
Riddick obvia lo ocurrido en su antecesora, cuestión que resuelve sin importarle gran cosa en un par de escenas que representan una enorme elipsis, y vuelve a dejar al protagonista como en “La Balsa”: triste y solo en un mundo abandonado. Además de malherido y rodeado de monstruos del espacio. Pronto el personaje se da cuenta de que su única alternativa para salir con vida es activar un pedido de auxilio que al mismo tiempo revela su presencia a los cazadores de recompensa, que serán los primeros en llegar al lugar. De este modo el film no sólo prescinde de todo lo contado en la segunda película, de estética más ampulosa y ligada a las ochentosas tapas de revistas como Metal Hurlant, Xymoc o la primera y mítica etapa de Fierro, sino que se vincula de manera directa con la atmósfera de western carpenteriano de Pitch Black. Aunque más que vincularse en realidad repite aquella historia de enemigos íntimos que, encerrados, deben ponerse de acuerdo para luchar contra una amenaza común. Que en una película muy violenta la escena más traumática tenga como protagonista a un animal, habla a las claras de la humanidad que esta rezuma a pesar de todo. Riddick no sólo cumple con las expectativas, sino que de yapa entrega una creación antológica de actor español Jordi Mollá, en la piel de un cazarrecompensas con muchísimos matices que, como no, responde al nombre de Santana.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
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