A simple vista podría parecer que el de Corazón de León es el protagónico más complejo de los que componen el currículum cinematográfico de Guillermo Francella. Un logro módico, teniendo en cuenta el perfil más bien chato de los personajes que el cómico más popular de la televisión argentina suele elegir a la hora de hacer comedia en el cine. Está claro por qué otros de sus trabajos, como los realizados en películas como El secreto de sus ojos o Los Marziano, quedan fuera de esta lista. En cambio su paso por Papá es un ídolo, Un argentino en Nueva York o la saga de Los Bañeros parece justificar la afirmación. Pero si se piensa un poco la cuestión, tal vez sólo se trate de una ilusión óptica o simplemente de un truco de los efectos especiales, que son la zanahoria con que este nuevo trabajo de Marcos Carnevale se propone llenar las salas.
Es inevitable no comenzar por mencionar las particularidades físicas de León, el personaje interpretado por Francella, teniendo en cuenta que, por obra de los efectos, se trata de un enano. O más bien un liliputiense, una persona de muy baja estatura pero cuyas proporciones físicas se mantienen dentro del promedio. Una especie de hobbit porteño con una personalidad seductora, pícara y extrovertida, características que comparte con la mayoría de los personajes clásicos el actor. Y ahí es donde aquel riesgo que parecía tomar se vuelve apenas una cuestión de efecto: más allá de que los códigos no sean los mismos (acá no hay miradas a cámara ni improvisaciones que busquen de manera olmediana la complicidad del público, como en la televisión), León no es ajeno a las reglas, gestos y mohínes que definen a la mayoría de las creaciones de Francella. Y eso provoca un efecto paradójico.
La primera mitad del relato, cuando León consigue seducir y conquistar a Ivana (Julieta Díaz) a pesar de su metro 36, más allá de lo efectivo del truco de jibarizar a Francella y del buen desempeño de todo el elenco (incluido Nicolás, el hijo de Guillermo), no pretende sino obtener rédito del talento del cómico potenciado por el truco del mini Francella. Y eso la hace básicamente conservadora. Por el contrario, en la segunda mitad, donde el actor corre el riesgo de apartarse de su zona de confort para darle a León un matiz sufrido y melancólico, el film se impregna de un tono patético a fuerza de poner en fila una buena cantidad de clichés del melodrama romántico. Eso quizá sea consecuencia de una mirada cinematográfica un poco fuera de época, sobre todo si se piensa en productos similares. Los últimos trabajos de Adrián Suar (con los que Corazón de León pretende dialogar en alguna escena), o Vino para robar, la recién estrenada película de Ariel Winograd, son la prueba de que en la Argentina hay materia prima para realizar este tipo de comedias. Aunque Díaz y Maurico Dayub demuestran versatilidad en el género y acompañan con eficiencia el carisma de Francella, cuesta entender como un actor con sus dotes no consigue encontrar proyectos al nivel de esa tremenda capacidad cómica que Corazón de León explota a medias.
Artículo originalmente publicado... perdón, no publicado. ¿O sí? Bueno, acá está.
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