sábado, 26 de mayo de 2012

LA COLUMNA TORCIDA - Mi mamá me mima

Decir de cualquier ciudad que es un infierno resulta burdo, una hipérbole, una obviedad imperdonable. Sin embargo, lejos de las amonestaciones de la prosa, cada verano ese eufemismo se vuelve real e incluso hasta los últimos otoños han confirmado cuán cierto es.
Esto ocurrió uno de esos otoños.
El sol entraba por el lado derecho del tren con tanta fuerza que volteaba las ventanas sobre los asientos. A causa de ello la gente evitaba esas butacas y se sentaba en los lugares ubicados a la izquierda del vagón, de modo que llenaron esa mitad enseguida y sólo cuando no había más remedio comenzaron a ocupar la otra. Apoyar el cuerpo en esos asientos resultaba doloroso, porque las astillas de sol los había vuelto abrasivos. Cuando casi todos se encontraban ya ocupados, una mujer y su hija entraron corriendo al vagón.
Ella, la madre, era la más apurada, porque imaginaba que todavía era posible hallar algún lugar libre para no tener que viajar paradas y aplastadas por los pasajeros que comenzarían a amontonarse en las próximas estaciones. Tuvieron suerte (tal vez no tanto) de alcanzar los dos últimos disponibles
que, claro, estaban del lado derecho.
La señora llegó primero. Iba adelante, casi corriendo para no perder la oportunidad, pero tan ciega que no notó el rectángulo de luz solar que venía incinerando desde temprano la butaca que se encontraba junto a la ventana y se sentó en ella. Su hija, un poco en babia, llegó detrás para ocupar la otra, no tan asolada, y se distrajo de inmediato mirando vaya a saber qué.
No había pasado un minuto cuando, con una sonrisa sobrecargada de amor, la madre le preguntó a la nena si deseaba sentarse junto a la ventana. -¡Fijate qué lindo es el paisaje!, dijo. –Tenés para entretenerte mirando un rato-. La mujer señalaba para afuera, donde la gente construía pirámides con la basura que arrojaba a las vías que estaban justo entre el coche y el cemento ardido del siguiente andén. Sin pensarlo (los chicos nada saben de cálculos), la nena aceptó el cambio con entusiasmo. Menos de un minuto después, asomada a la ventana con la cara roja y transpirada, se puso a contar las latas vacías de gaseosa o de cerveza. Llegaba hasta diecisiete y volvía a empezar.

Para ver otras Columnas Torcidas, haga click acá.

Columna publicada originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.

MUSICA - Taura: Por qué una banda nacional de Rock no es lo mismo que una banda de Rock Nacional


Inception. Banda formada a comienzos de siglo, Taura es el resultado de la suma de sus partes: Alejo, Leo, Santiago y Chaimon son engranajes de un mecanismo sensible y único, diseñado para hacer canciones. Batería, bajo, guitarra y voz, el combo de rock básico explotando sus posibilidades al máximo. Pero, ¿qué tiene de especial Taura que no pueda encontrarse en los casi 50 años de historia del rock nacional? En primer lugar, Taura es una banda nacional de rock, que no es lo mismo que decir que es una banda de Rock Nacional. ¿Dónde está la diferencia? En la intención: mientras el Rock Nacional ha conseguido con éxito asimilar como propio un género extranjero hasta convertirlo en otra cosa que no siempre es “El Rock”, el Rock –rock a secas, el que huele a The Who, a Hendrix, a Zeppelin y así- ha continuado con su vida como si nada. Taura no es hija de Charly García y las ramas de su árbol genealógico llegan más rápido a Black Sabbath que a Manal. Tampoco hay que exagerar: no se trata de un embrión gestado fuera del útero. En el rock hecho en la Argentina hay enormes cantidades de fluidos subterráneos que responden antes al modelo original, que a aquello que se ha perdido en la traducción. Sobre todo en lo que tiene que ver con los exponentes menos comerciales de géneros como el Punk, el Hardcore y las muchas vertientes que nacen en lo más pesado del Heavy Metal. Ese es el caldo de cultivo de Taura, que tiene en algunos de sus integrantes a veteranos de la escena underground. Tal es el caso de Gabriel Raimondo (aquí Chaimon), quien durante los 90 fuera cantante de Vrede, banda pionera que llegó a grabar dos buenos discos fusionando elementos de Hardcore y Metal. Tomando además como antecedente cercano el surgimiento de Los Natas, la banda stoner de Sergio Chotsourian, apenas pasada la mitad de aquella década, tendremos una muestra aproximada del ADN de Taura.
Y sí hubiera que encontrar un génesis nacional para ellos, acaso habría que pensar en “Post-Crucifixión”, la canción que cierra Desatormentándonos, primer álbum de Pescado Rabioso, que en 1972 no tenía nada que envidiarle a lo más rockero de la época (incluidos los omnipresentes Black Sabbath: si hasta se puede encontrar un parentesco en las voces de Ozzy y el Flaco).

Secreto a gritos. Acaso profecía auto- cumplida, El fin del color, tercer disco de Taura, era tan inevitable como la noche. Será que la oscuridad de cada uno de sus discos anteriores lo anunciaba, y que en ella todo tiende a empastarse: el amor al dolor, pero también la estela de sal de una lágrima sobre los destellos apagados de una sonrisa. Sí, en todo eso está El fin del color. Desde su tapa -una fotografía que representa un muestrario de todos los grises que es capaz de captar el ojo humano-, se muestra la figura diminuta de un hombre parado al filo de un edificio. Vemos a ese hombre como desde la vereda, con sus brazos abiertos en cruz y dándonos la espalda, pasajero de una inercia que ya ha trazado el evidente comienzo de una parábola que pronostica su caída inevitable. Ese también es el final del color, eso también es Taura.
Luz negra. Si de algo sirve sentar a esta mesa a Pescado Rabioso, la banda de Spinetta, el verdadero gran héroe del rock nacional, es para sumar a la paleta de recursos de Taura el logrado trabajo poético de sus letras, un rubro que por lo general es una cuenta pendiente en las bandas locales. Los textos de Chaimon se sostienen en una poética simple como delicada, que le permiten abordar temas tan transitados como la pasión, el desengaño, el dolor del amante sin consuelo, de amores no correspondidos o truncos. Incluso en El fin del color se ha permitido despojarse casi por completo de lirismo, para transitar un camino más crudo que combina bien con las canciones de la banda, que suelen ir de lo poderoso a lo melancólico con la misma facilidad con que pasan de estructuras rockeras muy sólidas, a un formato mucho más melódico. En todos estos avatares, la voz a veces desgarrada, a veces entre susurros del cantante tiene mucho que ver. Si en Huésped, su disco de 2008, podían escucharse (y leerse) versos como “No buscaré, ¿para qué?/ Si mi sol rompió./ Hoy no es hoy,/ es ayer y nunca más./ Y cada vez/ estoy peor./ Mi único mal soy yo” (“Habitación que oscureció”), en El fin del color todo se vuelve aun más sencillo, pero no por eso menos rico. La canción “200 días” (cuyo clip puede verse en YouTube.com) se habla de “200 días muertos/ llenos de canciones peligrosas./ 200 días muertos,/ repletos de canciones que te nombran.” Nadie que no ame la música podrá negar el poder evocador que en estos versos se atribuye a las canciones, dicho de un modo notable por lo sencillo y directo, que prescinde de palabras grandilocuentes. Esto en una banda de rock, cuyos letristas por lo general pecan de sobreescritura, es tan infrecuente como bienvenido. Eso no impide reconocer que en ese camino de búsqueda de lo simple, en algún momento se desborde el límite hacia el lugar común. Sólo un poco y aun así, con elegancia.
El amor y la furia. Desde lo musical, Taura discurre por los caminos alternativos del rock más duro. En sus composiciones tanto pueden detectarse los elementos opresivos del Stoner Rock más elegante; resabios de Grunge, sobre todo en la oscuridad de sus atmósferas y letras; y pasajes que llegan a coquetear con lo más pesado del Metal. Sí con algo dialogan fluidamente tanto El fin del color como Huésped, los dos últimos discos de Taura, es con The second wave, gran primer disco de la banda sueca Khoma, o con Around the fur, lejano disco de los Deftones. El dato que falta para proyectar a Taura como banda a seguir, es el nivel de profesionalidad con que encaran sus proyectos, desde la edición de sus discos, a la preparación de cada una de sus presentaciones en directo. Por todo eso es y será grato verlos crecer.

Taura presenta su tercer disco El fin del color este jueves 31 de mayo a las 21hs. en La Trastienda, Balcarce 460. El valor de algunas entradas incluye la posibilidad de llevarse también el disco.

Artículo publicado originalmente en el suplemento de Cultura de Tiempo Argentino.

miércoles, 23 de mayo de 2012

CINE - Una cita, una fiesta y un gato negro, de Ana Halabe: Cine argentino que atrasa

Es tan falso asegurar que no existen las buenas películas argentinas, como creer que acá sólo se produce mal cine. Está claro que la primera afirmación es muy poco habitual, porque lo que sí no existen (y está bien que así sea) son los fanáticos acríticos del cine argentino. Por el contrario, la segunda es una creencia extendida: son muchos los que desprecian cualquier producción de la cinematografía local sólo por su origen y ni locos pagarían una entrada para ver una película nacional. Aunque no sea fácil de escribir en una crítica, películas como Una cita, una fiesta y un gato negro, debut como directora de Ana Halabe, de estética anticuada y desprolija, son un poco responsables de esa conducta. Aunque, claro, para este problema haya responsables de todos los pelajes. Pasatista por decisión propia, esta comedia parece no pretender más que su propia ligereza y aunque eso no la redima, al menos le otorga el beneficio de la honestidad. Y es que el más grave de los problemas no es el relato en sí mismo, el fondo, sino más bien una cuestión de formas.
Gabriela (Julieta Cardinali) es una chica de clase media emprendedora, que resignó su carrera como publicista para poner una pinturería, con la que le va bien. Hasta que aparece Felisa (Leonora Balcarce), una amiga de la adolescencia a la que dejó de ver porque contagiaba mala suerte. Se trata del viejo cuento del mufa, mito sumamente porteño pero de raíz europea (sobre todo italiana) –con exponentes notables como la pieza teatral ¡Jettatore!, del dramaturgo Gregorio de Laferrère, o Fúlmine, personaje de historieta creado por el gran Divito, muy popular en los años 40 y 50-, al que la película no aporta mucho. De hecho, Felisa se dedica al negocio de la fabricación de pintura y la marca de sus productos no es otro que Fulminex. A partir de su reaparición, la vida de Gabriela se volverá un rosario de infortunios grandes o pequeños, que incluyen desde un robo a la pinturería y el descubrimiento de una posible infidelidad de su marido, a pisar baldosas flojas y cerrar el auto con las llaves dentro.
Cercano en estética al cine de Enrique Carreras, pero con al menos 35 años de por medio como agravante, Una cita, una fiesta y un gato negro intenta un humor negro demasiado lavado, que carece de autentica transgresión como para ser efectivo y, muy por el contrario, muchas veces parece basarse en prejuicios peligrosos. Como aquellas películas de los 70 y parte de los 80, el film de Halabe está sobremusicalizado, sobresonorizado, fotografiado y montado de manera rudimentaria. Como broche, sobre el final la moraleja deviene moralina, complicando más el collage que conforma el relato. Más allá de estos argumentos debe destacarse la labor de Rita Cortese, quien consigue rescatar a su personaje, y reconocer a Roberto Carnaghi, Fernán Mirás, Leonora Balcarce y hasta Julieta Cardinali, que a pesar de todo dan muestras de oficio.


Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos e Página/12.

CINE - 14º Festival Internacional de Cine de Derechos Humanos DerHumALC: Filmar para decir

Existen pocos eventos que consigan reunir un consenso favorable tan amplio como el Festival Internacio- nal de Cine de Derechos Humanos (DerHum- ALC), que hoy comienza su edición número 14 con el apoyo de la Cámara de Diputados de la Nación, la Legislatura porteña, la agrupación H.I.J.O.S., y Abuelas y Madres de Plaza de Mayo (Línea Fundadora). Y el patrocinio conjunto de organismos del Poder Ejecutivo Nacional, como el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos, y el gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Entre tantos ámbitos de disputa, este festival logra unir tras de sí de manera inédita estas fuerzas antagónicas. Creado para difundir y promover “la defensa de los Derechos Humanos y el medio ambiente”, según palabras de su propia directora y programadora Florencia Santucho, el DerHumALC deja en claro desde su afiche institucional (la fotografía de una instalación realizada por Renata Schussheim) uno de los ejes de su programación 2012. En él puede verse a una persona desnuda con cabeza de perro, sentada dentro de una bañera, sobre la cual puede leerse una pregunta: “¿Ya conocés tu identidad?”. Sin esperar respuesta, debajo puede leerse “Animate a descubrirla”, como un incentivo que empuja a ir en contra de las dudas, a favor de todas las certezas. En ese poder del cine como herramienta para indagar los rincones oscuros de la identidad, en su carácter de mirada que tanto puede ser ajena como propia, se concentrará esta nueva edición del DerHumALC.
El festival cuenta este año con tres secciones competitivas, más una quincena de focos y secciones especiales organizadas a partir de diferentes ejes temáticos. Dentro de las competencias se destaca como siempre la que abarca el cine de todas partes del mundo, en la que competirán 12 películas. Pensada en términos de amplitud, esta sección internacional incluye a la francesa Polisse, película dirigida por Maïwenn sobre el abuso infantil, nominada a la Palma de Oro y ganadora del prestigioso Premio del Jurado en el festival de Cannes 2011, o La experiencia argentina, documental griego de Yorgos Avgeropoulos que indaga en nuestra debacle de 2001 para intentar encontrar ahí elementos que le permitan una nueva mirada sobre la crisis actual en su propio país. O También la lluvia, protagonizada por el mexicano Gael García Bernal, una ficción ambientada durante la famosa Guerra del Agua, desatada cuando el gobierno boliviano privatizó el agua en el año 2000.
Junto a ellas otros nueve títulos indagarán en temas como la ruta de la cocaína, de las selvas sudamericanas a las discotecas europeas; la historia de un mexicano que convierte su taxi en balsa para huir a los EE UU pero acaba desembarcando en Cuba; o los esfuerzos de seis jóvenes de origen maya por proteger su cultura. Un abanico temático que busca no cerrarse en un foco único.
No ocurre lo mismo en la competencia de cortos y mediometrajes, del cual participan los cortos Al otro lado, de Sofía Quiros, y Viaje a la tierra del quebracho, de Manuel Quiñones, que a partir de los dibujos animados busca explicar la explotación forestal. En la última de las competencias, la de documentales nacionales, se destacan Putos peronistas, cumbia de un sentimiento, de Rodolfo Cesatti, y Jopoí, todos juntos, de Miguel Vassy, que busca destacar la presencia de la cultura y el idioma guaraní en la Argentina.
El resto de sus programación abarca diferentes criterios temáticos, como lo medioambiental, los pueblos originarios o diferentes asuntos ligados a la infancia y la juventud. Pero también secciones que indagan en la producción cinematográfica dedicada a los Derechos Humanos en diferentes partes del mundo. Como todos los años, el DerHumALC vuelve a proponer una serie de amplias miradas cinematográficas sobre los Derechos Humanos.


Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.

miércoles, 16 de mayo de 2012

Murió Carlos Fuentes: Ver Buenos Aires y después morir

Foto: Egdardo Gómez
Sí algo apareció muy tempranamente en la vida de Carlos Fuentes fue el mundo de las letras y de los escritores. El universo literario. Hijo de diplomáticos, quien es considerado como el más prominente de los escritores mexicanos modernos nació en Panamá, el 11 de noviembre de 1928, como consecuencia del oficio de sus padres, y durante sus primeros años deambuló por casi todas las ciudades más importantes de América Latina. Panamá, Quito y Montevideo fueron parte de sus destinos antes de cumplir los 5. En Río de Janeiro su padre ocupó varios puestos diplomáticos, entre ellos el de secretario del embajador de su país en Brasil, el escritor Alfonso Reyes, quizá el más importante de los autores mexicanos de la primera mitad del siglo XX. Como primer guiño de su destino, es con él con quien Fuentes, sin conocer su futuro, mantendrá una relación cada vez más próxima en su infancia y juventud. Sí: la vocación ya lo rondaba desde chico.
Ayer por la tarde, Carlos Fuentes falleció en un hospital en su ciudad de México. Tenía 83 años. Murió justo un día después de que al bromista de Tommasso Debenedetti, conocido por sus travesuras haciéndose pasar por autores famosos en internet, se le ocurriera anunciar la muerte de Gabriel García Márquez, desde su cuenta de falso Umberto Eco en Twitter. Por eso no fue raro quedarse esperando un buen rato que alguien confirmara que se trataba de otra broma del duplicador. Pero no: Carlos Fuentes se murió de verdad, y entonces es García Márquez el que debe estar llorando la partida de su amigo. Ambos se conocían desde antes del famoso asunto del Boom Latinoamericano en los 60, del que fueron parte vital, y entre otras cosas, juntos habían fundado en 1993 la Cátedra Latinoamericana Julio Cortázar, en la Universidad de Guadalajara, en homenaje a otro admirado amigo y compañero.
Carlos Fuentes estudió en Suiza y Estados Unidos, vivió por diferentes periodos en Quito, Montevideo, Río de Janeiro, Washington, Santiago y Buenos Aires y recién en su adolescencia regresó a México, donde se radicó hasta 1965. El tiempo que pasó en su país marcó su obra, inmersa en el debate intelectual sobre la filosofía de “lo mexicano”. Su primer libro, Los días enmascarados, se publicó en 1954, y desde entonces Fuentes no dejó de preocuparse por la identidad mexicana y los medios adecuados para expresarla. Un hito fundamental en este clima de preocupaciones intelectuales, fue la fundación, en 1955 junto con Emmanuel Carballo y Octavio Paz, de la ya mítica Revista Mexicana de Literatura.
Ganador de los prestigiosos premios Rómulo Gallegos (1977), Cervantes (1987) y Principe de Asturias (1994), la repercusión alcanzada con sus primeras novelas (La región más transparente, en 1959; y La muerte de Artemio Cruz, en 1962) lo proyectó como una de las figuras centrales del aquella explosión con que Europa celebró su hallazgo de la novela latinoamericana. Al igual que los demás intelectuales que participaron de este fenómeno, su compromiso político y social ha sido un rasgo fundamental de su carrera. Sin dudas, Fuentes era una figura central e indispensable de la novelística moderna en castellano.
Sí: ayer por la tarde murió Carlos Fuentes en un hospital de México. Tenía 83 años y acababa de visitar Buenos Aires para participar de la edición 2012 de la Feria del Libro, donde deleitó a quienes asistieron a escucharlo con su charla sobre la novela, su género favorito. Con la excusa de presentar sus últimos dos libros editados (la novela Carolina Grau y el ensayo La gran novela latinoamericana), Carlos Fuentes pasó por esta ciudad que amaba y en la que había vivido durante su adolescencia, acaso para no dejar cuentas pendientes, para poder al fin partir feliz y en paz.


Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.

sábado, 12 de mayo de 2012

LA FOTO - Una hormiga en la siesta, Foto de Serena Cinelli García y texto de Mónica López Ocón

Con orgullo reproduzco el texto publicado en la contratapa del suplemento Cultura de Tiempo Argentino, escrito por la gran periodista y escritora que es Mónica López Ocón e inspirada en una bellísima foto tomada por mi amada hija Serena. Aquí los hechos:

Una hormiga en la siesta

Foto: Serena Cinelli García

por Mónica López Ocón

La muerte es una revelación tan desconcertante como el sexo. ¿Cómo entender en la infancia que un día nos volveremos cáscaras vacías y que nos enterrarán en un hoyo similar a un hormiguero? ¿Y cómo comprender que lo que luego será sólo cáscara, mientras tiene vida nos somete, nos empuja y nos doblega sin que ningún intento de la voluntad pueda evitarlo? La muerte y el sexo son sucesos del cuerpo, ese territorio misterioso que nos es a la vez tan familiar y tan ajeno. En un inútil afán por comprenderlos ambos nos exigen que experimentemos con ellos. En una lejana siesta, la curiosidad filosófica de la niñez me llevó a indagar sobre la muerte. Según lo que había aprendido hasta entonces, el mundo estaba atravesado por diversas murallas clasificatorias que separaban a la gente según su condición: los buenos y los malos, los agraciados por la suerte y los desgraciados, los criminales y los que se mantenían para siempre vírgenes del crimen. Toda mi familia, yo incluida, pertenecíamos a este último grupo. El crimen, según creí entender por entonces, era una divisoria de aguas, un hecho que nos convierte en otros, un acto del que nunca se regresa. Para los criminales había cárceles, torturas y una condena a soledad perpetua en un mundo apartado de los buenos.
Aquella era una siesta calurosa, mi familia dormía, la curiosidad me acicateaba y la hormiga estaba allí, sobre un muro bajo tan gris como la vida y tan expuesta e indefensa como cualquier ser humano. Hoy recuerdo aquel crimen con la misma melancolía con que Virgina Wolf recordó en un texto la muerte de una polilla. Es la melancolía de las grandes revelaciones. Aquel acto me reveló que todos estamos llenos de crímenes y que, merced al arte de la hipocresía y el disimulo, seguimos viviendo del lado más amable de la muralla, sin culpa y sin castigo, pero convertidos en otros.


Foto y texto publicado en la contratapa del suplemento Cultura de Tiempo Argentino.

LA COLUMNA TORCIDA - As time goes by

La noche termina de ocupar la estación 3 de Febrero y lo primero que noto al pisar el andén es una cantidad de policías yendo de un lado a otro. Voy silbando cuando dos de ellos avanzan hacia mí: sólo dos policías caminando. Uno me da las buenas noches como quién pregunta la hora o pide asistencia para encontrar una calle en barrio ajeno. Le respondo y me detengo, igual que haría si alguien me pidiera la hora o estuviera perdido. Él se disculpa, me informa que están haciendo un relevamiento de rutina y me pide el documento. Mientras anota mis datos en una planilla, su compañero sugiere que puedo pararme más lejos del borde del andén para evitar accidentes. Recién ahí me toma la sorpresa: desde que dejé de salir a la calle con mamá que nadie se preocupa por mí de esa manera. Eso fue hace más de 25 años, y hace por lo menos veinte que no me pedían documentos. Entonces, desde el doble fondo de esa valija tramposa que es el tiempo, llega una oleada de memoria incontenible. Me viene aquella vez, a fines de los 80, cuando caminando por Lavalle con dos amigos de los que esta vez me reservaré la identidad (pero a quienes seguro conocerán de columnas anteriores), nos detuvieron y nos metieron en el baño de un cine para preguntarnos dónde la teníamos y sacudirnos un par de chicotazos en la nuca. O esa otra en la estación de Ramos, cuando un tipo se nos acercó a los tres con una sonrisa sincera y nos palmeo en el hombro. “¡Qué bueno que los encuentro acá!”, dijo y mientras mostraba su identificación agregó “así no tengo que caminar al pedo”. Y nos metió en una oficinita para revisarnos con minucia quirúrgica. Enseguida, las preguntas. ¿Por qué el tren se repite en esta historia? ¿Será casualidad o un dato relevante? ¡Y por qué mis dos amigos eran siempre los mismos! ¿Debería haber elegido mejor mis compañías, como pedía mamá? Lo más curioso es que uno de ellos terminó convertido en experto en seguridad, dando clases en escuelas de policías. Acaso estos dos pudieran ser sus ex alumnos y de algún modo tal vez también él es responsable de que justo me tocaran ellos, tan educaditos, tan distantes en tiempo y forma de aquellos otros, tan distintos del pasado. Entonces pienso que sólo los verdaderos amigos son capaces de hacer regalos así. ¿O será simplemente que botones hijos de puta eran los de antes?

Para ver otras Columnas Torcidas, haga click acá.

Columna publicada originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.

miércoles, 9 de mayo de 2012

CINE - Ánima Buenos Aires, de María Verónica Ramírez: Caloi en su cinta (Chau, señor Negro)

Qué puede decirse de Caloi que no se haya dicho ya hace algunos años de Fontanarrosa: Negro. Pero además, así como la figura de Fontanarrosa quedará unida de manera definitiva al perfil de su querida Rosario, del mismo modo el nombre de Caloi pertenece a la lista de aquellos cuya sola mención equivale a nombrar Buenos Aires.¿Acaso hay algo más porteño que Clemente? ¿No están sus historias de compadritos, farol y bandoneón para confirmarlo? Es que Caloi encontraba en la ciudad una fuente inagotable de temas e inspiración. Última prueba de esa relación intensa podría ser Ánima Buenos Aires, el film que acaba de estrenarse y en el que junto con otros grandes artistas del dibujo y la animación, como Carlos Nine y su hijo Lucas, Juan Pablo Zaramella, Pablo Rodríguez Jáuregui o Pablo y Florencia Faivre, firman una explícita declaración de amor por la ciudad y sus fantasmas.
Hombre fundamental en la difusión de la animación en todas sus variantes y estéticas, la película Ánima Buenos Aires resultó la concreción de un sueño largamente demorado para el artista gráfico. Básicamente se trata de una colección de cuatro cortometrajes unidos por una quinta historia que los va enlazando, con el tango como fondo permanente. La historia imaginada por Caloi y realizada junto a María Verónica Ramírez, es la que cierra el recorrido de la película. Y no puede ser más digna de su autor. Ya desde el título del corto, "Mi Buenos Aires herido", surgen las referencias porteñas, a partir de la intertextualidad con un clásico de la cultura ciudadana, como el tango "Mi Buenos Aires querido", popularizado por Carlos Gardel. El imaginario de Caloi rebalsa cada escena de una historia que transcurre en un clásico cafetín de barrio y cuyo protagonista es un guapo, al que pretenden cambiarle su viejo y querido farolito por un posmoderno poste de alumbrado público. Un gran cierre para una película que sin querer se ha convertido en el canto del cisne, una bella elegía para uno de los más grandes nombres del arte de los cuadritos y las viñetas.


Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.

sábado, 5 de mayo de 2012

ENTREVISTA - Sergio Chejfec, autor de la novela "La experiencia dramática": La literatura como representación

Foto: Maximiliano Luna
Dos jóvenes se encuentran en el banco de un bar donde suelen citarse muchas veces, y frente a ellos la ciudad se abre de maneras diversas. Para uno, Félix, la ciudad, la realidad toda, es un mapa al que puede verse desde arriba y por lo tanto recorrerla implica que tal vez nunca haya habido una primera vez. En cambio Rose, que es actriz, cree que vivir es ser observada y así va, como si una cámara la siguiera a todas partes. Juntos, esa noche volverán desandar la ciudad y ese paseo acaso resuma el sentido de sus vidas. Si de llevar un libro complejo a su mínima expresión se trata, esta es una sinopsis posible para la novela La experiencia dramática, último trabajo del escritor argentino Sergio Chejfec. Lejos de la simpleza aparente de un libro reducido a siete u ocho líneas, el autor utiliza ese paseo nocturno para vertebrar una sucesión de otros relatos que van apareciendo, inesperados, en el camino de los protagonistas. Relatos que permiten al lector ir penetrando cada vez más profundamente en el interior de esos personajes, que a través de ellos irán tejiendo una trama posible de la realidad. Chejfec se sirve de una ilustración publicitaria impresa sobre un colectivo; del detallado recuerdo de la imagen en una moneda; de una vieja alcancía sobre un estante; de la luz detrás de una cortina, para crear una nueva imagen del mundo, que tal vez siga siendo la misma de siempre. La realidad como representación, como verdadera y completa experiencia dramática.
Esa idea esconde otra, que supone la existencia de una instancia previa que vendría a indicar qué y cómo debe representarse la vida misma. Para Sergio Chejfec, esta idea implica la alusión al “carácter ilusorio, no tanto de lo que se representa sino de lo que se busca representar. Con lo cual todo puede llegar a terminar siendo una especie de sistema de reflejos, o cajas chinas, donde no solamente uno no sabe qué es lo que está actuando o representando, sino que tampoco sabe si está siendo actuado o si está actuando deliberada y libremente.” El famoso caso de Chuang Tsé, el hombre que nunca supo si era un hombre soñando ser mariposa, o una mariposa que soñaba ser hombre. Esa experiencia dramática sería entonces una “transacción con el mundo, que nos hace actuar incluso de nosotros mismos cuando creemos ser más sinceros, honestos o espontáneos”, dice Chejfec. “También en esos momentos estamos actuando, porque la realidad y el entorno nos piden que lo hagamos tal como los demás suponen que debemos hacerlo”.

-¿Pensaste la novela a partir de un marco de ideas, como un tratado filosófico ficcionalizado?
-No, no trato de proponer una tesis filosófica ni de pensamiento con la novela, más bien tomar la idea de representación escénica, la idea de drama como acción pero también como hecho traumático, y a partir de esos dos significados transformarlo en leitmotiv del relato. Estos dos personajes se ven sometidos, en diferentes circunstancias, al hecho de representar un drama, que es el de lo cotidiano; la escenificación de su propio vínculo, pero también la idea de reflexionar o representar lo traumático. No me interesa profundizar desde el punto de vista filosófico, sino tomar esta especie de situación confusa como excusa para aludir a ciertas aristas de la realidad y ciertos núcleos de la experiencia.
-Sin embargo hay un montón de momentos en los cuales se pueden detectar ideas claramente filosóficas.
-Lo que quise decir es que no ha habido un afán sistemático. Hay novelas que quieren representar un cuerpo de ideas sistemático, como de tesis. A mí la palabra filosofía me resulta un poco grandilocuente.
-No más que la palabra literatura.
-Es verdad. Pero no quisiera que fuera percibido como una cosa que no es. Un sistema dentro de la novela es que está construida a partir de alusiones o ideas aproximativas, pensamientos flotantes. Ideas en el sentido más larval de la palabra. Por eso muchas veces mis novelas se organizan en torno del momento o situaciones que pueden ser ambivalentes o ambiguas, porque es el mismo narrador el que se pregunta por la naturaleza de los hechos que han ocurrido. La idea es tratar, no tanto de conseguir que el lector se identifique con lo que ha ocurrido, sino que él mismo trate de desentrañar esos hechos y su significado como una especie de viaje o aventura reflexiva.
-Hay algo deliberado en ese narrador fluctuante, que visto de manera objetiva es una tercera persona, pero que por momentos pareciera alternarse entre los dos protagonistas. ¿De qué manera esa flexibilidad es una herramienta para el lector?
-Diría que es un narrador que se toma la omnisciencia al pie de la letra y de hecho me parece que eso a veces puede implicar cierta violencia en el sentido constructivo, en la medida en que en ese juego de miradas y puntos de vista hay un deslizamiento hacia la arbitrariedad. Porque uno está acostumbrado a que un narrador acompañe a un personaje y, aún siendo una tercera persona, adopte el punto de vista de uno de ellos. Esta estructura me parece que es como cierto tipo de literatura del siglo XIX, cuando había narradores plenamente omniscientes que podían ponerse en la consciencia o sentimiento de uno u otro personaje, y narrar el mundo a partir de esas miradas.
-Un narrador como este es lo más lúdico que tiene la novela. Porque pareciera que se tratara de un texto intelectual (por momentos lo es), pero por debajo está el juego de encadenar las historias que los protagonistas van tejiendo, a la manera de Las mil y una noches.
-Me parece que tiene que ver también con cierto agotamiento, muy palpable desde hace mucho tiempo, del significado de contar historias en literatura y que se puede percibir también en el cine. Hay una necesidad de consumir relatos que tengan principio y fin, con los que uno pueda identificarse. Hay modelos y premisas, organizaciones y construcciones de aventuras un poco convencionalizadas que requieren ser contadas de otra manera. Pero no ser contadas técnicamente de otra manera, porque de hecho Rayuela está contada de muchas maneras, sino también desestabilizar la idea que se tiene respecto de los personajes, respecto del narrador. ¿Por qué un narrador tiene más derecho a contar una historia que el personaje? ¿Por qué todas las historias tienen que tener un comienzo y un final?
-¿Pensás que las artes narrativas como el cine y la literatura han quedado muy lejos de los cambios que la realidad propone?
-Hay una mirada sobre el presente que nosotros no podemos tener y que es la mirada histórica. No sabemos cómo se va a leer dentro de unos años lo que se escribe ahora, del modo en que podemos leer ahora Rayuela. Prefiero verlo no tanto como una cuestión de quedar atrás o adelante, sino como una especie de tensión constante que todo escritor o artista, o toda persona tiene con el presente. Ahora hay novelas escritas con formato de correo electrónico o de blog, desde ese punto de vista puede decirse que la literatura se ha adaptado.
-Pero eso sería un artilugio formal que no necesariamente representa una nueva forma de narración.
-Por eso apuntaba a decir que la adaptación de la literatura a las nuevas sensibilidades y nuevos formatos, en el sentido de que desde hace algunos años se produce una súper fragmentación de públicos en el campo del libro. La literatura ocupa cada vez más un nicho muy pequeño dentro de estos grandes catálogos cada vez más subdivididos. Me parece que la literatura es cada vez más el discurso de lo innecesario, el discurso de lo que no se espera. Es decir: de todo discurso escrito y publicado (o impreso) se espera que sirva para algo. La literatura es de lo único de lo que no se espera y a primera vista no sirve para nada. En esa inutilidad radica la capacidad de resistencia e interpelación con la que uno como lector se encuentra cuando abre un libro y no sabés si lo que te cuentan es una historia real o si se relata una mentira. Ese tipo de artilugio que la literatura puede tejer precisamente porque no sirve para nada, creo que es su mérito pero a la vez hace que esté, no diría amenazada, pero rodeada de textos que sí sirven para algo y que tienen ya un destino claro.
-Vos elegiste el transcurso de una noche para reunir las historias de tu novela, y es inevitable no recordar otras como el Ulises de Joyce o El guardián entre el centeno, de Salinger, que a partir de un día o una noche puntual vienen a narrar el universo, un cosmos, la vida completa. ¿Pensaste en eso a la hora de escribir?
-Creo que más bien es una consecuencia de opciones estratégicas, en el sentido de que la noche, o el día en el caso del Ulises, son marcos más o menos convencionales: un segmento de tiempo que se decide ocupar para que transcurra la acción. Pero no lo pensé en el sentido de tributar o vincularme con esos modelos.
-Por momentos la acción en tu novela parece ocurrir antes en los espacios que los personajes van urdiendo dentro de sus cabezas y de sus propios relatos, que en la acción real que despliegan sobre el mundo. Hay una tensión entre esas dos acciones que no termina de resolverse.
-Creo que esa tensión es fundamental para la literatura en general, y en todo caso para la literatura que más me gusta. Por un lado tenés cosas sumamente indeterminadas, como esa caminata que de a poco se va transformando en otras, previas o del futuro, pero que nunca sabés bien cuándo efectivamente ocurren. Pero también hay núcleos sobre determinados, como cierto detallismo para describir paisajes mínimos. En esa falta de equivalencia, en el desencuentro que hay entre una máxima indeterminación y una prolija determinación, se juega buena parte de la ficción. En un punto es irrelevante lo que hagan los personajes: lo que la novela intenta quizás es usar todos esos de elementos como excusa para hablar o contar algo cuyo significado no se conoce bien pero que enfrenta a esos personajes con interrogantes que tal vez interpelen al lector.

Literatura, libros y un Dios escritor

-Rose, la protagonista de tu novela, es actriz y desde su oficio parece creer que la vida consiste en ser representada. Como escritor, ¿vos creés en un dios que también es escritor?
-Nunca vamos a saber si hay un dios que es escritor, pero sin dudas sabemos que necesitamos construir y representar la realidad como si fuera escrita. Es un consuelo para los escritores que sea así, porque la gran virtud que tiene la literatura es esa posibilidad de instalarse en la sucesión. Es decir, al contrario de la plástica, donde ves un cuadro y tenés una impresión instantánea, la literatura te somete a una actividad vinculada con la sucesión del tiempo, la duración misma de la lectura. Una conversación temporal que se agrega a esa acumulación temporal indefinida, que es la vida, porque mientras estás leyendo estás viviendo, ¿no? La literatura tiene ese plus de poder representar al mundo del mismo modo en que aparentemente está organizado.
-También puede pensarse que el fin de la literatura marcaría el fin de la historia, o de la humanidad como hecho posible.
-Sí, o autoconsciente. La historia de la literatura indica que muchas veces se anunció su fin y nunca ocurrió, que se termina adaptando y siempre encuentra un lugar que ocupar. Es difícil que deje de existir, porque es una función que siempre debe ser ocupada.
-Para este momento de crisis de las formas narrativas, la solución sería la que propone Marechal cuando dice que de los laberintos se sale por arriba: encontrarle una salida a la literatura por la literatura misma.
-Absolutamente. Si te ponés a pensar los escritores más interesantes, los más relevantes, dicho desde un punto de vista personal y subjetivo, son los que precisamente son conscientes de los límites de la literatura.
-¿Quiénes?
-Los que trabajan con la idea de que la literatura únicamente puede subsistir si traiciona lo que se espera de ella, de que nunca puede complacer. Pero al mismo tiempo hay un montón de literatura que se escribe precisamente para un público de lectores.
-Ahí lo que se juega es el concepto de literatura.
-Pero al usar una sola palabra uno debe discriminar si se está refiriendo a una cosa o a la otra.
-¿Entonces no es lo mismo hablar de libros que de literatura?
-A mí me resulta violento no llamar literatura a la literatura que no me gusta o no me interesa, porque creo que es literatura. Siento mucho respeto por los escritores que… no sé cómo decirlo… que escriben de manera convencional. Creo que hay una demanda imaginaria en la comunidad que necesita que se cuenten historias preescritas, aunque estas historias no agreguen nada o sean remanentes de estructuras probadas, basadas en arquetipos, estereotipos, prejuicios, premisas muchas veces equivocadas pero instaladas en la subjetividad de la gente. Todo eso para mí es literatura y agradezco que exista porque gracias a esa literatura híper convencional se puede construir la otra. Si toda la literatura fuera experimental sería intolerable.


Entrevista publicada originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.