
Como en El diablo viste a la moda y Marley y yo, las sobrevaloradas películas de Frankel que se han podido ver en las salas locales, el universo de ¿Qué voy a hacer con mi marido? es el de la clase media burguesa. Que en los Estados Unidos y por cómo se encarga de retratarla el director, es tan timorata, moralista y tibiamente progresista pero en el fondo conservadora, como aquí en la Argentina. O más. El matrimonio de Kay y Arnold es un gran ejemplo de esa rigidez. Ellos componen, cada uno desde su rol, una pareja regida por el orden machista. Ella, mujer de su casa, le prepara a él cada mañana unos huevos con tocino y café. Listo para irse a trabajar, él lee el diario sin prestarle a ella la menor atención, y come su desayuno como si fuera natural encontrarlo ahí, listo cada mañana. Como si Kay no existiera. Ambos han aceptado ciegamente ese mandato a lo largo de 31 años de matrimonio y el disparador de la película es justamente la epifanía de Kay, su repentina toma de conciencia del no lugar al que ha sido relegada. Como en la vida burguesa todo parece resolverse con los evangelios de autoayuda y sus gurúes (y vaya si se lo puede confirmar aquí en Buenos Aires, donde el Jefe de Gobierno de la Ciudad ha tenido la brillante idea de invertir los fondos públicos en una feria internacional de la buena onda), Kay consigue un libro del doctor Feld (Steve Carell), un reputado terapeuta de parejas, y paga con sus ahorros una semana de tratamiento con él. Arnold se resistirá, pero acabará cediendo al “capricho”, convencido de que todo será inútil.
El primer tercio largo de ¿Qué voy a hacer con mi marido? es lo mejor de la película. Las sesiones de terapia en las que Steve Carell cumple a la perfección con el rol del terapeuta neutro, son el ambiente perfecto para que Streep y sobre todo Jones entreguen actuaciones tan potentes como minimalistas. Sin embargo Frankel se encarga de sobrecargar todo de lugares comunes, apelando a una estética de tarjeta postal en donde hasta la musicalización es un exceso. El relato de a poco se va acomodando en los convencionalismos que el director ya mostró en sus trabajos anteriores, hasta convertirlo en una película más. Aun a pesar del esmero mediocrizante de Frankel, la película mantiene dos puntos extra a favor. Sí: Meryl y Tommy Lee. Sin ellos estaríamos hablando de otra cosa.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario