Como muchos de los exponentes del género, este film aborda la relación que surge entre una de esas víctimas y su victimario, cuando 15 años después de la guerra el destino vuelve a cruzarlos, esta vez como vecinos del mismo pueblito. Maja es rumana y conoció a su marido en Grecia, donde este se desempeñaba como médico del ejército. Una mañana, mientras pasea con su hijo por la plaza, cree reconocer en la figura de un extraño al hombre que la violó y mató a su familia. Un simple detalle de ese encuentro despierta en ella un sufrimiento y un miedo que luchó por olvidar, devolviéndola a aquel día. Por eso su primera reacción es lógica: escapar una vez más. Pero junto al temor llega la bronca. Ese sentimiento se apoderará de Maja hasta convertirse en el motor que le permite secuestrar a su verdugo para hacerlo confesar.
El recurso de invertir estos roles no es novedoso. Roman Polanski lo utilizó en La doncella y la muerte (1994), en donde una víctima de la dictadura pinochetista secuestra a su torturador con idéntico fin. Ambas películas recorren un arco dramático similar, en el que emociones como la culpa y la ira se superponen, y la delgada línea que separa a la justicia de la venganza se vuelve difusa. Lo novedoso acá es la inclusión de un elemento que sin llegar a la instancia del perdón (elemento deliberadamente ausente en este tipo de historias), en algún momento se le parece bastante. Sin embargo, el guión vuelve a imponer la lógica binaria y reduccionista que arrastra a películas como esta hacia el mismo final cantado y cuestionable de siempre. Y aunque claramente se trata de una ficción, la decisión implica un acto ético y político que la película, pudiendo no hacerlo, sostiene y justifica hasta el final. En ese sentido, Los secretos que guardamos admite las mismas objeciones que oportunamente se le hicieron a películas como Río Místico (Clint Eastwood, 2003) o El secreto de sus ojos (Juan José Campanella, 2009).
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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