Cuando un guionista, un director o un productor se deciden a construir una película a partir de los moldes más o menos rígidos de los géneros clásicos, también saben que la diferencia entre éxito y fracaso descansa, fundamentalmente, en elegir a los intérpretes capaces de hacer que todas esas reincidencias pasen inadvertidas. Son los intérpretes, entonces, los máximos garantes de la supervivencia de los géneros, los responsables de hacer que la cosa funcione o, mejor dicho, que funcione otra vez. Que todos esos códigos, fórmulas, esquemas y arquetipos que se comparten con los espectadores puedan volver a ser habitados como si se tratara de un espacio siempre nuevo y desconocido. Y es en la comedia, tal vez como en ningún otro género, en donde ese hecho se vuelve más notorio. Si la persona que va a recibir un tortazo de crema en la cara, por mencionar un gag clásico, no consigue que esa acción repetida infinidad de veces por el cine parezca espontánea y real, entonces más que gracia causará vergüenza ajena. Pero cuando lo logra, el resultado es la risa del público. Ahí, en la habilidad de sus intérpretes para ganarse esa risa, reside el gran éxito de Guerra de papás, de Sean Anders.
Y no debería ser una sorpresa para nadie, porque tanto Mark Wahlberg como, sobre todo, el inmenso Will Ferrell, han dado muestras más que suficientes sobre sus valiosas dotes de comediantes. En esta oportunidad ambos integran una pareja cuyos roles bien podrían haber encarnado en su tiempo Jerry Lewis y Dean Martin, especialistas en construir comedias de opuestos. Ferrell es Brad, un hombre sensible de esos que hacen de la corrección política, la buena onda y el esfuerzo por congeniar un culto sagrado. Casado con Sara, madre de dos hijos que no terminan de aceptar su rol de padre sustituto, Brad se desvive para ganarse su confianza. Pero cuando por fin lo haga, aparecerá Dusty, el seductor, carismático y agresivo primer esposo de Sara y padre de las criaturas, ausente de la vida familiar desde hace años. El choque entre ambos por adueñarse del rol paterno es el motor que permitirá que las situaciones, en las que por lo general Dusty pone en ridículo a Brad, se vayan enhebrando una tras otra.
Guerra de papás se permite jugar a muchas bandas en el billar del humor y lo hace con destreza. Y Anders saca ventaja de la facilidad con que Ferrell y Wahlberg pueden ir de lo físico a lo escatológico o del humor blanco al negro o directamente al absurdo o la sátira, sin resentir nunca la química que consiguen generar entre sus personajes, ni el ajustado clima general. Pero ellos no son los únicos responsables de que esta película pueda considerarse un trabajo logrado. Como ocurre en toda buena comedia, en esta los personajes secundarios también son fundamentales para apuntalar a las estrellas. Son ellos los que ocasionalmente aceptan cargar con el peso de algunos tramos, haciendo posible que ocurra lo que es esperable en el cine: que cada película sea un universo completo, con sus propias leyes físicas de atracción y repulsión funcionando en equilibrio. Dentro de ese equipo de bienvenidos adláteres se cuentan el siempre efectivo Tomas Haden Church, capaz de generar carcajadas por sí mismo; el versátil Bobby Cannavale; Linda Cardellini, que es como un frontón que devuelve cada pelota para que Ferrell o Wahlberg cierren el punto, y el desconocido Hannibal Buress, que utiliza hábilmente el viejo recurso de la “cara de palo” a lo Buster Keaton. De ese modo, en equipo, Guerra de papás consigue algo de lo que no cualquier comedia puede enorgullecerse: divertir con herramientas simples y bien conocidas, pero sin traicionar nunca al espectador ni a sus propias convicciones.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario