sábado, 28 de noviembre de 2009

CINE - La invención de la carne, de Santiago Loza: Una travesía del dolor hacia la belleza


Pedazos de cuerpo pasan como diapositivas de un powerpoint en un curso de anatomía: Cómo hacer tu propia autopsia. Piernas laxas, genitales femeninos fríos como ojos de muerto; manos enguantadas en látex que hacen y deshacen sobre la carne opaca. Sin embargo, desgarrada, ahí está la vida. María, la dueña de la carne, entrega su cuerpo para que estudiantes de medicina realicen prácticas universitarias. Esa es sólo una de las formas en que María se ofrece para resolver necesidades ajenas. Así encuentra a Mateo: derramada sobre la mesa de examen, sus ojos lo aferran cuando siente dentro de sí el tacto ajeno. Las escenas iniciales de La invención de la carne, nueva película de Santiago Loza, serán el comienzo de una serie de viajes escondidos que convivirán dentro de otro, mucho más explícito, que los protagonistas desandarán para llegar al final de la película. Ignorantes, personajes y espectadores se cuestionarán entonces, cada cual a su modo, si han hallado lo que salieron a buscar. “La invención de la carne es una película en la que el espectador no sabe más que los personajes, sino que va conociendo a la par que ellos van descubriendo algo de sí mismos o de los otros. Nadie tiene una carta de más”, dice el director, conciente de que su película tal vez no cierre todas las incógnitas que se encarga de abrir. “En ese sentido es una película errática”, insiste, “que busca y se pierde, que se hace preguntas y que da algunas respuestas para poder hacerse nuevas preguntas. A mí me gusta la idea de la nutrición: el viaje calma algo y al mismo tiempo vuelve a abrir”. Un rasgo que Santiago Loza puede reconocer en su obra previa: “Siento que en todas mis películas hay algo de inacabado, que si bien aparece eso que uno persigue al hacerlas, aquello que creías que de verdad buscabas siempre se termina escapando”.
Conjunto de insatisfacciones, frustraciones, culpas y sufrimientos, La invención de la carne se sostiene en una estética influenciada por un imaginario religioso fuertemente cristiano, que al mismo tiempo prescinde de lo doctrinario. “Es cierto que hay una religiosidad sin dogma en La invención…, que es la parte de la religiosidad que a mí más me conmueve: la de la piedad, de la ternura, de la posibilidad de redimirse a partir de cierta idea de lo comunitario; algo del éxtasis religioso que también tiene lo sexual”, reconoce Loza. “Al principio pensaba que iba a negar estas referencias, pero he tenido que aceptar que no son ingenuas: en la historia de la protagonista está el mito de la Magdalena, pero sin un Cristo que la redima”. Religiosidad de la materia que elige concentrarse en el hombre y su primera circunstancia, la carne, desde donde se puede intuir cierta proximidad con algunos aspectos de la obra de Pasolini, tanto en el cine (El evangelio según San Mateo) como en la literatura (su novela Teorema, que también adaptó al cine en 1968). Así, el carácter religioso está teñido de una profunda pasión y compasión por lo humano, a la vez que intenta colocar en primer plano y comprender los lazos que ligan al hombre con el hombre mismo, y de allí a la materia. Otra vez y siempre la carne, el cuerpo como elemento catalizador, en donde las imágenes convertirán sus reminiscencias quirúrgicas en una estética pictórica casi renacentista de estampitas en movimiento: “La invención de la carne parte desde mostrar un cuerpo aparentemente muerto, a empezar a encontrar cuerpos con vida. Es una película sobre los cuerpos y no desde los cuerpos: la cámara acompaña a estos cuerpos muertos o recién nacidos, cuerpos con deseo, hastiados”, comenta Loza. “No está ni afuera ni asume el punto de vista de los personajes; está en medio de ellos, tomándolos con pudor y crudeza”.
Al constante derrotero con que María se abre con desesperada avidez al mundo, Mateo opone el vacío de una existencia claramente inconclusa. Sentados en una mesita de un gran comedor en la ruta, Mateo mira a su alrededor y pregunta “¿Qué imaginará la gente que nos está mirando?”; María responde con otra pregunta: “¿Te importa?”. En esas dos cuestiones quedan claras las diferencias entre uno y otro. “Hay una gran generosidad en la forma en que esta Magdalena se entrega a los hombres, una generosidad sexual y una gran piedad en eso. Como si esa ansiedad de ella por sentirse viva también le permitiera dar vida, cierto empeño en que la vida siga”, dice Loza. “En cambio en Mateo hay algo infantil, algo aun no desarrollado. No es un hombre todavía: a él lo define todo lo que no es, lo sofoca lo que no está. Mateo es su ausencia”. Dos almas que en un mismo camino recorren viajes distintos y que en un comienzo parecen condenados a no cruzarse. “Una vez que uno construye cierta ficción, los personajes no son personas, no tienen psicología: son fuerzas”, afirma Santiago Loza, “y una de las preguntas que yo me hacía durante la escritura del guión era si estás dos fuerzas paralelas iban a confluir bien o si iban a parecer dos películas en una. Ahora veo que se necesitan una a la otra, pero que no dejan de ser paralelas; son búsquedas distintas que se dan sentido una a la otra”. Como en todo viaje, lo que sostiene a estos viajeros es la búsqueda de un sentido que han perdido, o bien nunca han conseguido aprehender, para un mundo que parece no poder explicarse si no es a partir del caos.
Desde una religiosidad sobre el hombre a una película sobre el cuerpo: ¡Dos son, pues, los Paraísos que hemos perdido!, escribe Pasolini en su ya mencionada novela Teorema. Esa inconciente certeza es la que empuja al camino a los protagonistas de La invención de la carne: perdido el primer paraíso, el de la perfecta eternidad, también nos quedamos sin el edén del propio cuerpo. La vida no es sino un constante deambular por un mundo purgatorio, como primitivos Hansel y Gretel en busca de ese camino de migas devoradas que los traiga de nuevo hasta la reinvención de la propia carne. “De alguna manera La invención… es una película de amor, de algún tipo de amor, que a pesar de lo desolador no deja de ser una película de esperanza”, piensa Santiago Loza. “Yo mismo soy un pesimista desesperadamente esperanzado. Si uno retrata aun situaciones muy extremas con cierta belleza y cierto cuidado, eso ya es esperanzador”.


Artículo publicado originalmente en la revista Ñ

sábado, 14 de noviembre de 2009

LIBROS - La deuda, de Rafael Gumucio: Cuentas sin resolver

El cine es un capricho pequeñoburgués: la definición pertenece a la directora argentina Lucrecia Martel y acierta al encontrar para el cine un espacio social concreto. Directa consecuencia de un mundo lanzado a redefinirse a partir de las nuevas reglas establecidas por la Revolución Industrial, no puede negarse a la más moderna de las disciplinas artísticas su condición de vehículo expresivo de una clase. Popular como objeto de consumo, el cine es sin embargo, como arte o como negocio, elitista en su producción. No extraña entonces que el escritor chileno Rafael Gumucio (1970) haya decidido que el escenario natural para los hechos que dan forma a La deuda sea el de las clases altas chilenas. Y mucho menos que eligiera para contar su fábula de culpas y perdones el fascinante y no siempre claro mundo del cine.
Fernando Girón, el protagonista de la novela, es el paradigma perfecto del pequeñoburgués: pura clase media chilena, progresista de izquierda que ha conseguido establecerse como cineasta medianamente exitoso y prometedor a fuerza de ojos claros, estudios cursados en la Universidad Católica y un matrimonio con una niña aristocrática cuya familia, por supuesto, desaprueba la relación. Fernando es el hombre que admiran e imitan sus empleados, otros rotundos clase media que anhelan el progreso social, aquel sueño que encarna en su jefe. Pero el contador de Fernando, hombre de confianza a quien se le puede firmar cualquier formulario sin preguntar, un tipo fiel en quien delegar el incómodo embrollo contable, el sumiso, el amable, se aparece una mañana para informar que la empresa tiene un déficit millonario y que es él mismo quien se ha llevado el dinero. Y aunque esa estafa que demuele el paraíso de Fernando sea para él una sorpresa, no lo será para el lector: así como sólo un paso separa el odio del amor, así de próximos están la admiración y el resentimiento.
Hábil paisajista de lo íntimo, Gumucio consigue no sólo penetrar en el ánimo de sus personajes, sino que también convierte al lector en testigo desprevenido: la novela se permite ser alegoría política e histórica. La deuda es el ácido retrato de una sociedad dividida en dos mitades que se desconocen mutuamente, que no se cansan de mirarse de costado viendo en aquellos otros un perfil necesariamente incompleto. Un espejo no muy lejano en el cual puede intuirse, de este lado de los Andes, un amargo reflejo propio. La verdadera deuda es entonces tan íntima y dolorosa como incobrable, y sin duda representa mucho más que sólo dinero.


Artículo publicado originalmente en la revisat ADNcultura del diario La Nación.

jueves, 12 de noviembre de 2009

CINE - El viento que acaricia el prado (The wind that shake the barley), de Ken Loach: El viento que huele a dolor


La libertad es un derecho invalorable. Aquí y ahora, en esta Buenos Aires que hace veinticinco años era toda hedor de muertos bajo la alfombra, ella, la libertad, parece un sobrentendido tan obvio que no la presentimos sino hasta que las calles cortadas no nos dejan llegar al country. Para otros, la libertad fue aquel deseo desgarrador con el que se fueron a la tumba. Tal vez unos y otros no somos tan distintos:todos queremos libertad; lo que cambia es el contexto, el por y el para qué de la libertad que deseamos.
El contexto de la Irlanda de los años ´20 era demasiado complejo, social y políticamente. Habían pasado dos años del final de la Primera Guerra Mundial - la Gran Guerra en ese entonces -, la peor de las plagas desatadas sobre la humanidad, diseñada por el hombre mismo, igual que el automóvil, el cine y otros artificios propios del siglo XX; una idea valuada en tantos millones de vidas humanas. Ese valor hoy puede saber a poco, habida cuenta de que la vida humana es una moneda tan sujeta a devaluaciones como todas las demás.
El caso es que el final de esta guerra trajo al Reino de la Gran Bretaña otros problemas accesorios a los causados directamente por la acción bélica. Uno de ellos fue la masiva desocupación del aparato militar más poderoso de la época (Inglaterra todavía era el Imperio, la mayor potencia económica y militar del planeta): conseguida la paz y la victoria, millones de soldados se encontraron sin ninguna tarea útil que hacer en nombre del rey. Como en algunos de sus territorios sometidos, como Irlanda (bajo dominio inglés desde el siglo XII) o la India (colonia desde mediados del siglo XVII), los pueblos nativos habían aprehendido una extraña nostalgia por su lejana libertad, el Imperio utilizó gran parte de los recursos humanos de sus milicias en reforzar las fuerzas de ocupación en sus colonias.
Con el antecedente de la revolución rusa, los sueños de liberación del Imperio y de un gobierno republicano e irlandés, se alimentaron en esos siglos de yugo, de desprecio y de violencia. En ese contexto nace el IRA (Irish Republican Army, o Ejercito Republicano Irlandés).
Y ese es el contexto en el que se desarrolla la última película del laureado director inglés Ken Loach, El viento que acaricia el prado, ganadora nada menos que de la Palma de Oro en el Festival de Cannes, uno de los premios más prestigiosos del mundo del cine.
La historia está centrada en dos hermanos irlandeses pertenecientes a un recién nacido IRA, a partir de cuya relación y de cómo sus ideales se van modificando con el devenir de la circunstancias políticas, el director logra trazar astuta y finamente una metáfora acerca del quiebre fraticida que todavía divide a Irlanda, no sólo de modo geopolítico sino también, a través de la religión, de una manera intestina, ideológica, familiar.
La película es bienvenida desde lo fílmico: bellamente fotografiada, actuada con eficiencia y narrada con sobriedad, contiene todos los ingredientes dramáticos para conmovernos. Sin embargo, el máximo logro de El viento que acaricia el prado resulta el de exponer a la vista y a la consideración de todos el problema de la libertad, una circunstancia humana antes que política.
Porque puede ser cierto que desde un punto de vista extremo la libertad pueda ser vista como el derecho de hacer lo que el deseo mande. Tan cierto como que los problema comenzarán cuando dos deseos se encuentren en pugna. Entonces tal vez no se trata de ver en esta película una crítica a la política británica o un apoyo a la causa del IRA, sino más bien de un intento por dilucidar cuál es el límite de la libertad.
Como toda buena metáfora, en donde las redes textuales nos permitirán siempre ir un poco más allá, este asunto de los excesos del poderoso también se puede transpolar a la situación actual. Le guste o no a muchos ingleses, los excesos de poder sin duda han sido la causa de las muchas convulsiones dentro del Imperio, sobre todo durante la primera mitad del siglo XX. Al conflicto irlandés podemos sumar el liderado en esa misma época por Ghandi en la India, o la guerra de los Boer en Sudáfrica, algunos años antes. Todas ellas, con sus excusas económicas, reacciones obligadas de pueblos en busca de su libertad.
Quizá sea cuestión de volver a mirar algunos conflictos de la actualidad, y preguntarse con toda intención si algún nuevo imperio no estará generando reacciones similares. Reacciones excedidas, claro, como excesivas son siempre las condiciones de todo sometimiento. Empujados bajo el agua, y llegados al punto en que la falta de aire nos queme en la sangre, difícilmente reparemos en el daño que podamos provocar a quien nos jala contra el fondo: sólo importa volver a respirar.
Lo que está en juego es la libertad, siempre la libertad. Es evidente que todavía queda alguien que cree que la nuestra vale menos que otras, sin notar en su torpeza, que la libertad es única, el mismo viento para todos los prados.


Artículo publicado originalmente en www.informereservado.net

lunes, 9 de noviembre de 2009

LIBROS - El oficio de los santos, de Federico Andahazi: Genesis de una Argentina partida


Exitoso novelista, en El oficio de los santos Federico Andahazi apuesta por un rosario de historias breves, enhebradas en torno a un lugar y a un momento histórico precisos. Quinta del medio es un pueblito que se intuye fronterizo entre la civilización y la barbarie de la guerra civil; disputado por la Unión y la Confederación, todo en él gira en torno a sus instituciones: la prisión, la iglesia, el hospicio. El libro apenas abandona este paisaje para cerrarse entre los fiordos de Malvinas, trazando una diáfana línea de sentido. Barroco (pero no tanto), El oficio de los santos parece querer comunicarse con aquellas narraciones misteriosas con las que Mujica Láinez quiso crear una mitología para Buenos Aires, sin su preciosismo pero también sin los excesos de amaneramiento que signan el estilo manucheano.
Surge en estos cuentos (reedición de sus primeros trabajos) una brutalidad que es afín no sólo al fondo social en que se desarrollan, sino que además resultan un conjuro para la aparición de lo heroico, tanto como la de su gemelo deforme, lo miserable, emergiendo desde lo más profundo de las pasiones humanas. En La isla de los condenados -posiblemente el mejor de los textos incluidos en El oficio de los santos-, Quinta del Medio ha quedado sitiada a causa de una gran inundación, mientras una peste comienza a reclutar un ejército de muertos y enfermos. Son tantos los caídos, que entre los vivos ya no importa quiénes están libres y quiénes encerrados. Dos personajes disputan el centro de esa escena: uno preso, el hombre más respetado del pueblo; el otro, el más temido, su carcelero y torturador. Ambos enfermos. El primero relegará el ansia de venganza para buscar ayuda más allá de esa isla en tierra firme. Quizá en ellos Borges hubiera sabido encontrar dos hombres de valor que, como suele ocurrir en toda épica, se debaten entre la rigidez ética de sus principios y la pasión de sus sentimientos. Dos hombres de valor en los que sin dudas el lector alcanzará a distinguir entre el héroe y el canalla (o hijo de puta, si se evita el eufemismo).
El final de su último cuento, El dólmen, vendrá a confirmar esa distancia entre lo uno y lo otro: que de lo estético a lo ético y del arte a lo moral, hay cosas que nunca cambian; que lo humano, aun siendo vastísimo, siempre se detiene en el límite único y último de sí mismo. Que errar es el destino final de cada hombre.


Publicado originalmente en el suplemento Cultura del diario Perfil.