sábado, 24 de diciembre de 2011

LIBROS - War stars, guerra, ciencia ficción y hegemonía imperial: La literatura, arma de destrucción masiva

Desde el origen mismo del lenguaje, el hombre se ha venido cuestionando cuál es el poder de las palabras. Poetas, semiólogos, narradores, filósofos se han hecho la pregunta y obtenido enormidad de respuestas. Sin hacerla expresa en ningún momento, el libro War Stars, guerra, ciencia ficción y hegemonía imperial, del norteamericano H. Bruce Franklin, consigue responderla del mejor modo: hablando de otra cosa, pero con una contundencia que no deja espacio para la duda.
En su libro, Franklin recorre con detalle la historia de las ficciones bélicas estadounidenses desde finales del siglo XVIII, para demostrar de qué modo las manifestaciones de la cultura popular (en particular la ciencia ficción) han sido un instrumento eficaz para premoldear escenarios futuros favorables a las estrategias de política exterior, de dominación bélica e imperio económico de los EE UU. El recuento literario que realiza Franklin es exhaustivo e incluye clásicos como Washington Irving, Mark Twain y Jack London, pero también nombres importantes de la Ciencia Ficción, desde el inevitable Philip K. Dick a Clifford Simack, Robert Heinlein o Theodore Sturgeon. O autores que exceden dicho género, como Ray Bradbury y Kurt Vonnegut; un best seller como Tom Clancy, y siguen las firmas. Puede decirse que, de algún modo, War stars hereda, retoma y actualiza algunos conceptos desarrollados por Ariel Dorfman y Armand Matelartt en Para leer al Pato Donald.
De ahí concluye que la literatura fantástica ha sido utilizada de manera permanente para instrumentar la idea de una amenaza externa, un invasor, un enemigo de la libertad que los EE UU, en su carácter de policía de los valores más nobles, deben derrotar y hasta eliminar por completo de la faz del planeta. Este enemigo ha ido mutando de identidad a lo largo de la historia y su variable de cambio han sido los distintos intereses de la nación del Norte. Fue España a finales del siglo XIX, cuando los
EE UU le disputaron y arrebataron las más estratégicas de las colonias ultramarinas que el decadente imperio todavía conservaba: Cuba, Puerto Rico y las Filipinas. Ha sido el “terror amarillo” en los momentos en que necesitaban hacer fuerte su posición en el Pacífico, período que concluyó con una devastadora demostración de poder en Hiroshima y Nagasaki. Lo fue transitoriamente la Alemania nazi, pero sobre todo la Unión Soviética, la “amenaza roja”, némesis absoluta en la carrera nuclear. Sin importar el enemigo eventual, para cada ocasión la literatura ha aportado novelas, cuentos o folletines por entregas publicados en diarios y revistas, que cimentaron el encono con aquellos que más tarde acabarían siendo enemigos reales. En el centro de cada una de estas fantasías de guerra futura se encuentra el santo grial de la tecnofilia norteamericana: el sueño de la súper arma.
La idea de hallar el arma suprema, aquella cuya concepción garantizaría la paz definitiva, pacificadora más por coerción que por convicción, por sometimiento antes que por consenso, es un anhelo que nace junto con la nación a fines del siglo XVIII, con los primeros intentos de Robert Fulton por crear un barco submarino. Esa es la primera escala en la línea de tiempo trazada por Franklin en su libro. Luego vendrán las máquinas voladoras, las bombas cohete, los rayos destructores y, varios años antes de su concreción, las bombas atómicas y la guerra espacial. Documentales como Pax Americana y la conquista militar del espacio (2009), de Denis Delestrac, o films clásicos como Doctor Insólito (1964) de Stanley Kubrick, donde Peter Sellers interpreta tres personajes distintos −entre ellos el doctor del título, una parodia de Werner von Braun, creador de la bomba nazi V2, primer misil de la historia, y padre del programa espacial norteamericano−, aportan interesantes perspectivas a la teoría de Bruce Franklin. De hecho el cine, género narrativo por excelencia de la posguerra, parece confirmar la teoría: ¿alguien quiere hacer la lista de películas previas a la primera Guerra del Golfo que ya le calzaban al mundo árabe la vieja máscara del archienemigo?
La idea del genio salvador es otra figura que se repite en la literatura y que Franklin recoge en War stars. Se trata del héroe, o mejor: el superhéroe, aquel que a partir de un poder único consigue por sí sólo doblegar a los enemigos más infames. Lo más parecido a eso que los norteamericanos tuvieron en la realidad, fueron el mencionado von Braun y, sobre todo, Thomas A. Edison. Edison es el prototipo perfecto del self made man, que en vida aprovechó la creencia generalizada entre sus compatriotas de que él sería capaz de construir la ansiada súper arma. Edison llegó a ser héroe de un folletín, Edison conquista Marte, que comenzó a publicarse en el New York Evening Journal en 1898, el mismo día que el diario publicaba noticias amarrillistas sobre posibles ataques de la flota española a los EE UU. Sin embargo, dice Franklin, las ideas militares atribuidas a Edison no sólo resultaron inútiles e impracticables, sino que generalmente eran ajenas.
“Aunque los gastos militares anuales de los EE UU igualan al del resto de los países del mundo juntos, la ‘defensa’ sigue siendo la prioridad número uno del presupuesto, mientras la salud y la educación pugnan por conseguir migajas.” El libro de Franklin es tan contundente como fascinante y sus argumentos de una lógica tan simple y erudita que es imposible no empatizar con ellos. La prueba definitiva de que la literatura y, en definitiva, la palabra pueden ser armas determinantes en la carrera por la dominación absoluta.


Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.

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