perder la cordura. Caulier articula momentos de gran tensión aprovechando esa proximidad llena de barreras que separa al hijo de su padre (Gustavo Garzón, extraordinario), pero también en la relación que este mantiene con esa ominosa entidad natural. Sobre el final la película se permite ciertas convenciones que la llevan hacia un terreno más conocido. Cada espectador sabrá si eso le parece oportuno o no tanto.

Pronto a celebrar su 160° aniversario, el Colegio Nacional de Buenos Aires es la casa de estudios secundarios más prestigiosa del país. En el documental El Nacional, Alejandro Hartmann realiza una incursión al corazón de ese colegio en el que pasado, presente y futuro tienen igual importancia. Con gran libertad, el director presenta al Nacional Buenos Aires como un espacio de contradicciones, algunas de las cuales se encuentran en el centro mismo de su estructura. Por ejemplo, que se eduque a sus pupilos en la conciencia de la igualdad entre las personas (enseñanza que el alumnado convierte en militancia), pero que desde el primer día de clase se los martille con la idea de que ellos son diferentes, “especiales”. Eufemismos para decirles, sin decirlo, que son mejores, fomentando una conciencia de elite: todos somos iguales, pero algunos somos menos iguales que otros. Valiosísimo documento que consigue captar las muchas capas de sentido que convierten a ese colegio en lo que es: un modelo a escala de la Argentina. ¿O será solo de Buenos Aires? 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

lunes, 25 de abril de 2022

CINE - 23 BAFICI, Competencia Argentina, días 4 y 5: El camnio de la búsqueda

La Competencia Argentina del Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires, el Bafici, ha alcanzado la mitad de su recorrido durante el fin de semana. Con la presentación de cuatro nuevos largometrajes, el festival vuelve a poner al cine nacional en primer plano en un momento de profunda crisis, la mayor de los últimos 30 años.

A partir de una película muda, filmada en 1920 por una expedición sueca que buscaba dar con la elusiva y hoy extinta tribu de los pilagá, en el Impenetrable chaqueño, en El campo luminoso Cristian Pauls reconstruye no solo dicha travesía, sino que parece proponerse un objetivo mayor. El director intenta completar aquello que ese viejo documental ha perdido: la palabra. Por un lado a través del diario escrito en sueco que llevaba el líder del grupo, que detalla el día a día de la excursión. Pero sobre todo tratando de documentar lo que queda de la lengua de los pilagá, perdida junto a ellos como tantos otros pueblos y sus lenguas, desaparecidos por la Conquista. La palabra de los que ya no están. Hay una escena de la película que tal vez sirva como una declaración de intenciones. 

Una mujer mayor describe una imagen del velorio de su padre. Es lo único que recuerda de él, porque era muy chica. La escena es nebulosa, como un sueño a medio olvidar, pero persistente. En ella el cuerpo está tendido en el piso de tierra, envuelto en telas y rodeado de gente. La mujer no sabe si aquello lo vivió o si se trata de una memoria inventada solo para aferrarse al padre que no conoció. Las escenas de la película recuperada por Pauls, filmada por los expedicionarios suecos hace exactamente un siglo, se perciben de un modo similar. Es difícil saber si no se trata de fantasmas, o de un sueño soñado por otros del que apenas sobreviven esas reminiscencias, que ahora, por alguna clase de milagro (al que llamaremos cine), nos es dado volver a contemplar y ahora también oír.

Si de recuperar parte de lo perdido se trata, de eso mismo se ocupa también Camuflaje, quinto trabajo de Jonathan Perel que, como en los anteriores, vuelve a abordar un asunto vinculado a la conservación de la memoria en torno a los delitos cometidos durante la última dictadura en la Argentina. A diferencia de títulos como Responsabilidad empresarial (2020) o 17 monumentos (2012), que trabajaban con planos fijos de paisajes arquitectónicos, esta vez la cámara no solo adquiere movimiento, sino que la acción tiene un protagonista: el escritor Felix Bruzzone. Hijo de padres desaparecidos, Bruzzone será el encargado de guiar un acercamiento a Campo de Mayo, la guarnición militar más grande del país, donde también funcionó el mayor campo de exterminio durante la dictadura. Ahí estuvo secuestrada su madre.

El protagonista mantiene con el predio una relación ambigua. Desde hace años se ejercita corriendo en torno a su perímetro, lo que le permitió conocer a distintos personajes que viven cerca. Un agente inmobiliario, un personal trainer, un grupo de chicas. Con cada nueva carrera, Bruzzone los aborda y cada uno le permitirá ir acercándose a ese espacio que parece tirar de él como un vórtice. Primero rondará los alambrados, descubrirá aberturas y de a poco irá colándose al interior, una verdadera reserva natural escondida. Con inteligencia, Perel logra hacer del recorrido de Bruzzone una figura de Escher, en donde una carrera circular es al mismo tiempo un espiral que lo arrastra hacia el centro. No solo de ese espacio contradictorio, en el que el horror convive con la belleza natural, sino de su búsqueda por reconstruir el pedazo que le falta a su propia historia. 

Las películas de Gastón Solnicki son objetos extraños; saludable, compleja y bellamente extraños. A Little Love Package, la más reciente, no es la excepción. Rodada en la ciudad de Viena, Austria, durante el otoño, en ella se retrata el vínculo entre dos mujeres que buscan un departamento para que una de ellas se mude. Esa es una de las historias que el director cuenta en su película, pero hay otras. Un número indefinido de historias que de forma juguetona la película propone ir descubriendo. 

Aunque está compuesta por fragmentos, A Little Love Package no es un rompecabezas, porque está claro que muchas de sus piezas no encajan entre sí. Se trata más bien de un mosaico hecho de delicados azulejos irregulares, cada uno dueño de su propia belleza. A veces su contigüidad puede producir sentido; otras quizás no: como en la poesía, acá la suma de las partes siempre da un resultado distinto, dependiendo del que mira.

También es cierto que hay una historia en esta nueva película de Solnicki, pero lo más recomendable es no intentar una lectura lineal y cronológica, sino dejarse llevar por los elegantes saltos que el director propone. A fin de cuentas, ¿uno no va al cine para ver y para que le cuenten historias? Bueno, en A Little Love Package hay mucho para ver y también son muchas las historias contadas. Aunque a veces estas se parezcan más a juegos con el lenguaje que a relatos propiamente dichos.

Paula es el segundo largo de la cordobesa Florencia Wehbe, retrato bello y vívido de la adolescencia a partir de un grupo de quinceañeras. Y de una de ellas en particular: la del título. La película consigue una serie de pequeños milagros, porque no solo captura con naturalidad la esencia de una edad compleja, sino que lo logra sin caer en dos extremos de los que el cine suele abusar: acá hay humor sin caricatura y drama sin tragedia. En su lugar, Wehbe entrega una película tan contundente como grata, con personajes imperfectos cuyo relieve los hace humanos, con todas las dificultades que eso implica (y no solo cuando se tienen 14 años). 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

viernes, 22 de abril de 2022

CINE - 23 BAFICI, Competencia Argentina, días 2 y 3: Los viejos conocidos

Con la pandemia camino a convertirse en parte de la vida cotidiana y lo peor del ASPO y el DISPO aún fresco en la memoria, la edición 23 del Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires (Bafici) vuelve a presentar una Competencia Argentina que no discrimina entre largos y cortos. La lista incluye 14 largometrajes y casi no registra presencia de directores debutantes. A tres (o cuatro) de esos viejos conocidos pertenecen las tres películas presentadas en los primeros días de proyecciones. No se puede considerar de otra forma a Pablo Levy o a la pareja que integran Alejo Moguillansky y Luciana Acuña, mucho menos a Raúl Perrone. Todos han construido una historia propia dentro de este festival, en cuyas pantallas estrenaron gran parte de sus trabajos previos. En especial en el caso de Perrone: sus películas han formado parte de la programación de siete de las últimas diez ediciones y debe ser, por lejos, el cineasta con más presencias en los anales de Bafici. 

Como viene haciendo desde P3ND3JO5 (2013, Bafici15), en Sean eternxs Perrone vuelve a filmar en blanco y negro y, como en aquella, sus protagonistas son los jóvenes de su natal Ituzaingó, al oeste del conurbano bonaerense. Pero si ambas películas registran estas y otras coincidencias, también es mucho lo que las separa. Lejos del juego con el cine mudo, esta vez los chicos de Ituzaingó tienen voz y la usan para contar sus historias. Relatos en primera persona, casi siempre en off, que tanto dan cuenta de una marginalidad que es producto de las décadas del olvido acumulado que reciben las clases bajas, como de un presente en el que la necesidad convive con el urgente impulso hedonista de disfrutar del aquí y el ahora. 

En Sean eternxs Perrone construye una mirada social no desde la mera denuncia, sino a partir del retrato de chicos que quieren ser felices a pesar de todo. Acá hay esperanza tanto como hay goce y los protagonistas deambulan por las calles, a pie o en motitos, con más alegría que la que manifiestan sus parientes cercanos del mumblecore, género que suele retratar a una juventud de clase media también en tránsito, pero llena de conflictos y traumas. Es posible que esa forma tierna de registrar la vida en los estratos sociales más bajos, universo que suele ser ajeno para quienes hacen cine, haga de Sean eternxs la película más pasoliniana de Perrone, una figura con la que el director ya venía jugando en algunos de sus trabajos previos, pero esta vez de un modo saludablemente más profundo.

A priori la película de Perrone parece no tener nada en común con La edad media, lo nuevo de Moguillansky, esta vez dirigiendo junto a su pareja en la vida real, la coreógrafa Acuña, presencia habitual en los elencos de sus trabajos previos. Más bien parece el registro de un universo paralelo, con otras reglas y problemas. Retrato de una familia de clase media, interpretada por los propios directores junto a su hija Cloe, puede decirse que se trata de una de las primeras películas sobre la vida en pandemia. Acá el confinamiento no es un comentario al margen o una nota al pie del relato, sino uno de los elementos que motorizan la acción. Pero siempre con ese tono de comedia absurda que identifica a la obra de Moguillansky.

Como en otros trabajos del director, los protagonistas vuelven a interpretar versiones más o menos ficcionales de sí mismos. Él y ella son artistas tratando de arreglárselas para seguir produciendo, no solo obras sino dinero, en un contexto de encierro, mientras su hija se aburre sin llegar a entender del todo las preocupaciones de sus padres. Ella, interpretada con gracia por la joven Moguillansky, solo quiere comprarse un telescopio y para ello recurre a una serie de prácticas non sanctas que sus progenitores descubren cuando ya es tarde. Con buenas dosis de pantomima y comedia física, La edad media se permite ser profunda a pesar de su aparente ligereza y consigue ir más allá del simple juego de citar Esperando a Godot, de Samuel Beckett. En el camino alcanza picos notables de humor, que están entre lo más cómico de la filmografía de la pareja.

Típico exponente de cine de exposición familiar, en Julia no te cases Pablo Levy cuenta la historia de su madre, Julia Azar, a través de una serie de conversaciones con ella que el director grabó sin su consentimiento, tal como se aclara al comienzo de la película. Sobre esos audios clandestinos, en los que Julia aborda en detalle la relación con su exmarido (el padre de Levy) o la experiencia de ser mujer y madre, el director va construyendo un collage de imágenes que ilustran aquello que la involuntaria protagonista va revelando. Pero las fotografías, los videos y las filmaciones en súper 8 están lejos de ocupar el rol accesorio de brindar un marco gráfico para las palabras de Julia. Al contrario, a la luz de las revelaciones que va haciendo la narradora, aquellas imágenes, todas ellas registro de momentos de aparente felicidad, van desnudando una trama de dolor y frustración.

Legítimamente emotiva y no exenta de oportunos momentos de humor, Julia no te cases no hubiera sido posible sin la desprevenida elocuencia de Julia, quien desnuda ante su hijo detalles muy vívidos de su intimidad. A través de ellos la película también da cuenta de los cambios que han operado en el lugar social que ocupan las mujeres en general, y en determinados extractos sociales en particular. La voz en off de Julia es la de una mujer programada por un deber ser ajeno, pero que sin embargo supo construirse a sí misma en un mundo hostil. A pesar del engaño en el que se apoya el origen de la película, Levy realiza un bellísimo retrato de su madre, cuyo tercer acto muestra una dulzura que no elude la tristeza, pero que al mismo tiempo puede ser tan feliz como conmovedor.  

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

jueves, 21 de abril de 2022

CINE - "La ciudad perdida" (The Lost City), de Aaron y Adam Nee: Lo simple y lo bueno

¡Ah! La comedia mainstream… campo fértil en el que los frutos más exquisitos y los yuyos germinan con igual facilidad. Un territorio que suelen mirar desde arriba los que se paran en la colina de los géneros serios, los que creen que los comediantes son artistas de segunda, pero se olvidan que las más grandes leyendas del cine, Keaton y Chaplin, aún viven allá abajo. La ciudad perdida, dirigida por los hermanos Aaron y Adam Nee, no solo es ejemplo de una buena comedia mainstream, sino que además sirve para ilustrar el final del arco que realizan los y las comediantes para no ser subestimados. No hay en la actualidad mejor ejemplo que Sandra Bullock, su protagonista, para representar ese arco, que va de su gran popularidad como comediante al comienzo de su carrera, pasando por la búsqueda de prestigio (es decir: un Oscar) como actriz seria, para volver a protagonizar una comedia ligera, como esta, antes de anunciar su retiro de la actuación. 

No caben dudas de que el éxito de la comedia descansa en sus protagonistas mucho más que en los géneros dramáticos. Eso es porque el límite entre el humor y el ridículo es finísimo y no cualquiera camina con gracia por esa cuerda floja. Y en sus protagonistas se apoya con firmeza La ciudad perdida. No solo sobre Bullock, que interpreta a Loretta, la frustrada escritora de una serie de novelas que combinan las aventuras con el erotismo para señoras. También en su contrafigura, Channing Tatum, otro que debió dar la prueba de las películas serias antes de ser reconocido como un buen comediante. Él interpreta a un modelo que se hizo famoso representando al héroe en las tapas de los libros de Loretta. Los personajes parecen opuestos: ella, reciente viuda, con pretensiones intelectuales y llena de conflictos acerca de su oficio; él, poco cultivado y superficial, aparenta no ser más que una cara (y una figura) bonita. 

Aunque es una película de fórmulas, todas funcionan bien gracias a un guión ingenioso que, sin ser perfecto, no le da pausa ni al humor ni a la acción, en el contexto de una historia de aventuras ambientada en una exótica isla caribeña (sí, América latina sigue siendo un territorio exótico para Hollywood). Y Bullock y Tatum, más el valioso aporte de Daniel Radcliffe interpretando al villano cuyas ambiciones alteran la rutina de los protagonistas, se lucen, haciendo que la trama avance gratamente. Aunque nunca es conveniente dar demasiados detalles de la historia, es inevitable mencionar los enormes parentescos que es posible encontrar entre La ciudad perdida y otra comedia romántica de aventuras, hoy casi olvidada: Tras la esmeralda perdida (1984), peliculón de Robert Zameckis con Michael Douglas, Kathleen Turner y Danny DeVito. Quienes la hayan visto no podrán dejar de notar las coincidencias entre ambas. Desde acá se recomienda evitar la tentación de las comparaciones, relajarse y disfrutar.  

 Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

domingo, 17 de abril de 2022

LIBROS - Ediciones Bonaerenses: Libros para acentar una identidad

Parafraseando una vieja publicidad, podría decirse que la literatura (la prosa y la poesía) es la gran base de toda cultura, porque en las letras está el origen no solo del arte de narrar y de poner al mundo en palabras, sino de construir toda una realidad a partir del lenguaje. Por eso la literatura es una herramienta fortísima en el proceso fundacional de las naciones modernas. Ahí están las obras de Whitman y Hawthorne para definir poética y moralmente el corazón de lo estadounidense. O las de Alighieri, Goethe o Voltaire, sosteniendo la idea de lo que significa ser italiano, alemán o francés. Por supuesto, también están Shakespeare y Cervantes alumbrando la esencia de lo británico y lo español. Y, claro, acá tenemos a José Hernández, autor del Martín Fierro, obra en torno a la cual la generación del Centenario construyó el imaginario épico de lo argentino

Tan exitosa resulta la construcción de una identidad cultural alrededor de lo literario, que incluso quienes no han leído ni un solo verso del Martín Fierro –para seguir con el caso más cercano— saben qué es, de qué se trata y qué representa esa epopeya gauchesca escrita en verso para la comunidad de los habitantes de este país al sur de todo. Por eso promover, difundir y apoyar el trabajo de los escritores es una inversión necesaria y siempre valiosa a la hora de consolidar la identidad de un pueblo. Algo de eso parece haber detrás de Ediciones Bonaerenses, la flamante editorial fundada por el gobierno de la provincia de Buenos Aires para dar a conocer los trabajos de un buen número de poetas, cuentistas y ensayistas nacidos dentro de su territorio.

Según su propia declaración de principios, Ediciones Bonaerenses fue creada a comienzos de junio de 2020, año del bicentenario provincial, “con el objetivo de democratizar la palabra, de garantizar la circulación plural y diversa de voces, y de fortalecer y expandir el patrimonio cultural de la provincia a través de la publicación de libros”. En aquella oportunidad, el gobernador Axel Kicillof había expresado que quienes integran la gestión actual se habían planteado como objetivo central justamente “la tarea de poner en discusión la problemática de la identidad bonaerense”. Junto con la creación de la editorial, la Provincia también relanzó el Concurso de Cuentos Haroldo Conti, dirigido a todos los escritores de entre 18 y 35 años residentes en la provincia, cuya primera edición tuvo lugar en 1996, pero que había sido puesto en suspenso durante los años previos a 2020. Justamente la edición de los cuentos ganadores del Haroldo Conti 2020 fue uno de los primeros títulos lanzados por el sello, bajo el título de Contra cielo plomizo.

Ediciones Bonaerenses está dirigido por el docente y ensayista Guillermo Korn, discípulo de David Viñas y del exdirector de la Biblioteca Nacional Horacio González. El proyecto cuenta además con el editor Agustín Arzac a cargo de la coordinación editorial y el apoyo de un equipo de editores del que forman parte los escritores Oliverio Coelho y Joaquín Conde. Entre 2020 y 2021, Ediciones Bonaerenses editó otros dos títulos. Por un lado, la antología de cuentos fantásticos compuesta por textos seleccionados entre los participantes del Concurso Buenos Aires Fantástica. Por el otro, Antecedentes y textos constitucionales de la Provincia de Buenos Aires (1820-1994), que agrupa los acuerdos, tratados y constituciones que rigieron —y en algunos casos todavía rigen— los destinos de la provincia y cuenta con prólogo del propio gobernador Kicillof. 

Mientras tanto, en lo que va de 2022 Ediciones Bonaerenses ha sumado a su colección otro par de libros. Uno de ellos, con el título Luces de mercurio, cumple en dar a conocer los relatos ganadores de la octava edición del Haroldo Conti, que tuvo lugar en 2015, pero cuya edición había quedado sin realizar. El otro es Pasajeras esas nubes, antología que agrupa trabajos de siete poetas mujeres, Alejandra Seguí, Carolina Rack, Agostina Paradiso, Eva Murari, Natalia Molina, Laura Forchetti y Lorena Churruhinca. Los libros de Editorial Bonaerense se distribuyen en bibliotecas públicas, escuelas y otras instituciones provinciales, en busca de sus primeros lectores. Como camino complementario, la editorial tiene el proyecto de que sus publicaciones puedan circular libremente en formato digital, para ampliar su difusión, aunque por el momento se trata solo de una declaración de intenciones. Y es que la tarea de esta casa editora provincial recién comienza, aunque ya ha dado muestras cabales de la importancia y el alcance de su misión. El tiempo dirá si los vaivenes políticos le permitirán mantener una necesaria continuidad. De conseguirlo, su trabajo será fundamental para seguir fortaleciendo la construcción de la identidad bonaerense. 

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.

jueves, 14 de abril de 2022

CINE - "Metal Lords", de Peter Stollet: Los metaleros también tienen sentimientos

Que “tierna” sea la primera palabra que se viene a la cabeza para hablar de Metal Lords, película en la que dos adolescentes arman un grupo de thrash metal para competir en un concurso escolar de bandas, no deja de parecer un oxímoron. Es que si a algo han aspirado históricamente los cultores de todos los géneros del metal, del folk metal al grindcore, pasando por el heavy, el power, el doom, el black, el death y el resto de la lista sinfín de sus etiquetas y subdivisiones, es a ser catalogados de salvajes, rebeldes, toscos o cualquier otro adjetivo que destaque su carácter duro. La ternura no es justamente una cualidad con la que estos legionarios de la oscuridad esperan ser asociados. Aún así, aunque los metaleros miren para otro lado, una sensibilidad muchas veces al borde del trauma forma parte esencial de estos estilos musicales que, sin embargo, eligen expresarla a través de sonidos ásperos y rabiosos. 

Es en ese punto donde esta película dirigida por Peter Stollet da en el blanco. Retrata a sus protagonistas como criaturas con una evidente dificultad para reconocer y manejar sus emociones, para quienes la distorsión y los gruñidos resultan los canales perfectos para vehiculizar frustraciones y deseos. Ponerle sonido a aquello a lo que no se le puede poner palabras. Porque, más allá del amor genuino que sienten por la música, hay algo de catártico en la forma en que Hunter y Kevin se abrazan al poder expresivo que obtienen de sus instrumentos. Así, componiendo canciones machacosas y vitales, ambos se proponen darle forma a una nueva realidad, en la que ya no serán objeto de las burlas de algunos de sus compañeros. O mejor todavía: dejarán de ser invisibles. 

En la relación entre ambos los roles están bien claros. Hunter es el fanático experimentado que va guiando al novato Kevin por las ramificaciones infinitas del género (y él cree que también de la vida). Y mientras el primero es insolente y emprendedor, un chico de acción pero a la vez conservador (el fanatismo siempre lo es), el segundo es más bien introspectivo y propenso a no tomar decisiones a las apuradas. El desafío al que se enfrentan es el de encontrar un bajista que complete la formación, a tiempo para presentarse en el concurso, una pesquisa que los pondrá frente a sus anhelos y fantasmas.

A pesar de lo dicho y de una banda sonora que dispone lúdicamente de una larga lista de canciones que pocos imaginaban en una película, Metal Lords no consigue ir más allá de los límites de su propio molde. Un relato de iniciación adolescente a reglamento, en el que un puñado de descastados va en busca de su destino y donde aquello que a priori parece ser un castigo (ser diferente de la mayoría) acaba siendo el tesoro que los vuelve únicos. Una película que ya se hizo y se vio muchas veces, pero cuya ternura permitirá que se la vuelva a ver una vez más con cierto gusto.  

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

CINE - "Yaksha: Operaciones despiadadas" (Yaksha: Ruthless Operations), de Hyeon Na: Adrenalina a la oriental

Hace mucho que una película de acción no ofrecía un relato contado de manera tan ajustada, tensa y efectiva como Yaksha: Operaciones despiadadas. Estrenado en Netflix y dirigido por el ignoto surcoreano Hyeon Na, este trabajo narra una historia de espías de dos horas, pero que sin embargo pasan sin ser notadas. No solo porque va enhebrando sin dar respiro una escena de acción tras otra, todas coreografiadas y filmadas de manera notable, sino porque su trama, compleja sin ser complicada, platea una intriga geopolítica con tantas aristas y máscaras que no dan ganas de despegarse de la pantalla ni para ir a tomar agua. Lejos de ser una metáfora perezosa para elogiar la eficacia con que la película consigue capturar la atención de quien elige verla, este último dato es una verdadera sugerencia para los espectadores: sírvanse un buen trago de lo que más les guste y dejen la botella cerca, porque cuando aprieten el play tendrán por delante dos horas de estar atornillados al sillón.

Yaksha comienza con una derrota y ahí está su primer acierto. El fiscal Han está ante su gran día: ha citado a un importante empresario sospechado de enriquecerse de forma ilegal y cuenta con elementos para encerrarlo. Pero justo antes del interrogatorio le avisan que su equipo cometió una serie de irregularidades que invalidan la investigación. El jefe le dice a Han que lo niegue para evitar que el acusado se les escape, libre de culpas y sospechas. Pero el fiscal es un hombre incorruptible que pone a la justicia por delante de todo y a sus procedimientos como garantía de que esta se cumpla como corresponde, sin perjudicar ni beneficiar a nadie por su condición social. Y en base a eso decide retirar todas las pruebas conseguidas de forma espuria, haciendo quedar en ridículo a la fiscalía. Como consecuencia lo degradan y envían a una oficina menor, donde se sentirá inútil y humillado. Pero pronto le ofrecen la posibilidad de ir a investigar los métodos de un grupo de espías de su país, que trabajan de forma dudosa en territorio chino, en la frontera con Corea del Norte.

Es sabido que los perdedores en busca de redención pueden ser perfectos para ocupar el lugar del héroe, pero Han está lejos de saber lo que le espera. Los espectadores también. Yaksha demuestra que quienes creían que la Guerra Fría se terminó en los ’90, con la caída del Muro de Berlín y el desmembramiento de la Unión Soviética, estuvieron 30 años equivocados. Porque a partir de ahí la película ubica la acción en una provincia china que comparte frontera con Corea del Norte y Rusia, donde equipos de espías de todas estas potencias, a las que se suma Japón, todavía pelean en silencio por el botín más precioso: la información. No sin inteligencia, la película convierte a ese territorio en el equivalente de lo que era la capital alemana en los ’70 y ’80, así en el cine como en la realidad: un campo de batalla donde todos pelean con todos por debajo de la mesa, mientras por arriba dialogan tratando de no perder las formas.

En su forma de concebir la acción, Yaksha es un noble representante de la tradición oriental. Esto es, que utiliza cada uno de los recursos con los que el género se consolidó en Hollywood para, estilización mediante, llevarlos al extremo. Por esa vía logra ser inobjetable. Con una fotografía virtuosa que aprovecha el impacto visual y la monumentalidad de las ciudades de China, Corea o Hong Kong, Hyeon Na consigue que todo lo que ocurre frente a la cámara aparezca replicado en la pantalla con claridad asombrosa. Acá no existe el embrollo del montaje caótico que oculta y confunde en lugar de mostrar. Por el contrario, cada pelea, cada tiroteo y cada persecución se desarrolla con una elocuencia a la que el cine de género moderno no está acostumbrado. Si eso fuera todo ya sería un montón, pero además Yaksha le suma personajes que están lejos de ser unidimensionales, buenas dosis de humor y una trama que no se permite ser condescendiente con el espectador. Nada que envidiarle a James Bond, más bien lo contrario. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

domingo, 10 de abril de 2022

LIBROS - "Arboretum", de David Byrne: Diágramas juguetones del pensamiento

En cada página hay un árbol que reúne dos conjuntos diferentes de palabras o conceptos, uno agrupado en torno a la copa y el otro a lo largo de las bifurcaciones de la raíz. En la parte superior de uno de ellos se encuentran las palabras poesía, armonía, simetría, equilibrio y belleza. Debajo se lee: morderse las uñas, echarse pedos, hurgarse la nariz, rascarse los huevos o picor anal. Si todo eso conformara un texto se diría que se trata de uno bastante absurdo, incluso desconcertante, aunque si se lee con paciencia, tampoco es difícil hallar un camino a través de él. Porque ahí están, arriba las distintas abstracciones que definen aquello que es estéticamente bello, y en la mitad inferior una serie de imágenes muy claras (y divertidas) de lo abyecto. En su libro Arboretum (editorial Sexto Piso), el músico y artista estadounidense David Byrne reunió un total de 92 de estos arbolitos, entre los cuáles el antes descripto es uno de los más simples. Y si bien a primera vista parecen no ser más que experimentos con el lenguaje, también existe la posibilidad de pensar en ellos como juegos de ingenio, cuyo desafío consiste en dotar de sentido a aquello que da la impresión de no tenerlo.

Hallar una lógica en el sinsentido es una de las premisas que llevaron al autor, conocido por ser el cantante de Talking Heads, banda germinal del rock neoyorkino a fines de los ’70, a darle forma a su pequeño bosque ilustrado. O como él dice: se trata de “proceder cuidadosa y deliberadamente, desde el sinsentido, sin inmutarse, para a menudo llegar a un nuevo tipo de sentido. Pero ¿cómo puede del sinsentido emerger sentido?” Así, en forma de pregunta, expresa Byrne en el prólogo el impulso que lo llevó a dibujar esas estructuras arbóreas que él relaciona con las del pensamiento. A partir de esas formas recurrentes que a veces se apartan del diseño troncal para convertirse en Diagramas de Venn o en cuadros sinópticos, Arboretum agrupa conjuntos de ideas. En esa tarea, su autor manifiesta especial predilección por cuestiones vinculadas al placer, yendo de lo sexual a lo artístico o de lo gastronómico a lo filosófico. Pero siempre con un humor que surge del contraste entre esos pares enfrentados, cuya convivencia en un mismo espacio resulta difícil de imaginar más allá de la frontera de estas páginas. 

Esa insistencia formal hace que sea fácil relacionar estos experimentos del músico, con los gráficos también arbóreos que la gramática generativa aplica al análisis de estructuras sintácticas. La gran diferencia es que, mientras la teoría creada por el lingüista estadounidense Noam Chomsky se propone predecir las combinaciones correctas de palabras que aparecen en las formas del lenguaje, los árboles de Byrne parecen ser la expresión de un estado mental en el que las reglas se han desvanecido. De ese modo, cada uno de sus dibujos se encuentra más cerca de la asociación libre, de la escritura automática o de los limericks de Edward Lear que de un razonamiento organizado. Aun así, el sentido termina apareciendo a pesar de todo, no porque se encuentre expresado explícitamente, sino porque, como suele ocurrir con la poesía, cada lector se encarga de aportarlo.

“La tarea de la ciencia es cartografiar nuestra ignorancia”, dice Byrne para referirse a la forma en que los dibujos de Arboretum replican las estructuras lógicas del pensamiento científico, pero del modo menos científico posible. En este caso, como él mismo propone, su lápiz se convierte en “una linterna que ilumina una pequeña parte” de la oscuridad que aún existe en nuestro conocimiento acerca de la forma en que funciona la inteligencia humana. Sus dibujos se convierten, entonces, en mapas conjeturales de esos territorios inexplorados de la razón. Planos que en lugar de guiarnos hasta el destino previsto nos alejan, llevándonos a lugares que nunca nadie visitó antes.

Es cierto que un análisis como este puede formar la falsa idea de que Arboretum es una obra demasiado seria, un plomazo teórico, y sin embargo es todo lo contrario. Se trata de un libro que explora lúdica y poéticamente la forma en que los pensamientos van tomando forma en nuestra cabeza. Alcanza el ejemplo citado al comienzo para confirmar que si algo no le falta al trabajo de Byrne es un sentido del humor tan libre como sus inesperados árboles de palabras. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

jueves, 7 de abril de 2022

CINE - "Asako I y II", de Ryusuke Hamaguchi: Los fantasmas que deja el amor cuando se va

La carrera del cineasta japonés Ryusuke Hamaguchi realiza una parábola interesante. Dueño de una filmografía de trece títulos que alterna entre ficciones y documentales, su nombre recién se volvió masivo (todo lo masivo que puede volverse el nombre de un director japonés de cine independiente) gracias al Oscar a la mejor película internacional que acaba de recibir por el último de ellos, Drive my Car. Desde su primer largo --una adaptación de la novela Solaris, de Stanislaw Lem, estrenada en 2007—, Hamaguchi ha realizado un promedio de uno por año. Pero fue en 2015 con su décimo trabajo –Happy Hour, un drama de cinco horas y cuarto de duración presentado en el Festival de Locarno— que las grandes centrales de la cinefilia mundial comenzaron a prestarle atención. La siguiente, Asako I y II, tuvo su premiere tres años después en la competencia oficial de Cannes, donde en 2021 Drive my Car se llevó tres premios.

Asako, la chica del título, visita una exposición de fotografía donde queda cautivada por una que retrata a dos nenas gemelas. Cuando está absorta contemplando esa imagen, el paso de un joven por detrás de ella la distrae. A partir de ahí su atención se alejará de las láminas exhibidas y se irá, literalmente, tras el muchacho, al que seguirá durante unas cuadras al salir del Museo Nacional de Arte de Osaka, cuya fachada de acero parece una obra de ciencia ficción. En su camino, perseguido y perseguidora se cruzarán con unos chicos que tiran petardos bajo un puente y las súbitas explosiones acabarán revelándole al primero la presencia subrepticia de la segunda. Solo harán falta unas pocas palabras para que los desconocidos terminen besándose entre el humo persistente de la pirotecnia.

Minuciosa y obsesiva, Asako I y II es una indagación acerca de la naturaleza del amor, de sus complejos mecanismos y sus laberínticas estructuras, donde lo sensible se cruza con lo químico y lo emocional con lo estético. En este caso, el amor que unirá a Asako con Baku (el intrigante y seductor joven del museo) será para ella como esos fuegos de artificio: explosivo, luminoso y fugaz, pero que también dejará una densa nube que la protagonista no podrá disipar. Por eso cuando otro hombre aparezca en su vida, años después, al comienzo ella no podrá ver en él sino el reflejo del otro y solo con el tiempo conseguirá darle su propio lugar. ¿Pero a cuál de los dos le corresponde en realidad el amor de Asako: al original o al doble?

Resulta significativo que Hamaguchi haya debutado llevando a la pantalla su propia versión de Solaris, que, igual que Asako I y II, resulta ser una historia acerca de los fantasmas que deja el amor cuando se va. En la novela de Lem el protagonista es un astronauta que habita una solitaria estación espacial, donde se encuentra con una versión simplificada de su esposa muerta, de la que inevitablemente volverá a enamorarse. Acá es Asako la que convive con la figura fantasmal de su ex, al que reemplaza por un doble que, al contrario del de Solaris, es una versión mejorada del original. En ambos casos, resolver la cuestión demanda un sacrificio por parte de los protagonistas.

Hamaguchi realiza una labor de gran sensibilidad, no solo en lo relativo al drama emocional de sus personajes, sino en la articulación de una adecuada forma cinematográfica, dándole siempre un uso apropiado a los diferentes recursos. Así, a base de insistencia y repetición logra que un leitmotiv musical, extraño y electrónico, acabe convertido en la cabal expresión sonora de la duplicidad sentimental de la protagonista. De igual forma, el director consigue algunas proezas visuales notables, como una escena panorámica en la que Asako persigue a su amor por un camino que atraviesa un valle, mientras la inmensa sombra de una nube los persigue a ambos. Uno de los tantos fenómenos climáticos que habitan en Asako I y II. Y tal vez el amor sea eso: una nube siempre pasajera que nunca se sabe cuando llega ni cuando se irá. A veces llueve. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

CINE - "Las cosas que no te conté" (Hope Gap), de William Nicholson: Historia de un divorcio tardío

Tras 29 años de matrimonio, Edward decide separarse de Grace de un modo que a ella le resulta inesperado. A pesar de que las señales eran claras, Grace no dudaba del amor de su marido, aunque él se mantenía distante y poco comunicativo. Y si bien se niega a darse por vencida, haciendo de la insistencia un arma, la decisión de Edward es firme. Por su lado, el hijo de ambos, Jamie, se volverá el mediador y el sostén emocional, sobre todo de su madre, un poco obligado por la circunstancia y otro poco por voluntad propia. Filmada bajo una densa luz otoñal, con predilección por los tonos más apagados del ocre y el azul, con una fotografía estilizada, incluso preciosista, y una banda sonora que se percibe omnipresente, Las cosas que no te conté se atreve a poner en escena un drama adulto que no le teme a jugar sobre el límite del melodrama. Pero lo hace sin mostrarse condescendiente, ni con sus personajes ni con el público.

Su director es William Nicholson, más conocido por su trabajo como guionista. Nominado dos veces al Oscar en esa categoría, por su labor en Tierra de sombras (Richard Attemborough, 1993) y Gladiador (Ridley Scott, 2000), Nicholson es también el hombre detrás de películas tan disimiles como la histórica Elizabeth, la edad de oro, la más reciente adaptación del musical Los miserables, basado en la novela de Víctor Hugo, o el film de aventuras Everest. Como director, en cambio, su filmografía es tan breve como esporádica, compuesta por solo dos títulos: Firelight (1997), no estrenado en Argentina, y 22 años después Las cosas que no te conté. Aunque una es una película de época y la otra transcurre en la actualidad, comparten no pocos elementos, además de la dirección y los guiones de Nicholson. Las dos son dramas románticos cuyas tramas incluyen dilemas morales; su red de vínculos no se limita al de la pareja, sino que también aborda los que unen a padres y madres con sus hijos; o la predilección por el punto de vista femenino, son algunos. Pero además, en ambas la acción transcurre en el condado británico de Sussex, cuyos neblinosos paisajes costeros contribuyen a crear el clima melancólico que las define.

Es cierto que a veces Las cosas que no te conté se maneja con recursos obvios y predecibles. Como cuando Grace, católica radical, regresa de misa hablando de la cantidad de veces que se repite la palabra piedad en el ritual, justo antes de que él le anuncie que va a dejarla. Como era de esperar, la fórmula de religión+abandono+piedad da como resultado que la banda sonora incluya una versión del réquiem Kyrie Eleison, de Mozart, que remite al famoso “Señor, ten piedad” del misal tradicional. Pero la película también tiene detalles de una gran sutileza, como algunos momentos entre madre e hijo que consiguen reflejar con cierta profundidad (incluso desde el abismo) algunas particularidades de ese vínculo, central no solo para la película, sino en la vida de cualquier persona. 

 Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.