
El mundo se ha convertido en una enorme favela desbordada de pobres, enfermos y criminales que siguen siendo la mano de obra que sostiene a la casta que está por encima. Literalmente encima: los ricos han abandonado el planeta para mudarse a Elysium, una mega estación orbital donde continúan sus vidas perfectas. Se trata de un juego de doble encierro, el sueño de Micky Vainilla hecho realidad: un country en el espacio para ricos y un gueto para pobres que tiene el tamaño de la Tierra entera. El problema es el de siempre, que los pobres quieren acceder a los beneficios de pertenecer. Pero Bomkamp es inteligente: no pone a sus pobres a desear banalmente el lujo y la comodidad, sino que deja en primer plano algunas cuestiones bastante más primarias, como la salud. Aunque, se verá, esos mismos elementos derivarán en un final algo recargado de melodrama. Pero para que adelantarse.
Max es uno de esos pobres que creció soñando con el ascenso social que esta vez coincide con un ascenso a los cielos –la metáfora religiosa forma parte de la receta y no debe descartarse—. Operario en una fábrica, Max recibe una descarga accidental de radiación que le deja sólo cinco días de vida y la única forma de salvarse es entrar ilegalmente a Elysium, meterse en una casa y curarse usando la unidad médica que todas familias tienen allá arriba. Como le ocurría a Wikus, protagonista de Sector 9, Max deberá buscar ayuda donde menos lo esperaba y como en aquella película, hay un mercenario que irá tras él. En ambos casos son intereses sociales y corporativos los que convierten a los dos personajes en presas de caza. La diferencia está dada por el punto de vista. Mientras Wikus era un funcionario pequeño burgués que debía buscar aliados entre los marginados para defenderse de la voracidad caníbal de su propia clase, Max es un lumpen cuyo destino lo forzará, no del todo contra su voluntad, a convertirse en subversivo. Y Matt Damon es el actor perfecto para ese papel, como lo demuestra la magnífica trilogía Bourne, donde el problema también era un sistema vicioso y corrupto. Más allá del final con regusto religioso, algo sensiblero y música al tono, Blomkamp demuestra que la ciencia ficción, lejos de ser un instrumento para alabar la tecnocracia, siempre fue una eficaz herramienta crítica. Claro que eso no valdría nada si fracasara su mecanismo narrativo, pero Elysium es, antes que nada, una película capaz de imponer su relato a partir de legítimas virtudes cinematográficas.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
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