El box es uno de los deportes que más le ha dado de comer al cine, porque es donde con más claridad se reconoce al héroe épico tradicional. Pero también porque asimila mejor las estructuras dramáticas clásicas como la tragedia y la comedia, el melodrama y hasta el cuento de hadas. Basta recordar la saga Rocky, metro patrón para films de boxeo, pero también Toro salvaje (Scorsese), El campeón (Zeffirelli), Million Dollar Baby (Eastwood), las biopics sobre campeones como los Rockys Graziano (interpretado por Paul Newman en 1956) y Marciano, y hasta Gatica, el Mono, de Leonardo Fabio, para reconocer alguno o todos estos elementos. Si hubiera que ubicar dentro del grupo a La pelea de mi vida, se diría que está más cerca del melodrama de El campeón (pero sin golpes tan bajos), que de la épica de Rocky o del apunte social de las películas de Scorsese y Fabio.
Alex es un boxeador argentino venido a menos que, radicado en Colombia, se contenta con hacer unos pesos en combates arreglados por la mafia de las apuestas. Pero un día Alex tiene que pelear en presencia de Bruno, campeón del mundo también argentino, con quien parece ligarlo algún nudo del pasado, y entonces se negará a perder como indicaba el arreglo. Un poco por orgullo y otro para salvar su vida, Alex regresa al país. Pasaron más de diez años en los que nadie supo de él y todos lo creían muerto. Alex se entera que Sol, una novia rica a la que abandonó en su huida, tuvo un hijo suyo y que tras años de esperarlo al fin se casó para darle un padre al pequeño. El verdadero problema es que Sol murió y el padre adoptivo del chico es nada menos que Bruno. Casi todas las películas antes nombradas apelan a un imaginario asociado a la clase obrera y la cultura popular, que en combinación con la fantasía del ascenso social a las piñas acaban por cocer un caldo rico en propiedades míticas. La pelea de mi vida quisiera abrevar ahí, pero se permite licencias que malogran el intento.
En Rocky 3, el viejo entrenador Mickey le dice al héroe -que luego de tres películas se volvió rico y menos tonto que en las primeras- que no debe pelear con Kluber Lang (el personaje de Mr.T) porque ha perdido el hambre que lo llevó a ser campeón. Un hambre que ahora nutre a su rival. No se trataba sólo del hambre de gloria, sino de hambre real, el que empuja a chicos sin salida a encontrar un oficio en el boxeo. Eso, hambre, es lo que le falta a los protagonistas de La pelea de mi vida, dos tipos de clase media alta en los que no se atisba un pasado ni remotamente cercano al lumpen, del que suelen surgir los héroes del boxeo (real o cinematográfico). Ese perfil ABC1 del universo en donde se desarrolla, no arruina la película, pero afecta su verosímil. Por no hablar de la relación psicopática que ambos padres mantienen con el chico a partir de que el conflicto se desata, un festín de manipulaciones que harían las delicias de un gabinete psicopedagógico. Tampoco eso sería un problema si la película asumiera dichas conductas como espurias pero, al contrario, La pelea de mi vida cree que en esos actos retorcidos hay legítimas manifestaciones de amor. Con la ausencia de un personaje que ocupe el rol del “villano” -forma ociosa de evitar los clichés del sub género-, la película vuelve a caer en la manipulación y acaba castigando a uno de los protagonistas más que al otro (y tal vez al que menos lo merece), jugando un final agridulce por los motivos equivocados. Finalmente, el recurso del 3D aporta poco y sólo parece un intento de aprovechar la popularidad de los anteojitos en la boletería.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
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