jueves, 5 de enero de 2017

LIBROS - Vacaciones en la literatura: Una habitación oscura para el retorno de lo reprimido

En contra de los sindicatos que lucharon para imponerlas como un derecho para todos los trabajadores, la literatura no parece encontrarle el lado bueno a las vacaciones. Mientras para el común de los mortales estas equivalen a una mezcla de alegría trivial con una ilusión de descanso reparador, los escritores no ven en ellas otra cosa que miseria, dolor y tragedia. Eso no significa que estén en contra del derecho a descansar ni que se opongan al concepto mismo de las vacaciones. De hecho en una rápida recorrida por Internet se pueden encontrar fotografías playeras de autores eminentes. Pero a la hora de escribir, el escenario de las vacaciones difícilmente sea el elegido para contar historias ligeras o felices.
No se intenta desde aquí convertir a semejante afirmación en una verdad absoluta, más bien lo contrario. Se trata de una afirmación por completo arbitraria, de un razonamiento que cualquier profesor de lógica desecharía enseguida por falaz. Apenas una provocación que partiendo del escaso universo de cuatro obras (dos cuentos y dos novelas), se permite defender una teoría por demás discutible. Sin embargo no es una provocación gratuita, porque se apoya sobre cuatro obras cuyo peso específico la justifican y permiten que por lo menos deba ser tomada en cuenta. Al mismo tiempo demanda que quien desee refutarla deba tomarse el trabajo de conseguir otros cuatro textos de valor equivalente, que sirvan para sostener la idea contraria.
Si las vacaciones tal como se las conoce hoy son un invento consolidado por las sociedades de posguerra a partir de la idea keynesiana del Estado de Bienestar, nada mejor que recurrir a la literatura de la época para ver de qué modo se las representó en aquel entonces. Y en particular a las letras de los EE.UU., en donde el New Deal y el triunfalismo de la Segunda Guerra Mundial hicieron surgir esa sociedad idealizada del confort hogareño, bajo cuya alfombra se barrieron las esquirlas del horror. Todo eso aparece retratado con precisión en “Un día perfecto para el pez banana”, primero de los Nueve Cuentos (1948) de J. D. Salinger.
El relato se divide en tres actos, que en lugar de ser identificados como introducción, nudo y desenlace bien podrían ser llamados advertencia, temor y tragedia. Advertencia: Muriel es una jovencita que está de vacaciones en un hotel de Florida y habla por teléfono con su mamá. La señora le pregunta con desesperación cómo está y si Seymour, el novio de Muriel, se ha portado bien. Muriel minimiza las preocupaciones de mamá, pero la mujer insiste y aunque nunca termina de decir nada en concreto, el lector sospecha que algo no anda bien en la cabeza de Seymour, quien hace poco regresó del frente de batalla. Temor: Sybil es una nena de 5 años. Su madre la deja sola en la playa para ir hasta el hotel por un trago y ella entonces se va a buscar a Seymour, que está solo tomando sol. A pesar de ser un adulto y una niña, ellos hablan como amigos y Sybil le hace una escenita de celos porque anoche permitió que otra nenita de 3 años se sentara junto a él en el piano del hotel. Él le propone ir al mar a pescar un pez banana. La niña no sabe qué es eso y la explicación de Seymour es vaga. Mientras juegan con las olas, ella exclama que acaba de ver un pez banana. Él besa un pie de la niña y ella se sobresalta. Enseguida vuelven a la playa y se despiden. Tragedia: Seymour discute en el ascensor del hotel con una mujer porque cree que esta le mira los pies con disimulo. Cuando llega al cuarto y encuentra a Muriel dormida, Seymour se sienta en la cama y se pega un tiro.
En 1951 John Cheever publica “Adiós, hermano mío”, drama familiar con tintes autobiográficos. Los Pommeroy pasan todas sus vacaciones en la casa que tienen en una isla balnearia. Este verano volverá Lawrence, el hermano menor a quien hace muchos años dejaron de ver. Aunque lo reciben con cariño, enseguida queda claro que Lawrence opone resistencia y que la alegría de su madre y sus tres hermanos mayores al verlo es apenas un simulacro. El cuento está narrado por uno de los hermanos, quien al describir el vínculo de la familia con Lawrence oscila entre el desprecio y la culpa. El narrador trata de congraciarse con él, pero sólo recibe desplantes y quejas que se remontan a la infancia. Cheever realiza un retrato vívido de la decadencia y la pretensión aristocrática de los Pommeroy y utiliza el conflicto para llegar hasta el origen puritano de los ancestros familiares, que son también la raíz cultural de los EE.UU. Durante una caminata por la playa el narrador intenta una vez más reconciliarse con Lawrence, aunque en realidad pretende que sea él quien renuncie a sus recelos contra todos, cuando está claro que son los demás quienes han convertido al más chico en una especie de cálculo en el riñón familiar que tarde o temprano debe ser expulsado. Algo que ocurrirá cuando Lawrence repudie a su hermano y este le pegue por la espalda un palazo en la cabeza. Lawrence regresa al continente con su mujer e hijos y el resto de los Pommeroy se queda en la isla, una burbuja en la que el tiempo familiar parece detenerse para siempre.
Pero no hace falta quedarse en EE.UU. para comprobar que para la literatura las vacaciones son una habitación oscura donde lo reprimido se manifiesta con la fuerza de lo trágico. De hecho pueden ser igual de siniestras para los autores europeos. Vean sino lo que le ocurre a Gustav von Aschenbach cuando decide irse a veranear a Italia, en Muerte en Venecia (1912) del alemán Thomas Mann; o a los alumnos de una escuela inglesa cuyo avión se estrella en una isla desierta en El señor de las moscas (1954), de William Golding. En la primera de estas dos novelas un escritor decide alejarse de la decadencia urbana para ir en busca de una belleza purificadora y termina enamorándose secretamente de un adolescente enfermizo, en medio de un brote de cólera que comienza a asolar a la ciudad de los canales. La atmósfera de amenaza creciente domina un relato que puede ser leído como metáfora de la crisis de valores de la decrépita sociedad victoriana, que dos años más tarde enfrentaría su definitiva crisis política con el comienzo de la Primera Guerra. La novela de Goldwin en cambio aprovecha para esbozar una crítica de las estructuras de la sociedad moderna, a partir del modo en que este grupo de chicos las recrean en su primitiva forma de organizarse para sobrevivir en la isla. Los violentos conflictos de poder que el novelista inglés hace surgir entre las facciones de niños parecen salidos de un experimento social y su concepto se adelanta unos cuantos años a experimentos reales como el de la Cárcel de Stanford, realizado en la universidad de esa ciudad y sobre el que se hicieron varias películas.
Conclusión: en vacaciones es mejor leer libros que protagonizarlos y no es mala idea empezar por estos cuatro.  

Artículo publicado originalmente en el Suplemento Literario Télam.

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