
Sin embargo no es ociosa la cita al dúo cómico Lewis/Martin, porque aun cuando se trata de un film de acción hecho y derecho, Escape imposible acierta en el perfil autoparódico del relato y de los personajes protagónicos. Uno de ellos es Ryan Breslin (Stallone), un escapista devenido empresario que maneja una consultora encargada de testear los sistemas de seguridad en establecimientos penitenciarios. De hecho no hay cárcel cuyos protocolos no hayan sido destrozados por Breslin, siempre haciéndose pasar por un recluso. Hasta él llega la mismísima CIA para pedirle que se haga cargo de comprobar, a cambio de 5 millones, la seguridad de una nueva unidad carcelaria, una en donde se encierra a personas que nadie sabe que están encerradas. La palabra que utiliza la agente es “desaparecidos” y con eso la película da por sentado un estado fascista. Algo impensable en algunas de las películas que hicieron famosos a Sly y a Big Arnold, en donde el hecho de que los estados pudieran ser fascistas no necesariamente era algo que las mismas vinieran a criticar, sino más bien todo lo contrario. Obviamente Breslin acepta, es encerrado y no sólo que no podrá escapar sino que se las verá con el sádico jefe de la prisión, quien responde al sugestivo nombre de Hobbes, interpretado por un brillante Jim Caviezel. Incapaz de huir, Breslin unirá fuerzas con Rottmayer, otro recluso, interpretado por Schwarzenegger, en un papel donde el ex gobernador californiano vuelve a jugar a la comedia.
No hay que pedirle a Escape imposible que todas sus tuercas estén bien ajustadas, de hecho hay algunas bastante flojas. Sin embargo eso que en otros casos podría resultar fatal para el relato, aquí no hace más que potenciar los golpes de efecto. Y así como en las películas de Jerry y Dean era sabido que, aunque uno de ellos era medio tonto y el otro medio cafiscio, idefectiblemente acabarían besando cada uno a una chica y superando cualquier dificultad sin que a nadie se le ocurriera mencionar las debilidades del verosímil, en Escape imposible también es inútil pretender que todo encaje a la perfección. Como en cualquier buen acto de magia, acá también algo distrae al espectador para que nunca note que alguna cosa no termina de cerrar y aun así piense que ha presenciado un milagro. En el caso de esta película, ese elemento distractivo tiene nombre y apellido. O mejor dicho, dos nombres y dos apellidos: ¿hace falta escribirlos de nuevo?
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
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