Fernando es un hombre que desde hace años persiste en el proceso de cambiar legalmente su identidad para dejar de ser mujer y poder afirmar su masculinidad incluso desde su documento. “Soy de los suburbios. Ahí aprendí que a pesar de ser pobres tenemos un nombre y que debemos protegerlo, porque es lo único tenemos”, dice. “Es posible que ni siquiera tengamos dónde vivir, pero el nombre es nuestra historia, la geografía de nuestra vida”, completa Fernando con irrefutable elocuencia. Linn es artista y le gusta utilizar el ritmo del funky (un estilo de rap muy popular en los barrios pobres de Brasil) para hablar de sus experiencias de vida, del desprecio que percibe en las miradas ajenas y tratar de generar conciencia. “Mi música no es para que el macho alfa nos diga cómo tenemos que sacudir nuestros culos: ahora somos nosotras las que decidimos cómo queremos sacudirlo”, afirma con claridad. Paula es la mayor de las protagonistas y también la más formal: es directora de una escuela primaria, pero también una activista que “lucha desde la educación hace más de 30 años”. Giu, en cambio, parece la más joven y lleva adelante una página de Facebook a la que considera una forma de resistencia. Ahí exhibe fotografías que ella misma toma de personas cuyos cuerpos no encajan en “el molde blanco, delgado y heteronormativo”.
Es Giu quien también lee un texto que permite abrir algunas puertas del relato que propone Riff. “Crecí entre ausencias”, dice. “La del padre que nunca tuve, la del hombre que jamás fui y la del hijo que nunca seré. Incluso tengo testículos que nunca quisieron bajar, como un anuncio de la contradicción sexual en la que me convertiría”. Ciertamente, Mi cuerpo es político es una película que trata de poner en escena las ausencias a las que están expuestos quienes se afirman en identidades que fueron negadas durante siglos. En primer lugar la ausencia de reconocimiento, la peor de todas, porque le arrebata al otro el derecho mismo a la existencia. Pero también la ausencia de un cuerpo apropiado en el que puedan terminar de reconocerse a sí mismos, cuya construcción necesita de la acción y la voluntad para poder existir.
La película va realizando su propio periplo de transformación en la medida en que modifica la mirada con que observa a sus personajes. Si las escenas domésticas del comienzo deconstruyen la extrañeza, colocando a las protagonistas en situaciones familiares para cualquier espectador, el desarrollo mostrará que sus vidas públicas no son otra cosa que una continuidad de acciones políticas. Da lo mismo si se trata del simple acto de cruzar una calle enfrentando la mirada ajena o de subirse a un escenario convertida en una reina, para declararse negra, marica y favelera.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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