El huracán Katrina ha sido para el sistema social de los Estados Unidos, lo que el ataque al World Trade Center a su sistema político: la pastilla roja que ha volcado in his face una realidad que sólo creían posible en las películas, en la televisión o en el tercer mundo. Sus consecuencias (la peor calamidad natural ocurrida en suelo norteamericano) aun siguen saliendo a flote; no caben dudas de que la ola de documentales concebidos como subgénero del cine catástrofe, es una de ellas. Un síntoma de la repentina conciencia surgida en los sectores más progresistas de la conservadora sociedad norteamericana, que, tarde, vienen a darse cuenta de lo que su cultura del consumo ha generado.
La última hora revisita muchos de los tópicos ya desarrollados por Una verdad incómoda, aquella conferencia documental con la que el ex candidato a presidente Al Gore ha intentado despabilar a sus compatriotas en los últimos años: calentamiento global, contaminación ambiental, brutal incremento de la población, agotamiento de recursos no renovables. La primera diferencia entre ambos documentales está dada por el carácter polifónico de La última hora, que a partir de una multiplicidad de voces consigue dotar al discurso de una agilidad que no tenía el monológico film de Gore, escaso en variantes cinematográficas y más parecido en su forma a un audiovisual escolar que a una película. En La última hora se ha intentado compensar ese inevitable exceso discursivo, con una elocuente batería de imágenes, que muchas veces sirven de apoyo a la andanada de conceptos que desde la pantalla abruman al espectador. Sin embargo, a pesar de lo ilustrativas, abundantes y bien elegidas secuencias, es imposible no terminar aturdido ante la sucesión de cabezas parlantes que, apuradas por salvar al mundo, lanzan más información de la que se puede asimilar en 90 minutos. Dentro de ese maremoto verbal, el trabajo de Leonardo Di Caprio como narrador (además, uno de los guionistas del documental), cumple la función de encauzar el flujo informativo a partir de breves copetes, en los que se plantean interrogantes que de inmediato son abordados por hombres y mujeres de la talla de Stephen Hawkins, Wangari Maathai (Nobel de la paz 2004), o Mikhail Gorbachev, dentro de una larga y heterogénea lista de consultados. En el papel de Troy McClure (o, por qué no, de Gastón Pauls), Di Caprio luce demasiado solemne, mucho menos eficaz que en sus últimos trabajos en ficción, como si la responsabilidad de comunicar malas noticias le hubiera lesionado el don de la naturalidad.
La última hora, de Di Caprio y cía., es un retrato del complejo de culpa de una nación pasmada por el impacto de su propia escupida en la cara: el duro despertar del sueño americano. Y aunque eso la convierta en un valioso acto de contrición, su contenido no deja de ser excesivo y sería imposible de seguir, si no fuera por la inteligencia que demuestran muchos de quienes exponen a cámara sin anestesia.
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