Durante la primera mitad de la década de 1990, una figura del punk vernáculo (a quien se evitará mencionar por su nombre, porque la cita es de memoria y las palabras quizá no sean exactas) criticó a Charly García por usar el eufemismo “dinosaurios” para referirse a los militares, convencido de que al hijo de puta no hay mejor manera de llamarlo que esa. Algo parecido decía un cartel pegado en el espejo del protagonista de Birdman, en la primera escena del trabajo con el que Alejandro G. Iñárritu arrasó el año pasado en los Oscars: “Una cosa es una cosa, no lo que se dice de ella”. O sea: Un hijo de puta es un hijo de puta, no un dinosaurio. Los puntos de vista son atendibles, aunque en esencia lo que ambos proponen es un desprecio por los recursos básicos de los que suelen valerse los artistas. En este caso, la metáfora. Algo de eso también vale para The Revenant: El renacido, film que otra vez coloca a Iñárritu entre los favoritos de la Academia.
Desde que comenzó a girar por el mundo, el elogio repetido para The Revenant viene por el lado de lo arduo que resultó su rodaje, tanto para los actores como para el equipo técnico. Es lo primero que dijo el conductor de la transmisión realizada por la cadena TNT cuando la película gano el último de sus tres Globos de Oro. Un reconocimiento que intenta posicionar al film en la categoría de hazaña, por poco a la altura de la conquista del Polo Norte o la subida al monte Everest. Eso se debe a que fue filmada en salvajes escenarios naturales, durante un crudo invierno real y auténticos 20 grados bajo cero que lo congelaban todo, desde cámaras y equipos hasta los huesos del propio Leonardo DiCaprio, protagonista y nominado a Mejor Actor. Porque el frío no debe ser sólo una idea y parece que al mexicano no le alcanza con que el actor lo actúe, sino que es necesario frizarlo para que padezca lo mismo que su personaje. El famoso método de Lee Strasberg pero llevado a nivel Iñárritu. Ya se sabe: la cosa es la cosa y no lo que de ella se pueda decir. En contra de semejante despliegue de producción (y pretensión), la historia del cine está llena de películas increíbles filmadas dentro de un estudio cerrado, usando escenarios de cartón piedra y en las que los actores actúan, nomás. Claro que del mismo modo hay que recordar a favor de The Revenant que también existen Buster Keaton y El maquinista de la General, Coppola y Apocalypse Now! o Werner Herzog y Fitzcarraldo.
Sin dejar de ser relevante a la hora de hablar de cine, todo lo anterior no necesariamente importa al evaluar lo que se supone es lo importante: el resultado final. La película misma. Lo cierto es que The Revenant representa un catálogo de destrezas cinematográficas de alta complejidad, pero cuyo aporte al film no siempre resulta positivo. Mucho se ha hablado de la grandilocuente labor del camarógrafo Emmanuel Lubezki. Sin dudas impactante, pristina, capaz de aprovechar cada fotón de luz para componer imágenes que parecen más vivas que la propia vida, la fotografía de Lubezki es el alma de The Revenant. Por eso es ahí donde los excesos del trabajo de Iñárritu (un director decididamente barroco que profesa una fe ciega por el exceso) comienzan a hacerse visibles. Por un lado en el uso desmedido de grandes angulares, que termina produciendo el efecto contrario a la inclusión que parece buscar. Durante la secuencia inicial –que dialoga de manera abierta con el comienzo de Rescatando al soldado Ryan, de Steven Spielberg–, en la que un malón de indios masacra a un grupo de traficantes de pieles, la mirada panorámica consigue crear una proximidad agobiante que permite sentir que se está ahí, deambulando entre los protagonistas, pero sin necesidad de anteojitos ni de 3D. El resultado es perturbador. Pero a medida que el relato avanza, esa misma amplitud comienza a dejar al espectador afuera, reduciendo el asunto a un ejercicio de contemplación ampliado.
Sin embargo, tal vez la mayor flaqueza de The Revenant radique ahí donde se supone habita su principal virtud, en el complejo trabajo coreográfico que demandan los numerosos planos secuencia que componen la película. Si bien en principio pueden provocar asombro (la misma secuencia inicial alcanza como botón de muestra), lo cierto es que quizá nada, más allá de la vanidad, justifique desde lo dramático semejante despliegue. La obsesión de Iñárritu por ese tipo de dispositivos parece tener más que ver con un virtuosismo vacuo que con un ethos narrativo. Excesos formales en los que se cifran excesos de otros órdenes y que confirman a Iñárritu como un director más preocupado por el tamaño de sus travellings que por los sentidos que estos deberían hacer circular dentro de sus relatos.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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