Mi hijo comienza como un drama oscuro, aunque algunas secuencias imponen una atmósfera policial. En esa primera etapa, regida por las emociones, la expareja intenta apoyarse mutuamente para sobrellevar la angustia que los ha vuelto a reunir, pero no podrán evitar que las viejas heridas comiencen a supurar en forma de reproches cada vez menos velados. Un primer sacudón ocurre cuando la policía revela la posibilidad de un secuestro planificado, en el que el niño no sería una víctima azarosa. Ahí la película confirma que el punto de vista será el del padre, algo que ya había sugerido la secuencia inicial, que sin inocencia cita al famoso travelling aéreo de El resplandor (Stanley Kubrick, 1980). Como en aquella, aunque con mayores justificaciones, acá también el padre comienza a perder la razón y agrede brutalmente a la nueva pareja de su ex, que ha ocupado el vacante rol paterno, a quien acusa de estar involucrado en el secuestro. Cuando parece que la película asumirá ese rumbo, el curso narrativo vuelve a torcerse para el lado del thriller y la intriga política.
Pero no por mucho tiempo. Enseguida la cosa se encamina hacia el subgénero de justicia por mano propia, aprovechando el tono sombrío que aportan los días cortos y lluviosos del invierno escocés. Ahí Carion mezcla aciertos y resbalones. Entre estos últimos se puede mencionar algunos cabos sueltos y, sobre todo, el papel deslucido que le otorga a la mujer, relegando a la madre a un rol secundario que carga con una torpeza más propia de las películas del siglo XX que del cine contemporáneo. Más estimulante resulta el final, en el que se permite una mirada inusual acerca del accionar del protagonista. Porque, sin dejar de mirar de forma empática sus decisiones, Mi hijo se aparta del tono celebratorio de otros exponentes del género y se atreve a poner en escena un inédito giro ético.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Pägina/12.
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