
Como corresponde a un chico de clase media suburbana, mi educación cinéfila empezó en el viejo cine Los Ángeles de Corrientes y Callao, al que mamá me llevaba un par de veces por mes desde los dos o tres años de edad, o tal vez antes, pero no me acuerdo. Sí me recuerdo ahí, sentado con ella (sobre ella), y hasta conservo retazos originales de memoria en donde algunas escenas de Dumbo, de Bambi y de Robin Hood se mantienen intactas, como embalsamadas. Pero hay cosas que he perdido entre los pliegues del pasado, y lo lamento. Del ritual previo a ver una película, que ahora conozco tan bien y que tanto disfruto, no me quedan ni las sobras: no recuerdo que mamá me anunciara con una sonrisa que ese día íbamos al cine, no recuerdo el viaje desde Castelar, no recuerdo el deseo de ir. Sin embargo no me pasa lo mismo con el instante posterior al final de las proyecciones.
Nada me hacía sufrir ni me angustiaba tanto en mi niñez como el momento en que esas letras enormes aparecían en la pantalla, poco antes de que las luces se volvieran a encender. Entonces lloraba como una viuda y le preguntaba a mamá a dónde se iban todos los personajes cuando terminaba la película. No me olvido más de su mano acariciándome los rulos, ni del abrazo que me daba. Todos ellos se quedan acá, me dijo entonces, poniendo su dedo índice sobre mi pecho.
Ese, aunque entonces no lo supe, fue mi primer contacto con la muerte. Hoy, unos cuantos velorios más tarde, sé que la muerte es como el cine: cuando el proyector se apaga, las luces de las películas siguen vivas dentro de quienes las han amado.
A la memoria de Fabio Manes (1964-2014), al que no tuve el gusto de conocer, pero con quien compartimos, no lo dudo, el mismo amor por el cine.
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Columna publicada originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.
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