jueves, 28 de febrero de 2019

CINE - "Rey de ladrones" (King of Thieves), de James Marsh: Con el sello de garantía de Michael Caine

No debe haber nada más británico que las películas sobre ladrones de guante blanco, sobre bandas que planifican finísimos golpes maestros para saquear la bóveda de un banco, o los robos de diamantes en joyerías de máxima seguridad. En todos los casos realizando la menor cantidad de disparos posibles, diferencia fundamental con las películas de estos subgéneros del policial que se filman al otro lado del Atlántico.
Lo que tienen en común toda esta clase historias es que alguna vez el grandísimo Michael Caine sinónimo de todo lo que se entiende como británico a la hora de hablar de cine estuvo involucrado en ellas. Por eso no extraña que al frente del elenco de Rey de ladrones, del director inglés James Marsh, basada en la historia verídica de un grupo de viejos delincuentes que deciden robar una bóveda llena de oro y diamantes, se encuentre su todavía elegante figura.
Su estampa es un sello de calidad que garantiza el verosímil de un relato que parece anacrónico no solo en términos reales, en tanto la hipervigilancia del siglo XXI ha vuelto casi impracticables a este tipo de golpes basados en el ingenio, sino también para el cine, teniendo en cuenta que estas películas tuvieron su era dorada entre las décadas de 1960 y 1970. Marsh lo sabe y por eso decide comenzar la suya intercalando en la secuencia inicial de títulos escenas de clásicos del género, como Su primer millón (Charles Crichton, 1951) o El asalto audaz (Peter Yates, 1967), para dejar claro cuál es el imaginario sobre el que se va a mover Rey de ladrones. Un mecanismo que volverá a utilizar de un modo diferente sobre el final.
Basada en dos artículos periodísticos publicados en el diario británico The Guardian y en la revista Vanity Fair, Rey de ladrones reconstruye el último de los que fuera denominado El Robo del Siglo en el Reino Unido, en el que un grupo de cinco viejitos se llevó un botín que la policía y las compañías aseguradoras estimaron en 14 millones de libras esterlinas. Unos 19 millones de dólares. Pero Marsh no tiene apuro para llegar hasta ahí, sino que le interesa que el espectador sepa algo más de los extravagantes protagonistas. A través de ellos se encarga de abordar otros temas que, ocultos detrás de la máscara del asalto, son en realidad los que permiten entender la pulsión de vida que motoriza a los personajes.
Porque Rey de ladrones encara el tema del ladrón de guante blanco desde una óptica crepuscular, sabiendo que los mejores tiempos quedaron atrás, pero con una enorme necesidad de creer que todavía se puede. Así, el volver a robar conjura al deseo de recuperar la despreocupación y la irresponsabilidad de la juventud, la necesidad vital de creer que se puede tener de nuevo todo aquello que alguna vez se amó, incluidas las personas, pero que el tiempo se ha ido llevando de a poco. Y Marsh, quién ganó un Oscar en 2008 por su estupendo documental Man on Wire, maneja con pericia esas piezas.
La muerte de la esposa de Brian (Caine) es lo que desencadena la crisis. Hasta ahora la mujer había funcionado como dique de contención, un placebo que impedía que el protagonista volviera a caer en la tentación. Pero ya sin ella la vida de Brian pierde su razón de ser, hasta que un jovencito lo revive proponiéndole un golpe a las cajas de seguridad donde se guardan algunas de las joyas más valiosas del Reino Unido. Con esa excusa vuelve a reunir a sus viejos compañeros (entre ellos varias glorias del cine como Jim Broadvent, Michael Gambon y Tom Courtenay), a quienes propone volver a las andadas. Marsh avanza por el relato con paso seguro, sabiendo que en la intriga está la clave de su película, sin olvidarse de jugar las oportunas cartas de la comedia, esenciales en este tipo de relatos. Pero sin condescendencia. Por supuesto que el director deja que el espectador se encariñe con esta no siempre simpática pandilla, pero nunca olvida que trata con delincuentes. Rey de ladrones se mueve entre estos dos extremos con encanto y espíritu nostálgico. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

miércoles, 27 de febrero de 2019

CULTURA - El Destape Alfonsinista: Crónica de un descontrol delicioso

El lenguaje siempre tiene un contexto, un momento, un lugar en el que determinadas palabras adquieren un significado particular. Despojadas de ese contexto las palabras pueden querer decir otra cosa. Hablar de destape en 2019 puede incluso no significar nada para muchas personas, sobre todo para los más jóvenes. Pero en 1983, con la democracia recién recuperada y al inicio del mandato de Raúl Alfonsín, la palabra destape estuvo en boca de casi todos y vivió su momento de gloria. ¿Pero qué cosa fue el destape? Los memoriosos de lo efímero levantarán la mano enseguida para afirmar que El Destape fue una revista de tirada semanal surgida durante aquellos primeros años de la democracia, impresa a todo color en el papel prensa más berreta, cuyas páginas reproducían, con muy baja calidad, una galería de mujeres semidesnudas. Algo que durante los siete años de dictadura militar se había convertido en un bien escaso. Sin embargo, aunque este dato es completamente cierto, en un sentido más profundo y amplio el término destape hace referencia al período inmediato posterior a la restauración democrática, en el que la libertad y los derechos civiles fueron recuperados todos juntos y de golpe, generando en los ciudadanos un expansivo sentimiento de alivio. En el campo de la cultura esa liberación repentina generó una ola renovadora que impactó en todas las áreas, del teatro al cine y de la música a la comunicación.
Como si se tratara de una reacción en cadena comenzaron a brotar los artistas, los reductos dispuestos a recibirlos y los medios de comunicación ávidos de retratar y difundir la noticia de que una nueva realidad estaba comenzado a tomar forma. Aunque si algo tuvieron en común todos ellos (los artistas, reductos y comunicadores del destape) fue una marcada aversión por las formas concretas, la tendencia a fugar hacia lo deforme. Lugares como el Café Einstein, el Parakultural, Mediomundo Variete o Cemento, a los que hoy nadie dudaría en calificar como tugurios o antros, fueron entonces verdaderos santuarios contrahechos que le dieron albergue a un alud de artistas anómalos dispuestos a desfigurar toda convención. Incluso los espacios oficiales, como el Centro Cultural Rojas o el Centro Cultural Recoleta, que durante los años de la dictadura habían permanecido virtualmente abandonados, se convirtieron en el centro de una movida que, con la filosofía del punk como primer motor, surgió como una fuerza subterránea que revolucionó todos los ámbitos de la expresión artística y cultural.
El destape hereda su nombre de un proceso similar que tuvo lugar en España unos pocos años antes, con el final de la dictadura franquista. Una de las características de la dictadura fue su empeño por anular toda aquella expresión que se saliera de la norma conservadora, aplicando sobre ellas distintas formas de presión. Las herramientas utilizadas para garantizar ese silencio de radio son conocidas: censura, amenazas, exilios, secuestros, torturas, asesinatos, desapariciones. La consecuencia fue una inmediata disminución de todo tipo de expresión (política, social o artística), porque como ya se sabe gracias a las leyes de la física, a mayor presión menor es el volumen. De este modo el espacio público se vació de voces que no fueran las oficiales y poco más. Pero recuperada la democracia, ya sin ninguna de las trabas que impedían casi todo, la Argentina de repente se llenó de bocas que tenían algo para decir, de cuerpos dispuestos a entrar en acción y de mentes que imaginaban que todo era posible. Al desaparecer la presión el espacio público se había expandido hasta explotar, permitiendo que toda una generación estrenara esa libertad inédita.


Ahí encontraron su tierra prometida El clú del claun, Las Gambas al Ajillo, Los Melli, La Organización Negra, Los Peinados Yoli, Las Bay Biscuits, Fernando Noy, Mosquito Sancineto, o el trío que integraron Humberto Tortonese, Alejandro Urdapilleta y Batato Barea. Todos ellos tenían en común cierto carácter inclasificable. Es muy difícil determinar si lo que hacían era teatro, música, poesía, todo eso junto o si se trataba de simple y llano descontrol teniendo lugar sobre un escenario. Por esos mismos tablados precarios pasó una camada de bandas que revolucionó el campo del rock nacional, donde los padres fundadores Charly García y Luis Alberto Spinetta, cada uno con sus diferentes proyectos, marcaban el rumbo desde hacía casi 15 años. Grupos como Soda Estéreo, Virus, Sumo, Riff, Los Twist, Los Redonditos de Ricota, Los Violadores o los refundados Abuelos de la Nada, entre otros, y solistas como Andrés Calamaro y Fito Páez, llegaban para quedarse trayendo consigo sus raros sonidos nuevos.
El destape también impactó fuerte en los medios de comunicación, que se apropiaron de la libertad recuperada para utilizarla de maneras diversas. La revista El Destape no fue la única que se dedicó a lucrar con la exhibición del cuerpo femenino. Otras, como la revista Libre, hicieron lo propio pero en papel ilustración y con ínfulas periodísticas. La televisión también se llenó de chicas con poca ropa, un argumento para subir el rating que aprovecharon sobre todo programas cómicos como los de Alberto Olmedo o Jorge Porcel (que ya contaban con experiencia cinematográfica en esa misma área). Y en el importado Show de Benny Hill hasta pudieron verse algunos (pocos) desnudos frontales, siempre dentro del horario de protección al menor. Pero las mujeres desnudas no fueron el único “aporte” que el destape le hizo a la comunicación. Durante ese período surgieron revistas como Cerdos y Peces, programas radiales como El submarino amarillo que conducía Tom Lupo, una emisora como Rock & Pop o un diario como Página/12. Todos ellos supusieron un giro revolucionario dentro de la historia de los medios argentinos y ninguno hubiera sido posible sin aquel bendito destape que, visto desde hoy, hasta parece un poco naif. 

Artículo publicado originalmente en la Revista Caras y Caretas.

domingo, 24 de febrero de 2019

LIBROS - "Losers", de Maximiliano Poter: Once perdedores del rock que rozaron la gloria

Maximiliano Poter llega puntual a la pizzería que está en la esquina de Entre Ríos y San Juan y lo primero que hace es agarrar el menú para elegir algo fresco. El calor es insoportable. Lo tientan los licuados, pero como el mozo le informa que solo se vende en jarra de un litro entonces pide un jugo de pomelo exprimido. Sin embargo el mozo se interpone una vez más entre él y su deseo: el proveedor no trajo pomelos y solamente tienen naranja. Maximiliano se ríe y le dice que un exprimido de naranja está bien. Cuando el mozo se va empieza a hablar de su primer libro, Losers. Historias de famosos perdedores del rock, que acaba de ser editado por ediciones B, donde compila once historias de personajes que estuvieron a un paso de alcanzar el Olimpo rockero pero que, por una razón u otra, se quedaron con las ganas.
Loser reune a un grupo de casi famosos liderado por los emblemáticos Pete Best, baterista original de los Beatles que fue reemplazado por Ringo Starr justo antes de grabar el disco debut, e Ian Stewart, tecladista y fundador de los Rolling Stones, que también en el umbral de la fama fue apartado de la banda ¡por feo! A ellos se suman, entre otros, Terry Reid, cantante maravilla que declinó la oferta de sumarse a la formación seminal de Led Zeppelin para priorizar una carrera solista que nunca despegó; Dave Evans, primer vocalista de AC/DC al que los barderos hermanitos Young nunca se bancaron; el pobre Mark St. John, prodigio que volaba con sus dedos por la guitarra pero que tuvo la desgracia de contraer una enfermedad que atrofió sus manos justo después de sumarse a Kiss; Ritchie Edwars, guitarrista de los británicos Manic Street Preachers que desapareció justo antes de una gira promocional por EE.UU y de quien aún hoy se desconoce su paradero; y Steve Tilston, promesa del folk británico al que John Lennon le mandó una carta amistosa en 1969, pero que él recibió recién en 2005. Una pandilla de perdedores.
“Creo que las historias de perdedores tienen un atractivo especial”, afirma el autor. "Siento que es imposible no sentirse identificado con alguna de las historias del libro, porque todos sabemos lo que es perder. Todos sentimos que alguna vez dejamos pasar un tren que nos hubiera cambiado la vida o nos quedamos con las ganas de decirle algo a alguien que podría haber resultado una bisagra en nuestra existencia. Todos somos perdedores”, sentencia Maximiliano Poter en el preciso momento en que el mozo se acerca a decirle que se acabaron las naranjas.

-Pero dentro del rock, donde los perdedores son mayoría, los protagonistas de tu libro tuvieron la suerte de llegar hasta la orilla de la fama.
-Son los “casi famosos” más famosos. Esa es una de las premisas del libro. Se trata de historias riquísimas que te llevan a pensar qué hubiera pasado si las cosas hubieran ocurrido de otra forma. ¿Hubiesen sido lo mismo los Beatles o los Rolling Stones si no echaban a Best y a Stewart? Y si bien el libro no juzga ni se mete con los personajes, te lleva a reflexionar acerca de qué es éxito y qué es fama, que son cosas completamente diferentes. Se puede ser tranquilamente una persona exitosa sin ser famoso.  
-Eso aplica a personajes del libro, como Padovani o Tilston, que se sienten exitosos sin haber alcanzado la fama.
-Lo son. Son tipos ignotos para las masas y aún así exitosos. Pero así como ellos están contentos con lo que lograron (más allá de que Tilston carga con esta cuestión de qué hubiera sido de él si recibía a tiempo esa carta de Lennon), también tenés casos como el de Bobby Jameson, que enloqueció buscando la fama que le habían prometido. Una ilusión. No sé cómo todavía los hermanos Coen no hicieron una película con la historia de Bobby Jameson, porque tiene todo: amor, locura, muerte.  
-Muchos fanáticos consideran a Ringo el gran suertudo del rock, lo opuesto a los personajes del libro. Un tipo que sin el talento de sus compañeros sin embargo estuvo ahí. La única diferencia entre él y Best parece haber sido la suerte.
-A ver: Ringo Starr, y a su manera Pete Best también, estuvieron en el lugar justo en el momento indicado. Lo que marcó la diferencia entre uno y otro fue la química con el resto de los integrantes de los Beatles. No sé si había elementos técnicos para decir que Ringo era mejor que Pete. Si se lo preguntás a Paul McCartney te va a decir que sí, porque él se ha cansado de elogiar a Ringo, a quien consideraba una maquinita detrás de la banda. Pero desde afuera, investigando, contando y recorriendo la historia te das cuenta de que lo que establece la diferencia es esa amistad que Ringo pudo generar con los otros tres, una complicidad y una empatía que Pete Best nunca consiguió. Él nunca fue parte de la banda, aunque estuvo con los Beatles casi tres años. Nunca hubo una amalgama con el resto.  
-Losers tiene además un efecto secundario: descubre que nuestros ídolos de la música a veces dejan mucho que desear en el terreno de lo humano.
-Es que todos tenemos nuestras miserias y estos ídolos no están exentos de eso. Son seres humanos como cualquiera. Pero algunos son pecados o errores de juventud, como en el caso de los Beatles, que eran pibes de 17 años a los que no les podés pedir la madurez de contemplar de forma adulta los sentimientos del otro. Eran pibes que estaban de joda en Alemania, viviendo ese momento tan importante y complicado de sus vidas, como es la adolescencia para cualquiera.  
-Pero lo de los Beatles no se limita al error de juventud, porque ya de grande tuvieron malas actitudes hacia Best y nunca ninguno de ellos se acercó a decirle: “Che, Pete: disculpá, éramos pibes”.
-Es cierto. Pete Best dijo en una entrevista que nunca, ni de adultos, tuvieron una palabra a su favor. Esas son miserias y todos en alguna medida mostraron algo de eso. Los Rolling Stones, The Police y ni hablar de Kiss, donde se sabe que tanto Gene Simmons como Paul Stanley son, digamos…  
-Exprimidores.
-Grandes capitalistas (risas).  
-Es cierto, como vos decís, que Losers puede ser leído en tono de comedia…
-Diría que tragicomedia es más apropiado.  
-Pero toca fibras dolorosas que también lo vuelven un libro triste que cuenta historias de chicos a los que les tocó sufrir, aunque vos no las narrás desde el drama.
-Alguien definió al libro como la crónica de once derrotas, algunas más dignas que otras. Es un libro que más allá de los pasos de comedia que tienen que tener, porque la vida también tiene sus absurdos y momentos divertidos, en realidad reúne once tragedias.  
-Una de las mejores formas de enfrentar una tragedia es manteniendo al menos la dignidad del humor.
-Y algunos de ellos han sido capaces de hacerlo y otros no. Quizás en alguna medida Pete Best ha podido. Hoy sabe perfectamente que hay un personaje construido alrededor de lo que le pasó y en cierta medida lo explota. Henry Padovani también. Él es un personaje bastante conocido en Francia y se aprovecha un poco de haber quedado fuera de The Police y de tener una historia interesante para contar. Pero hay otros que no pudieron pasar de eso.  
-Padovani parece ser el que mejor lleva su condición de "loser". Y además es uno de los pocos a quienes sus ex compañeros no han maltratado.
-Sobre todo teniendo en cuenta la invitación que le hicieron en la gira de la reunión en 2017, para que suba a tocar unas canciones junto a la banda en los shows de París. Eso los redime, además de que el proceso de aquella exclusión fue bastante digno, incluso con sus partes oscuras, sus charlas por detrás y cosas por el estilo. En algún momento Sting dio la cara, le explicó lo que pasaba y Padovani aceptó esa decisión. Sí: definitivamente hay gente que se comportó mejor que otra frente a la situación de comunicar una mala noticia.  
-¿Cuál de las historias de Losers es la que más te conmueve?
-La de Ritchie Edwards, el violero de los Manic Street Preachers, que tiene un montón de detalles terribles. Tiene algunos, surgidos de la investigación policial posterior a su desaparición, que son impactantes. Aún hoy siguen apareciendo datos que abren nuevos caminos de investigación para saber qué pasó con este tipo, si efectivamente se suicidó o si está escondido en un paraíso fiscal. Detrás de eso hay una banda que nunca pudo despedirse de un compañero, una madre que todavía está buscando a su hijo y una familia que sigue sin poder enterrarlo.  
-Una historia de duelo permanente, un sentimiento familiar a todos los argentinos.
-Especialmente. No hay nada más duro que desaparecer completamente de la faz de la tierra. Le deja a los que quedan un dolor que no cesa.

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentina.

sábado, 23 de febrero de 2019

CINE - Murió Stanley Donen, director de "Cantando bajo la lluvia" y "Charada": Shame on You, Hollywood!

Que Stanley Donen, director de algunos de los clásicos más grandes de la historia de Hollywood como Cantando bajo la lluvia (1952) o Charada (1963), se haya muerto ayer a los 94 años, justo el día anterior a la ceremonia de entrega de los Oscar, es un cachetazo inesperado para varios. En primer lugar, y sobre todo, para la famosa Academia de Hollywood, que no solo nunca lo premió con una de sus icónicas estatuitas por su labor al frente de sus casi 30 películas, sino que ni siquiera tuvo la lucidez de nominarlo en la categoría de Mejor Director. Nunca. Suena increíble y lo es. El hombre que estuvo detrás de títulos como Siete novias para siete hermanos (1954), La indiscreta (1958) o Un camino para dos (1967), considerado uno de los maestros de la época más luminosa de la comedia musical, el que dirigió a Fred Astaire, Janet Leight, Gene Kelly, Audrey Hepburn, Frank Sinatra, Ingrid Bergman, Cary Grant, Elizabeth Taylor, Gregory Peck, Sofía Loren y los nombre siguen (y siguen), fue premiado en los festivales de Venecia y San Sebastián, nominado en Cannes, en Berlín e incluso a los Razzie (la parodia de los Oscar que premia a las peores películas de cada año), pero nunca fue tenido en cuenta para los premios de Hollywood, su propia casa. Y no solo fue ignorado por los Oscar: tampoco fue nominado ni una sola vez a los Globos de Oro. Estos datos, que por un lado hablan de la subjetividad de las nominaciones, por otro también confirman el valor relativo de estos premios. En otras palabras: si los miembros de la Academia nunca consideraron oportuno nominar a un maestro como Donen, entonces sus Oscar no pueden valer mucho.
Es imposible no mirar la filmografía de Donen sin pensar de inmediato en que es demasiado buena para ser real. Tuvo su debut a los 25 años, llegando a la meca del cine como asistente personal de Gene Kelly, a quien había conocido en Broadway, donde primero fue bailarín y luego coreógrafo. Y ya en su primera película, Un día en Nueva York (1949), codirigida con Kelly, le tocó estar a cargo de un elenco que incluía no solo a su mentor y amigo, sino nada menos que a Frank Sinatra, pareja que venía de dos exitazos como Levando anclas (1945, en la que Kelly baila en una famosa escena con el ratón Jerry) y La bella dictadora (junto a Esther Williams, también de 1949). Donen comprobó que no era fácil trabajar con estrellas, pero demostró tener con qué. Por empezar, Sinatra no quería ser parte de la película, pero el productor Arthur Freed lo convenció con la promesa de que podría cantar “Lonely Town”, una balada de Leonard Bernstein que a La Voz le encantaba. Sinatra llegó a grabar la canción, pero se enojó mucho cuando Donen y Kelly decidieron no filmar la escena en donde debía interpretarla. Y se sabe que Sinatra enojado no era cosa fácil. Ya en sus últimos años Kelly manifestaba un gran cariño por Una noche en Nueva York. No sólo por el trabajo con Donen, sino porque creía que si bien había hecho mejores películas, aquella había sido filmada en “el pico de su talento”.
El siguiente paso de Donen como director fue también el primero sin la compañía de Kelly y al mismo tiempo representó para él un sueño cumplido: trabajar con Fred Astaire en Boda real (1951). En ella Astaire realiza una coreografía en la que baila en el piso, las paredes y el techo de una habitación. Por esa escena Donen fue contratado en 1986 para dirigir el video “Dancing on the Ceiling”, uno de sus últimos trabajos, en el que Lionel Richie hace lo mismo. Donen nunca ocultó su admiración devota por el gran maestro de la danza cinematográfica, a quien admiraba desde que a los 9 años viera Volando hacia Río (1933), segunda película de Astaire y la primera en la que compartió elenco con su pareja de baile perfecta, Ginger Rogers. “Me pareció que la vida merecía ser vivida gracias a Fred Astaire”, dijo Donen alguna vez, recordando aquel momento epifánico frente a la pantalla. Tanto, que Astaire se convirtió en la influencia definitiva para comenzar en la adolescencia sus estudios de danza. Con apenas 16 años, Donen se mudó a Nueva York desde su Carolina del Sur, donde nació en 1924, y un año después debutaba en Broadway en la obra Pal Joey, dirigida por George Abbott, donde conocería a Kelly, el hombre que le cambiaría la vida. Donen volvería a dirigir a Astaire en La Cenicienta en París (1957), que también marca el comienzo de sus colaboraciones con Audrey Hepburn.
Su relación con Gene Kelly fue decisiva en la vida de ambos y no solo en el terreno de lo cinematográfico, donde dirigieron juntos otras dos películas además de aquel debut de 1949: Siempre hay un día feliz, de 1955, y la célebre Cantando bajo la lluvia. Esta última se encuentra al tope de los musicales mejor puntuados por los usuarios de la plataforma IMDb.com y segunda, después de El mago de Oz (King Vidor y Victor Flemming, 1939), en la lista de los 100 Mejores Musicales de la Historia confeccionada por el sitio Rottentomatoes.com. Con él compartieron su pasión por el baile, la coreografía, las películas e incluso una mujer, Jeanne Coyne, que fue la primera esposa de Donen entre 1948 y 1951, y que casi una década después se casó con Kelly, con quien tuvo dos hijos. El trabajo en pareja es otra de las características que marcan la obra de Donen, quien en 1955 filmó Un extraño en el paraíso en tándem con Vincent Minelli y también formó dupla creativa con Abbott, con quien compartió el rol de director en Juego de pijamas (1957) y Lo que Lola quiere (1958).
Entre los méritos de Donen se cuentan también el de haber convertido en clásicos a películas como Siete novias para siete hermanos, por la que los productores no daban dos pesos. El director fue obligado a filmar en los mismos sets que ya se habían utilizado en películas de mayor presupuesto, entre ellas Brigadoon, firmada por Minelli y estelarizada por Kelly, que luego tuvieron mucha menos repercusión que el film de Donen, realizado con un elenco de actores casi desconocidos. Otro de los muchos puntos altos de su carrera llegaría con el estreno de Charada, comedia de romance y misterio protagonizada por la encantadora pareja que para la ocasión formaron Cary Grant y Audrey Hepburn. A partir de la trama de misterio, llena de giros sorpresivos y la presencia de Grant en el rol protagónico, es usual encontrar que muchos definen a Charada como la película más hitchockiana que no dirigió sir Alfred Hitchcock. El vínculo les hace justicia a ambos directores. No es casual que, al igual que Donen, Hitchcock nunca haya sido reconocido por la Academia de los Oscar. Aunque al menos al director de Psicosis (1960) se acordaron de nominarlo cinco veces, ambos debieron conformarse apenas con unos Oscar honorarios, esos que se entregan de compromiso para corregir lo incorregible. Shame on you, Hollywood!

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

viernes, 22 de febrero de 2019

CINE - "Cafarnaúm, la ciudad olvidada" (Capharnaúm), de Nadine Labaki: Una ética del dolor

Nominada al Oscar en el rubro Mejor Película en Lengua Extranjera, donde competirá contra el caballo del comisario, la ubicua Roma de Alfonso Cuarón, Cafarnaúm, la ciudad olvidada es el tercer largo de la celebrada cineasta libanesa Nadine Labaki. Celebrada porque sus películas anteriores -Caramel (2007), ¿Y ahora a dónde vamos? (2011)-- le valieron una merecida fama de artista sensible, que se tradujo en una nutrida agenda en festivales como Cannes, Rotterdam, San Sebastián o Toronto. En varios de ellos incluso ganó premios del público, detalle que habla de su facilidad para conectar con el espectador. Ambos trabajos dan cuenta además de su buen pulso para moverse entre el drama y la comedia, sin que ello signifique abordar con ligereza temas complejos como la condición femenina o el peso de las identidades religiosas en el mundo árabe.
Si bien todo esto también forma parte de Cafarnaúm, existen esta vez una serie de elementos que rompen el equilibrio que Labaki había logrado en su obra previa. Acá narra la vida de Zain, un niño libanés de doce años que parece más chico, protagonista excluyente de la película. La misma avanza siguiendo el devenir de sus penurias que, se intuye, no son más que el reflejo de una realidad inevitable para los nenes de las clases bajas de países como Líbano, Siria, Palestina o Afganistán. Pero también para los que han nacido en la mayoría de los países de África o América latina. Incluida la Argentina, donde la pobreza es una epidemia en plena expansión y los abusos contra menores no son precisamente infrecuentes.
Cafarnaúm comienza con unos chicos jugando a los soldados en las calles de un barrio pobre. Aunque llevan armas hechas de madera y botellas de gaseosa vacías, no es difícil reconocer en sus movimientos una íntima familiaridad con los paisajes bélicos. Pero Labaki no está interesada en el panorama geopolítico, sino en tratar de pegarse a Zain para convertirse en testigo de su intimidad, responsabilidad que a través de su película traslada al auditorio. Así se sabrá que Zain está preso en una cárcel para adultos, condenado a cinco años por haber apuñalado a un hombre. "A un hijo de puta", dice Zain ante el juez que instruye la causa que el chico, ya preso, decide llevar contra sus propios padres, acusándolos de haberlo traído al mundo. A partir de ahí, dando un salto temporal hacia el pasado, Labaki reconstruirá el camino que su personaje debió recorrer para llegar hasta ahí.
Zain trabaja más que sus padres para mantener una familia que comparte con cinco o seis hermanas menores. Y se preocupa por ocultar la llegada a la pubertad de una de ellas, Sahar, de once años, y así evitar que la entreguen en matrimonio a un tipo de casi 30. No lo conseguirá, claro. Entonces escapará de su casa y hará amistad con Rahil, una inmigrante africana que lo lleva a vivir con ella a su casilla de chapa. Ahí cuidará al bebé de la mujer mientras ella va a trabajar. Hasta que Rahil es detenida por ilegal y Zain se queda solo. O no tan solo: ahora tiene que cuidar a un bebé.
Cafarnaúm no ahorra golpes de efecto, algunos sensiblemente bajos, para contar las desgracias de Zain, lista que acá se deja incompleta para evitar el spoiler, pero que se irá poniendo cada vez peor. También es cierto que Labaki consigue momentos de humor y ternura incluso en medio del horror más grande, y que el pequeño Zain Al Rafeea se luce en la piel del protagonista. Sin embargo el objetivo final es retratar la miseria, el dolor y la furia de Zain sin filtros, con crudeza y sin piedad. Ahí aparecen las preguntas y sobre todo una: ¿Por qué? Todo ser humano sensible, incluido el argentino de clase media, intuye que la realidad es un abismo, un infierno en el que la mayoría sufre más de lo que le es dado imaginar. El mundo es una mierda, sí. ¿Pero alcanza ese argumento para crear un personaje con el único fin de herirlo a discreción, de provocarle todos los daños posibles frente a un auditorio, solo para ilustrar que el mal existe? ¿Alcanza con la excusa de que el mundo es un lugar espantoso para convertir al cine en un dispositivo de agresión, que tiene como primera víctima a su propio protagonista y a través de él al conjunto de los espectadores? Preguntas difíciles que cada espectador deberá responder solo frente a la pantalla (o no). La película de Labaki habla por ella con elocuencia. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

CINE - "Venganza" (Cold Pursuit), de Hans Petter Moland: El standar Neeson en su punto más alto

Desde que en 2008 protagonizó Búsqueda implacable, el nombre de Liam Neeson se convirtió en sinónimo del héroe de acción entrado en años. Y un poco más también: al momento del estreno de Venganza, del noruego Hans Petter Moland, el actor irlandés que se hizo mundialmente famoso con La lista de Schindler (1993), opus magnum de la filmografía “seria” de Steven Spielberg, está cerca de cumplir 67 años, extendiendo su rango heroico hasta la tercera edad (o casi). Desde entonces y contando los dos mencionados, son diez los títulos cuyos argumentos pueden resumirse en una sola frase: “Liam Neeson ahora pelea solo contra todos para...” La línea de puntos debe completarse con diferentes opciones: a) salvar a una hija/hijo de diferentes mafias; b) recuperar su memoria y averiguar quién lo quiere matar; c) resolver un crimen durante un viaje en avión/tren/otros; d) sobrevivir a una manada de lobos en la nieve; e) vengar el asesinato de un pariente muy cercano. A la última categoría pertenece Venganza. El muerto esta vez es un hijo y el objeto de su ira serán los miembros de un cartel narco dirigido por un dandy y psicótico, en alguna parte helada de Estados Unidos o Canadá.
En contra de lo que se podría suponer, estas diez películas funcionan lo suficientemente bien como para que los guionistas sigan produciendo material a su medida. Y en especial esta última, que le aporta un nuevo y bienvenido ingrediente a la repetida receta del cóctel Neeson: el humor. En Venganza hay muchos y muy diversos tipos de humor y a todos ellos Moland los maneja con un timing que cualquier director de comedias le envidiaría. De diálogos filosos a lo Tarantino hasta el absurdo, pasando por un humor naíf al que el contexto vuelve negrísimo, el director noruego se vale de todos los recursos y de una amplia paleta de personajes secundarios para aligerar la trama violenta y muscular, cuyo garante es, por supuesto, el propio Neeson. Pero aún cuando la risa es parte fundamental de su éxito, de ningún modo se trata (solo) de una comedia. Como tampoco es nada más que un drama, un policial o una película de acción. En la suma de los elementos que le dan forma a Venganza ninguno de los términos es más importante que el resultado final. El producto es una película de trama ajustadísima, donde todo encaja a la perfección.
Además es la primera vez que este personaje del vengador/justiciero empujado por circunstancias que le son ajenas, no ha sido escrito pensando en Neeson. Venganza es el remake de la película noruega Por orden de desaparición (Kraftidioten, 2014), protagonizada por el sueco Stellan Skarsgård y también dirigida por Moland, que tuvo un auspicioso paso por la Competencia Oficial de la 64° Berlinale y que en Argentina solo se proyectó en la edición 2015 del desaparecido Festival Pantalla Pinamar. Muchos de los aciertos de Venganza son herencia recibida de Por orden de desaparición, al punto de que por momentos parece fotocopiada. Lo cual no está mal teniendo en cuenta que en el original todo funcionaba de modo igualmente preciso.
Sin embargo hay algunos cambios, notorios más por el efecto que causan que por su incidencia en la trama. El caudal humorístico es uno de ellos, mucho más abundante y ajustado en esta nueva versión, generando que la película pierda casi por completo cierto tono oscuro que definía a la versión noruega. El otro cambio es el personaje del malo. No es que haya muchas diferencias en el perfil del narco obsesivo, sociópata y padre de familia interpretado acá por Tom Bateman y en la otra por Pål Sverre Hagen. Ambos resultan muy atractivos en términos dramáticos y funcionan como contraparte perfecta del héroe. La diferencia es que Hagen consigue ir unos pasos más allá que Bateman en la crueldad y falta de empatía que muestra su personaje, haciéndolo por un lado más intimidante pero también más divertido. Y ya se sabe lo importante que es el villano de una película: cuanto más malo, mejor; y en eso lleva ventaja la original.  

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

viernes, 15 de febrero de 2019

CULTURA - Los códigos del fútbol: Hablemos de civilización

El fútbol en la Argentina es un deporte con reglas propias que sus seguidores conocemos bien.
Entendemos que si sos simpatizante de Huracán o de San Lorenzo la avenida Caseros es una frontera tan peligrosa como Panmunjeom y que al otro lado hay sicarios siempre dispuestos a escalparte por un sueño.
O que andar con la remera de Banfield, Lanús o Quilmes por los mil barrios del sur, equivale a correr el riesgo de ser sodomizado por fanáticos de un club de fútbol distinto cada 15 cuadras.
O que si te quedás dormido viajando en el tren Sarmiento con la de All Boys, siempre existe la posibilidad de despertarte sobresaltado entre las estaciones de Haedo y Castelar, mientras un grupo de hinchas del gallito de Morón te arrastra de los pelos para tirarte a las vías con la formación en movimiento.
O bajarte con tu novia del 166 en la parada incorrecta con una mochila con el escudito de Vélez y que los hinchas del entrañable bichito colorado de La Paternal los corran a los dos por la Juan B. Justo, sin que ningún vecino mueva un dedo para evitar una masacre.
O si sos de Avellaneda, festejar los 6 años de tu hijo regalándole una remerita de Independiente y que su padrino, tu amigo de toda la vida, hincha enfermo de Racing, lo quiera apuñalar con un Tramontina al grito de “a estos amargos hay que matarlos de chiquitos”. Cosas que pasan.
O ser de Central o de Ñewell’s en Rosario; de Estudiantes o Gimnasia en La Plata; de Belgrano o de Talleres en Córdoba; o de Alvarado o Aldosivi en Mar del Plata y crecer sabiendo que de buena gana la mitad de tus vecinos te quebrarían las tibias con una pala de punta los 365 días del año.
O simplemente ser de River o de Boca y tener la certeza de que la mitad del país está esperando a que te des vuelta para abrirte la espalda a machetazos, para después jugar a la payana con tus vertebras.
Sabemos todo eso, pero está todo bien. No pasa nada. Tenemos claro que esas cosas no son más que folclore, notas de color, costumbres argentinas. Parte del ser nacional. Algunos desde la televisión llaman a todo esto los códigos del fútbol e insisten en que, como ocurre con cualquier pacto social, deben ser respetados con honor. No vaya a ser cosa que terminemos cayendo en la agresión gratuita, en el salvajismo propio de pueblos que no conocen la palabra civilización, como la conocemos nosotros, que somos una República muy educada.

CINE - "Feliz día de tu muerte 2" (Happy Death Day 2U), de Christopher Landon: La gracia sigue, la sorpresa no

Cuando se estrenó, a finales de 2017, Feliz día de tu muerte representó una sorpresa tan módica como grata en el territorio de las películas de terror producidas por la fordiana línea de montaje hollywoodense. Dirigida por Christopher Landon –que no es otro que el hijo del actor Michael Landon–, aquella película contaba la historia de Tree, una joven un poco hueca y superficial que era asesinada en un campus universitario la noche de su cumpleaños. Lejos de morir, la pobre se veía envuelta en la maldición de despertarse una y otra vez en el mismo día, el de su muerte. Aunque es verdad que había cierto componente aleccionador en ese recurso repetitivo –ambos elementos “heredados” de Hechizo de tiempo, la obra maestra de Harold Ramis–, la película atravesaba con verdadera gracia cada situación, atreviéndose a jugar con el humor negro y hasta el slapstick. De hecho, es mucho más apropiado calificarla como comedia que como film de terror, aunque también encaja perfectamente en el subgénero de los slashers.
Resultaba difícil imaginar que la película pudiera tener una continuación, sin embargo... El buen rendimiento en las boleterías consiguió que una vez más se produzca el milagro de la secuela. Dirigida de nuevo por Landon, que ahora también es guionista, Feliz día de tu muerte 2 mantiene el mérito de su gracia aunque pierde, por supuesto, algo de sorpresa. Aun así, el hijo de Charles Ingalls se las ingenia para encontrar una vuelta de tuerca que funcione como disparador. En primer lugar hace que esta vez quien padece la maldición sea Ryan, un nerd que en la primera era apenas un personaje secundario, quien junto a dos compañeros lleva adelante un proyecto de ciencias que resulta ser lo que provoca el inicio del ciclo de repeticiones. De esa forma, aquello que en la película anterior solo podía explicarse desde lo mágico o fantástico acá pasa a tener un origen científico. Por supuesto, Tree será la única que pueda ayudar a Ryan a resolver el laberinto temporal, pero como ocurre con todos los experimentos en el cine, algo saldrá mal. Tanto, que la maldición volverá a cambiar de dueño y caerá otra vez en la pobre e iracunda joven.
En ese punto, la película complejiza el asunto de las repeticiones con la teoría de los universos paralelos, haciendo que Tree se encuentre ahora dentro de una realidad que a partir de ligeros cambios ofrece grandes diferencias. Un dilema ético que la obliga a elegir en cuál de esas realidades tiene más ganas de vivir (o de morir). El problema que se lleva puesta a esta secuela es su necesidad de expresar un mensaje de forma explícita. Es cierto que ese elemento ya estaba presente en el primer episodio, pero la potencia del artificio cómico del ciclo de repeticiones conseguía absorberlo, limitándolo a un espacio visible pero secundario. A diferencia de eso, en Feliz día de tu muerte 2 el elemento aleccionador se vuelve primordial en la resolución del dilema, anteponiendo una intención moral al mecanismo cinematográfico, debilitando el lado cómico y entorpeciendo el resultado final. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

jueves, 14 de febrero de 2019

CINE - "Battle Angel: La última guerrera" (Alita Battle Angel), de Robert Rodríguez: Identidad y autopercepción

La nueva película del director estadounidense de padres mexicanos Robert Rodríguez es en realidad un proyecto que James Cameron, director de Titanic, relegó durante la segunda mitad de la década pasada para abocarse a la realización de Avatar (2009), el mayor éxito comercial de la historia del cine hasta el momento. Se trata de Battle Angel: La última guerrera, adaptación de la historieta japonesa GUNNM, creada a comienzos de los años 90 por Yukito Kishiro, donde se cuenta la historia de una androide adolescente cuyos restos son hallados en un basural por el doctor Ido, quien la reconstruye y adopta como su hija. Al reiniciarse, la joven cuyo cuerpo combina lo mecánico con un cerebro humano descubre que ha perdido la memoria, pero cuando comienza a revelar casi de forma inconsciente enormes habilidades para la pelea cuerpo a cuerpo, el misterio por ese pasado olvidado se vuelve una obsesión.
Aunque a primera vista la adaptación parece muy obediente de la obra original, lo cierto es que los guionistas Rodríguez, Cameron y Laeta Kalogridis se encargaron de “occidentalizar” el cuento, modificando detalles importantes. Por ejemplo, radicalizando el vínculo que el doctor Ido desarrolla con Alita, a quien en el comic bautizaba igual que a su gata, pero que en la película recibe no solo el nombre de una hija muerta, sino también el cuerpo robótico que este había construido para intentar sin éxito salvarle la vida. Ese detalle por un lado acentúa el vínculo con la historia de Pinocho, escrita a finales del siglo XIX por el italiano Carlo Collodi, pero también aporta un trasfondo mucho más freudiano que acerca a Battle Angel al espíritu de las tragedias clásicas.
La mención a Pinocho permite trazar otras relaciones. En primer lugar, la que la protagonista mantiene con Astroboy, personaje fundacional del manga y el animé japoneses creado por el padre de esos géneros, Osamu Tezuka, que también estaba inspirado en la obra de Collodi. Los tres personajes –Pinocho, Astroboy y Alita– no solo tienen en común el hecho de ser avatares de lo humano, en los que sus creadores depositan el dolor de sus paternidades fallidas, sino que en los tres casos se trata de muñecos dotados de conciencia, cuyas existencias ponen en cuestión los límites de lo humano. En esa hibridación radica uno de los puntos de apoyo en los que se sostiene la adaptación de Rodríguez y Cameron.
Una hibridación que no solo llevan más allá de lo específicamente tecnológico, sino que amplían a cuestiones étnicas y de clase. Esto último, que ya se hallaba presente en el comic, se expresa de forma muy gráfica, dividiendo a la sociedad en dos mitades: la clase alta que habita en Salem, la última de las ciudades flotantes, y la clase baja que vive en la proletaria Iron City, en la superficie del planeta. Pero en la película este asunto se traslada además a la cuestión “racial”: arriba la elite blanca; abajo un mejunje multicultural de descastados. No es casual que Iron City haya sido diseñada como una populosa ciudad tercermundista y que, vista desde los Estados Unidos, su estética redunde en una clara representación del otro lado de la frontera. De ese modo, la idea de la migración como búsqueda de ascenso social se vuelve literal y el fantasma del muro trumpeano se pasea, apenas disimulado, a lo largo del relato. Todas son ideas que el sudafricano Neil Blomkamp utilizó de manera casi idéntica en su película de 2013, Elysium.
Es cierto que en su afán de convertir a una historieta de culto en un blockbuster, sus responsables se pasaron un poco de la raya en eso de tender puentes hacia distintas formas del relato popular, como la novelita teen, el melodrama lacrimoso o directamente el culebrón familiar. Aún así Rodríguez –cuya filmografía muestra un claro fervor por las historias infantiles– consigue imponer su habilidad para contar simple y entretener, aunque siempre con esos límites marcándole la cancha desde lo narrativo.
Sin embargo, hay algo en Battle Angel que trasciende todo eso y que tiene que ver con el concepto de autopercepción y construcción de la propia identidad, convirtiéndola en un símbolo de época. Alita debe construirse a sí misma, ya que aún siendo máquina se autopercibe mujer y del mismo modo es percibida por los demás. Y una mujer que además pisa fuerte en un mundo de hombres, un detalle para nada inocuo en tiempos de Harvey Weinstein, #meetoo y #NiUnaMenos. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

domingo, 10 de febrero de 2019

LIBROS - "GUNNM: Battle Angel", de Yukito Kishimiro: Una androide adolescente de armas tomar

Entre los estrenos que llegarán a los cines de todo el país el próximo jueves se encuentra Battle Angel: La última guerrera, la nueva película del director de Sin City, Robert Rodríguez. En ella cuenta la historia de una androide adolescente que es descubierta en la basura por un científico, quien la reconstruye, la adopta como su hija y la acompaña en la complicada tarea de redescubrir quién es y cuál es su lugar en el mundo del año 2500. Aunque muchos descubrirán recién ahora a Alita, su protagonista, gracias a este proyecto que comenzó hace más de 15 años de la mano del director y productor James Cameron (Titanic; Avatar; Terminator), se trata de una historia que nació muchos años antes, muy lejos de Hollywood.
La historia tiene su origen en Japón como una novela gráfica típica del manga, nombre con el cual se conoce a la historieta oriental, sobre todo a la de procedencia nipona. Su creador es Yukito Kishimiro y el nombre original de la novela es GUNNM, pero se la conoce internacionalmente como Battle Angel (Ángel de combate). La misma nace a comienzos de la década de 1990 y comparte el espíritu de algunos del los clásicos del manga y el animé (los dibujos animados japoneses). Algunas de estas referencias son obvias. Es fácil reconocer en la historia de Gally –nombre que recibe la protagonista en la versión japonesa— los mismos elementos que le dan forma a la de Astroboy, el niño robot creado por Ozamu Tezuka en 1952, tal vez el clásico más grande del manga y el animé. Tanto una como el otro son androides en los que la tecnología es combinada con elementos orgánicos humanos por dos científicos, que luego adoptan a los jóvenes robots como sus hijos. Ambos casos también dialogan de forma directa con Pinocho, una de las obras emblemáticas de la literatura italiana, escrita en la segunda mitad del siglo XIX por Carlo Collodi. Los tres personajes no son otra cosa que muñecos dotados de consciencia cuyas existencias ponen en cuestión los límites de lo humano.
Aunque existen diferencias entre a la novela gráfica y su versión cinematográfica, puede decirse que Rodríguez a realizado una adaptación “obediente”. Es cierto que la película incorpora subtramas o le cambia el orden a algunos hechos con el fin de convertirla en un relato clásico respecto de la mirada occidental, pero respeta con rigor el espíritu general. Por su parte la novela también es absolutamente clásica en términos orientales, utilizando con eficacia herramientas como el humor, el absurdo y el melodrama.
Por supuesto que ambas versiones de Battle Angel pueden ser conocidos de forma independiente, pero vale la pena darle una oportunidad a los nueve volumenes de la novela gráfica publicados por Editorial Ivrea, impresos respetando el sentido de lectura oriental, que para un lector argentino equivale a leer un libro de atrás hacia adelante. Un detalle adicional que potencia la experiencia de la lectura.
Battle Angel y su protagonista vienen a sumarse a diferentes universos dentro de la cultura pop, ya sea en los territorios del cine, la historieta o la ciencia ficción. Por un lado dentro del manga, donde la novela de Kishimiro pertenece a un subgénero en el cual prevalecen los elementos del cyberpunk (hibridación entre lo humano y la tecnología, escenarios distópicos o posapocalíticos, etc). Espacio que comparte con clásicos como Akira (1982) de Katsushiro Otomo, o Ghost in the Shell (1989) de Shirow Masamune. Como Batlle Angel, esta última también tiene como protagonista a una chica androide de armas tomar y fue “hollywoodizada” en 2017 con Scarlett Johansson como protagonista. Algo que no es tan raro en obras populares producidas en oriente como lo es en occidente, donde no abundan las heroínas de acción. Una tendencia que en los últimos años ha comenzado a revertirse a partir de películas como Divergente, Los juegos del hambre o Mujer maravilla; personajes como el de Charlize Theron en Mad Max: Furia en el camino, la Trinity de Carrie-Anne Moss en Mátrix; o más atrás en el tiempo, las icónicas Sarah Connor y la teniente Ripley con las que Linda Hamilton y Sigourney Weaver alimentaron los universos de Terminator y Alien, hace 40 años. A esa estirpe se debe añadir ahora a Alita, interpretada CGI mediante por la actriz estadounidense de raíces latinas Rosa Salazar.

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.

CINE - "Mocha", de Francisco Quiñones Cuartas y Rayan Hindi: Educación que incluye

A pesar de su factura simple que por momentos roza lo amateur, el documental Mocha, dirigido por el tándem integrado por Francisco Quiñones Cuartas y Rayan Hindi, tiene la potencia de lo espontáneo. También es cierto que espontaneidad frente a la cámara no es lo que le sobra a algunos de sus protagonistas durante las primeras escenas de la película. En ellas un grupo de jóvenes, alumnos del Bachillerato Popular Mocha Celis, el primero con perspectiva de género del país (y alguno se atreve a decir que también del mundo), ensayan una y otra vez junto a sus profesores las tomas de presentación del documental, en el que contarán la historia de esta escuela única. Una tarea que se vuelve doble, ya que hacerlo implica necesariamente narrar también la historia de Mocha, una travesti analfabeta de origen tucumano asesinada por la policía en la década de 1990, en cuyo honor se bautizó a la escuela.
Presentados los lineamientos básicos, no es difícil imaginar que en el relato predominarán el tono emotivo y una estética desordenada que proviene de sus protagonistas y hacedores: los adolescentes, jóvenes y adultos que asisten a bachillerato para terminar la secundaria, quienes además son los autores del guión. Que uno de los directores del documental – Quiñones Cuartas— sea también el director de la escuela termina de darle a la película un aire de obra colectiva.
La narración avanza sobre dos líneas principales. Por un lado los testimonios de los alumnos, que reivindican y agradecen la posibilidad de pertenecer a una institución infrecuente que lejos de querer normalizar a sus miembros acepta y fomenta las diferencias. Curiosamente este respeto por la individualidad no se opone al carácter colectivo recién mencionado, sino que se trata de opuestos que se justifican: la fortaleza de ese vínculo común se basa sobre todo en la aceptación del otro como ser único e irrepetible. Las voces de los alumnos dan cuenta de las dificultades que acarrea pelear por la unicidad de sus identidades y el alivio que representa haber dejado de hacerlo al menos en el marco de la escuela.
El segundo nivel tiene que ver con el rescate de Mocha, una de las tantas travestis y trans que fueron (y aún son) víctimas de la intolerancia. Y lo hace a través de una serie de testimonios, pero también recurriendo a la dramatización. Es cierto que desde lo cinematográfico este punto resulta el más débil, sin embargo los protagonistas consiguen sostenerlo contra viento y marea supliendo con emoción las carencias de la técnica. Pero llegado a este punto ya no importa si se trata de una película perfecta desde lo fotográfico o desde la puesta en escena, sino su eficacia para revelarle al espectador un fragmento de la realidad que permanecía oculto a la vista de todos. ¿No es ese uno de los objetivos del cine documental? 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

sábado, 9 de febrero de 2019

CINE - "El día que resistía", de Alessia Chiesa: El juego, el tiempo y la infancia


Tras su paso por la edición 2018 de la Berlinale, donde tuvo su premiere mundial y formó parte de la sección Generation Kplus, este domingo a las 19:30 llega al espacio cine del Malba El día que resistía, opera prima de Alessia Chiesa. Se trata de la historia de tres chicos que han quedado solos en su casa esperando el regreso de sus padres, durante un lapso de tiempo difícil de mensurar que los obliga a recorrer un complejo arco dramático. Mientras al comienzo viven esa soledad desde el desborde, atravesando todos los límites parentales –desde comer golosinas a manos llenas hasta dormirse tarde—, a medida que la ausencia se prolonga deben lidiar con sus miedos y carencias, mientras van apareciendo los conflictos de poder.
Como si se tratara de una versión minimalista y onírica de El señor de las moscas, novela del inglés William Golding, El día que resistía coloca a esos chicos frente a la fantasía de una autonomía idílica, en la que estar solos y ser grandes es el mejor de los juegos, para luego disolverse de a poco en la ominosa presencia de lo cotidiano. Curiosamente Chiesa elige retratar ese camino como si lo mirara con el lente cambiado, de modo que el momento feliz de los juegos es narrado mucho más cerca del naturalismo, para ir penetrando en lo fantástico a medida que la historia avanza. Deudora del espíritu de los cuentos de hadas (incluso se diría que de la lectura que el austríaco Bruno Bettelheim hizo de ellos en su libro El psicoanálisis de los cuentos de hadas), El día que resistía aborda el núcleo de lo infantil, retratándolo en su esencia y logrando construir un relato cinematográfico a partir de las reglas de un juego de chicos. Una experiencia sensorial.
“Cuando estaba terminando de filmar un corto empecé a tener ideas que tenían que ver con algunos recuerdos y se me metió en la cabeza que podían ser el germen para un largo”, dice Chiesa. “Mientras las escribía me daba cuenta que se trataba de un relato incompleto y que en él la presencia infantil era inevitable. Al avanzar con la escritura eso se fue volviendo un desafío en el que había algo de exploración acerca de cómo trabajar con chicos en el cine. Es decir, lograr que esta historia no la escribiera yo sola para entregársela a ellos, sino hacer algo que les permitiera a ellos mantener la autenticidad y a mí generar mi historia a partir de un diálogo”, continua.

-¿Con que herramientas trabajaste para iniciar ese diálogo y lograr la naturalidad que se ve en la película?
-Creo que todos, incluidos los chicos, tenemos la capacidad de entender los mecanismos de la fabricación de un relato y a la vez una disposición total hacia el juego y la imaginación. La clave para que los chicos se enganchen es que les interese la historia. Lo primero que hice fue contárselas como si se tratara de un cuento y así fui viendo hasta qué punto los movilizaba. Después conversábamos sobre lo que les contaba y charlábamos acerca de lo que podía significar. A partir de eso empezaron a apropiarse de la historia y a jugar a interpretarla, de la misma forma en que cualquier chico juega a ser el personaje de una película o de un programa de televisión. Y como esos personajes que debían interpretar se correspondían con las edades de cada uno de ellos, la identificación era casi directa.  
-¿Hubo diferencias en la forma en que trabajó con cada uno?
-Los más chiquitos se enganchan con mayor facilidad con el juego, de forma más libre, y las más grande se convirtió más en una aliada mía, porque ella tenía una noción más clara de que estábamos haciendo una película. Pero yo quería sacarla de eso, porque necesitaba que estuviera más del lado de la niñez. Finalmente es ella la que guía el punto de vista de la película, que tiene que ver con esta duplicidad, con el conflicto entre el dejarse llevar por la imaginación o por la racionalidad, entender lo que está pasando.  
-El personaje de la niña mayor comienza la película inmersa en el juego, pero de a poco se va sobrecargando de responsabilidades.
-Y con los recursos que ella tiene, que siguen siendo infantiles. En especial el mimetismo con los adultos. Ella sabe que leyendo puede encontrar alguna respuesta, que repitiendo lo que hacen sus padres puede llegar a ir más lejos. Sabe que si lava la ropa, si mantiene lo cotidiano, esta realidad puede subsistir hasta que los padres vuelvan. Yo creo que ella no sabe muy bien hacia dónde está yendo, pero quiere hacerles creer a los más chiquitos que sí y eso es exactamente lo que hacemos todos los adultos con los niños.  
-La película está llena de enigmas, pero hay uno que tiene que ver con el tiempo: ¿cuánto transcurre mientras los chicos están solos?
-El tiempo en sí siempre es un enigma. Creo que saber cómo manejarlo es la clave de cualquier relato. Yo quería comenzar con algo que fuera concreto y realista, e ir acercándome cada vez más a los niños para ir perdiendo paulatinamente esa noción del tiempo. Porque los chicos tienen una noción del tiempo muy distinta de la nuestra: no saben qué hora es, no saben cuántos días pasaron. Y eso retroalimenta la narración. Si yo hubiera marcado con precisión el paso del tiempo hubiera avanzado hacia un relato realista. En cambio yo quería que esas nociones se fueran perdiendo como una forma de ir acercándonos cada vez más a la forma de percepción de esos chicos. Más cerca de un relato fantástico, si querés.  
-Ese también es un recorrido que hace la película, yendo del realismo al relato fantástico. Y en ese punto lo siniestro que comienza a envolver a estos chicos parece provenir más de la fantasía que de la realidad.
-Diría oscuro más que siniestro. Creo que eso nace de los miedos, de ciertas alegorías mezcladas entre los miedos primarios, los típicos miedos infantiles. Cuando supe que iba a hacer una película con chicos sabía que no quería contar una historia realista. No por los niños en sí, sino más bien porque siento que los recuerdos pertenecen a una categoría de relatos imposibles. Siempre tuve el impulso de contar cosas que me pasaban, pero mientras más iba hacia ellas más me daba cuenta de que en realidad no sabía lo que había pasado. Que o bien todo era una invención, algo que quizá yo había imaginado, o una mezcla de un hecho real con algo que alguien me había contado. Eso me parece interesante: saber que hubo algo que pasó pero que no fue lo mismo para todos los que formaron parte. Y mientras más nos alejamos en el tiempo los rastros que van quedando se contaminan con lo que nos pasa. De algún modo quise filmar una especie de ensayo sobre el recuerdo, pero con esta cosa del relato fantástico al estilo argentino, que siempre se queda en la realidad pero con algo completamente extraño.  
-También existe la posibilidad de que la ausencia de los adultos no sea más que una invención de unos chicos que juegan a estar solos.
-Lo que me gusta de la película es que se la puede leer en miles de niveles diferentes. Para mí no se trata de una película que tenés que entender o no. Por eso todo el trabajo de imagen y sonido tiene que ver mucho con un juego de lo sensorial, porque los recuerdos no son solo hechos en una lista, sino esos olores o esas imágenes y sonidos perdidos. Cosas que quizás no cuentan algo muy concreto, pero que para uno son un mundo entero. Y esta película es eso: un mundo sensorial con el que todos pueden conectarse. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

jueves, 7 de febrero de 2019

CINE - "Escape Room: Sin salida", de Adam Robitel: Una imaginación con altibajos

Aunque no se trata estrictamente de una película de terror, Escape Room: Sin salida viene a ocupar ese lugar en la cartelera de esta semana. Y pese a que algunos aires de familia permiten vincularla con la saga El juego del miedo, esta película también se mantiene a una distancia prudencial de las principales características que convirtieron a aquella en una franquicia exitosa. Ambos universos comparten la idea de un juego sádico, en el que un grupo de personas encerradas debe aceptar y respetar las reglas en busca de sobrevivir. Pero mientras en El juego del miedo se utilizaba ese disparador para reproducir de modo explícito las aberraciones que sus jugadores eran obligados a cometer unos contra otros en busca de la supervivencia, en Escape Room prima la idea de equipo en donde los miembros deben colaborar para superar cada desafío.
Esas diferencias, que desde aquí se consideran argumentos que juegan a favor de Escape Room, son las que al mismo tiempo permiten suponer que en caso de convertirse en saga –una decisión nada improbable–, difícilmente consiga reportar a sus creadores los mismos y suculentos dividendos. La trama reúne a personas que, aunque son bien distintas entre sí, comparten la necesidad de enfrentar un reto. Una súper inteligente alumna de física que debe superar su introversión; un exitoso agente de negocios que parece tenerlo todo, pero necesita la adrenalina del desafío; un joven descastado a quien el sistema le niega oportunidades de progreso. Y así hasta completar el cupo de seis personajes en pugna, quienes reciben la misteriosa invitación para participar de un Escape Room: un juego de ingenio en el que un grupo es encerrado en un cuarto con un tiempo límite para resolver el enigma de cómo salir de él, a partir de pistas ocultas en su interior. Los pobres descubrirán por las malas de que acá la cosa es más jodida que los trucos de Houdini.
Los protagonistas irán superando los desafíos de cada habitación, que en realidad son trampas mortales, y algunos de ellos irán perdiendo la vida a medida que avanzan. Si bien el recurso de ambientar a cada cuarto y algunos de los retos propuestos resultan de un interés aceptable, otros en cambio rizan el rizo más que la peluquera de Shirley Temple y se pasan de la raya del verosímil. Aun así, toda esa parte proporciona un entretenimiento sino digno, al menos pasable. Pero las vueltas de tuerca finales no resultan nada sorprendentes y acaban precipitándose en la cajita de lo que cualquiera podría haber imaginado. Y nadie paga una entrada para salir de la sala con la sensación de que uno mismo podría haberlo hecho mejor.

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

domingo, 3 de febrero de 2019

LIBROS - Entrevista con Gabriel Rolón, autor de "La voz ausente": La maldad que se derrama en la pirámide social

El cuerpo de un psicólogo aparece con un tiro en la cabeza en su propio consultorio, pero milagrosamente sigue vivo. Para la policía se trata de un intento de suicidio y así caratulan el caso. El único que no está de acuerdo con esa mirada es Pablo Rouviot, colega y amigo de la víctima. Dueño de una mente meticulosa y analítica, Rouviot encuentra en la escena del crimen sutiles indicios que delatan un cuidado montaje para ocultar otra cosa: un asesinato planificado con siniestra inteligencia. Solo un hombre como él, que maneja con precisión las herramientas de la observación y la escucha activa, tendrá la capacidad de entrar en ese complejo laberinto y encontrar una salida.
Detrás de Pablo Rouviot, protagonista de La voz ausente (Emecé), la novela policial que se convirtió en el primer bestseller de 2019, hay otro psicoanalista. Se trata de Gabriel Rolón, el hombre que convirtió su profesión en un camino a otros oficios que abraza con igual pasión, como la escritura, el teatro o la radio, donde durante muchos años se desempeñó como escudero del gran Alejandro Dolina en el mítico programa La venganza será terrible. Como escritor Rolón reparte su tiempo entre libros que son una extensión de su trabajo en el diván, en los que relata historias vinculadas a su labor en el consultorio, y su obra de ficción, a la que pertenece Rouviot. Con él como protagonista ya había publicado la novela Los padecientes, uno de los libros más vendidos de 2010 y adaptada al cine en 2017.
No deja de resultar significativo que personaje y autor compartan las herramientas del psicoanálisis. Un detalle nada menor que permiten pensar a uno como alter ego del otro, dando lugar a una paradoja curiosa. Que el autor sea capaz de analizar a su personaje en el sentido más freudiano del término, pero que en ese mismo acto tal vez esté hablando de sí mismo.  

-Para tratar de entender cómo funciona la mente meticulosa del sospechoso, Rouviot necesita poner en marcha sus propios mecanismos rituales. Parafraseando al General: ¿podríamos decir que para desenmascarar a un obsesivo no hay nada mejor que otro obsesivo?
-A ver... Creo que para descubrir a un obsesivo no hay nada mejor que un analista. Y, si bien los analistas podemos ser obsesivos de nuestros trabajos, en realidad trabajamos más sobre una estructura histérica, donde el deseo circula de un modo extraño, un poco insatisfecho, un poco errático. La práctica clínica sigue más las leyes de la histeria que de la neurosis obsesiva. Es cierto que a veces Rouviot requiere de su ámbito para entender, porque donde mejor escucha es en el consultorio. Por eso en algún momento tiene que agarrar todos los datos que tiene y llevarlos ahí, porque en ese espacio se activa el dispositivo psicoanalítico, y entonces las cosas funcionan distinto a como funcionan en la vida.  
-Todos los detectives literarios famosos tienen un método y Rouviot no es la excepción. ¿Puede decirse que su método entonces surge de seguir esas leyes de la histeria que usted menciona?
-Creo que Rouviot le cuenta a los lectores cuál es su método, utilizando a Bermúdez como interlocutor. Cuando este policía le pregunta: "¿Y esto de dónde lo sacó?, entonces él le explica, y esa explicación también tiene al lector como destinatario, porque es a él a quien, como autor, debo explicarle todo, para que sepa que no le estoy haciendo trampas ni sacando cosas de la galera. Para que eso ocurra, Pablo Rouviot tiene que ser al mismo tiempo el protagonista y el lector.  
-¿A qué se refiere con eso exactamente?
-A que el lector tiene que ver y escuchar lo mismo que Rouviot. Lo mismo que, en un primer momento, el propio Pablo no ve ni escucha. El autor de un thriller entabla un desafío con los lectores, y el desafío permanente es: "Bueno, a ver si vos descubrís las cosas antes que Rouviot". -Es decir que como escritor usted también tiene un método. -Yo voy dejando todas las pistas que voy a usar, no escondo ninguna. Si vos me descubriste antes, yo perdí como autor. Pero si te logré sostener el misterio hasta que Rouviot se da cuenta y vos te das cuenta junto con él, entonces funciona.   
-Está claro que La voz ausente es una novela policial, sin embargo usted utiliza la estructura de la ficción para hacer referencia a una cantidad de temas de la realidad.
-Pablo Rouviot es un hombre que todo el tiempo está en su consultorio escuchando gente que sufre. Y hoy en la Argentina la gente sufre por amor, pero también porque pierde el trabajo o no llega a pagar el gas. Y Pablo también es un argentino que sufre por un montón de cosas. Alguien que pudo estudiar y aprender porque la educación es pública y gratuita, y eso lo quise jugar en la novela. Yo podría haber inventado otro personaje. Un analista que llega de graduarse en Harvard después de hacer un master, y que viene de allá con otras ideas. Un profesional criado en una casa adinerada, con una familia que los domingos se iba a comer asado arriba de la lancha, y podría haber funcionado igual. Pero ese no es mi personaje.  
-Junto a esa mirada desencantada, en sus novelas hay otro elemento que denota una percepción filosa de la realidad: la idea de que la maldad siempre se derrama en la pirámide social, fluyendo desde arriba y afectando a los de abajo. Los sospechosos siempre son parte de las clases altas o forman parte de estructuras corrompidas. Y las clases bajas, aún cuando puedan llegar a convertirse en victimarios, nunca dejan de ser víctimas.
-Permitime hacer una petición de principio: el poder es algo muy poderoso, ¿sí? Y el poder delata a las personas. Vos con poder podés hacer cosas maravillosas y quedar en la historia, o podés demostrar que no eras el ser encantador que todos creíamos que eras hasta que tuviste ese poder. Esto se ve cuando alguien dice: "al final este desde que se ganó la lotería no vino más a comer un asado. Ahora se olvidó de todos nosotros". En esas situaciones uno piensa: "cómo lo cambió la plata"... Y no, la plata no lo cambió: lo delató. Esa persona era esto, solo que no tenía poder para hacer los desplantes que ahora hace. Por supuesto tiene mucho más potencial de daño alguien con poder que alguien sin poder, por eso elijo jugar casi siempre la raíz de la maldad que recorre mis novelas de la mano de ciertos ámbitos por los que ese poder circula, porque creo que es desde donde se puede hacer más daño. Y además es más funcional a mi novela, porque a mi personaje le conviene estar investigando cosas que han sido tapadas por corrupción o por dinero. Y es correcta tu mirada: hasta los más crueles victimarios, cuando son muy humildes, en mis novelas encuentran una justificación. Cuando mi villano ha tenido una vida espantosa, humillada, abandonada, maltratada, intento que en algún momento el lector, aunque lo odie, vuelque su mira hacia aquellos que generaron este villano. Pero no descubro nada. Foucault lo dijo más claro en su libro Vigilar y castigar: siempre es desde la ideología del poder desde donde se causa el daño último.  
-En algún momento el protagonista dice que "para ser feliz es necesario cierto grado de ignorancia". A partir de eso y siendo que su máxima aspiración es “alcanzar la verdad” (o sea, lo contrario de la ignorancia), ¿se puede suponer que Rouviot está condenado a no ser feliz?
-Rouviot está condenado a la desesperación. Si bien pasa por un montón de momentos, e incluso a veces atraviesa la ilusión de una felicidad posible, él es un desesperado. Sabe que la esperanza es una trampa, que lo único que genera es el campo fértil para la angustia, entonces está desesperado de antemano. Digamos, desesperación vista no sólo como ese lugar donde la angustia te invade y te desborda, sino también como la falta total de esperanza. A él lo mueve el deseo, y el deseo es algo que siempre nos pone en riesgo. La esperanza, de algún modo, es un acto de fe, y Rouviot no tiene esa clase de fe. Él sabe muy bien que no se puede ser feliz sino a costa de una cierta ignorancia que no es capaz de tener, porque eso no es algo que se pueda elegir. Uno no decide "a partir de ahora me voy a olvidar de que existe la posibilidad de mi muerte, de que mi padre está muerto ya y no lo voy a ver nunca más; me voy a olvidar de que en mi país hay chicos que se mueren de hambre todos los días; me voy a olvidar de todo eso y voy a ser feliz". Rouviot no puede, y por eso, tampoco puede alcanzar la felicidad. Me gusta esa característica de Pablo. Me gusta que todo el tiempo en él discurran ese hombre que parece poder entenderlo todo y ese otro que no entiende la injusticia de haber nacido solo para morir. Esa contradicción genera un personaje que al menos a mí me resulta muy atractivo.  
-Pareciera que en la construcción de Rouviot usted se juega algo de su propia identidad como autor.
-Creo, como decía Borges, que todo autor no escribe más que de sí mismo, aunque uno diga "Yo me llamo Jorge Luis Borges" y otro escriba "Había una vez un rey en Persia”. Porque todos hablamos de algo que nos recorre. Y a mí me atraviesan las emociones que recorren a Rouviot. Y me gusta este analista un poco incorrecto en los tiempos que corren. Sé que no es un tiempo ideal para intelectuales que piensan lo social o lo político como lo hace Rouviot, pero me gusta. No es un marginal como Philip Marlowe, el personaje de Raymond Chandler, sino alguien al que le ha ido bien, que se ha convertido en un hombre prestigioso, pero que no olvida quién es, de dónde viene y cuáles son los dolores que le importan. Y en eso también nos parecemos bastante.  

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.

viernes, 1 de febrero de 2019

CINE - "Cómo entrenar a tu dragón 3" (How to Train Your Dragon: The Hidden World), de Dean DeBlois: El truco fallado del mensaje

¡Qué tiempos aquellos en los que las películas se terminaban cuando aparecía la palabra “Fin” y la frase que afirmaba que “las segundas partes nunca fueron buenas” era habitual en las charlas de cine! Hoy se ha impuesto la dictadura de la secuela y entonces no queda otra que mirar ese pasado con nostalgia, incluso cuando muchas veces las segundas partes no solo son buenas, sino que hasta mejores que las primeras. En la mayoría de los casos –y la saga animada Cómo entrenar a tu dragón es un claro ejemplo de eso– apenas se trata de utilizar bien el oficio para darle al público lo que quiere, que es la mejor forma de recaudar. Y ya se sabe que casi ninguna apuesta paga mejores dividendos en la actualidad que el cine para chicos. De eso se trata, resumiendo, esta tercera parte de la historia de los jóvenes vikingos que aprendieron a convivir con los dragones como si se tratara de perros o gatos.
Para no ser injustos es posible aclarar que a esta altura los grandes estudios de animación –y Dreamworks Animation es uno de ellos– han perfeccionado tanto el negocio, que difícilmente alguno de sus productos merezca el repudio. Dicho y hecho, Cómo entrenar a tu dragón 3 cumple con los estándares de calidad de entretener a los chicos sin aburrir mortalmente a los padres y resaltar uno o dos buenos valores, para hacer de los niños del presente las buenas personas del mañana. Muy lindo todo. Claro que no a todo el mundo –empezando por el maestro Alfred Hitchcock– le parece conveniente que el cine se proponga como meta explícita dejarle al espectador un mensaje edificante. Sin entrar en una discusión complicada como la de “mensaje, sí, mensaje no”, se puede convenir que todo aquel truco cuyo mecanismo quede a la vista del espectador es fallido por definición. Pero si además directamente no hay truco y la película misma, por boca de sus personajes, se ocupa de hacer que todo tenga lugar en el territorio de lo manifiesto, más que de fallido se debe hablar de fallado.
Parece demasiado que un personaje, el malo, afirme con marcado nihilismo que el amor y la pérdida son inseparables porque “con uno viene la otra”, dejándole el contraataque servido a uno de los héroes para que arremeta con algo parecido a “si amas a alguien déjalo libre”. Ahora bien, ¿no es exagerado afirmar que eso arruina la experiencia? Puede ser, un poco, porque es cierto que la película tiene momentos disfrutables, sobre todo si usted tiene menos de 12 años de edad. Pero los que ya estén un poco más grandes, como los que pagan las entradas con su propia billetera, seguro notarán esos ases bajo la manga. Aún así es posible ensayar una defensa, diciendo que se trata de un producto pensado para niñas y niños y que sin duda la pasarán bien. Y no es que los más grandes la vayan a sufrir, aunque será inevitable que repasen mentalmente la lista de las películas infantiles que se han convertido en inolvidables. Y sin ser de las peores, Cómo entrenar a tu dragón 3 es una de esas destinadas a quedarse a mitad de tabla. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.