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viernes, 8 de julio de 2022

CINE - "Manto de gemas", de Natalia López: La raíz de la violencia

El cine mexicano dio un gran salto de reconocimiento en el siglo XXI. Por un lado, con la consolidación del trío Cuarón-Del Toro-Iñárritu, todos ganadores de los premios Oscar más importantes. Por el otro, directores como Alonso Ruizpalacios, Amat Escalante y sobre todo Carlos Reygadas, entre otros, han logrado una presencia permanente en las competencias de los festivales más prestigiosos, como Cannes, Berlín o Venecia. Pero en esta lista hay una ausencia notoria: la de nombres femeninos. Es cierto que hay una nueva generación de cineastas mexicanas comenzando a llamar la atención, pero ninguna de ellas alcanzó los niveles de trascendencia ni los logros competitivos de sus colegas varones. Con el estreno de Manto de gemas, ópera prima de Natalia López, ganadora de un Oso de Plata en la última Berlinale, algo parece haberse modificado.

Es cierto que López nació en Bolivia, pero su carrera dentro del cine es mexicana casi por completo, ya que en su rol previo como montajista ha trabajado en varios títulos de Reygadas y Escalante. Y también es muy mexicano el contenido de su primera película como directora. No solo eso: su propuesta estética, la elección del tema y el modo de abordarlo confirman la gran influencia que en especial estos dos directores han tenido en su forma de narrar y utilizar los recursos cinematográficos. La violencia como tópico; el cruce social y los roces que se producen entre una clase alta muy alta y una clase baja muy baja; la brecha étnica; el poder omnipresente del narco; cierta sordidez en el abordaje del relato; e incluso el aporte de sutiles elementos fantásticos para potenciar el registro naturalista, dan cuenta de su adscripción a ese linaje.

Pero si hay una diferencia notoria entre este trabajo de López y el de sus precursores es el protagonismo femenino excluyente que tienen sus personajes principales. Que son tres. Una mujer de familia burguesa que vuelve a ocupar una casona familiar en el campo, deshabitada desde hace tiempo, mientras asume las consecuencias emocionales de un divorcio reciente. Una mujer del servicio doméstico, que también trabaja para los narcos locales, cuya hija ha desaparecido hace ya un tiempo sin que la policía tenga ninguna pista de su paradero. Y la oficial de policía encargada de investigar el caso, quien también debe lidiar con un hijo adolescente que ha comenzado a mezclarse con los narcos. Todas ellas son, a su manera, mujeres duras que no dudan en hacerle frente a sus problemas y entre quienes se percibe cierta red de empatía.

Esa representación femenina se extiende en una constelación de personajes secundarios que ocupan cada rincón del relato, desde hijas y madres, hasta jefas, vecinas, criminales y víctimas de la más variada índole. Por su lado, lo masculino está formalmente restringido a espacios laterales, aunque mantiene una fuerte incidencia sobre las decisiones que las protagonistas deberán tomar, llegando a forzar cambios en su accionar. Acá los hombres son una fuente de preocupación, un lastre emocional, una parte del problema antes que de la solución. Más una carga que una compañía. Incluso aquellos que ayudan no pueden evitar provocar daño.

Como si se tratara de un paseo por el infierno, López realiza el relato de manera fragmentada, intercambiando el foco de atención entre las tres protagonistas, haciendo que sus problemas también se entrecrucen en una compleja red en la que siempre terminan ocupando el lugar de víctimas. Entre esos fragmentos la directora intercala algunas secuencias pesadillescas que alteran la percepción realista de la historia. Si en el registro de la violencia Manto de gemas se acerca a películas como Los bastardos, de Escalante, en el uso de estos detalles casi fantásticos es imposible no reconocer al Reygadas de Post Tenebras Lux. En el medio, la voluntad expresa de impactar al espectador de forma directa, que se confirma en un plano final al que se puede considerar un exceso.

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

lunes, 25 de abril de 2022

CINE - 23 BAFICI, Competencia Argentina, días 4 y 5: El camnio de la búsqueda

La Competencia Argentina del Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires, el Bafici, ha alcanzado la mitad de su recorrido durante el fin de semana. Con la presentación de cuatro nuevos largometrajes, el festival vuelve a poner al cine nacional en primer plano en un momento de profunda crisis, la mayor de los últimos 30 años.

A partir de una película muda, filmada en 1920 por una expedición sueca que buscaba dar con la elusiva y hoy extinta tribu de los pilagá, en el Impenetrable chaqueño, en El campo luminoso Cristian Pauls reconstruye no solo dicha travesía, sino que parece proponerse un objetivo mayor. El director intenta completar aquello que ese viejo documental ha perdido: la palabra. Por un lado a través del diario escrito en sueco que llevaba el líder del grupo, que detalla el día a día de la excursión. Pero sobre todo tratando de documentar lo que queda de la lengua de los pilagá, perdida junto a ellos como tantos otros pueblos y sus lenguas, desaparecidos por la Conquista. La palabra de los que ya no están. Hay una escena de la película que tal vez sirva como una declaración de intenciones. 

Una mujer mayor describe una imagen del velorio de su padre. Es lo único que recuerda de él, porque era muy chica. La escena es nebulosa, como un sueño a medio olvidar, pero persistente. En ella el cuerpo está tendido en el piso de tierra, envuelto en telas y rodeado de gente. La mujer no sabe si aquello lo vivió o si se trata de una memoria inventada solo para aferrarse al padre que no conoció. Las escenas de la película recuperada por Pauls, filmada por los expedicionarios suecos hace exactamente un siglo, se perciben de un modo similar. Es difícil saber si no se trata de fantasmas, o de un sueño soñado por otros del que apenas sobreviven esas reminiscencias, que ahora, por alguna clase de milagro (al que llamaremos cine), nos es dado volver a contemplar y ahora también oír.

Si de recuperar parte de lo perdido se trata, de eso mismo se ocupa también Camuflaje, quinto trabajo de Jonathan Perel que, como en los anteriores, vuelve a abordar un asunto vinculado a la conservación de la memoria en torno a los delitos cometidos durante la última dictadura en la Argentina. A diferencia de títulos como Responsabilidad empresarial (2020) o 17 monumentos (2012), que trabajaban con planos fijos de paisajes arquitectónicos, esta vez la cámara no solo adquiere movimiento, sino que la acción tiene un protagonista: el escritor Felix Bruzzone. Hijo de padres desaparecidos, Bruzzone será el encargado de guiar un acercamiento a Campo de Mayo, la guarnición militar más grande del país, donde también funcionó el mayor campo de exterminio durante la dictadura. Ahí estuvo secuestrada su madre.

El protagonista mantiene con el predio una relación ambigua. Desde hace años se ejercita corriendo en torno a su perímetro, lo que le permitió conocer a distintos personajes que viven cerca. Un agente inmobiliario, un personal trainer, un grupo de chicas. Con cada nueva carrera, Bruzzone los aborda y cada uno le permitirá ir acercándose a ese espacio que parece tirar de él como un vórtice. Primero rondará los alambrados, descubrirá aberturas y de a poco irá colándose al interior, una verdadera reserva natural escondida. Con inteligencia, Perel logra hacer del recorrido de Bruzzone una figura de Escher, en donde una carrera circular es al mismo tiempo un espiral que lo arrastra hacia el centro. No solo de ese espacio contradictorio, en el que el horror convive con la belleza natural, sino de su búsqueda por reconstruir el pedazo que le falta a su propia historia. 

Las películas de Gastón Solnicki son objetos extraños; saludable, compleja y bellamente extraños. A Little Love Package, la más reciente, no es la excepción. Rodada en la ciudad de Viena, Austria, durante el otoño, en ella se retrata el vínculo entre dos mujeres que buscan un departamento para que una de ellas se mude. Esa es una de las historias que el director cuenta en su película, pero hay otras. Un número indefinido de historias que de forma juguetona la película propone ir descubriendo. 

Aunque está compuesta por fragmentos, A Little Love Package no es un rompecabezas, porque está claro que muchas de sus piezas no encajan entre sí. Se trata más bien de un mosaico hecho de delicados azulejos irregulares, cada uno dueño de su propia belleza. A veces su contigüidad puede producir sentido; otras quizás no: como en la poesía, acá la suma de las partes siempre da un resultado distinto, dependiendo del que mira.

También es cierto que hay una historia en esta nueva película de Solnicki, pero lo más recomendable es no intentar una lectura lineal y cronológica, sino dejarse llevar por los elegantes saltos que el director propone. A fin de cuentas, ¿uno no va al cine para ver y para que le cuenten historias? Bueno, en A Little Love Package hay mucho para ver y también son muchas las historias contadas. Aunque a veces estas se parezcan más a juegos con el lenguaje que a relatos propiamente dichos.

Paula es el segundo largo de la cordobesa Florencia Wehbe, retrato bello y vívido de la adolescencia a partir de un grupo de quinceañeras. Y de una de ellas en particular: la del título. La película consigue una serie de pequeños milagros, porque no solo captura con naturalidad la esencia de una edad compleja, sino que lo logra sin caer en dos extremos de los que el cine suele abusar: acá hay humor sin caricatura y drama sin tragedia. En su lugar, Wehbe entrega una película tan contundente como grata, con personajes imperfectos cuyo relieve los hace humanos, con todas las dificultades que eso implica (y no solo cuando se tienen 14 años). 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

martes, 23 de noviembre de 2021

CINE - 36° Festival de Cine de Mar del Plata, Competencia Argentina, días 3 y 4: La mirada extranjera

Es imposible saber si se trató de un acto deliberado, pergeñado con astucia curatorial por los programadores que diseñaron el contenido del 36° Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, o de una simple coincidencia. O tal vez de un fenómeno que involucra cuestiones del destino y remiten a un orden cósmico y superior. Lo cierto es que la Competencia Argentina de este año reune una serie de trabajos que, aún formando parte del corpus del cine nacional, cuentan historias que se desarrollan en tierras ajenas, en países muy lejanos no solo en términos geográficos, sino también culturales. Sin embargo, a pesar de ese aparente carácter extranjero, no dejan de ser nuclearmente argentinas y ahí está lo maravilloso. Porque si hay algo que estas películas no pueden evitar, en su particular abordaje de esos universos extraños, es que en la pantalla se refleje su naturaleza: la particular perspectiva que surge de una mirada escorada del mundo, aquella que solo pueden tener quienes han nacido bajo el signo de este extremo sur. Algo de eso habita en Estrella roja, de Sofía Bordenave, y en La Luna representa mi corazón, de Juan Martín Hsu.

“Vamos a extinguirnos y nos lo merecemos. En el pasado el futuro era promisorio y tenía el tamaño del universo; ahora es solo una fatalidad, una opaca certeza. Imaginamos las formas del fin: congelamiento, inundación, apocalipsis zombi… virus letal. Nos convertimos en creyentes de la catástrofe.” El párrafo anterior no hace referencia ni fue escrito durante la pandemia desatada por la dispersión del covid-19 por el mundo, a comienzos de 2020. Se trata, apenas, de algunos fragmentos sueltos y reordenados de un largo texto que le sirve de introducción a Estrella roja

El mismo forma parte de una serie de relatos, monólogos y reflexiones que abordan el centenario de la Revolución Rusa, celebrado durante 2017. Para ello el film propone un itinerario por caminos laterales, a partir de los cuales es posible observar el hecho histórico desde puntos de vista que se apartan de la frialdad de la Historia impresa en letras de molde, aportando en su lugar la calidez de lo íntimo y lo poético. La decisión es oportuna, porque si existe una forma de evitar los roces que genera la construcción política del relato histórico, esa forma es la de la poesía. Y no es que esta sea incapaz de expresarse en términos políticos: todo lo contrario. 

Ahí está el ejemplo de Vladimir Mayakovski, cuya figura y obra son citadas en Estrella roja con insistencia. Esa decisión de darle preeminencia a lo poético le permite a Bordenave concentrarse en el carácter idealista y utópico detrás de aquella gesta, para destacarlo por sobre los asuntos de orden más práctico y material. Una poética que se manifiesta además en la selección de imágenes que, montaje mediante, articulan lo cinematográfico e incluye distintos registros de San Petersburgo, cuna de la Revolución. En especial aquellas que acompañan a Nikita y Karl, dos jóvenes que se dedican a recorrer los techos de los edificios en ruinas de la ciudad, dando cuenta de un pasado glorioso. Ahí, entre el herrumbre y los escombros del presente, es posible imaginar ese futuro trunco del que se habla al comienzo. Junto a Danubio, de Agustina Pérez Rial, Estrella roja es la segunda película de esta competencia con una narradora de origen ruso.

Ambientada en Taiwán, literales antípodas de la Argentina, La Luna representa mi corazón es un documental de indagación familiar, sub género que ha brindado algunas de las mejores películas argentinas de los últimos años. En ella, Hsu narra en dos actos el vínculo con su madre, una mujer taiwanesa que regresó a su país tras la crisis del 2001 y con quien el director y su hermano se reencuentran en 2012, diez años después. Las imágenes de esa reunión familiar son el disparador de una historia que tendrá su continuidad siete años más tarde, cuando ambos hermanos, nacidos en Buenos Aires, viajen por primera vez a la isla en el sudeste asiático para volver a ver a su madre, ya con la película como excusa.

Como en Estrella roja, la mirada del pasado es un canal que La Luna representa mi corazón aprovecha para buscarle explicaciones al presente. En el catálogo del Festival, Hsu describe a su madre como “fría y lejana”, una extensión que es emocional, pero que adquiere forma y volumen en esa vuelta al mundo explícita que demanda la acción de ir a su encuentro. No es extraño, entonces, que el director/hijo haya usado su oficio de cineasta como medio para acortar esa doble distancia. La película da perfecta cuenta de ello, registrando las diferencias entre los viajes de 2012 y el de 2019.

La presencia de Marcelo, hermano del director, es vital en la construcción de la historia, porque su figura, que aparece poco pero en los momentos justos, aporta el contrapeso perfecto en esa búsqueda que Hsu comenzó sin saber muy bien en dónde se metía. Distintas escenas de ambos viajes muestran a Martín como alguien que responde al impulso de sus emociones, mientras que Marcelo representa la voz razonable que lo llama a reflexionar sobre su forma de encarar el complejo vínculo con esa madre, que puede ser tan encantadora como desconcertante. Sin dudas, ese atreverse a compartir su propio proceso con el público es lo mejor del trabajo de Hsu (además de una banda sonora adorable, que incluye versiones en chino de canciones de Fito, Charly, el Flaco Spinetta y Cerati).

Aunque transcurre en territorio argentino, el viaje que propone Husek, segunda película de la directora Daniela Seggiaro (la primera fue Nosilatiaj. La belleza, 2012), no dejará de aparecer para el espectador urbano como una inmersión en un territorio de algún modo extranjero. La película relata la historia de una comunidad wichí (aunque sus integrantes se ríen en la cara de quienes los llaman así), a la que el gobierno de turno presiona para que firmen un contrato en el que aceptan abandonar sus tierras, adquiridas por un terrateniente, con la promesa de ser reubicados en un barrio que todavía no se construyó.

Husek tiene la virtud de evitar recaer en el retrato documental de una realidad que el cine ya abordó con insistencia por ese camino. Al contrario, permite que los propios miembros de la comunidad trabajen como personajes dentro de una ficción cuya realidad conocen de primera mano. En ese orden, Husek representa una experiencia inédita que, a pesar de algún desvío surgido de la acumulación de temas, suma valor social a los méritos cinematográficos. Entre ellos se encuentra la decisión de abordar la cuestión con absoluto realismo, pero aceptando la oportuna contribución de lo fantástico.

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

jueves, 1 de julio de 2021

CINE - "Blanco en blanco", de Théo Court: La ética de la puesta en escena

El de las masacres perpetradas por los colonos de origen europeo sobre los pueblos originarios en América es uno de los temas que abrazaron con más fuerza las corrientes del revisionismo histórico reciente. En la Argentina se le prestó especial atención a aquellos actos derivados de la llamada Conquista del Desierto, que convirtió a la Patagonia en una zona liberada y le dio a los “emprendedores” blancos vía libre para saquear territorios y someter o asesinar a sus pobladores naturales, llegando a extinguir civilizaciones enteras. El caso emblemático de todo eso junto es lo que ocurrió en Tierra del Fuego con el pueblo selknam, del que existe un registro fotográfico tan elocuente que lo vuelve innegable. Aquellas imágenes, documento de una atrocidad legislada y promovida por los estados de Argentina y Chile, fueron el motor que inspiró al cineasta trasandino Théo Court a filmar su segunda película, Blanco en blanco, cuyo protagonista es, justamente, un fotógrafo.

Parte de la programación del Festival de Venecia en 2019, donde recibió el premio Orizzonti al Mejor Director, el de Derechos Humanos y el Fipresci de la crítica, Blanco en blanco transcurre en algún lugar del sur de Chile a finales del siglo XIX. Hasta ahí llega Pedro, fotógrafo de profesión (Alfredo Castro, figura recurrente del cine chileno), contratado por Mr. Porter, un terrateniente de la zona, para fotografiar a la mujer con la que va a casarse. La mujer resulta ser una niña y Pedro parece quedar tan encantado con ella como su futuro esposo. Con la anuencia de la institutriz, el fotógrafo realiza una toma cargada de erotismo que está muy lejos de cumplir con las convenciones victorianas del retrato de una mujer a punto de contraer matrimonio y más cerca de la explotación sexual.


La escena es perfecta tanto desde lo fotográfico como en términos narrativos, porque no solo da cuenta del delicado tratamiento elegido por Court para llevar adelante la película, sino que sus detalles serán fundamentales para entender algunos puntos centrales del desarrollo posterior de la historia. En particular su desenlace, vinculado a esas fotografías reales que registran las matanzas llevadas adelante contra los selknam. Es que en aquella época la fotografía se realizaba por el sistema de placas que, lejos de la captura espontánea de un instante, demandaba un largo proceso de preparación de la escena y un período de exposición de la imagen de varios segundos. Con inteligencia cinética, Court revela el carácter de puesta en escena y la crueldad de dichas fotografías, en las que se ve a los cazadores blancos posando junto a los cuerpos sin vida de los indígenas, como si las mismas hubieran sido tomadas en medio de la acción y no luego de un calculado y puntilloso proceso de montaje.

A pesar de haber cumplido con el encargo de forma satisfactoria, Pedro queda prisionero de la circunstancia, esperando ser recibido por Mr. Porter para cobrar por trabajo realizado. Pero como el Godot de Samuel Beckett, la presencia de Mr. Porter se dilata y con ella el pago que el fotógrafo espera recibir para poder volver a su hogar. La cita a la obra del dramaturgo británico no es gratuita. Pedro espera la llegada de esa figura que vendría a darle sentido a su presencia ahí, de la misma manera que los protagonistas del drama teatral esperan inútilmente. En esa dilación, el fotógrafo también queda preso de un presente continuo que va minando su humanidad, insensibilizándolo ante escenas cada vez más brutales.

 Lejos de renovar el dispositivo de montaje utilizado en las citadas fotografías, el director nunca se permite hacer una explotación gráfica de aquellas circunstancias. Al contrario, siempre elige colocar la cámara con pudorosa distancia, sin ocultar el espanto, pero sin exhibirlo gratuitamente. En esa decisión también radica la árida belleza de sus imágenes, en las que lo poético y lo político mantienen un delicado equilibrio. En la escena final, tan extensa como elocuente, se funden a la perfección el retrato del horror con el delicado y meticuloso trabajo cinematográfico de Court. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

domingo, 18 de octubre de 2020

MÚSICA y SONIDO - Crean el primer archivo sonoro del país: Para conocer como suena la Argentina

El Ministerio de Cultura de la Nación, a través de su área de Coordinación de Investigación Cultural de la Dirección de Gestión Patrimonial, presentó esta semana una iniciativa tan curiosa como estimable. Se trata de Sonidos y Lenguas - Argentina, una plataforma de contenidos diseñada con el propósito de convertirse en un archivo que reúna en un mismo espacio el acervo sonoro de la Argentina. Un proyecto dedicado a la investigación, la experimentación y la preservación de los registros de los diferentes sonidos con los que se puede identificar a nuestro país, protegiendo tanto aquellos que dan cuenta de diferentes expresiones de la cultura como de la naturaleza. Quienes visiten la plataforma a través del sitio https://sonidosylenguasargentina.cultura.gob.ar, podrán encontrar entre sus tesoros grabaciones que recuperan las voces de las lenguas originarias, relatos tradicionales que dan cuenta de las múltiples cadencias con que se habla el castellano en las diferentes regiones del país o los paisajes sonoros propios de las distintas geografías argentinas.

El objetivo de esta plataforma de registros sonoros es tratar de darle entidad a un patrimonio en apariencia intangible. “La música, las lenguas y los paisajes nos hacen ser quienes somos”, afirma el texto oficial que expresa la intención del proyecto y de recolectar esas pistas se trata la cosa. Porque así como existen muchas imágenes que funcionan como avatares reconocibles de lo argentino –paisajes, lugares, escenas, retratos—, también hay sonidos específicos que engrosan una identidad colectiva y saludablemente múltiple. No se trata de las expresiones más obvias, como la voz de Gardel cantando un tango, la de Atahualpa y su guitarra o la de Charly y sus pianos, sino de sonidos dispersos, algunas veces desatendidos y otras tantas olvidados. Sonidos que vale la pena recuperar y guardar en la memoria. 

Divididos en categorías que los agrupan según diferentes taxonomías (Fuente, Variedad Lingüística, Género musical o Provincia), los registros acumulados en Sonidos y Lenguas - Argentina dan cuenta de esa identidad colectiva de un modo inesperado. Una ambición posible gracias a la ayuda inestimable de nuevas tecnologías, que tanto permiten poner en valor los archivos históricos como sumar grabaciones nuevas. De esta forma, Sonidos y Lenguas-Argentina aloja en su plataforma web de registros sonoros tomados en diferentes soportes y a lo largo del tiempo, permitiendo el acceso universal y gratuito a ellos. El conjunto incluye, entre otras cosas, piezas sonoras obtenidas durante los últimos cien años, muchas de ellas realizadas por antropólogos y musicólogos en la primera mitad del siglo XX, pero que nunca han sido escuchadas por las comunidades a las que pertenecen. 

Entre ellas se destaca un conjunto de piezas que recuperan cantos rituales en lenguas nativas como el Mapudungun (mapuche) o el Selk’nam fueguino, cuyas grabaciones fueron realizadas en las décadas de 1940 y 1960. Escuchar esas voces ancestrales, cuyo registro a veces no supera los 30 segundos de duración y a través del moderno formato del streaming, puede resultar una experiencia que tiene tanto de paradójica como de fantasmal. En Sonidos y Lenguas - Argentina también es posible escuchar cómo suena el viento al agitar una bandera o escurrirse entre las ramas de los árboles en Ullún, provincia de San Juan. O de qué forma se escucha la selva en la Reserva Natural de Formosa. O cuál es el sonido que se escucha en los pasillos del Mercado del Abasto de Bahía Blanca en el momento de mayor actividad. Fragmentos de una banda sonora irrepetible que viene a probar que el sonido también puede ser un viaje en el tiempo y el espacio.  

Fomentando el sonido 

El programa Ibermemoria Sonora y Audiovisual abre la convocatoria para apoyar de forma económica a instituciones que posean bajo su salvaguarda colecciones y acervos sonoros o audiovisuales. Se otorgarán seis ayudas económicas de u$d 2.500 a proyectos de archivos sonoros y audiovisuales, y una de un monto similar a un proyecto de archivos sonoros y audiovisuales que trabaje con perspectiva de género. Las instituciones argentinas interesadas deberán inscribirse hasta el 1° de noviembre en www.ibermemoria.org 

Para ir y oír 

Desarrollado por el Ministerio de Cultura de la Nación y con el aporte decisivo de distintas instituciones, el archivo completo de la plataforma Sonidos y Lenguas – Argentina puede escucharse a través de https://sonidosylenguasargentina.cultura.gob.ar/  

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.

lunes, 11 de noviembre de 2019

CINE - 34° Festival de Cine de Mar del Plata, Día 2: Fuegos de Galicia, Aguas de Bolivia

El inicio de la Competencia Internacional del 34° Festival Internacional de Cine de Mar del Plata no podría haber sido más contundente, ya que la proyección de su primer título, O que arde, del gallego Olivier Laxe, estableció un estándar de calidad cinematográfica muy alto. Ambientada en el paisaje agreste de Galicia y tal como se anuncia desde el título, el fuego ocupa acá un lugar central, trayendo consigo toda la carga simbólica que suele cargar. El guionista de la película, el argentino Santiago Fillol, reveló antes de comenzar la proyección que todos los fuegos que se verían a continuación no eran producto de los efectos especiales, sino abrazadoramente reales. El dato sirvió para generar expectativa, pero la película se toma su tiempo para dejar que el fuego entre en escena. Cuando lo hace, su efecto es abrumador.

El comienzo de O que arde es poderoso e inquietante. En él una serie de tomas nocturnas convierten a un bosque en un espacio sobrenatural a partir del soberbio trabajo con la luz y la cámara. Luego un plano general muestra como de repente los árboles comienzan a caer como si un monstruo gigante los estuviera derribando. El plano siguiente desnuda el carácter humano y mecánico de ese monstruo: dos topadoras amarillas avanzan llevándose a la naturaleza por delante, revelando un espanto real que justifica la atmósfera terrorífica que Laxe construyó con una precisión asombrosa. Pero de golpe las máquinas se detienen frente al vacío que ellas mismas generaron y en el hueco oscuro comienza a delinearse el contorno de un árbol enorme, ancestral. De repente la película se convierte en un western en el que se baten a duelo dos mundos irreconciliables que han quedado frente a frente: el de una España rural que parece detenida en algún punto cercano a la Edad Media y el de una modernidad que avanza sin medir consecuencias. Ambas realidades estarán en pugna durante toda la película.

La que narra la historia de Amador, un habitante del monte gallego que estuvo preso por pirómano, luego de que lo hallaran culpable de quemar uno de esos bosques. Amador es un marginal, pero no un delincuente o un caído del sistema, sino alguien que se ha quedado fuera del mundo y se intuye que de forma no del todo involuntaria. Alguien al que la condena ha dejado solo, pero que quizá también haya elegido ese destino. Al salir de la cárcel regresa a su pueblo, a la casa de su madre, a quien ayudará a cuidar las tres vacas que poseen. La relación con sus vecinos se debate entre la compasión, la burla y la desconfianza. Laxe realiza un registro cálido de los interiores de la casa en la que el protagonista vive con su madre y contempla con mirada amorosa esa vida simple que comparten en la montaña.

Además realiza un trabajo maravilloso capturando en detalle tanto las variaciones del clima como su vínculo con el paisaje y con la historia que se narra. Y así como registra esa comunión entre los elementos, del mismo modo captura la ternura que signa la relación entre el protagonista y su madre. Lo que hace extraordinaria a O que arde es la delicadeza poco usual con la que Laxe construye una cosmogonía que da cuenta de un orden y un equilibrio. Una gestalt en el que el fuego volverá a alzarse inevitable, para reabrir heridas, para conjurar la culpa y desatar el castigo, pero también para purificar a ese perfecto mundo imperfecto que Laxe modeló con tanto acierto.

Durante la primera jornada también comenzó lo que a priori parece ser una potente Competencia Latinoamericana. En ella se verán los últimos films de cineastas de prestigio como los argentinos Alejo Moguillansky y Andrés Di Tella, los chilenos Ignacio Agüero y José Luis Torres Leiva y la brasileña Maya Da-Rin. En ese conjunto la presencia de Sirena, coproducción entre Bolivia, Qatar y Chile, aparece como la posibilidad de abordar una cinematografía que sigue siendo un secreto para la mayoría de los espectadores vernáculos.

Dirigida por Carlos Piñeiro, el drama de Sirena tracciona a partir del choque que ha convertido en un malentendido permanente a la cultura de América latina. Un diálogo de sordos entre los nativos y los que llegaron con la conquista para quedarse, en el que nunca parece haber una comprensión real de lo que significa el concepto del otro. Ambientada en los ’80, un ingeniero junto a un hombre de su entorno y un policía llegan en bote hasta una isla a través del vasto lago Titicaca. Con ellos va un guía aymara, encargado de llevarlos hasta un poblado al que solo se puede llegar caminando mucho.

Durante ese breve prólogo Piñeiro maneja con sensibilidad el recurso del primer plano, registrando manos, pies, rostros, la superficie del lago y su revés subacuático. Esa insistente proximidad permite entender, a través de los detalles de sus pieles y vestimenta, las diferencias notorias en el origen de los personajes. Una vez en tierra la perspectiva cambia. A partir de ahí el director elige trabajar con planos amplios y profundos que registran una inmensidad en la que lo humano ocupa una parte mínima del paisaje. Cuadros compuestos desde una perspectiva que tiende a lo geométrico como objetivo estético, al equilibrio de los elementos. Un equilibrio que contrasta con ese permanente choque cultural en torno al cual gira la acción. El uso de un blanco y negro perfecto completa una receta que le da al relato un aire misterioso.

Con la llegada a la aldea, la presencia de un cadáver resalta el contraste entre las partes. Separados por idioma y tradición, aymaras y criollos parecen condenados a chocar. Pero no todo es tensión: Piñeiro acierta a intercalar pinceladas de un humor inesperado. Como cuando una radio de fondo hace sonar los inconfundibles acordes de “Humo sobre el agua”, de Deep Purple, que tres risueños aymaras intentarán replicar con quenas y bombos algunas escenas más tarde. Un detalle delicado para mostrar que hay lenguas, como la música, capaces de acercar lo que hasta entonces parecía irreconciliable. 

Artículo publicado en la sección Espectáculos de Página/12.

jueves, 7 de noviembre de 2019

CINE - "La vida en común", de Ezequiel Yanco: La realidad al borde de la ficción

Hay un universo cinematográfico, que es muy amplio en el cine independiente argentino, donde los relatos surgen del tejido que se forma al trenzar a la ficción con el documental. Películas que le proponen al espectador un desafío, una incógnita: la posibilidad de dejarse llevar por las historias pero sin contar la seguridad que da saber si lo que se está viendo es el retrato de la realidad o la proyección de una fantasía. Son estas películas las que consiguen que se vuelva evidente la inutilidad de semejante certeza. Porque, en el fondo, el cine siempre es un artificio que de forma inevitable representa una toma de posición frente a la realidad. La vida en común, segundo trabajo de Ezequiel Yanco, forma parte de ese cosmos.
La vida en común del título es la que comparten los jóvenes protagonistas de la película, que se desarrolla en la inmensidad del desierto y dentro del silencio proverbial que lo define. Se trata de un mundo simple, urdido con más expectativas que palabras, hecho que no impide montar un relato vigoroso a partir de él. Las imágenes que dan cuenta de esa vida, que no termina de ser urbana pero tampoco plenamente salvaje, contrastan con la potente narración en off realizada por la voz de uno de los niños. Se trata de una clásica historia de iniciación en torno a la caza de un puma que merodea el poblado, pero que para ellos representa la continuidad de otro relato que se intuye ancestral: un rito de paso. Ese texto, sencillo pero profundo, incluye momentos de poesía expresiva en la que anida el núcleo de poder del film.
La vida en común atiende con igual detalle tanto a la estética de la puesta en escena como a la poética de su construcción cinematográfica. Los protagonistas son parte de la comunidad Nación Ranquel, un caserío enclavado en tierras que la provincia de San Luis restituyó a los integrantes de ese pueblo. Las construcciones del lugar, cuyo diseño parece inspirado en el de las antiguas tolderías indígenas, articulan un espacio que parece una visión alucinada y futurista de aquella excursión a los indios narrada por Lucio V. Mansilla en su obra más popular. Aunque también podría tratarse del set de filmación de una fantasía pos apocalíptica al estilo Mad Max. Hay algo profundamente irreal en esos edificios que se alzan de manera inesperada en medio de la nada sin fin.
Yanco encuentra en Nación Ranquel su propio Aleph y lo convierte en película. El director aprovecha la extrañeza que dicha arquitectura le aporta para filmar una frontera múltiple. Una encrucijada que representa el punto de encuentro que reúne a lo poético y lo prosaico, la mitad de un camino que va de la vigilia a lo onírico. Aquella confluencia de lo real y la ficción. A partir de esa premisa, el director transforma en cinematográfico el mestizaje cultural en el que se ubica el universo que retrata y es sobre esa premisa alegórica que trabajan los engranajes narrativos de La vida en común.

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

jueves, 26 de septiembre de 2019

CINE - "Pájaros de verano", de Ciro Guerra y Cristina Gallego: Los Corleone en el monte colombiano

Tras el éxito de su tercera película, El abrazo de la serpiente, entre cuyos numerosos premios se destacan los que recibió en los festivales de Cannes y Mar del Plata, así como su nominación en 2016 al Oscar como Mejor Película en Lengua Extranjera, llega a las pantallas argentinas Pájaros de verano, nuevo trabajo del cineasta colombiano Ciro Guerra. Codirigido junto a Cristina Gallego, quien ofició de productora en todos los trabajos anteriores de su compañero, aquí se vuelve a abordar un costado poco conocido de la historia colombiana, cuyos ecos trágicos se enlazan con el oscuro presente de la más septentrional de las repúblicas de América del Sur. Pero aunque los hechos narrados puedan ayudar a poner esa realidad en perspectiva, la intención de la película no parece ser ni explicativa ni didáctica sino simplemente, y nada menos, la de obtener un valor que surja de su propia condición de relato.
Pájaros de verano, como afirma un breve texto que prologa a la acción, está inspirada en hechos reales que tuvieron lugar entre las décadas de 1960 y 1980 en una región al norte de Colombia, La Guajira, territorio original de la tribu de los wayuu. Atados a sus tradiciones ancestrales, los wayuu viven en clanes familiares que se vinculan de manera muy similar a como lo hacían las grandes casas reales de Europa incluso en esa misma época: negociando entre sí los matrimonios de sus hijos dilectos. La película comienza con el ritual de entrada en la madurez de Zaida, primogénita de Úrsula –ambas heredaron el don de dialogar con los espíritus a través de los sueños entre la familia de los Pushaina—, quien en el mismo acto es ofrecida en matrimonio. Hasta ahí llegó Rapayet, miembro de los Abuchaibe Uliana, que aunque maneja con habilidad algunos negocios con los alijuna, como llaman a negros, europeos y demás pueblos no originarios, no se encuentra entre los miembros más respetados de su familia. Pero él es orgulloso y se siente capaz de cumplir con la cuantiosa dote que se le exige por la mano de Zaida.
Rapayet hace dinero vendiendo alcohol entre los clanes con su amigo, el mulato Moisés. Al menos hasta que se cruza con un curioso cuerpo de paz. El mismo está integrado por un montón de gringos pseudo hippies, quienes realizan acciones de infiltración anticomunista entre los nativos (la película comienza a finales de los ’60) y andan buscando a alguien que les consiga marihuana. Rapayet se ofrece a eso y le encargan 50 kilos. Hasta acá la película parecía perfilarse como un western étnico, presunción que sostenía en algunos detalles del contexto. Pero esos 50 kilos de porro encierran un punto de quiebre no solo para el relato cinematográfico que propone Pájaros de verano, sino también para el destino de los waynuu. Y por qué no también para la historia colombiana.
A partir de ahí la película se convertirá primero en el mito de origen de un gangster, para luego transformarse en un relato de narcos construido en forma de saga familiar que no tiene nada que envidiarle a la de los Corleone. Si se vuelve hacia atrás, no parece casual que ambas historias comiencen con una boda, un ritual de paso que tanto expone la fidelidad a una estricta tradición, como la ambición y el poder que se concentra en quienes manejan los destinos de los clanes. Guerra y Gallego aprovechan la mitología del relato mafioso y sus particularidades para releer este episodio de la historia de su país en clave épica. Pero también elegíaca, en tanto puede ser vista como retrato seminal del imperio de la muerte que aún hoy se pasea por Colombia. En el medio hay de todo: acuerdos y traiciones, veneración por los mandatos de la sangre y la certeza de que su derramamiento es el único camino para compensar toda pérdida. El origen de un camino hasta ahora sin retorno. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

jueves, 19 de septiembre de 2019

CINE - "Magalí", de Juan Pablo Di Bitonto: La tensión cultural tiene alma de mujer

Puede decirse que el realismo al que apela el director Juan Pablo Di Bitonto para darle forma al relato de Magalí, su ópera prima, no está exento de ciertas cuestiones místicas o espirituales que forman parte de los universos de las creencias o la fe. Que en este caso se insertan en el marco de la encrucijada cultural de la América ancestral. La película instala el corazón de su historia en ese cruce, poniendo una vez más en tensión dos formas de concebir y abordar la realidad. Una de ellas construida a partir de una mirada que puede ser definida como occidental, urbana y racional en el sentido positivista del término –y que a grandes rasgos coincide con la que puede tener el clásico espectador de cine— y otra de orden tradicional, en la que el ser humano no está colocado en la cima de la pirámide de la creación, sino que se encuentra inserto en ella, como un elemento más dentro de un sistema de delicados equilibrios.
Esas son las dos realidades que colisionan en el momento en que Magalí, una enfermera que trabaja en un hospital de Buenos Aires, debe regresar a su pueblo en el noroeste del país a partir de la muerte de su madre. Cuando la protagonista se marcha de la pensión donde vive se ve obligada a abandonar a su perro, al que deja en una plaza, atado a un poste de luz. Esa será la primera manifestación de una culpa que Magalí parece arrastrar desde antes y que tal vez se vincule de manera simbólica con la necesidad de haber dejado a su propio hijo, Félix, al cuidado de su madre ahora muerta, para poder venir a trabajar a la ciudad. Un nexo que parece confirmarse al llegar al pueblo, donde Félix apenas le dirige la palabra y la trata con desprecio.
La idea de Magalí era viajar para cumplir con el compromiso de asistir al entierro de su madre y volver enseguida a la ciudad para reincorporarse a su trabajo, pero esta vez llevándose a Félix con ella. Sin embargo comenzará a encontrar una serie de resistencias que se irán interponiendo con su regreso. La inesperada aparición de un puma que durante las noches ataca el ganado se convertirá en el principal obstáculo, ya que su familia ha desempeñado históricamente un rol destacado en ciertos ritos ancestrales dentro de la comunidad. Y con la muerte de su madre todo el pueblo –incluido Félix— espera que Magalí se haga cargo del ritual indicado para apaciguar al espíritu que habita en ese puma, para hacer que se aleje y de esa forma la realidad pueda volver al cauce del orden cotidiano.
Di Bitonto alinea hábilmente los elementos del relato para que el conflicto vaya surgiendo de la fricción entre esos dos órdenes que habitan dentro de Magalí. Un conflicto que se manifiesta de forma concreta en el poder que los otros depositan en la protagonista, pero que es antes que nada la manifestación física de ese dilema interior del personaje interpretado sin necesidad de grandes movimientos histriónicos por la gran Eva Bianco. En sus dudas, en la contradicción entre su educación familiar y su formación científica (lo ancestral y lo “occidental”) es donde tienen origen los nudos que van signando el devenir dramático de este relato. El director aprovecha además la extrema sequedad de la geografía para realizar un potente trabajo fotográfico con el paisaje (sobre todo nocturno), pero sin caer en la tentación del mero paisajismo. Tal vez el mayor exceso de Magalí resida en la insistencia de una cámara en mano que en varios pasajes se vuelve demasiado inestable, generando una incomodidad a la que es difícil encontrarle una justificación narrativa. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

miércoles, 18 de septiembre de 2019

CINE - "Latinoamérica. Terrirorio en disputa", de Esteban Cuevas y Nicolás Trotta: La política en juego

De contar la historia de los gobiernos progresistas en América latina, de enumerar sus triunfos y fracasos, así como de relatar su crisis y su choque ideológico con una oleada neoliberal que intenta volver a foja cero el mapa del establishment político de la región. De todo eso se ocupa el documental Latinoamérica, territorio en disputa, dirigido por el dúo que integran Esteban Cuevas y Nicolás Trotta. Por ese camino reconstruyen la cronología de la política latinoamericana a lo largo de las primeras dos décadas del siglo XXI.
Producida por el Grupo Octubre con apoyo de la Universidad Metropolitana para la Educación y el Trabajo, entre otras entidades públicas y privadas, Latinoamérica, territorio en disputa ilustra el arduo escenario de la América latina contemporánea. Se vale para ello de los valiosos testimonios de sus protagonistas directos: los presidentes y ex mandatarios que hicieron posible aquel proceso de integración regional. Entre ellos, el boliviano Evo Morales, los brasileños Luiz Inácio Lula Da Silva y Dilma Rousseff, el uruguayo José Mujica, el ecuatoriano Rafael Correa y el paraguayo Fernando Lugo.
Para Víctor Santa María, director general del Grupo Octubre, “Latinoamérica, territorio en disputa es una apuesta a desarrollar una mirada crítica de los procesos políticos recientes en la región, para poner en valor sus logros y establecer los desafíos de cara al futuro”. “Sobre todo a partir de la enorme expectativa que genera la posibilidad de que a partir de octubre pueda comenzar un nuevo proceso popular en nuestro continente”, concluyó.
El documental será presentado hoy a las 19 en el ND Ateneo, Paraguay 918. El estreno comercial tendrá lugar mañana y la película podrá verse todos los días a las 19.30 en el Cine Gaumont y los domingos a las 22 en Malba. También se realizarán proyecciones en la Sala Caras y Caretas (Sarmiento 2037) y en el teatro La Máscara (Piedras 736).
Latinoamérica, territorio en disputa tiene todos los elementos narrativos del modelo clásico del relato cinematográfico”, afirma Cuevas. “Empezamos por señalar los núcleos que establecían los conflictos dentro del continente e identificar personajes, que no son solo los principales líderes políticos de la región sino también los pueblos que sostienen esos procesos”, continúa el codirector. “En la película hay una doble línea que le hace un espacio a los rostros de Latinoamérica, un continente mestizo y multicultural, porque son ellos los que representan a esos proyectos políticos. Retratamos cómo esos pueblos y dirigentes enfrentan los obstáculos que intenta poner esta oleada conservadora que aspira a volver a tomar el poder en la región”, redondea.

–El expresidente uruguayo Mujica dice que “la historia real es difícil de compaginar con aquello que nos parece”. ¿Qué rol esperan que tenga la película en el intento de acortar la distancia entre la “historia real” y “aquello que nos parece”, el relato que cada uno construye en el día a día?
Nicolás Trotta: –El objetivo es el de ser una herramienta pedagógica y de debate respecto de este proceso, con una mirada crítica. Intentamos que no sea una película que adhiera sin un análisis profundo de los avances y los limitantes que impidieron profundizar ciertas transformaciones. Marco Aurelio García, asesor de Lula y de Dilma, dice que no haber tenido capacidad de acelerar las transformaciones forma parte del proceso que vivió América latina. En ese sentido, intentamos colaborar en generar una consciencia vinculada a ese cambio y a la vez identificar aquellas transformaciones que no se logró impulsar en el campo popular para garantizar una fuerte democratización del poder y no solo una disputa en términos del desarrollo.
Esteban Cuevas: –El documental está pensado para que lo entienda todo el mundo, por eso decidimos no dar nada por sentado. En la introducción hay números precisos que, más allá de la contextualización, hablan por sí solos de los logros de estos gobiernos progresistas y para presentarlos utilizamos el recurso de las infografías. Es una información necesaria para establecer un punto de partida y entender que a esa acción la siguió una reacción.  
–Pero si los gobiernos progresistas fueron tan transformadores y positivos, ¿cómo se explican sus derrotas electorales e institucionales?
N.T.: –Eso se vincula con esa incapacidad de democratizar el poder, profundizar la movilización social y la generación de consciencia colectiva. Incluso estos procesos muchas veces se transformaron en expresiones reivindicativas de lo realizado, en lugar de marcar nuevas utopías hacia adelante. Eso explica en parte la derrota argentina en 2015. Pero, por otro lado, también hubieron quiebres institucionales que no se previeron, como el que ocurrió en Paraguay con el juicio político express a Lugo.
–¿Se puede pensar el caso paraguayo como la prueba piloto de lo que ahora definimos como lawfare y que después se implementó en otros países?
N.T.: –Es lo que pasó con la destitución de Dilma o la proscripción de Lula en una democracia más institucionalmente consolidada como la de Brasil. Ahí donde radica una discusión más profunda: América latina es un territorio de disputa de las principales potencias del mundo y el impacto que tuvieron esos hechos se confirma hoy en la sumisión de la agenda brasileña a la de EE.UU. Brasil perdió el protagonismo que tenía en el mapa internacional a partir del Brics o de su liderazgo democrático en América del Sur, al punto de que ni siquiera lidera como debería el intento por resolver la crisis política, económica y humanitaria en Venezuela. Ese es un ejemplo de incapacidad de los gobiernos progresistas para instrumentar políticas que pudieran resistir esos embates. Que no siempre surgen desde nuestros países, pero que se nutren de actores locales para condicionar el desarrollo continental.  
–Marco Enríquez-Ominami, tres veces candidato a presidente en Chile, dice que “la economía se devoró a la política”. ¿En la actualidad la eficacia de la política debería medirse por su capacidad para poner a la economía al servicio de intereses sociales por sobre los económicos propiamente dichos?
N.T.: –Ocurre que los países centrales pretenden que adquiramos una agenda que no es la de ellos a la hora de pensar como debe ser el Estado. EE.UU. o los países europeos tienen marcos regulatorios, y Estados más presentes y eficientes que los latinoamericanos en términos del capitalismo. Y sugieren que como países periféricos hagamos lo que nos dicen pero no lo que hicieron para alcanzar los niveles que lograron en materia de desarrollo y concertación entre las fuerzas del capital, las productivas, el sector del trabajo y el propio Estado. Sin entrar en teorías conspirativas, creo que eso se relaciona con el rol que los países centrales le asignan a América latina.   
–Una discusión que viene desde la época de las colonias.
N.T.: –Y que sigue presente. Eso incluye que no tengamos una voz uniforme, que no profundicemos los marcos de integración económica y política, que seamos solo exportadores de materia prima y sigamos importando empleo y tecnología. Es una discusión que hay que dar con inteligencia, sin culpar a los demás sino mirando nuestro propio territorio. Pero, como plantea Lula, no se pueden resolver tres siglos de colonización mental en diez años. No solo en nuestra sociedad sino también en nuestras instituciones democráticas, que apenas tienen 100 años. También creo que el resultado de las PASO, que seguramente se repetirá en octubre, va a tener un impacto regional, porque lo que pase en la Argentina va a influir en Brasil. Y si se mira hacia México con López Obrador, con una victoria de Daniel Martínez en Uruguay y la continuidad de Evo Morales en Bolivia se puede abrir una etapa nueva, donde el mapa de la región vuelva a tener una mirada progresista y popular.
–Pero si esa proyección se cumple, lejos de volverse progresista el mapa se convertirá en un escenario de conflicto, con una región dividida. Porque los gobiernos de Brasil, Colombia, Ecuador o Chile son de corte neoliberal.
N.T.: –Pero con un equilibrio mayor entre las fuerzas. Y si se piensa en la actualidad, con el desprestigio que está generando Jair Bolsonaro, se va a empezar a reconfigurar la mirada de la principal economía de nuestra región.  
–En la película se dice que “el poder económico se defiende a sí mismo”. ¿Eso equivale a dar por sentado que el poder político y el poder económico no necesariamente confluyen en la figura de quien gobierna?
E.C.: –Claramente, no. Hay veces en los que lo hace, como en el caso de este gobierno, que parece estar atendido por sus propios dueños. Pero otras veces la disputa va por otro lado. Eso es algo que nos decía Lula, que ellos llegaron al gobierno manejando apenas el 20% del poder real. Entonces las medidas que se toman siempre están limitadas por la coalición de gobierno por la cual llegaron. Sobre todo en Brasil, donde el sistema de partidos políticos está atomizado, el congreso está dividido en 1.500 partes y al armar coaliciones quedás limitado a la hora de tomar decisiones transformadoras.
–La película comienza con un texto de José Martí que entre otras cosas dice: “El pueblo que quiera ser libre, sea libre en negocios”. Un concepto socialista muy cercano al axioma capitalista según el cual la libertad es en primer lugar libertad de negocios. ¿Los extremos políticos se tocan en la economía?
N.T.: –Ese es un texto de fines del siglo XIX que no dice solo eso. También se refiere a un camino que debe ser el que transite América latina. Porque para enfrentar la desigualdad, la pobreza o el atraso y lograr protagonismo en el contexto internacional América latina tiene que desarrollarse. Y el desarrollo se da a partir de la generación de riqueza, un asunto sobre el que se debe dar un intenso debate, no solo acerca del rol del Estado sino de cómo distribuir los beneficios. Ese texto, que no solo dice eso que planteás, hace referencia a la discusión entre los países y sus intereses. En ese sentido, sabemos que los países de América latina comparten historia, objetivos y miradas sobre el futuro. Es ahí donde hay que lograr una sinergia que trascienda lo económico y lo comercial, para desde ahí unificar la estrategia y alcanzar el protagonismo internacional que la región debería tener.  
–En un momento, Lugo dice que “uno de nuestros errores grandes ha sido la corrupción”, porque se convirtió en la bandera que después se utilizó contra los progresismos. ¿Qué características tendría que tener el proceso de autocrítica para asumir y superar los errores cometidos en ese sentido?
N.T.: –Los hechos de corrupción son intrínsecos a toda sociedad, aunque esto no implica justificar cualquier comportamiento de esas características. Pero no se puede dejar de observar que en este caso también han sufrido un fuerte esquema de manipulación de la información. Creo que a todas las sociedades latinoamericanas nos cuesta distinguir, a partir de la intermediación de los medios de comunicación y también de los órganos judiciales, porque a partir de ahí se empiezan a generar escenarios donde se edifica una sospecha que después es difícil desarticular.  
–¿Pero la autocrítica no debería ir más allá de enumerar operaciones mediáticas o judiciales, que en todo caso corren por cuenta de terceros?
N.T.: –Estamos de acuerdo. Por eso la autocrítica forma parte del documental y por eso estamos hablando de esto ahora. De ninguna manera nos hacemos los distraídos con ese tema.
E.C.: –De ahí nace la decisión de hacer dialogar algunos testimonios que incluso discuten entre sí, algo que ocurre en varias partes de la película. Porque la idea es abrir una discusión lo más amplia posible. Por eso además de proyectar el documental en salas comerciales vamos a recorrer todo el territorio, para que la gente pueda participar del debate que proponemos. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

jueves, 25 de julio de 2019

CINE - "Chuva é cantoría na aldeia dos mortos", de Renée Nader Messora y João Salaviza: Frontera de la realidad

Premiada en el Festival de Cannes 2018, donde formó parte de la competencia Un Certain Regard, la luso-brasileña Chuva é cantoria na aldeia dos mortos es una película que parece surgir de las diferentes tensiones que se dan entre distintos pares que a priori parecen opuestos. En primer lugar este film dirigido a cuatro manos por la carioca Renée Nader Messora y el portugués João Salaviza elige como territorio narrativo la frontera entre la fantasía y la realidad. Lo que en términos cinematográficos equivale a decir que se trata de una película que en apariencia fluye a dos aguas entre ficción y documental. Porque aunque es posible afirmar que el relato que aquí se pone en escena responde a un guion “artístico” y por lo tanto sus personajes son construcciones que interpretan un grupo de actores, la película también contiene una serie de elementos que la emparientan con lo documental.
Chuva é cantoria... tiene como protagonista a Ihjãc, un adolescente miembro de los Krahô, pueblo indígena que habita el macizo central del Brasil. La película comienza con una secuencia nocturna en la que él camina por la selva, a la que una poderosa luz de luna pinta de color azul plata. El joven avanza como en un sueño, mirando como si todo lo familiar se hubiera vuelto extraño, y así llega hasta la orilla de un río al pie de una cascada. Aunque todo lo que se muestra a lo largo de la escena tiene un efecto cautivante, el secreto hipnótico se encuentra en la alfombra sonora que acompaña a las imágenes: el sonido de la selva, un coro en el que se combinan lo animal, lo vegetal y lo mineral. Es el sonido de una creación en la que no existe el silencio.
Sentado en la rivera Ihjãc comienza un extraño diálogo con su padre muerto. La voz del difunto le pide que no olvide las fiestas funerarias para que su alma pueda dejar de vagar en el frío nocturno y partir hacia su nueva aldea, la aldea de los muertos. Luego le pide al chico que entre al agua y lo tienta ofreciéndole un pez, pero cuando este se niega la voz del padre desaparece. Entonces Ihjãc arroja un leño al río y ahí, sobre el agua, comienza a arder un fuego inexplicable mientras la selva enmudece por única vez en la película.
Ese comienzo, que tiene un aire de familia con el cine del tailandés Apichatpong Weerasethakul (en especial con El hombre que podía recordar sus vidas pasadas, 2010), marca otro de los dípticos que sostienen al film: la dualidad humana entre la certeza de lo físico y la esperanza (en el mejor de los casos) de una realidad espiritual, la continuidad de la existencia más allá de los límites de la materia. La aldea de los muertos. Tan fuerte es la dualidad, que durante el resto del relato la vida de Ihjãc se verá trastornada por esas presencias espirituales que le exigen un cambio para el que no se siente listo. Sobrepasado, el chico enferma y desconfiando de las palabras del viejo de la aldea, quien le dice que se trata de los espíritus que lo han elegido para convertirse en chamán, decide viajar a la ciudad para consultar a un médico.
Ese contacto con la realidad tal como se la entiende en Occidente, expone otras cuestiones en torno de lo social. Sin subrayarlo, utilizando el recurso sencillo de poner a Ihjãc en la ciudad, de sacarlo de su idioma nativo para empujarlo al portugués, la película muestra el lugar marginal que las culturas originales siguen ocupando en el gran mapa cultural de América. La escena en la que la médica se niega a reconocer el nombre de Ihjãc, obligándolo a utilizar su nombre portugués (Henrique), pone en primer plano mecanismos sociales que parecen más propios de los tiempos coloniales que del siglo XXI.
Interpretada por miembros del pueblo Krahô que en la película tienen los mismos nombres que en la vida (sin que ello signifique que necesariamente se interpretan a sí mismos), Chuva é cantoria… también puede ser vista como un sueño. Uno en el que la vigilia de nuestra realidad urbana es apenas una nota al pie, casi una pesadilla, y en el que lo ineludiblemente real y concreto sigue siendo esa convivencia con mundos que están más allá de este. Y la presencia inevitable de una creación omnipresente que se niega a hacer silencio. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

viernes, 31 de mayo de 2019

CINE - "Amanecer en mi pueblo", de Ulises de la Orden: Mirar al otro detrás del lente

Uno de los subgéneros recurrentes dentro del vasto universo del documental en la Argentina es el del testimonio social. Y dentro de esta corriente se destaca la preocupación por las problemáticas de las comunidades originarias, un conjunto de minorías cuyos intereses, con cuestiones de grado, han sido sistemáticamente relegadas por el estado sin importar quién se encuentre a cargo de su gestión. La filmografía del director Ulises de la Orden sirve como prueba fáctica de la afirmación anterior. Con su ópera prima Río arriba (2006) dio cuenta de las consecuencias que la industria del azúcar produjo en las comunidades kollas de la región de Iruya; en Tierra adentro (2011) propone ver la conquista del desierto como crimen de lesa humanidad; y en Chaco (2017) cuenta la historia de los pueblos originales del Gran Chaco. Su último trabajo es Amanecer en mi tierra, en el que registra las luchas del Barrio Intercultural, en las afueras de San Martín de los Andes, Neuquén.
El Barrio Intercultural es una exitosa y poco conocida iniciativa surgida del esfuerzo integrado de dos colectivos: el Lof Mapuche Curruhuinca y la agrupación neuquina de Vecinos Sin Techo. Dicha unión permitió la creación de este barrio, levantado de manera cooperativa por sus propios habitantes en un territorio restituido. La labor de De la Orden le permite al espectador no sólo ser testigo del trabajo que los integrantes de la comunidad realizan para generar sus propias viviendas, sino también de una labor mucho más importante: la de construir una conciencia común que se afianza en el compromiso social de poner el interés colectivo por delante de lo individual.
 Amanecer en mi tierra puede resultar informativo y hasta educativo para quienes ignoren cómo viven otros fuera del limitado espacio de sus propias realidades, o para conocer un modo muy distinto de organización social. La mirada del director es eficaz en tanto registra con detalle cada instancia, desde el minuto a minuto en la construcción de una vivienda comunitaria, pasando por las complejas asambleas vecinales, hasta los desafíos y problemas políticos y económicos que el barrio enfrenta en su vinculación con las instituciones estatales.
El tipo de dispositivo formalista elegido por de De la Orden resulta perfecto para acumular y transmitir una gran cantidad de información, pero nunca consigue integrarse al sujeto que retrata. Aunque la empatía con los protagonistas de la historia es evidente, la mirada de la película es siempre externa, como la de un visitante que no consigue apropiarse de la esencia de lo ajeno. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

viernes, 21 de diciembre de 2018

CINE - "Chaco", de Ignacio Ragone, Juan Fernández Gebauer y Ulises de la Orden: Lo invisible y lo invisibilizado

Cuando en materia social se habla de invisibilización se suele hacer referencia a problemas que padecen las minorías, pero que son desconocidos por el grueso de las mayorías. Sin embargo lo invisibilizado no es lo mismo que lo invisible. Si esto último es aquello que cuya naturaleza misma lo vuelve imperceptible a los sentidos, lo invisibilizado necesita de la voluntad y el trabajo activo de alguien que se encargue de hacerlo desaparecer de la vista. Ese proceso tiene que ver en gran parte con la ausencia de dichos asuntos en las agendas de los gobernantes, de los políticos en general y de los grandes medios de comunicación, pero también con la pereza de las mayorías, que prefieren mirar para otro lado con tal de no perder la comodidad.
El abandono y el saqueo que sufren los pueblos originarios que habitan el Gran Chaco, como los wichi o los qom, deben ser los dramas invisibilizados menos invisibles de la Historia argentina. El cine independiente, sobre todo el documentalismo, es uno de los espacios que más ha hecho para poner ese asunto bien a la vista de todos. Alcanza con recordar títulos recientes como Sip’ohi, el lugar del manduré (Sebastián Lingiardi, 2011), El etnógrafo (Ulises Rosell, 2012), o Toda esa sangre en el monte (Martín Céspedes, 2018), a la que ahora se suma Chaco, documental filmado a seis manos por Ignacio Ragone, Juan Fernández Gebauer y Ulises de la Orden. Todos ellos, cada uno a su manera, se han ocupado de quitar los velos con que los intereses económicos ocultan las miserias de estos pueblos empobrecidos.
“Da igual si somos argentinos: a nosotros ninguna ayuda nos llega”, dice alguien, que con elocuencia describe la sensación permanente de abandono con la que conviven los miembros de estos pueblos. Serán muchas las voces que se sumarán a lo largo de los 80 minutos de este documental, en los que se combinan los testimonios en primera persona con un relato en off que le da al asunto una perspectiva histórica. Cada una de esas voces aporta su parte para darle al relato mayor profundidad, para tratar de abarcar el problema desde la mayor cantidad de ángulos posible. Se destacan entre ellas las de Pedro Balquinta y Melitón Domínguez, quienes fallecieron en 2015, durante el rodaje del documental a las edades de 106 y 80 años, lo que los convierte en testigos directos de matanzas y persecuciones. Sus relatos son invaluables.
“Nosotros conocíamos el miedo, pero nunca habíamos visto demonios”, afirma el relato en off que acompaña una serie de animaciones sencillas pero estilizadas, que la película utiliza para destacar algunos hitos del vinculo entre los nativos y los hombres blancos. El eficaz manejo que los directores hacen del lenguaje cinematográfico está bellamente puesto al servicio de ese fin. Por eso tal vez el mayor mérito de Chaco sea su voluntad de visibilizar el atropello histórico, de propalar las voces silenciadas por la indiferencia de la mayoría.  

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

martes, 31 de julio de 2018

CINE - "Toda esta sangre en el monte", de Martín Céspedes: La lucha del campesinado

El estreno de Toda esta sangre en el monte, del director debutante Martín Céspedes, le suma un granito de arena al extenso vínculo entre el género documental y el mundo del campo, al que el cine nunca ha dejado de observar con atención. La película de Céspedes retrata las actividades del Movimiento Campesino de Santiago del Estero (Mocase) y a través de registrar su lucha por el derecho a la tierra de los pequeños productores que la organización nuclea, vuelve a revelar la puja de fuerzas sociales que tienen lugar en torno de la producción agropecuaria.
El Mocase es una organización cooperativa con casi 30 años de historia, a la que pertenecen unas nueve mil familias campesinas de Santiago del Estero. La misma fue fundada el 4 de agosto de 1990. Su objetivo: luchar contra los desalojos y la ocupación ilegal de la que eran víctimas los habitantes de los territorios rurales a manos de empresarios y terratenientes, siempre a partir de operaciones fraudulentas y títulos de propiedad fraguados. Aunque ahí se encuentran los motivos legales de la lucha del Mocase, hay razones más profundas para justificar la existencia de esta organización y sus luchas: la dignidad de los históricos propietarios de la tierra resistiéndose a ser despojados, a ser convertidos de dueños de su trabajo en descastados peones rurales, uno de los sectores más maltratados de la estructura económica de la Argentina.
El relato de Céspedes arranca de forma brutal, con imágenes del cortejo fúnebre y el entierro de Miguel Galván, miembro del Mocase asesinado por un sicario tras denunciar algunos días antes haber recibido amenazas de muerte. El drama sorprendió al director en pleno rodaje y no dudó en retener dentro de su cámara el dolor y la furia, la resignación y desesperación de los familiares, compañeros y vecinos de la víctima. El registro no necesita más que simplemente mostrar, sin recurrir a golpes de efecto ni acentuar nada a través del montaje. Simplemente la tragedia humana teniendo lugar frente a los ojos del espectador. Esa es la realidad a la que están expuestos de forma cotidiana quienes integran el Mocase.
Porque no se trata de un acontecimiento aislado. De hecho uno de los núcleos en torno de los cuales se articula Toda esta sangre en el monte es el juicio contra Javier Juárez y el empresario rural José Ciccioli, acusados de causar la muerte de Cristian Ferreyra, otro miembro del Mocase asesinado en 2011, un año antes de Galván. Mientras las jornadas del juicio se suceden (cuatro años después Juárez será condenado y Ciccioli, su supuesto instigador, quedará en libertad), Céspedes va dejando constancia de distintas situaciones propias de la vida campesina de estos hombres y mujeres que defienden el derecho ancestral a poseer la tierra que habitan y el derecho humano de trabajarla.
En su relato, el director no se priva de de utilizar algunas de estas viñetas para generar analogías que potencian los distintos hechos que conforman el relato. De ese modo un cabrito degollado se convierte por un rato en víctima: aunque entre su muerte y la de Galván haya un abismo ético que las separa, el recurso es cinematográfica y poéticamente efectivo. De igual forma un hachero que habla de la territorialidad de las abejas y del modo en que estas se organizan para cuidar su espacio vital, mientras saca la miel de un panal oculto dentro de un tronco, resulta una analogía perfecta para representar a la comunidad del Mocase y el despojo constante del cual son objeto.
Céspedes también retrata el recelo dialéctico de algunos miembros del Mocase frente la mirada de estudiantes o sociólogos que se interesan en la comunidad para realizar sus trabajos de campo, reduciéndolos a la categoría fría de meros objetos de estudio, y “después no vuelven más”. Están convencidos que los que vienen de afuera llegan cargados de prejuicios y conocimientos muy limitados de lo qué es y cómo funciona esa realidad para ellos cotidiana. Del mismo modo sienten que su capacidad de producción como campesinos es subestimada. Curiosamente, un documental como este también representa una mirada externa. La diferencia podría radicar en el respeto con que Céspedes ha realizado su trabajo, cuyo resultado es esta película que no cae en los extremos de lo aséptico ni de lo panfletario, aunque sin dejar dudas de dónde se encuentra ubicado el punto de vista.
Espacio de enorme complejidad e importante valor simbólico para el imaginario cultural argentino, al campo se le exige, entre otras cosas, ser el salvador de la economía del país, un arcón de riquezas interminables, capaz de alimentar a cada habitante de la nación, y además paliar el hambre del mundo. Lejos de las fantasías reduccionistas, desde que la Argentina es Argentina el campo también ha sido el escenario en el que las fuerzas sociales han combatido por sus intereses y derechos. Ese conflicto en particular es sobre el que los documentalistas vuelven a poner el ojo de su cámara una y otra vez. En Toda esta sangre en el monte Céspedes consigue hacerlo con potencia y de modo cinematográficamente eficaz.
Pero no es la única película estrenada durante 2018 en registrar los conflictos y tragedias ocurridas en el corazón del universo rural. En febrero de este año, durante la última edición del Festival Internacional de Cine de Berlín, tuvo su premiere mundial Viaje a los pueblos fumigados, documental en el que Fernando Pino Solanas aborda el inquietante tema del uso indiscriminado de agrotóxicos en la producción agrícola y las consecuencias directas o indirectas que estos tienen sobre la salud humana. En el conflictivo contexto sociopolítico actual no parece probable que los cineastas dejen de mirar hacia el desierto verde en busca de nuevos temas que les permitan retratar la identidad cultural argentina en su faceta más esencial. 

Artículo publicado originalmente en el portal de noticias www.tiempoar.com.ar

jueves, 5 de abril de 2018

CINE - "La educación en movimiento", de Malena Noguer y Martín Ferrari: Educación sobre el margen

El documental de Malena Noguer y Martín Ferrari La educación en movimiento se enmarca dentro la corriente cultural latinoamericanista que tuvo su auge durante los llamados gobiernos progresistas que administraron la región hasta hace algunos años. Se trata de un recorrido por América latina que la pareja de directores realizó para registrar la existencia de espacios de educación alternativa, vinculados a organizaciones sociales y populares que buscan formar y crear conciencia en la clase trabajadora. Dichos espacios se sostienen en distintas corrientes del pensamiento social, como las culturas originarias ancestrales, los movimientos sin tierra o el feminismo, que tienen en común su carácter contra hegemónico. Es decir, que están movidos por la voluntad de construir por fuera o sobre el margen del modelo de la educación escolástica.
Lo primero que llama la atención del documental es cierta contradicción formal que se produce al contar una historia de movimientos contraculturales sin conseguir salirse del sistema narrativo clásico. Desde lo cinematográfico, La educación en movimiento es un film conservador que trabaja con herramientas que no se apartan de un modelo de documental al que se puede vincular más con lo televisivo que con el cine. El resultado de dicho proceso es el retrato convencional de sujetos con características extraordinarias. De ningún modo eso le resta valor a las historias registradas ni a sus protagonistas, ni convierte a la película en aburrida o indigna. Lejos de eso, se la puede ver con interés, pero dicho mérito proviene más de lo que aportan los propios personajes que de la forma cinematográfica elegida por los cineastas.
Más allá de eso, se puede definir a La educación en movimiento como una especie de diario de motocicleta filmado, en el que Noguer y Ferrari van descubriendo las huellas multiculturales de la región a través del eje de la educación alternativa. La película revela, al menos a los ojos del espectador, la existencia de distintas organizaciones sociales que gestionan sus propios espacios para educar desde una conciencia colectiva, por fuera de los intereses globales o del mercado que varios testimonios vinculan con la educación tradicional. Instituciones cuya intención no es la incorporar individuos a un sistema esencialmente expulsivo, sino la de sumar conocimiento a las comunidades marginales. En ese carácter testimonial está la riqueza de una película que visibiliza proyectos que proponen una educación que no solo mire hacia el futuro sino que atienda el presente, que además de calidad aporte identidad y en la que el conocimiento no sea el bote salvavidas de uno sino que represente un aporte al cuerpo social, incluso cuando este se limite a la propia comunidad. Una revolución educativa que no pretende destruir lo que existe, sino sumar distintas formas de acceder al conocimiento, que es una de las formas del poder. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

lunes, 19 de febrero de 2018

CINE - 68° Berlinale, Día 4: Los pueblos fumigados golpean Berlín

La Berlinale, el prestigioso festival internacional de cine de Berlín, es la primera cita ineludible del calendario cinematográfico, la que de alguna manera entrega los indicios iniciales de qué puede esperarse del año en materia de películas. Y como ya es costumbre, el cine argentino vuelve a ser un protagonista importante, el país de la región con más producciones (10) participando de las distintas secciones de la generosa programación del festival, compuesta por más de 400 películas. Un hecho que merece ser destacado dado el contexto de crisis del cine argentino, que quedó expuesto en abril del año pasado con la renuncia forzada de Alejandro Cacetta a la presidencia del Instituto del Cine (Incaa), y se agravó en diciembre con la publicación de la Resolución 1565 E/2017. La misma indicaba que “para el ejercicio en curso (2017) la partida correspondiente fue aplicada en su totalidad” y “se encuentran igualmente comprometidos la totalidad de los fondos destinados al otorgamiento de créditos para 2018”. En consecuencia “las solicitudes de créditos industriales otorgados de manera directa por el Incaa carecerían de fondos para ser atendidas hasta el ejercicio presupuestario correspondiente al año 2019”. Traducción: el Incaa no dispone de fondos para nuevas producciones hasta el año que viene.
Es cierto que a pesar de su importante cuota de participación, ninguna de las películas argentinas que participan este año de la Berlinale forma parte de su Competencia Oficial. Ahí las representantes iberoamericanas son apenas dos entre 20: la paraguaya Las herederas, destacada ópera prima de Marcelo Martinessi, y Museo del mexicano Alonso Ruizpalacios, protagonizada por Gael García Bernal. También podría sumarse la presencia del brasilero José Padilha, director de Tropa de elite, cuya película 7 días en Entebbe se presenta dentro de la selección oficial pero fuera de competencia. Y tampoco se trata de un film brasilero, sino de una coproducción multieuropea, protagonizada por el hispano alemán Daniel Brühl y los británicos Rosamund Pike y Eddie Marsan. 7 días en Entebbe reconstruye en tono de thriller el secuestro en pleno vuelo de un avión de Air France por parte de un grupo de extremistas pro palestinos en 1976.
De las diez películas argentinas programadas, cuatro tuvieron ya su premiere y en todos los casos se trató de estrenos mundiales. La más destacada de ellas es Viaje a los pueblos fumigados, no sólo por la trascendencia artística de su director, el también senador nacional Fernando Pino Solanas, sino por lo controvertido de su tema. Se trata de un relevamiento del impacto causado en la sociedad argentina por el modelo “sojero” de explotación agrícola, implantado durante la década de los ’90, incluyendo las consecuencias del uso de agroquímicos/agrotóxicos en la salud humana. La película, sencilla en su ejecución y desarrollo, es más potente por su calidad de expresión política que por sus cualidades cinematográficas. Un film con un mensaje claro y una posición tomada pero que, como dijo el propio cineasta durante la charla posterior a la primera proyección de su película, no agrega nada nuevo a lo que ya se conoce del tema a través de libros, estudios y ensayos. Sin embargo defendió a su trabajo en tanto herramienta para difundir esa información, que a pesar de ser pública es ignorada por una parte mayoritaria de la ciudadanía. “El cine es una herramienta fantástica, porque la potencia de las imágenes vivas supera a la de cualquier documento escrito”, dijo Solanas ayer en Berlín, quien fue acompañado en el ingreso a la sala por el director del festival, Dieter Kosslick, donde fue aplaudido antes y después de la proyección.
Es que la presencia de Viaje a los pueblos fumigados en la programación no representa solo una expresión de su autor, sino que el festival se la ha apropiado, en un firme gesto político. Es que la mayoría de los agrotóxicos cuyo uso indiscriminado es denunciado por el director en su película, como el glifosato o el endosulfán (este último prohibido desde hace años, pero aún en uso), son productos vinculados con Bayer, una de las multinacionales alemanas más poderosas del mundo. Y la película de alguna manera es una patada en la cara del gigante farmacéutico en el patio de su propia casa. Eso, siendo un valor enorme, no impide notar que se trata de un relato más valioso desde lo didáctico que desde lo cinematográfico. 

Artículo publicado originalmente en el portal de noticias www.tiempoar.com.ar

jueves, 2 de noviembre de 2017

CINE - "La muralla criolla: La zanja de Alsina", de Sebastián Díaz: La historia proyectada

“En el año 1875 el presidente Nicolás Avellaneda solicita al Ministro de Guerra, Dr. Adolfo Alsina, presentar un plan para terminar con ‘El Problema Indio’. Alsina propone avanzar la frontera bonaerense y defenderla mediante una zanja con un murallón interior con el objetivo de evitar o demorar el paso de los arreos. Un millar de operarios cavan durante un año 375 kilómetros de zanja.” Con este texto breve y didáctico comienza La muralla criolla, documental de Sebastián Díaz que va en busca de los vestigios de la llamada Zanja de Alsina, uno de los más interesantes, absurdos y poco divulgados episodios de la Historia argentina. Excluido de los programas de estudio, es sin embargo uno de los hechos que con mayor elocuencia expone el modelo político sobre el que se edificó este país. Y además se presta para un juego simbólico que es posible transportar hasta la actualidad. Porque así como aquel proyecto de Alsina se proponía dividir en dos a la Argentina de manera literal, resguardando de un lado a la civilización y excluyendo del otro a la barbarie, hoy quizá sea la misma lógica la que se utiliza para llamar grieta a lo que en aquel momento se denominaba zanja.
Esa zanja –que la historia oficial disimuló durante más de un siglo detrás de la mucho más efectiva (y cruel) Conquista del Desierto que poco después comandó Julio A. Roca, sucesor de Alsina en el Ministerio de Guerra— fue la obra pública más grande que el estado nacional planeó llevar a cabo durante el siglo XIX. Así lo afirma el historiador Marcelo Valko, una de las dos cabezas parlantes que guían el documental. La otra es la de Osvaldo Bayer, nombre clave en lo que se refiere a pensar un relato histórico menos heroico y más honesto, siempre dispuesto a echar luz sobre lo olvidado o lo oculto. Y, claro, una fija en cuanto documental se realiza para denunciar los crímenes cometidos contra los pueblos que originalmente ocupaban esas tierras arrebatadas y luego distribuidas entre las familias de la Sociedad Rural.
Para apoyar su relato central, La muralla criolla recorre las ciudades fundadas en torno a los fortines instalados para defender esa nueva frontera instaurada por la fuerza. Para ello cuenta con ayuda de historiadores locales, que aportan datos sobre el origen de sus propios pueblos. La película incluye además algunos segmentos animados, recurso ingenioso para llegar donde el archivo no puede, y la lectura de varias cartas enviadas por los caciques más importantes, como Namuncurá y Pincén, a sus pares militares. Como ocurre con este tipo de documentales en los que el tema expuesto supera los límites del presupuesto, La muralla criolla ofrece gran cantidad de teorías, datos e información, y deja un puñado conceptos que dan cuenta de que el exterminio de los pueblos originarios se sostenía, como la mayoría de las guerras, en motivos económicos. “La Patria es el precio de la carne”, dice alguien para volver a caer en la cuenta de que, en efecto, nada cambió demasiado. Solo que ahora la Patria también es el precio de la soja.  

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

viernes, 2 de diciembre de 2016

LIBROS - Centésimo aniversario de la muerte de Jack London: El escritor del lado salvaje

La influencia y el poder de un país no se mide solamente en los kilotones que acumulan en su arsenal nuclear ni en los millones de dólares que resguardan las bóvedas de sus bancos. La verdadera medida es muchas veces cultural y aunque no se puede mensurar con unidades de medida específicas, sino que se hace palpable en la capacidad de una nación de penetrar culturalmente a otros para ponerlos de su lado por resonancia simpática. Y si bien son muchos los ejemplos al respecto que acumula la historia universal, de Roma al Imperio Británico, el más contundente de todos es el de los Estados Unidos durante la segunda mitad del siglo XX, aunque dicho período puede ampliarse a la centuria completa, incluso un poco antes también y sigue la cuenta. Si bien dicho poder se hizo muy evidente a partir de hitos como la expansión industrial de los estudios de cine en Hollywood o el surgimiento del rock and roll durante la primera década de la posguerra, lo cierto es que antes que eso los Estados Unidos ya eran hace rato una potencia literaria. Edgar Allan Poe, Nathaniel Hawthorne, Mark Twain o Ambrose Bierce son algunos de los más destacados autores que preformaron las letras estadounidenses. Dentro de ese grupo notable se destaca con extraordinaria luz propia el nombre de Jack London, a quien la brevedad de su vida (murió pocos meses después de cumplir 40 años) no le impidió construir una de las obras literarias más importantes de esa rica genealogía de escritores norteamericanos.
Nacido el 12 de junio de 1876 en San Francisco, y muerto hace exactamente 100 años, el 22 de noviembre de 1916, en la ciudad de Glen Ellen, la de London sigue siendo una figura que sigue mereciendo ser reconocida. Hijo de un astrólogo ambulante que se niega a reconocerlo, con un padre adoptivo que pasaba de un fracaso comercial a otro, el futuro escritor creció en un entorno de compañías poco recomendables. No tardó mucho el joven London en buscarse la vida por sus propios medios y fue así que acabó transitando por mil y un oficios antes de triunfar como escritor. Es por eso que su vida, tanto como su obra, son muy difíciles de abarcar en un breve artículo escrito para conmemorar el aniversario de su desaparición física. Sus escritos son tantos que actualmente sigue siendo incierto su número preciso, y su calidad es indiscutible, incluye desde piezas de gran popularidad, como Colmillo blanco, su novela más conocida, o La llamada de la selva, hasta un sinfin de relatos breves entre los cuales se destaca “Encender un fuego”. Pero antes de consagrar su vida a la literatura London fue marinero, empleado en un molino, buscador de oro, explorador y periodista, entre otras ocupaciones. De todas esas experiencias se nutrió más tarde su obra.
Aunque su figura ha quedado relacionada con la literatura para niños y adolescentes, a partir de la inclusión de Colmillo Blanco y otros de sus libros en incontables colecciones, como la inolvidable Robin Hood de tapas amarillas, Jack London es uno de los escritores más importantes del siglo XX, aun cuando su temprana muerte le permitió transitar apenas los tres primeros lustros del mismo. Y si bien este centésimo aniversario ha pasado un poco desapercibido, al menos acá en la Argentina, no está de más aprovechar la oportunidad para intentar conseguir nuevos lectores para sus inagotables historias.

Once cuentos de Klondike: Recuerdos de mi vida salvaje

Tras el estallido de una nueva fiebre del oro en América del Norte, luego de que algunos exploradores encontraran pequeñas vetas en los territorios casi vírgenes de Alaska y el Yukón, uno de los 125 mil hombres que en 1897 decidieron ir a probar suerte como buscadores de fortuna fue el joven Jack London, de apenas 21 años. En aquel momento el oficio de escritor todavía era para él un deseo por cumplir. Tampoco podía saber entonces que la mayor riqueza que hallaría en las heladas tierras del círculo ártico no sería la de las ansiadas pepitas doradas, sino un enorme catálogo de experiencias humanas con las que algunos años más tarde alimentaría buena parte de su extensa y fascinante obra literaria, una de las más importantes de las letras estadounidenses. El volumen Once cuentos de Klondike que acaba de publicar la editorial Eterna Cadencia reúne justamente once de los relatos que el autor ambientó en esa zona y durante aquella época, a partir de anécdotas y personajes que conoció durante su aventura.
Más allá de esos elementos que le dan cohesión a los textos seleccionados, en ellos es posible reconocer la magistral maquinaria narrativa que moviliza la obra de London. No son pocos los escritores especializados en el relato breve que han ensayado algunas reglas o consejos para potenciar la escritura del cuento. La mayoría de ellos coincide en la importancia que tienen las primeras oraciones del texto, que deben funcionar como herramienta para atrapar al lector en la red de la narración, para capturar su atención y convencerlo de que debe seguir con la lectura hasta el final. Cada uno de los primeros párrafos de los once cuentos que forman parte de esta antología son el ejemplo perfecto de cómo esta regla debe llevarse a la práctica. Tan eficaz es la forma en que London imagina y luego articula sus cuentos, que no pocas veces le alcanza con la primera oración para tener al lector comiendo de la palma de su mano.
“Aplastándola, Fortune La Pearle se abrió camino a través de la nieve, resoplando, esforzándose, maldiciendo su suerte, maldiciendo a Alaska, a Nome, a los naipes y al hombre que había experimentado su cuchillo”. De esta manera comienza el cuento “Lo que hace que los hombres recuerden” y en estas tres o cuatro líneas no sólo está todo lo necesario para entender qué es lo que pasa en la historia que está a punto de ser narrada, sino todo lo necesario para hacer que un buen lector no levante sus ojos del libro. Un hombre que huye sobre la nieve con dificultad luego de haber atacado a alguien con su cuchillo, posiblemente en medio de una mano de póker. ¿Pero por qué lo habrá atacado y por qué se arrepiente de su viaje a Alaska y de su suerte toda? Preguntas que aparecen y obligan a querer saber un poco más.
El comienzo del siguiente cuento, “El hombre del tajo”, es como una puñalada en el aire que pone alerta al lector: “Jacob Kent había sufrido de codicia todos los días de su vida”, escribe London y es imposible dejar de imaginar cómo habrán sido todos los días de esa vida o qué tipo de ser humano es capaz de merecer semejante castigo. En “El desprestigiado” London llega con la síntesis al extremo de la eficiencia y con sólo tres palabras se las arregla para intrigar. “Era el fin”, escribe, y es inevitable no reconocer la osadía de empezar un cuento anunciando con las primeras tres palabras que en realidad lo que va a contar es el final de la historia. Y no queda más que imaginar y las ganas de seguir leyendo.
La antología, con la traducción y las oportunas notas de Jorge Fondebrider, se cierra con “Encender un fuego”, un clásico y tal vez el cuento más famoso de London, en el que narra la desesperación de un explorador por encender una hoguera mientras comienza a darse cuenta que se está muriendo congelado. En cada uno de estos once cuentos de Klondike la muerte está presente, en estado de latencia, envolviendo a sus protagonistas como un velo muy tenue, al que sin embargo es posible ver muy claramente. Tal vez porque, a partir de su propia experiencia, London haya podido comprobar que la muerte puede volverse una contingencia repentina y brutal (pero nunca inesperada) cuando el hombre civilizado decide exponerse a la realidad inclemente de la vida salvaje.

Knock Out - Tres historias de boxeo: Escrito con los puños

“Todo lo que sé, Genevieve, es que te sientes bien en el ring cuando haces lo que quieres con un hombre, cuando sabes que ese hombre tenía en cada guante un golpe listo para tí y que no le diste la menor oportunidad de pegarte, cuando eres tu el que le pega con tu golpe favorito y que está acabado, que está ahí y lo puedes liquidar mientras el árbitro hace el conteo, mientras la sala aúlla y sabes que eres el mejor, y que peleaste bien y que ganaste porque eras el mejor…”. Con estas palabras describe Joe al boxeo, su oficio, cuando su novia Genevieve le dice que no entiende cuál es el gusto que le encuentra al asunto. El fragmento pertenece a “El combate”, uno de los tres cuentos de Jack London incluidos en la exquisita antología Knock Out – Tres historias de boxeo, publicada por la editorial Libros del Zorro. La misma incluye, además de los textos del escritor norteamericano, una serie de ilustraciones no menos exquisitas de ese gran artista que es Enrique Breccia, que le hacen honor a la fabulosa pluma de London.
Como lo indica el título del libro, se trata de tres historias ambientadas en el universo del boxeo a comienzos del siglo XX, cuando el deporte de los puños ya había abandonado su carácter clandestino, pero todavía mantenía algunas reglas verdaderamente salvajes. Los combates se extendían hasta los 20 rounds y al derribar a su oponente cada boxeador no estaba obligado a retirarse a un rincón neutral, sino que podía esperar a que el árbitro completara la cuenta de protección justo al lado del caído, para poder comenzar a pegarle ni bien se parara. De toda esa brutalidad dan cuenta estos tres relatos casi de manera documental.
Sin embargo London no se escandaliza ni impugna al box como disciplina, sino que prefiere utilizarlo para encontrar en sus escenarios algunas muestras de otras miserias humanas, que son las que verdaderamente preocupaban al escritor. De larga militancia socialista, London elige como protagonistas a los boxeadores de clase baja (en una época donde todavía el box era un deporte frecuentado por dandis y nenes bien) o a los que ya han dejado atrás sus mejores años, permitiendo que a través de ellos se filtre su mirada sobre el mundo y la época que le tocaron vivir.
Bajo el título de “Un bistec”, el primero de los tres relatos narra la contienda que un boxeador cuarentón y venido a menos debe realizar frente a un oponente 20 años más joven y en la plenitud de su capacidad física. A London le gustan los héroes trágicos y en ese molde encaja perfectamente el “viejo” Tom King, dispuesto a no convertirse en un escalón sencillo en la carrera ascendente de su rival. Ya se ha dicho que, para la forma en que London entiende al mundo, el salvajismo y la crueldad no residen en el boxeo. En cambio elige recargar su mirada sobre el hambre de su protagonista, esposo y padre de dos hijos a los que ha dejado esa noche en casa, mandándolos a la cama sin comer, porque hace días no tiene ni un centavo para comprar comida. Tom King se pasa toda la pelea lamentándose por no tener para un buen pedazo de carne y a medida que las fuerzas lo van abandonando, la falta de ese bocado ausente comienza a martillarle el espíritu. London reconoce el verdadero drama que se desarrolla en torno de ese combate deportivo, el drama humano de un mundo injusto, de una sociedad en la que los perdedores son la mayoría.
El siguiente cuento representa de manera aún más explícita la mirada política e ideológica de London sobre la sociedad en la que le toca vivir. Titulado “El mexicano”, este cuento narra la historia de un joven que se acerca a uno de los comités que los revolucionarios mexicanos en el exilio tenían en la ciudad de Los Ángeles, para colaborar espontáneamente con la causa. Aunque los capitostes del movimiento desconfían de este desconocido silencioso y retraído, pronto el muchacho comienza a convertirse en la solución para diversos problemas económicos que van surgiendo de la actividad política. El cuento utiliza como escenario el de las organizaciones socialistas con las que el propio London simpatizaba y vuelve a aprovechar la bestialidad formal del boxeo para retratar la auténtica barbarie, la más atroz: la de las desigualdades entre las personas. Y reconocer, de paso, la nobleza de quienes sostienen ideales altruistas.

La peste escarlata: Una fantasía con color político

La porción más conocida de la obra de Jack London, aquella que incluye a la novela Colmillo Blanco y la mayoría de sus cuentos, tiene un perfil más bien realista, aunque en no pocos momentos sus bordes se aproximen bastante a lo fantástico. Es por eso que su cuento largo La peste escarlata puede resultar sorprendente. Se trata de un relato distópico ambientado en un mundo posapocalíptico a mediados del siglo XXI, en el que la humanidad ha sido diezmada por una enfermedad extraña surgida en el año 2013. Los pocos seres humanos que quedan, la mayoría de ellos niños y adolescentes, viven en un estado de semisalvajismo y en una sociedad que en su organización y cultura ha retrocedido a los niveles de la Edad Media. En ese universo un anciano les cuenta a su nieto y a sus amigos la historia de cómo era aquel antiguo mundo moderno.
Con un argumento que parece más propio de la obra del inglés H. G. Wells, La peste escarlata representa un ejemplo de la literatura fantástica muy próximo a lo que más tarde sería llamado ciencia ficción. London abunda en detalles, imaginando un mundo futuro muy parecido al mundo actual, en el que aviones y automóviles son medios de transporte masivos, en el que las telecomunicaciones forman parte de la vida cotidiana, imaginando megaciudades repletas e incluso casi acierta en el cálculo de la cantidad de habitantes que el mundo tendría a comienzos del siglo XXI (ocho mil millones de personas en el censo de 2010, arriesga London).
Su mirada política de la realidad vuelve a ser la que orienta el sentido del relato. London traza con bastante precisión el recorrido que el capitalismo hará en el tiempo, describiendo una sociedad en la que una clase privilegiada vive en un mundo de abundancia, que es sostenido por una casta servil dispuesta a trabajar para ellos. Casi como si se tratara de un relato religioso regido por la dualidad del bien y el mal, la llegada de la mentada peste escarlata es de algún modo una forma de castigo natural para una sociedad que en su progreso ha ido más allá de los límites éticos. London escribe: “Nosotros, los miembros de la clase dominante, poseíamos todas las tierras, todas las máquinas, todo. Los encargados de conseguir los alimentos eran nuestros esclavos. Nos quedábamos con casi toda la comida que conseguían y les dejábamos un poco para que comieran y trabajaran y nos consiguieran más comida. […] Si alguno […] no hacía su trabajo, lo castigábamos u obligábamos a morir de hambre. Y pocos llegaban a esa situación. Preferían conseguirnos comida y hacernos ropa y…”. Cualquier similitud con el mundo actual no parece mera coincidencia, sino un análisis inteligente y crítico que el escritor realiza de su propia realidad.
La edición de La peste escarlata realizada por Libros del Zorro Rojo es digna de una obra tan infrecuente. La misma cuenta con traducción de Marcial Souto y es acompañada con ilustraciones de Luis Scafati. Dichas imágenes resultan un oportuno complemento del texto de London, registrando las decadentes escenas de aquel mundo que comenzaba a desaparecer para darle paso a un salvajismo 2.0, posibilidad de la cual el mundo actual no se encuentra a salvo. Porque si de algo nunca se aleja la humanidad es del peligro de disparar su propia extinción. En ese sentido, el trabajo de London representa un extraordinario ejercicio de autocrítica en clave fantástica.

Artículo publicado originalmente en el portal de noticias www.tiempoar.com.ar.